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Así es currar como

Así es ser vendedor ambulante en la playa de Barcelona

Acompañamos a un vendedor de donuts para ver con qué se encuentra.

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María y Maite son las últimas resistentes barcelonesas entre el caos que las rodea. La playa de la Barceloneta, un día cualquiera de verano, es una sopa espesa de turistas extasiados de poderse bañar y lucir cuerpo a menos de un kilómetro de su hotel en plena ciudad. Y allí en medio ellas dos, que afirman orgullosas que llevan treinta años viniendo al mismo sitio, a los mismos dos metros cuadrados de arena, con el mismo grupo de amigos de playa. "En nuestro grupito llegamos a ser veintitrés", me dicen como Pedro por su casa, mientras pasa un australiano cachas levantando arena.

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Veintitrés barceloneses adictos al sol que han ido retirándose en favor de visitantes esporádicos de otras partes del mundo, quizá a otras playas, quizá es que han ido muriendo. Ahora quedan ellas dos y tres o cuatro vecinos más, y esta vez las que irrumpen son un grupo de chavalas maquilladísimas en dirección al agua. Entre irrupción e irrupción, María y Maite me introducen al mundo de la venta ambulante de playa, como clientas habituales y viejas conocidas de muchos de los vendedores. Me hablan de los mojiteros, por ejemplo, que hoy son legión: María, una sibarita con esto del cóctel, dice que claro, que los que venden ahora no hay quien se los beba, hechos como están deprisa y corriendo con el primer ron que pillan. Recuerdan que hace tiempo había un mojitero, con coctelera y todo, que los hacía mucho más buenos pero que ya no corre por aquí y es una pena. También confiesan con orgullo que a ellas el agua se la cobran a un euro, no como a los turistas que les tangan el doble; y cuando lo dicen se les nota el brillo del privilegio en los ojos. El que pasa ahora a nuestro lado es un latero al que, pobre hombre, le han entrado ganas de tirar un lapillo. Maite, la playa es suya, le reprende con paternalista autoridad. "Oye, no se escupe, que es de ser muy guarro". El tipo sigue a lo suyo, como si fuera lo mismo de cada día.

Y el que irrumpe ahora es un tipo que da vueltas por la playa a velocidad de crucero. Va en bañador, con gorra y gafas sin cristal en torno a dos ojos verdes que no paran quietos, rostro afilado y nervioso y más moreno que Julio Iglesias. Sobre la cabeza, una bandeja de donuts que aguanta con equilibrio pasmoso a pesar de la velocidad con la que avanza a saltos sobre la arena. Salta y grita con acento francés y se sienta y canta canciones a veces irreconocibles, acompañado de un triángulo que tintinea. Un manisero de la rosquilla. Se hace llamar Bambolino y según apuntan María y Maite es otro de los veteranos del lugar; catorce años vendiendo en la Barceloneta, me contará él mismo luego. Una institución popular de Barcelona, como La Moños en los años treinta o el Maradona de las Ramblas en los noventa, que hace su agosto en la playa más como showman que como vendedor propiamente dicho. Con sorprendente facilidad y entre el resto de comerciantes cien veces más anodinos que él que se conforman con ofrecer secamente su producto o servicio, ya sean pareos, bebidas o masajes, Bambolino atrae con sus cuchufletas a decenas de bañistas que acuden como abejas al panal a comprar algo tan absurdo para un día de playa como un donut.

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Le sigo aunque me cuesta. Es hiperactivo, errático en su ruta y en sus movimientos, pero es efectivo: en menos de una hora habrá vendido los cien donuts de la bandeja. Da tumbos y se para de vez en cuando a chillarle tontunas al personal;, ahora se va a la orilla a mojarse los pies y a hacer flexiones de piernas en el agua mientras grita una canción, y a la que alguien levanta el dedo, va corriendo, siempre con la bandeja en la cima del cráneo, y se sienta frente al susodicho a repartir de la bandeja. Uno le da un billete de cinco euros para pillar tres rosquillas a euro y medio la pieza; sin esperar ni mirarle, le pregunta al cliente con ajetreo, como dándolo por supuesto, si el medio euro que sobra es propina. Qué va a decir el guiri, claro, por medio euro de nada y con los esfuerzos que hace el vendedor. No para de hablar, de increpar en broma a los curiosos y en una de estas se me gira y me confiesa que hoy está fatal de la voz; que sí, que mucho cachondeo pero lo que hace debe ser agotador, y por eso trabaja en verano no más de cuatro o cinco horas al día.

Bambolino

Y siempre alrededor, el terror invisible de la Guardia Urbana, que otea desde el paseo con sus motos o desde el mar con sus dos lanchas; el terror del secreta que pretende confundirse entre los bañistas. Bambolino va echando miradas por el rabillo del ojo y oteando con el nervio que le caracteriza, no vaya a ser que se acerque la bofia, aunque no pueda estar atento a tiempo completo. En plena transacción con unos franceses, sentado en el suelo con un montón de clientes arremolinados a su alrededor, uno de los mojiteros, escondido en cuclillas tras unos bañistas tres metros detrás de él, le chista y le da el queo porque el coche de la Urbana anda cerca. El de los donuts no se entera o hace como que no quiere enterarse, quizá porque en ese preciso instante está vendiendo rosquillas como ídem. La Ordenanza del Civismo sigue vigente como una losa sobre la venta ambulante y, aunque María y Maite afirma que desde que está la nueva alcaldesa los vendedores están algo más tranquilos, desde el Ayuntamiento marcan paquete: en junio y julio de este año, por ejemplo, se ha intervenido un 27% más de bebidas que el año pasado, han aumentado en más de un sesenta por ciento las denuncias a vendedores ambulantes y hay más urbanos apatrullando las playas. Sin embargo, eso sí, con el reciente cambio de Gobierno el nuevo equipo está planteando "políticas públicas más integrales", aunque está por ver cómo se concretará en el día a día de los vendedores.

