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Cultură

Noche de chepos

Un relato de Alberto Arce de la realidad de Tegucigalpa, Honduras.

En Tegucigalpa nada podría convencer a un adolescente responsable para abandonar la casa de sus padres y sumergirse en los peligros de la noche. Nada excepto las ganas de encontrarse con una chica. Ebed Yanes, un estudioso adolescente de clase media de 15 años, había conocido a una chica chateando en Facebook. Quería encontrase con ella en persona. Terminó de cenar, hizo los deberes con su madre, dio las buenas noches y se fue a la cama. «Mis padres están despiertos», le escribió aquella noche de sábado desde su habitación. «Ya tengo las llaves de la motocicleta. Me ducharé mientras se duermen». Nunca se encontró con ella.

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En su casa nadie se percató de que a medianoche bajó las escaleras en silencio, se subió a la motocicleta roja de su padre y desapareció en la oscuridad para buscar a la chica. Debió de dar varias vueltas por la ciudad y sentir miedo. «No sé en qué tipo de hoyo vives», le escribió en su último mensaje de texto. «He estado buscándote 45 minutos, pero mejor regreso a casa antes de que me agarren los chepos». Chepos, la palabra con la que se conoce en Honduras a los militares, fue lo último que escribió en su vida. A la 1.30 de la madrugada Ebed estaba muerto en un callejón estrecho y oscuro sobre la motocicleta de su padre, con una bala en el cuello y dos tiros en la espalda.

La familia Yanes vive en una de esas colonias vigiladas y amuralladas que surgen a las afueras de Tegucigalpa. El padre, Wilfredo, un distribuidor de alimentos al por mayor al que le va razonablemente bien en los negocios, me recibe en una casa de dos plantas, cómoda y amueblada con la sobriedad de una clase media que quiere mantener la normalidad dentro del caos. Caminamos entre sofás viejos, fotos de familia y certificados de estudio enmarcados en las paredes. La visita continúa en la segunda planta, organizada en torno a una pequeña sala de televisión que rodean tres dormitorios. Frente a la puerta de la habitación que se quedará vacía para siempre, Wilfredo comparte con su esposa, profesora de universidad, y su hija mayor, estudiante de medicina, los únicos lujos que se ha permitido: una pantalla de plasma y una máquina de ejercicios para mantenerse en forma sin necesidad de salir a jugarse el pellejo por las calles.

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La tragedia de esta familia comenzó a anunciarse un domingo por la mañana. Wilfredo recuerda que se despertó y el Toyota rojo que Ebed limpiaba antes de ir a la iglesia estaba sucio en el garaje. Pero no se preocupó. En teoría, la noche anterior, su mujer y su hijo habían estado repasando tareas escolares hasta tarde y el retraso remolón de su hijo adolescente era normal. Después de desayunar, tras levantar la voz varias veces para pedirle que bajara, su hermana subió a despertarlo. Lo que se encontró fue que Ebed no había dormido en su cama. Su teléfono estaba apagado y, al revisar el garaje por segunda vez, se dieron cuenta de que la motocicleta roja que su padre acababa de comprar para librarse de la congestión del tráfico había desaparecido. Wilfredo sabía que su hijo era travieso. Le encantaban las chicas y tenía un pequeño trastorno de déficit de atención, pero nunca se metía en problemas con nadie, no desobedecía, no estaba implicado en nada, no salía solo de casa, ni siquiera sabía utilizar el complicado sistema de taxis colectivos y busitos que ejercen de transporte público en Honduras. Incluso cuando asistía a sus clases de taekwondo, su hermana mayor lo esperaba fuera, sentada en el coche, volcada sobre sus libros de anatomía. La noche que Ebed murió asesinado en un callejón fue la primera y la última vez en su vida que salió de su casa sin que alguien de su familia lo acompañase.

