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Aquellos tiempos en los que trabajaba para el News of the world

La semana en la que el News of the World cierra en medio de tanta controversia mediática, Ben Myers rememora su breve y accidental carrera cuando trabajó de incógnito para el susodicho periódico.

La semana en la que el News of the World cierra en medio de tanta controversia mediática, Ben Myers rememora su breve y accidental carrera cuando trabajó de incógnito para el susodicho periódico.

Era joven, inocente, y con ganas de darlo todo con el pelo mal teñido de rubio. Por todo esto, la editora del News of The World pensó que yo era la persona ideal para enviar de incógnito a lo que ella creía que era una historia de abusos infantiles en la carretera de Mile End, al este de Londres.

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Mientras que los que tengáis cierta edad recordareis con cariño el verano de Britpop de “Roll With It” vs. “Country House” y la imagen de John Major luchando por hacerse con el control del Tory Party, para mí la estación más soleada de 1995 estará siempre asociada a escuchas ocultas, documentos ficticios y persistentes sensaciones de duda, hipocresía, paranoia y aversión. Y cheques. Bonitos cheques.

El autor, jodido en un festival en 1995

Todo comenzó siendo algo muy inocente: yo era un estudiante de literatura inglesa que quería meter cabeza en el mundo del periodismo y me pasé todo un verano intentándolo. Escribí a cada revista y periódico de Londres, donde dormía en un apartamento, ofreciéndome para trabajar gratis. No me llamó nadie.

Pero entonces un amigo de un amigo que trabajaba en la sección de correo del News International en Wapping me echó un cable con un secretario que conocía a alguien del despacho de entretenimiento del News of The World . Hice las llamadas pertinentes. Empecé un lunes. Ponte corbata, dijeron.

Aquella primera semana en la vasta oficina sin tabiques yo era todo ojos. Todo lo que crees que sabes sobre un periódico seguramente es cierto. Hombres con camisas blancas en busca de la información. Editores adjuntos mordiendo bolígrafos y comprobando facturas. Mucha acción, mucho café, muchos cigarrillos. Celebridades apareciendo por los pasillos. Un estado generalizado de urgencia. Al asistir a las reuniones editoriales pronto se hizo obvio que el trabajo consistía en buscar información sensacionalista: ¿Quién puede contar algo de alguien y dónde -sin ser demandado? ¿Lo tienes grabado? ¿Hay fotos? ¿Llevaba el cura calcetines en plena orgía?

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Al nuevo editor, un tío de treinta años que perdía aceite llamado Piers Morgan, todos le veían como a alguien que había ascendido por la vía rápida gracias al favor del déspota reptiliano del News of The World Rupert Murdoch. El año anterior Morgan andaba escribiendo una columna en The Sun y ahora tenía el mismo cargo que su antiguo jefe. La editora también había sido recién ascendida por sus méritos, una joven pelirroja protegida de Murdoch llamada Rebekah Wade, cuyo novio, Ross Kemp, era famoso por presumir de pectorales en la parte trasera del bar de Queen Vic.

Se me asignaron todas las tareas grises propias de un lacayo experimentado, y me sumergí en una rutina diaria consistente en abrir y contestar el correo de Michael Winner y de Jonathan Ross, leyendo, riéndome y después archivando las cartas de la columna sexual, y llevándole sándwiches y cigarrillos a Rebekah Wade. A cambio, me ofreció algo de trabajo remunerado propio del editor adjunto -cómo reducir las 90 palabras del preestreno de una serie de TV a 60. Me llevó cinco minutos y me pagaron lo equivalente a mi renta estudiantil de una semana.

El lunes siguiente me ofrecieron algo más complejo. Un reportero había visto un anuncio de un club juvenil en la East End “para jóvenes gays y lesbianas de entre 10 y 16 años”. Bueno, dijeron. Ahí seguro que hay algo turbio. El antro perfecto para la pedofilia. ¿Cuántos años tienes? 19, contesté. Pareces más joven, dijeron. ¿Podrías hacerte pasar por alguien sexualmente confundido? ¡POR SUPUESTO! ¿Vas a ir con micrófono? Eso no lo tengo muy claro. Te crearemos un trasfondo ficticio -y te pagaremos, por supuesto. ¿Cuánto? 100 libras, dijeron. ¿100 libras? Sí, por hora.

