Bienvenidos a Americana, Brasil
Fotografías de Jackson Fager

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El número de perder los estribos

Bienvenidos a Americana, Brasil

La ciudad confederada donde aún se practica la esclavitud.

En un día de primavera, cerca de un viejo cementerio rural del sur de Brasil, un hombre negro llamado Marcelo Gomes sujeta las esquinas de una bandera confederada mientras posa para que le hagan una foto con un móvil. Gomes dice que no ve ningún problema en que un negro rinda homenaje a la historia de los Estados Confederados de América. "La cultura americana es una cultura bella", dice. Algunos de sus amigos tienen sangre confederada.

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Gomes es uno más de los cerca de dos mil brasileños que celebran la festa anual de la Fraternidade Descendência Americana, la hermandad de los descendientes de los confederados en Brasil, en una finca cerca de la ciudad de Americana, fundada por desertores sudistas hace unos 150 años. Normalmente el cementerio está desierto más allá del vigilante y algún visitante esporádico que acude atraído por su pequeña capilla de ladrillo. En esta mañana de abril en que se celebra la festa, la vieja canción de batalla confederada "Stonewall Jackson's Way" atrona por megafonía perturbando el silencio del cementerio mientras brasileños ataviados con sombreros tejanos se saludan a gritos.

El sol cae a plomo sobre las plantaciones de caña de azúcar que rodean el cementerio, plantadas por los miles de confederados que renegaron de la Reconstrucción americana y huyeron de Estados Unidos tras la Guerra de Secesión; un exilio voluntario que los libros de historia parecen haber olvidado. Los descendientes de aquella diáspora se reúnen cada año desde hace 25. Esta fiesta, que recibe subvenciones del gobierno local, es la reunión de los Confederados, uno de los últimos enclaves de los hijos del Sur más reaccionario.

Estos brasileños pasan junto a una bandera con la cruz sureña con el lema "Tradición, no odio" bordado. Hacen cola delante de una taquilla para cambiar sus reales brasileños por la moneda de curso legal en la festa, los billetes confederados de un dólar. (El cambio es de 1 a 1; parece ser que la economía confederada ha sobrevivido). Los niños corren hacia las camas elásticas y los castillos hinchables. Los más veteranos del lugar observan a la sombra de tiendas de lona blanca. Desde buena mañana, la cola para el pollo frito parece no tener fin. En una tienda, pruebo un poco de pollo y observo a una joven brasileña rubia tratando de sentarse en una silla con una enorme falda de aros estampada con la bandera confederada. Me pregunto qué debe pensar que significa ese símbolo. Me dice que se llama Beatrice Stopa, y es una periodista de la edición brasileña de la revista Glamour. Su abuela, Rose Mary Dodson, presidía la fraternidad de los Confederados. Ella lleva viniendo a bailar a la festa desde que era una niña.

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Le pregunto si era consciente de que existe una relación entre el esclavismo y el Sur. "No lo había oído nunca", me dice. No está segura de por qué sus antepasados se fueron de Estados Unidos. "Sé que vinieron aquí. La razón no la sé", me dice. "¿Es por el racismo?" añade y sonríe avergonzada. "¡No se lo digas a mi abuela!"

En Brasil, la esclavitud fue declarada ilegal en 1888, más de veinte años después de que acabara la Guerra se Secesión americana. Con todo, y a pesar de que se han logrado importante progresos en el país, aún perduran vestigios de aquella vieja práctica. El gobierno aprobó una serie de leyes para la protección de los derechos de los trabajadores, incluida una enmienda constitucional de 1940 que prohibía a los patronos someter a sus empleados a "condiciones análogas a la esclavitud". Pero a medida que Brasil sentía la urgencia de modernizarse a principios del siglo XX, los propietarios de las plantaciones comenzaron a coaccionar a los jornaleros con deudas y a retenerlos como siervos. En los últimos años, inspectores del estado han descubierto ciudadanos brasileños atrapados por las deudas y obligados a trabajar en minas de carbón en Goiás, así como varios haitianos que han muerto en las obras del Mundial de fútbol e inmigrantes bolivianos trabajando en talleres textiles ilegales en el centro de São Paulo.