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Aunque aquel domingo su padre se olió que algo iba mal desde primera hora —porque todo padre hondureño, bombardeado por la realidad que lo rodea, se exalta ante los retrasos que en cualquier otro país del mundo forman parte de las broncas implícitas en la educación de un adolescente—, era casi imposible que Wilfredo se imaginase lo que le había sucedido a su hijo. Así, comenzó a tirar del hilo con naturalidad. El guardia de seguridad de la colonia, pensando que sería despedido por jugar a la complicidad con el chico, le confirmó que Ebed había salido en moto después de media noche y que no había regresado. Pero, no, ni Wilfredo ni su esposa son ese tipo de personas rencorosas que toman represalias. Entendieron al guardia, más centrados en resolver el problema que en buscar responsables. La frase con la que Wilfredo comenzó a activarse fue: «tenemos que mantener la calma, pero vamos a buscarlo». Fueron 12 horas de lenta peregrinación por la Dirección de investigación Criminal, en la que pusieron una denuncia por desaparición, la Fiscalía de menores y el hospital infantil. Querían creer que se habría accidentado en moto o se habría quedado en casa de una chica y regresaría en cualquier momento pidiendo perdón.

Como si retrasar una noticia sirviese para evitarla, solo a última hora de la tarde Wilfredo aceptó ir al departamento de homicidios de la policía. Allí tampoco sabían nada de su hijo. Pero sí de una moto roja que acababan de recibir y que había aparecido junto al cuerpo de un joven no identificado, asesinado por unos desconocidos que dispararon sin mediar palabra y se dieron a la fuga, el mantra tantas veces repetido por la policía en Honduras para paliar su incapacidad a la hora de realizar investigaciones.

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—¿Tenemos la motocicleta aquí, quiere verla?

La familia atravesó el aparcamiento y, desde la distancia, Wilfredo reconoció su motocicleta roja. Inmediatamente supo lo que significaba.

—¿Es él? —le preguntó su esposa.

—Sí, es él —respondió Wilfredo casi sin tiempo de tomar a su esposa desmayada del suelo.

Los tres se fueron a la morgue judicial. El trayecto, en silencio. Wilfredo quiso entrar solo a identificar el cadáver. Fue un trámite frío y rápido. La capacidad de almacenamiento de cuerpos de la sala estaba, como cada fin de semana, saturada. El cadáver de su hijo, tirado en el suelo, dentro de una bolsa de plástico. La mandíbula, aún imberbe, rota por un disparo. Wilfredo mantuvo la compostura. Le entregaron una bolsa de papel con sus pertenencias: una blackberry llena de mensajes de texto, un casco roto y un juego de llaves.

Esa misma noche, ante familiares y amigos, durante un velorio que duró hasta el amanecer, Wilfredo hizo una promesa por Ebed y por su país. Suena grandilocuente. Wilfredo, desde que mataron a su hijo, lo es. Tiene derecho a serlo. En cada palabra, en cada gesto, en la prolijidad con la que almacena en una carpeta todos los recortes de prensa que hablan del caso y ordena en un cuaderno las citas con los fiscales, los medios y los políticos a los que trata de influir. Pero también, además del orden, es una persona profundamente religiosa, y no acepta que un crimen como este quede solo en manos de Dios, que también te juzga —como me dijo un día— por lo que eres capaz de hacer en la tierra. El mismo día del funeral de su hijo decidió que pasaría a la acción e investigaría. Prometió que su hijo no se convertiría en una estadística más. Wilfredo no podía confiar en lo que la policía le había contado. ¿Su hijo, víctima de un asesinato aleatorio en la calle? No quiso creérselo. A partir de ese momento, y durante meses, aplacó el dolor tratando de saber la verdad. Y lo consiguió.