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Pasa el peligro para Bambolino y seguimos avanzando a trompicones, hasta que le para una negra vendiendo joyas que quiere matar el gusanillo. "Regálame uno", le pide, y el hombre la envía a tomar viento porque él vive de lo que vende, pero al final le hace un tres por dos y la mujer se lleva uno gratis. Son compañeros de trabajo y debe acabar operando la solidaridad, del mismo modo que si a él le entra sed quizá le da de beber un latero o incluso uno de los del chiringuito. A estos el Bambolino no les debe suponer un problema porque es un freerider que vende donuts y no es competencia directa para el comerciante con licencia de los alrededores. Los lateros serán harina de otro costal.

Le grita incluso al vigilante de la playa, despatarrado en lo alto de su silla con aparentes pocas ganas de mover un solo músculo de su cuerpo. "¡Avísame si tienes hambre!". En lo que quizá son sus primera palabras en horas, el vigilante responde con desidia que está a dieta. Al dejar la silla atrás, me giro y veo a uno de los mojiteros acuclillarse a su sombra: se descalza el pie derecho y del bolsillo saca varios billetes que mete con cuidado debajo de la plantilla de la bamba. Cuando la Urbana les pilla no solo les requisa el material y les multa sino que también se llevan lo recaudado por lo que toda precaución es poca. Bambolino se ha parado ante un padre británico y su hijo de tres o cuatro años al que con toda probabilidad le va a endosar un dulce. Empieza a cantar Daddy cool de Boney M. para ablandar al hombre y que se ríe un poco y como en un anuncio cursilón el buen inglés le compra la rosquilla al nene mientras le pregunta si efectivamente su padre es guay. El chaval con la boca llena dice que sí, como si no tuviera más remedio. A la derecha tres chicas, Wendy, Nina y Rosa, francesas y valenciana afincada en París, me comentan que en Marsella, por ejemplo, no hay venta ambulante en la playa porque a pocos metros aparcan unos camiones donde ir a comprar chucherías. Una de ellas me dice que sí, que encuentra un poco molesto el tránsito de comerciantes por la arena, aunque acabándose el donut no hay indignación en sus palabras.

El buen hombre ha acabado ya de vender las cien rosquillas con las que empezó y tiene al fin un rato para contarme su historia. Es el único de los que venden en la playa que abre la boca; ni las gitanas de los pareos, ni los paquistaníes de los mojitos y las latas, ni las chinas de los masajes quieren saber nada de entrevistas. Bambolino, que en realidad se llama Django, vende pero no es vendedor, es animador de playa, vive para el espectáculo y aunque ahora se dedique a los donuts ha hecho circo, música y otras artes callejeras, por lo que no tiene demasiado que ocultar. Nació en Alsacia y recuerda que decidió empezar a trabajar de esto un día en el sur de Francia al ver a un churrero musculoso y con melena hacer acrobacias y abrirse de piernas para goce y algarabía de las bañistas. Al rato estaba el adonis tumbado en una hamaca con una morena impresionante sobre su torso y Django pensó que no era mal plan. Desde entonces ya han pasado muchos años, y en Barcelona casi quince, los suficientes para haber visto crecer a muchos críos del barrio a los que ahora sí tiene que cobrarles los donuts y para conocer a buena parte del plantel de la Urbana playera, con la que al fin y al cabo tiene que convivir. De hecho, incluso ha colaborado con ellos, como tantos otros vendedores, para denunciar a los innumerables cacos que inundan la arena en busca de carteras despistadas. El ladrón, claro, tampoco les conviene a ellos, los ambulantes, que aunque vendan sin licencia dependen de la confianza y la buena relación con los bañistas.

Se va Django a buscar cien donuts más para una segunda tongada a la caja que tiene oculta en un lugar secreto. Los compra en una pastelería y se saca un euro por pieza, que no es mal negocio. Al rato, se avecinan por el norte unos nubarrones espantosos que con toda probabilidad descargarán tormenta en pocos minutos. Como en las películas de catástrofes, el caos plácido de la playa se convierte en un extraño terror de la masa, que abandona la playa a marchas forzadas. El ambiente se enrarece. Fuera de la arena, un viejo con bastón refunfuña y grita a unos desalmados con triciclo que se le acaban de cruzar a la velocidad del trueno: "¡Por aquí no se puede pasar!". Y Bambolino, que va preocupado por el clima, para a saludarle. El hombre le llama el Equilibrista, por lo de llevar la bandeja en la cabeza y tal, y en un alarde de hipérbole callejera dice que se conocen desde hace cuarenta años. La gente sigue abandonando la arena y el vendedor de rosquillas no entiende nada. "¡No os vayáis!", grita, "¡Que no nos vamos a morir!". Pero hasta Maite y María abandonan. La jornada laboral se acaba por hoy, probablemente antes de lo que lateros, masajistas o el Bambolino preferirían.

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