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Así que aquella noche me acabé en un club juvenil haciendo el papel de un chico de 16 años sexualmente confundido que acababa de mudarse a esa zona y buscaba amigos nuevos y, con un poco de suerte, según mi nuevo amigo reportero, las insinuaciones de algún depredador reincidente. Lo ideal sería que me dejasen pasar y -cruzando los dedos- hablar con alguno de los miembros más jóvenes del club juvenil metido en el asunto de los abusos de menores.

Me colocaron un dictáfono en el cuerpo y me pasaron el cable por debajo de la camiseta. Estaba sudando. Mucho. Nada de esto me hacía sentir bien. Y durante todo ese tiempo el reportero y el fotógrafo encubierto se atiborraban de pollo al curry a cargo de los gastos del viaje, con todos los ojos puestos en nosotros. Al cabo de una hora fui al baño a darle la vuelta a la cinta.

El autor, siendo un completo imbécil en 1995

La gente que dirigía el grupo de jóvenes eran dos lesbianas bienintencionadas. Señoritas adorables. Se preocupaban por los chicos que venían por aquí -chicos que sentían un conflicto por ser gays, pasados jodidos, o ningún otro sitio donde ir. Me acogieron -19 años, del norte, heterosexual, fuera de lugar- bajo su techo, me presentaron a todo el mundo, y me ofrecieron ayuda para encontrar un trabajo.

Poco después, cuando me fui, todo lo que quiso saber el reportero era: ¿Lo intentó alguna? ¿Hablaron de sexo? Si hay algún indicio de trapicheos con gays menores de edad, bastaría para tener una historia. ¿Has conseguido grabar algo?

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No, no, no, dije. Son buena gente. Muy buena. Tienen buenas intenciones. Tienes que volver la semana que viene, me dijeron. Seguro que hay algo turbio ahí dentro. Lo encontraremos. No te preocupes. Sacaremos algo de ellos.

Como un joven sabueso ansioso por hacerse un nombre, volví. Cuando se hizo de noche y el reportero y el fotógrafo encubierto habían devorado otro pollo al curry, nos metimos en el bar más cercano, el que visitaban de vez en cuando los gemelos Kray, el Blind Beggar. ¿Había algún indicio de sexo gay con menores?, volvieron a preguntarme. ¿Podemos sacar fotos a las lesbianas? No, dije. Y esa vez decidí que, incluso si había algo turbio, no les iba a contar a esos cretinos nada con lo que pudiesen rellenar las páginas de un periódico que leerían tres millones de personas el próximo domingo. Eso no ayudaría a nadie, salvo a Murdoch y a sus contables.

Me di cuenta de que me había puesto del lado de aquellas mujeres que ocupaban su tiempo ayudando a aquellos chavales confundidos. Lo estuve siempre. Y estuve del lado de los propios chavales, más de aquellos que me acogieron en su grupo.

En ese momento vi que el periodismo de oficina no era como el resto del periodismo -no era periodismo de verdad. Y no guarda relación alguna con la escritura ni con la literatura, mis auténticos intereses.

Para trabajar en el News of The World no podías tener escrúpulos, tenías que dejar a un lado toda tu ética. Había que ser implacable e insaciable, y hacerte con la historia a cualquier precio. Conseguir la historia y joder a todo el mundo. Sabía que yo nunca podría hacer algo así. Me sentía sucio. Comprometido. Un absoluto farsante.

Ahí fue cuando me llamó el Melody Maker para ofrecerme unas prácticas. Me cambié de barco rápidamente para escribir sobre música y pasar los siguientes años dando vueltas por el mundo, entrevistando a bandas, cotilleando y por lo general siendo un mierdecilla engreído. Pero un mierdecilla engreído que nunca acusó a nadie de pedófilo.

BEN MYERS