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Necesitaba ducharse y cambiarse de ropa antes del funeral. También quería estar solo para pensar. Pero de camino a su casa decidió que no esperaría ni a que su hijo estuviese enterrado para comenzar a investigar. Decidió desviarse de su ruta hacia su baño y su armario para hacer dos paradas. La primera, en una comisaría a poco más de 100 metros del lugar en el que había aparecido el cadáver. «Sí, oímos disparos, pero no salimos a investigar por miedo», le dijeron los agentes. No les culpó por ello. Wilfredo no era especialmente crítico con el Gobierno… ni de la policía. Consciente de que no pueden cumplir con sus obligaciones, no quiso discutir con los agentes. Solo necesitaba información y algo que aceptar como cierto, no ganaba nada con excusas, reproches, disculpas o pésames. Ante todo, siempre ha sido un hombre práctico. La segunda parada de aquella mañana fue en el callejón en el que su hijo había sido asesinado horas antes. Quizá alguien hubiera visto o escuchado algo. También sabía que sería difícil que alguien quisiera hablar con él, pero tenía que intentarlo, y no se equivocó al hacerlo. Pocos callan ante un padre roto por el dolor, además, no era detective ni policía, sino vecino y conocido. Con su cercanía supo conseguir lo que un ejército de fiscales nunca habría logrado.

Una vecina le dijo que en plena noche había oído disparos de fusil, pero que tuvo miedo de salir a mirar, y le señaló a otros vecinos que quizá sí se hubieran atrevido. Así encontró a alguien que, a pesar del miedo, sí corrió las cortinas y miró. No solo miró, sino que estuvo dispuesto a contarle cómo, a través de la ventana, vio a un grupo de entre seis y ocho hombres de uniforme acercarse a un cuerpo tirado sobre una motocicleta, darle vuelta con la punta de los fusiles, recolectar con cuidado los casquillos e irse en un inmenso cuatro por cuatro oscuro de doble cabina. Según el testigo, los uniformados regresaron de nuevo minutos más tarde para hacer una segunda inspección del lugar, con linternas, y asegurarse de que alrededor del cadáver no quedaban pruebas. Pero lo hicieron solo a medias. En todo encubrimiento se cometen errores detectables si alguien los busca. Cuando amaneció, ese mismo vecino salió a tomar los casquillos que los hombres no habían visto en la oscuridad. Esos casquillos, en los que había una palabra y un número, «Águila 223», acabaron en una bolsa de plástico que Wilfredo se llevó al funeral de su hijo.

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Wilfredo recuerda cómo lanzó un puñado de tierra sobre el ataúd de Ebed mientras, con la otra mano en el bolsillo, daba vueltas a los casquillos. No se podía quitar una idea de la cabeza: a su hijo no lo habían matado unos desconocidos en motocicleta al salir de una fiesta. Probablemente lo había asesinado, sin motivo alguno, el ejército de Honduras.

El lunes, inmediatamente después del funeral, Wilfredo quiso pedir consejo y se dirigió al despacho de la rectora de la universidad nacional de Honduras, Julieta Castellanos, que perdió a su hijo tiroteado por la policía en un control a finales de 2011 y, desde entonces, se ha erigido en voz contra la impunidad de las fuerzas de seguridad. Pese a que los policías asesinos de su hijo pudieron escapar con el permiso de sus superiores, su ejemplo ha servido para que padres como Wilfredo se atrevan a suplir la acción investigativa de un estado impotente. Allí le recomendaron que esperase a tener más elementos antes de poner la denuncia, que no hablara todavía con los medios, la discreción siempre ayuda, y que se dirigiera a la Fiscalía de Derechos Humanos ofreciéndoles la ayuda logística que necesitaran, porque los investigadores en Honduras no andan sobrados de medios para trabajar. A partir del jueves, Wilfredo y su mujer se convirtieron en detectives. Comenzaron a matar su insomnio y su dolor saliendo a las calles a buscar algún operativo del ejército con un vehículo de las características que les había descrito el testigo. Lo intentaron un día. Al principio no tuvieron suerte. Y otro. Y otro. Y otro. Y otro. Y otro. Cuando se cumplía una semana del asesinato, el sábado alrededor de la medianoche, se toparon con un retén militar de camino a casa, a pocos metros del lugar en el que su hijo había sido asesinado. Wilfredo se detuvo ante ellos y vio un vehículo similar al descrito por los testigos: un Ford 350F super Duty, con aspecto de tanque. Una rareza en Tegucigalpa. Wilfredo le pidió a su mujer que redujera la velocidad y sacó una foto a través de la ventanilla. Por culpa del flash los vieron, les dieron el alto, los rodearon, les pidieron la cámara y los interrogaron. La excusa que se inventó fue que regresaba a casa de cenar con su mujer y coleccionaba fotos de vehículos poco convencionales. Wilfredo estuvo fino. Hablaron de motores y precios, no de niños asesinados. Por esa vez, los dejaron ir. Nadie desconfía de un matrimonio de clase media que regresa a casa de una cena.

