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Cultură

Aquila non capit muscas - ¿Es grave lo mío, doctor?

Necesitando urgentemente un trago delante de la comunidad médica.

Malgastamos buena parte de nuestro tiempo fingiendo ser quienes no somos. De niño, y de joven, resulta divertido. Un juego con el que multiplicarnos mientras se aproxima el momento de mirar cara a cara a nuestro eximio, indivisible yo. El atroz instante se materializa sin avisar. Un buen día nos vemos reflejados en el espejo y descubrimos lo poco que somos, lo poco que nos dejan y/o sabemos ser. También puede entenderse el esquizofrénico proceso previo a esa decepción como algo instructivo, un método de camuflaje con el que ajustarse a las contingencias de una sociedad determinada por la hipocresia, el egoismo y la idiotez, factores tan excelentemente representados por quienes gobiernan, perpetuados a través de ellos en la gigantesca patraña también llamada tragicomedia de la vida. Se comprende pues que a quienes renunciamos a seguir caracterizándonos de terceros, y expresamos en voz alta lo que pensamos, se nos punifique de uno u otro modo, normalmente con la exclusión. No encajamos. Tampoco pasa nada. Cada cual debe escoger antes o después dónde y con quién quiere encajar.

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Hasta ahora me sorprendía la pésima calidad de las falsificaciones con que la mayoría de los que optan por la otra posibilidad se abre paso en el carnaval existencial, preguntándome si era mérito suyo engañar tan fácilmente a los demás, o culpa de éstos por dejarse embaucar oponiendo tan tenue resistencia. Conozco a alguien, sin ir más lejos, que ha conseguido hacerse pasar por artista conceptual. Lleva años con ello y le reclaman de distintos rincones del globo para comisionarle performances. Inaudito. Más allá de su arte, que no perderemos ni un segundo juzgando, resulta que en las dos ocasiones que he intentado entrevistarle, intelectualmente el hombre ha dado menos de sí que un molusco. Ni un solo razonamiento, ni una frase susceptible de poder ser utilizada, ninguna brizna de inteligencia en su raquítico discurso. Me preguntaba yo si tendría tan poca vergüenza en caso de verme en la tesitura de mentir, recordando lo que apuntaba un personaje de Nabokov, “la mentira alegra e inspira”, y diciéndome que esa podría ser una buena máxima llegado el momento de actuar.

Pues bien, no hace mucho tuve oportunidad de medir mi potencial como artista del subterfugio. Les cuento. Por pura casualidad, alguien repara en que he traducido la biografía de Amy Winehouse y decide que esa es razón suficiente para confiarme la charla de apertura de unas jornadas médicas que van a girar en torno a las adicciones. Dejando a un lado lo peregrino de esa asociación de ideas, la sorpresa no es obstáculo para que llegue a la conclusión de que si acuden a mí, es porque van muy perdidos. Escucho no obstante la oferta que una voz al otro lado del teléfono me hace en nombre de la sanidad pública vizcaína. Acabáramos. Se trata, básicamente, de mantener despierto al personal de 9 a 10, que es la hora más dura, cuando los párpados todavía permanecen entreabiertos, la concentración entumecida, el pensamiento emborronado. Por qué no. Al fin y al cabo necesito la pasta, por simbólica que sea.

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Y es así como servidor, politoxicómano crónico desde los 17 años, acaba disertando sobre la ebriedad ante trescientos egregios juramentados de Hipócrates, en su mayoría médicos y altos cargos de la sanidad local. Como el asunto se centra en el alcohol, aunque sin excluir otras sustancias, mi ponencia lleva por título Siempre Nos Quedará La Penúltima. Mitificación y Mistificación del Alcohol en la Cultura Popular. Aguardo mi turno sentado precisamente al lado de la presidenta del programa de drogadicciones, o algo así, rodeado de gente que de saber lo que me he metido en el organismo a lo largo de los años saldría pitando en busca de estacas para hundírmelas en el hígado, por vicioso y por potencial agujero sin fondo para las arcas del estado, si es que éstas no se hallan vacías cuando la salud me haga ¡puf! Me siento como Hunter S. Thompson en aquel capítulo de Miedo y asco en Las Vegas en el que va a parar a una convención de estupas. ¡Dios, qué bien me vendrían ahora un chino y un copazo para aplacar la ansiedad!

Previamente una de las organizadoras me ha interrogado sobre las conclusiones de mi charla. No sea que vaya a soltar alguna barbaridad. Lo entiendo, pero, derrumbando de un súbito plumazo mis pretensiones de pasar por uno de ellos y no crearme problemas, le avanzo que no soy nadie para condenar los vicios ajenos. No puede esperar de mí que asuma lo que no practico, esto es la preocupación por el prójimo, sea de índole moral o profesional, aclaro sin entrar en detalles. También hay comprensión por su parte. El único tabú son los menores, tolerancia cero con ellos. Sin problema. No pienso practicar proselitismo de ningún tipo. Antes de darme un titubeante visto bueno, mi anfitriona insiste en que le aclare la última parte de esta frase de mi discurso: “El único responsable de sus compulsiones es uno mismo. Se puede saborear la vida y la bebida al mismo tiempo. No lo estropeemos atribuyendo al alcohol la causa de una negligencia que es sólo nuestra. Que no exima ni justifique la brutalidad, la inspiración o el deseo”. Pues eso, que no hay mala bebida sino malos bebedores.

Reconsidero rebajar la graduación de otros pasajes, viendo que no queda muy convencida. Total, sólo se trata de entretener a la audiencia. Las conclusiones médicas quedan a cargo de los expertos, como las morales, pues según decía Rimbaud la moralidad era también una enfermedad. Además se imponen las formas, no he venido aquí a llevarles la contraria. Así y todo, lo de autocensurarme despierta el hemisferio más cabezón de mi cerebelo. ¿Qué hacer? Me ilumina mientras subo al estrado una visión procedente del pasado. 1989. Estadio Olímpico de Barcelona. Un concierto contra la droga en el que participan no pocos figurones y figurines del pop oficial de entonces. No hacía falta haber presenciado en los camerinos cómo se ponían morados. Cualquiera con unas mínimas dotes de observación podía deducir del baile de maxilares con locomoción propia y pupilas chispeantes que aquello pasaría a la historia como una de las más legendarias, y patéticas, demostraciones de cinismo colectivo. Además de alegrar e inspirar, la mentira también puede envilecer.

Con diplomacia y sin olvidar donde estoy, digo así lo que tenía previsto decir, lo mismo que le diría a cualquier otro en cualquier otra circunstancia. La ebriedad puede ser oscura, pero también luminosa. Una fuente de problemas y un surtidor de placer, como nuestro paso por este mundo. Concluyo mi chapa con la siguiente sentencia: “La vida es breve, señoras y señores, de necio sería no apurarla y, valga la redundancia, concedernos la gran vida mientras podamos si podemos. Los correctos heredarán el mundo, los demás nos lo beberemos”. Para los que se lo pregunten, el auditorio responde con aplausos. Se agradecen, sí, no obstante lo más valioso que de la experiencia me llevo es la reparadora sensación de no haber engañado a nadie. Salvo quizá a mí mismo, claro.