FYI.

This story is over 5 years old.

Cultură

Verano / Invierno, un relato inédito de Ben Brooks

¡Ah! Y por fin podemos leer su novela Lolito en castellano.

Gracias a Jan Martí, el editor de Blackie Books, podemos leer por fin en español Lolito, la última novela de Ben Brooks. Una maravilla escrita desde el corazón por quien según muchos es el mejor cronista de su generación, y en la que se cuenta la historia de un chaval muy perdido que intenta encontrar su camino por internet. ¿Os suena de algo?

Todos saben que Jan es un tipo con buen olfato literario, pero pocos saben que viaja una vez a la semana desde Barcelona a Madrid para entrar en un karaoke de Huertas, esperar a que se vacíe y cantar Volare con el ritmo de Parole. También está enganchado a la saga Canciones para Paula del escritor para adolescentes Blue Jeans, camina con sus amigos formando círculos y pide a los vendedores ambulantes de mecheros que le lean el futuro en la palma de la mano, pero le queremos porque publicó la primera novela de Ben editada en España, Crezco.

Publicidad

Aunque parezca increíble, con solo 22 años, Brooks ya ha publicado seis libros y su nombre ha sonado varias veces para recibir el prestigioso premio literario Dylan Thomas. Desde VICE le pedimos que nos enviara un relato inédito para publicar en la revista y os lo presentamos a continuación. Se titula Verano/Invierno y él dice que en realidad no es ficción sino una historia real pero, claro, también nosotros decimos que las extrañas aficiones de Jan son reales.

----

Tengo 18 años y me estoy saltando las clases. Ellen tiene 42 y está en una oficina. Se mudó a Londres hace 3 años. Es de Portugal. Trabaja escribiendo códigos informáticos. Su marido está en la cárcel.

“¿Por qué está en la cárcel?”, escribo.

“Tráfico de información.”

“Ah, como yo.”

“¿Qué?. ¿Cuántos años tienes?”

“22. ¿Tú?”

“35.”

Ellen escribe que le gustaría sentarse en la cara de los hombres que ve en el transporte público. Cuenta que le gusta que la asfixien, la humillen y le den codazos en el ojo. Dice que su padre era un hombre muy tranquilo y callado y que las sillas en las que se había sentado olían a agujas de pino.

Pasamos la tarde escribiéndonos emails y por la noche chateamos. Ellen habla de sus compañeros de trabajo, de su jefe y de cómo se siente. Yo me invento varias chicas y una serie de miedos para acompañar a cada una. Da igual. Hablamos para que nos escuchen.

Cuando ya hay más confianza, confesamos nuestra verdadera edad e intercambiamos fotos reales. Nada cambia. Termina el colegio. A ella la han ascendido.

Publicidad

Ella lee mis primeros libros y dice que le gustan más que otros. Se venden menos de cien copias de cada libro. No sé qué hacer. No quiero un trabajo ni una deuda por estudiar en la universidad. No me hago más alto. No me sale barba.

“¿Por qué no te vienes a vivir aquí?” me pregunta. “Hay sitio. Hay demasiado sitio.”

“No tengo dinero”, le digo. “No tengo trabajo. He escrito mi currículum, pero como no sabía qué poner, he puesto ‘Wall Street’.”

“No tienes que pagar el alquiler. Puedo comprar bebida. Tendrás una Oystercard que se irá recargando desde mi cuenta.”

“¿En serio?”

“Es mejor que estar sola.”

“¿Ah, sí?”

“Sí.”

Cierro el portátil, meto ropa y unos libros en la maleta y bebo hasta quedarme dormido.

***

La primera noche tomamos cocaína, bebimos Captain Morgan y hablamos de futuros hipotéticos. A ella le gusta el Mediterráneo. Yo quiero vivir en Alaska.

Después de tener sexo por primera vez, apoya la mejilla en mi pecho y me susurra que tengo talento.

“Ah”, digo.

Una cosa: cuando voy puesto de cocaína, se me levanta pero no sale nada. Me pasa lo mismo con la fluoxetina. En cualquier otro caso, mi récord es tres minutos y cuarto.