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Temblando, Wilfredo llegó a su cuarto y borró la memoria de la cámara después de grabarla en un USB. Tenía miedo de que alguien entrara de noche a la casa y se la quitase. Ya tenía los casquillos de bala y ahora tenía también la fotografía de un vehículo que concordaba con la descripción de los testigos y la localización de un checkpoint que encajaba en la lógica de lo que no había querido imaginarse. El lunes por la mañana, una semana después del asesinato, fue a la Fiscalía de Derechos Humanos y presentó ante la justicia todo lo que había descubierto.

Después de hacerlo, Wilfredo no se sentó en su casa a esperar, porque sabía que podría esperar para siempre. Se sentó, con más inteligencia y siguiendo los consejos recibidos, en la oficina de Germán Enamorado, jefe de la Fiscalía, y le dijo que tenía prisa y quería respuestas. Insistió. Un día, otro día, y otro día. Enamorado me contó después que estaba impresionado por la rectitud del planteamiento de Wilfredo. Si era cierto que un grupo de soldados habían asesinado a un estudiante, se trataba de un crimen abominable. Para un hombre demasiado acostumbrado a lidiar con el abuso de autoridad y la imposibilidad de perseguir según qué crímenes, aún quedan resquicios para la ilusión por su trabajo, y esos resquicios pasan por no sentirse tan solo en la tarea, por dejarse empujar desde la calle. Asignó un fiscal y un investigador al caso. Pero no tenían vehículo para desplazarse y comenzar sus pesquisas. La oficina de la Fiscalía es un lugar poblado por montañas de expedientes que desbordan la capacidad de trabajo del personal. Unos 600 expedientes abiertos por cada fiscal colapsan la mejor de las intenciones. Además, media docena de fiscales comparten un solo vehículo, al que se le ha racionado el combustible. Que Wilfredo se ofreciese para convertirse en chofer e insistiese día tras día, sin reproches, con buena cara, invitando a café, ganándose el respeto y no el hastío de los funcionarios, fue clave para el avance del caso. Generó empatía en la oficina del fiscal, que se lo tomó como algo que va más allá del deber en un país en el que todo ayuda y empuja a no cumplir con el deber. Sin la iniciativa, la capacidad, el tiempo y los recursos bien gestionados que Wilfredo les ofrecía, en un lugar donde un depósito de gasolina lleno es todo un lujo para un investigador, los fiscales poco podrían haber hecho.

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Días después recibió una llamada de uno de los fiscales solicitándole un vehículo para iniciar las diligencias. Con Wilfredo al volante, la primera parada fue en un cuartel del ejército en el que suponían que se encontraba la hoja de novedades de aquella noche. No acertaron. Tuvieron que atravesar varias veces la ciudad de un cuartel a otro hasta que alguien les dijo que cualquier petición debía ser por escrito y a quién debían dirigirla. Con persistencia, tiempo y una orden firmada por el fiscal jefe, consiguieron el documento que necesitaban. La hoja de novedades que llegó a sus manos, firmada por el oficial de turno en el checkpoint del barrio la noche del asesinato de Ebed, solo decía que un hombre pasó en motocicleta disparando a los soldados del control, que se le dio persecución y que logró escaparse. Esa fue solo la primera de las mentiras del ejército. Una mentira que reconocía hechos similares en el lugar el día de autos. Y llegó con una noticia inesperada. Ese detalle de color que eleva un caso particular a la categoría de interés general, de cuestionamiento de toda una política a partir de varios disparos en la calle. Los soldados que persiguieron y asesinaron a Ebed pertenecían al primer batallón de Fuerzas especiales del Ejército. Habían recibido entrenamiento de Estados Unidos y tenían aprobación para realizar operaciones conjuntas con soldados estadounidenses. En otras palabras, eran los soldados mejor equipados y entrenados de Honduras, contaban con apoyo extranjero y Wilfredo estaba convencido de que habían matado a su hijo.

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Cuantos más detalles descubría, más se enfadaba. Aunque nunca llegué a verlo mucho más que indignado, modesto y agradecido con cada persona que se acercaba a preguntarle, Wilfredo estaba enfadado. Sin mostrar dolor físico ni palabras fuera de tono, con esa cara de buena persona a la que unos modales finos, los lentes y una camisa bien planchada siempre contribuyen, estaba enfadado. Un tipo de enfado que no se canaliza en ira, sino en persistencia y claridad de ideas. Para Wilfredo las leyes existen, y es por eso que pueden exigirse. Los libros de historia, los informes de los cooperantes internacionales e incluso los periodistas juegan con algunas frases hechas, verdades de barquero que nos ayudan a reducir en 1000 palabras la densidad de estos países. A veces hablamos de la llegada de la democracia a América Central, de los gobiernos civiles, de la pérdida de influencia del ejército. De la aprobación de constituciones, de códigos de actuación que terminaron, teóricamente, con la arbitrariedad anterior. De una ayuda militar externa que no mata, sino que evita la muerte e impone el Estado de derecho. Algunos ciudadanos, además, quieren que sea cierto.

Wilfredo sabe, porque se lo explicó el fiscal después de consultar un código de conducta militar, que los soldados no pueden disparar a menos que se encuentren ante una amenaza directa y existencial. Que hay protocolos de actuación: alto-identificación-intimidación-mecanismos de detención, toda una serie de pasos a seguir antes de disparar, posibilidad limitada a la defensa propia. Que eso sería democracia y que su hijo solo iba armado de un teléfono. Que cualquier otro curso de actuación era ilegal. a esas alturas, el caso ya había saltado a la prensa y la mentira comenzaba a esbozarse desde el poder. La democracia comenzaba a hacer aguas para Wilfredo, hecho a hecho, día a día, como para tantos otros familiares de víctimas lo había hecho antes. Comenzaba a imponerse el «algo habrá hecho». Honduras otorga más credibilidad al oficial del ejército que protege a la patria que a una víctima civil. Los militares siempre lanzan la posibilidad de que el joven sea pandillero, algo difícil de verificar en el cajón de sastre de los 20 asesinatos diarios que se registran en el país. El jefe del ejército hondureño, el general René Osorio, declaró públicamente que Ebed no se había detenido en un control militar y se merecía lo que le había sucedido. «Lógicamente, cuando un delincuente cruza un retén y no para es porque anda en cosas ilegales» fueron sus palabras exactas. Cuando comenzaron los requerimientos y los presentes en el lugar de los hechos fueron interrogados por la Fiscalía, ninguno de los siete soldados a bordo del Ford recordó ninguna motocicleta, tampoco haberse movido de donde estaban aparcados, menos aún haber disparado en contradicción con su propio parte de novedades.