“Podemos hacerlo todos los días”, dice.

Empieza a roncar. ¿Alguna vez ha funcionado? Definitivamente, casi nunca ha funcionado. Aprieto el pulgar contra el hoyuelo de su mejilla.

Durante tres meses, cada día de la semana se sucede de la misma forma. Ella se va a trabajar antes de que me despierte. Me despierto y leo y escribo hasta que vuelve. Cuando llega, bebemos y vemos comedias americanas en su portátil, acurrucados debajo de un edredón sin funda.

Publicidad

Estoy en el sillón, intentando escribir algo lo suficientemente largo como para no tener que buscar un trabajo durante al menos dos años. Ellen no puede hacer de madre indefinidamente. ¿Quiere hacerlo? Casi parece que sí.

“Ven aquí”, dice. “Siéntate encima de mí.”

“Estoy escribiendo.”

A lo mejor puede ser mi madre para siempre. A lo mejor está bien. A ella la seguirán ascendiendo y yo podré seguir durmiendo 16 horas seguidas.

“Escribe en mi regazo. Sé cariñoso. Nunca eres cariñoso.”

No me muevo. Ella enciende un cigarrillo, se levanta la falda y se lo apaga en el muslo. Una quemadura más a añadir a las otras cuatro, ya verduzcas y con costra. Lo hace siempre que me niego a dormir en su cama.

“No me quieres”, dice.

“¿Qué?”, le digo. “¿De qué hablas?”

Levanta los brazos y los pone en quinta posición, como si fuera una bailarina baja y gruesa. Levanto la mirada de la pantalla del portátil, pestañeando. Ella está vacilante.

“Espera”, le digo. “Sí te quiero.”

“No.”

“Sí. Mucho.”

Me quita el portátil de las manos y lo tira al suelo. Es su portátil.

Sonrío como un tonto y me marcho. Compro cuatro cervezas polacas, me las bebo y me duermo detrás de un grupo de contenedores industriales, pensando en pieles de foca y en la barrera de hielo de Ross.

***

Por la mañana, antes de irse al trabajo, me dice que puedo volver a casa. Cuando llego, ella no está. Hay una nota en el armario de la cocina que dice que hay sándwiches de pavo en la nevera.

Publicidad

Recorro la casa y encuentro una caja de dildos, cuatro papelinas de coca y dos botellas de vino tinto. Me siento en el centro de la alfombra del salón y me bebo las dos botellas mientras miro vídeos de animales monos en YouTube. Ellen llega cuando voy por la segunda botella.

“Esas eran mis botellas de vino”, me grita. “Fuera de aquí.”

“Vale.”

Hace calor y solo tengo seis libras. La Oystercard se recarga automáticamente desde su cuenta bancaria. Cojo el tren hacia el centro y me quedo fumando y leyendo en un parque, mientras siento como si mi cuerpo se disolviera. Dos hombres con manos temblorosas me piden papel de fumar. Hablamos de lo sano que parece todo el mundo y nos pellizcamos la barriga. Pillan algo de crack. Cantamos el himno nacional en la parte de atrás de un autobús e intentamos aplastar latas contra la frente hasta dejarnos marcas como si nos hubiéramos quedado dormidos encima de una taza.

Uno de ellos se ríe y señala la ventana. “Vive en Murder Mile”, dice. “Estamos yendo a Murder Mile.”

El otro le pega un codazo en las costillas. “No le asustes.”

“No”, digo. “No pasa nada. Me hace gracia.”

Ellen me llama por la mañana. Estoy tumbado en un suelo laminado que no conozco. No hay cortinas y parece como si la habitación estuviera iluminada por un flash perpetuo. Me duele todo al moverme.

“Vuelve. Ahora.”

Recuerdo que mi verdadera madre me echó cuando tenía 16 años y me fui a vivir con un camello indio larguirucho que se pasaba el día jugando al Fifa y la noche viendo tutoriales de body popping en YouTube. Recuerdo que mi madre me llamó llorando tres semanas después de que me echara y me pidió que volviera.