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Uno de los soldados, al ver su nombre en los medios y consciente de la salvajada en la que se había visto implicado, en un giro imprevisto —tan imprevisto como lo había sido que alguien venciera al miedo y espiase aquella noche tras una ventana, que tomase los casquillos de una escena de crimen al amanecer, o que Wilfredo saliera con su mujer a buscar el checkpoint—, decidió hablar y buscar una salida digna o, simplemente, diseñar una estrategia de defensa diferente a la de sus mandos, abriendo una línea de investigación a la que el fiscal se pudo agarrar para avanzar.

Poco después del interrogatorio, uno de los soldados llamó a su madre y le contó una versión bien diferente de lo sucedido con Ebed. Confesó que le habían ordenado mentir sobre lo sucedido. Su madre, entonces, llamó a una abogada que le explicó que era mejor ser testigo protegido de la Fiscalía que ser acusado de asesinato. Habló con sus compañeros de batallón y al día siguiente varios soldados se presentaron en la Fiscalía y contaron, asustados, su versión. El chico, dijeron, no se detuvo en el control. Aceleró y lo atravesó. Le dispararon. No se detuvo. Le persiguieron con su bestia, con el Ford 350F super Duty rugiendo en la oscuridad durante varios minutos. No tenía opción. Desesperado, se metió por un callejón estrecho. Los soldados se pararon en la entrada y el subteniente Sierra, al mando de la unidad, sin bajarse del vehículo, comenzó a disparar. Otros dos soldados, siguiendo órdenes, también dispararon. Todo sucedió muy rápido y a oscuras, según su versión. El resultado inmediato ante el que se encontraron los soldados, casi unos niños —ninguno era mayor de 22 años—, fue un cadáver. El joven de la motocicleta estaba muerto y no podían ignorarlo.

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A pesar de la impunidad que reina en Honduras, los agentes tuvieron miedo. A los pies del cadáver surgieron los reproches y las discusiones, pero se impuso la jerarquía y el sentido común: estaban todos implicados y lo más sensato era cubrirse las espaldas unos a otros. Primero, limpiaron la escena del crimen; después, el oficial reportó a su superior, el coronel Juan Girón, jefe de la operación. «Él fue quien nos dijo lo que teníamos que decir…, que no debíamos decirle a nadie, mucho menos a la policía, lo que había sucedido», se lee en el expediente de la Fiscalía. Un oficial cambió sus armas (un M16, una Beretta y un Remington, un R15) para que las pruebas de balística no ofrecieran ningún dato concluyente. El fiscal tuvo que solicitárselas en dos ocasiones al ministro de Defensa, Marlon Pascua, que hizo todo lo posible por no facilitárselas.

Wilfredo estaba horrorizado. «Usaron a mi hijo para practicar el tiro».

El fiscal Enamorado explica que era correcto perseguir a Ebed, tratar de detenerlo con obstáculos en la carretera e incluso disparar al aire. Pero en ningún caso está permitido disparar a un sospechoso que huye sin presentar amenaza. «Los hechos son despreciables», dijo. «La ley es clara. Ebed no debería estar muerto».

Lo que sucedió después fue un milagro. a los 17 días de abrir el caso, gracias a la insistencia y el apoyo de Wilfredo a la Fiscalía y después de los testimonios de algunos de los arrepentidos, los tres soldados que habían disparado fueron detenidos. Eliezer Rodríguez, de 22 años, autor de los disparos mortales, fue acusado de asesinato y encarcelado. Los otros dos, incluido el subteniente Sierra, el oficial que comenzó a disparar, solo fueron acusados de encubrimiento y violación de los deberes de los funcionarios. A los dos se les otorgaron medidas sustitutivas y esperan juicio en libertad.