Publicidad

“Me dijiste que me fuera.”

“Y ahora ya puedes volver.”

Recuerdo que volvió a ocurrir una vez más ese año, cuando tenía 17, y otras dos veces cuando tenía 18.

***

La noche siguiente le leo a Ellen un libro entero en voz alta en la bañera, cada uno en un extremo, haciendo alguna que otra pausa para meternos coca y preparar cócteles. Yo tomo un destornillador de ron. Ella toma “de todo”.

“Sigue leyendo”, dice Ellen. “Sigue leyendo y no se acabará.” Bebe un sorbo de su vaso, que contiene tres licores distintos, dos tipos de zumo y vino blanco. Lo llama el Ellenator.

“Sí se acabará”, le digo. “Tiene final. Aún quedan como cien páginas.”

“Pues podemos leer otro.”

“Tú puedes leer otro. Ya son las seis. Me tomo un alprazolam y me voy a la cama.”

“Vamos a meternos una puntita más. No quiero ir a trabajar mañana.”

Acabo de leer el libro. Me duele la garganta. Al final, el protagonista decide apartarse de todo y se desmorona sobre un lecho de musgo. Me quedo dormido casi al instante. Ellen pone las piernas sobre las mías, se prepara otra bebida y vuelve a leer el libro hasta que tiene que irse a trabajar.

***

Anne, una chica de mi edad a la que conocí por internet hace cuatro años, viene a verme y se sienta en el sofá, a mi lado. Me dice, “el premio Turner no es justo”. Dice que su novio es un genio. Dice que habla seis idiomas, entre ellos el ruso y uno que se inventó Tolkien. Escucho. Espero.

Publicidad

Lo hacemos en el sofá, bajo mi parka.

Ellen vuelve a casa cargada con bolsas de plástico con vino y cervezas. Se pone a gritar. Lanza botellas, monedas y llaves.

Anne se va.

Ellen se encierra en la habitación. Me imagino su piel desintegrándose lentamente bajo el calor del cigarrillo. Me bebo las cervezas que se han salvado y me quedo dormido viendo un documental sobre prisiones en Siberia. Eso está bien, pienso. Podría hacerlo.

Al día siguiente, Anne me llama después de que Ellen se vaya a trabajar. Estoy desnudo, tumbado boca arriba en el suelo de la cocina, fumando y pedaleando en el aire. No sé cómo, he llegado a convencerme de que es tan sano como ir en bicicleta.

“Está loca”, dice Anne. “Tienes que irte de ahí.”

“Tengo los muslos gordos.”

“¿Qué?”

“No está loca”, le digo. “Es solo que no la abrazo lo suficiente.”

“Tienes que irte a tu casa. Vete a casa con tu madre.”

“No tengo dinero.”

Me cuelga. Me bebo una cerveza y actualizo varias veces diversos sitios de redes sociales. Diez minutos después, me vuelve a llamar.

“Te he reservado un billete de autocar”, dice. “Para mañana. Te lo imprimiré. Podemos quedar en el parque.”

“Gracias.”

“Ya ves.”

Me meto el pulgar en el ombligo. Mi IMC es muy alto y no estoy cualificado para hacer expediciones al Antártico. Estoy encallado.

***

Durante el viaje en autocar bebo cerveza light, me rasco las costras de la cabeza y escribo en un documento de Word, que empecé cuando tenía 17 años, intentando hacer reír a hermana. Me dijo que mis otros libros eran los más aburridos que había leído nunca.

El documento de Word se convierte en un libro, que acabo mientras estoy viviendo con mi abuela. El día que aceptan publicarlo recibo un email de Ellen. Es la primera que interactuamos en tres meses.

***

“Felicidades por el libro. Sabía que podías hacerlo.

Siento no haber mantenido el contacto. Todo parecía muy difícil. No tendría que haberte invitado a venir a casa. No pienses que no me gustaba que estuvieras por aquí. Me gustaba, pero esperaba demasiado. Todavía no eres un marido. Ni yo una madre. Estoy tan perdida como tú.”