De alguna manera Wilfredo había conseguido algún tipo de justicia. Los hechos eran públicos, podían leerse en una acusación de la Fiscalía, y quien había matado a su hijo esperaba juicio detenido en un batallón militar. Eso es mucha más justicia de la habitual en Honduras. Pero, por supuesto, no estaba satisfecho. No lo estará nunca. A fin de cuentas, los soldados se limitan a seguir órdenes y no está de acuerdo con que uno deba pagar por todos, si es que alguna vez alguien, si hay un juicio, llega a pagar por algo. En el ejército, como hemos aprendido en las películas de Hollywood, siempre hay que subir escaleras hacia arriba. Escaleras cubiertas por niebla en las que apenas se alcanza a ver nada. Por supuesto, había más implicados. Además de los soldados que dispararon, el coronel Juan Girón les ordenó mentir sobre el parte de novedades; otro coronel, Reynel Funes, cambió las armas para manipular la prueba de balística, y un tercer coronel, Jesús Mármol, jefe máximo de la operación relámpago, la que mantiene Tegucigalpa sellada por el ejército desde poco después del golpe de Estado de 2009, dijo que nunca había sido informado de los hechos, pese a que su subordinado dice que sí lo hizo.

El ejército sostiene que no hay ningún comportamiento indebido por parte de los oficiales. «Todo eso de las mentiras y el cambio de armas es una novela», me dijo a mí un cuarto coronel, Jeremías Arévalo, portavoz de las Fuerzas armadas. «Nosotros le hemos dado a la Fiscalía todo lo que nos ha pedido desde el primer día». No contento con esa mentira, me dijo: «Para nosotros el caso está cerrado. Somos unas Fuerzas armadas responsables y contra la impunidad».

Wilfredo no está de acuerdo. Después de varios meses, logró convencer a la Fiscalía de que investigasen el papel de los oficiales y la cadena de mando, que descubrieran qué había sucedido con las armas. El fiscal llamó a declarar a los coroneles y puso sus contradicciones por escrito.

El caso salpicaba incluso a Estados Unidos, más allá del equipamiento utilizado para cometer el crimen. El coronel que supuestamente ordenó el cambio de armas, Reynel Funes, también trabajaba bajo la aprobación del Gobierno de Estados Unidos. Como casi todos los oficiales de alto rango del ejército hondureño, en 2006 asistió becado a la escuela de postgrado naval de Monterrey, en California, donde se graduó con el título de máster en análisis para la defensa. Antes había estudiado en la escuela de las Américas, en Fort Benning, Georgia. No cuesta demasiado pensar que aquellos ejércitos centroamericanos de la contrainsurgencia y los años ochenta no han cambiado mucho, pese a la supuesta llegada de la democracia a estos países. Y que Estados Unidos, a medida que pasan los años, cuanto más se implica, más se ensucia por seguir ayudando a quien, quizá, no quiere dejarse ayudar.

Por el momento, dos años después, no ha habido mayores avances. El caso de Ebed llegó a la prensa internacional. Vinieron las televisiones. Entrevistaron a Wilfredo y a los fiscales. Se repitieron los detalles una y otra vez. El mundo lo sabe, pero los responsables no han sido condenados. Probablemente nunca lo sean. Ni siquiera han sido juzgados. Probablemente nunca lo sean. Un suboficial, el que lo mató, continuará una temporada en la cárcel, y cuando termine el período de prisión preventiva, saldrá en libertad. Probablemente nadie más será acusado. En Honduras los expedientes mueren sobre una mesa. Los fiscales que llevaron el caso se fueron a otros destinos. En Honduras, la rotación de funcionarios es una de las claves para conseguir que ningún caso avance. Wilfredo sabe que es difícil que se haga justicia, que se celebre juicio, que su país se quite de encima décadas de corrupción y disfuncionalidad, que algún día sus vecinos no tengan miedo de salir a la calle de noche, que cualquier padre pueda permitir que su hijo camine por un parque o pruebe los límites de la libertad sin temer por su vida, que es imposible que Ebed regrese y que también es posible que a él lo maten por hablar.

_"Noche de Chepos" es un capítulo del libro _Novato en Nota Roja_ de Alberto y Germán, editado por la editorial Libros del K.O._