La ciudad que construyeron los confederados también ha sido víctima de esta red criminal. El 22 de enero de 2013, el ministerio de Trabajo brasileño organizó una redada en Americana, la ciudad donde se instalaron muchos de aquellos confederados. Allí, encontró inmigrantes bolivianos fabricando ropa de bebé bajo la supervisión de dos capataces de su mismo país. Las autoridades desmantelaron la fábrica, y tras una investigación declararon que las condiciones de trabajo que allí se deban eran constitutivas de un delito de esclavitud.

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Nadie, de entre todas las personas con las que hablo en el festival de Americana, había oído hablar de esclavitud en aquella ciudad.

Casi todos han venido a la festa vestidos como los típicos sureños; con sus tejanos y sus botas, con camisetas de Johnny Cash y prendas de camuflaje. Algunos regatean en un puesto de parafernalia sudista: delantales, colchas, vasos conmemorativos, una copia usada de La autobiografía de Malcolm X. Desde megafonía, una voz avisa a la multitud que cojan sus sillas y vayan al escenario principal, una enorme bloque de cemento con una bandera pintada en uno de los costados y coronada con una pancarta con la inscripción xxvi festa confederada. El alcalde de la población vecina de Santa Bárbara d'Oeste se dirige a sus electores y le da la bienvenida a los representantes del gobierno que han acudido para la ocasión. "Es la primera vez que tengo el honor de estar aquí en calidad de alcalde", dice acercándose al micrófono mientras los descendientes vestidos con faldas con aros y uniformes confederados de color gris sostienen banderas en largos mástiles de madera. "Antes había venido muchas veces como espectador. Como fan". La brisa hace ondear lánguidamente las banderas de Sâo Paulo, Brasil, Texas, Estados Unidos y de la Confederación. "Los inmigrantes de Norteamérica ayudaron a construir esta región, a construir Santa Bárbara d'Oeste, a construir la ciudad de Americana", proclama. "Eso es lo que hoy estamos celebrando".

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En su inmensa mayoría, los miles de norteamericanos que salieron de Texas, Alabama o Georgia para llegar a Cuba, México y Brasil no tuvieron el éxito que perseguían. Se instalaron en ciudades y montaron plantaciones en terrenos condenadas de antemano a fracasar en medio de la selva tropical. Hacia 1918, este colectivo había menguado tanto que llamó la atención de los etnógrafos, hasta el punto que la Sociedad Geográfica Americana envío un grupo de investigadores para averiguar qué había sido de ellos.

Pero Americana era un caso distinto. Liderados por un coronel de Alabama, sus colonos introdujeron el cultivo de algodón en la zona y convirtieron la ciudad en un centro neurálgico de la industria textil. Hoy, la ciudad cuenta con 200.00 habitantes y presume de tener el recinto de rodeo más grande de toda Latinoamérica. La festa aquí es motivo de orgullo.

Hombres disfrazados de soldado lideran el canto del himno nacional brasileño; luego uno de ellos desafina al interpretar una marcha militar con la trompeta. En Estados Unidos, este tipo de reuniones suelen acabar con la recreación de una batalla de la Guerra de Secesión, pero el programa de los Confederados es algo más pacífico, consistente principalmente en actuaciones de música encabezadas por una celebridad local de larga barba llamado Johnny Voxx quien, con sombrero negro, gafas de sol, pantalones de cuero negro y botas de cowboy también negra, tiene la pinta del bueno de un spaghetti western.

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Voxx me da su tarjeta de visita y me explica que antes de aceptar la actuación había estado mirando por Internet de qué iba la fiesta. "Investigué un poco para asegurarme de que la gente de aquí no era racista", me dice. "Pero, como dicen ellos 'Tradición, no odio'. No estaría aquí si fuera un fiesta donde se ensalzara el racismo". Tiene problemas para hablar en inglés –el poco que sabe lo aprendió de la música y de Bonanza– y me pregunto cómo sonará su versión de la música country. Pero cuando canta a voz en grito "Cotton Fields", la gente se agolpa frente al escenario. Su entonación es perfecta; el tío suena como Hank Williams.

No puedo evitar sacar continuamente a colación las contradicciones históricas; a Voxx, a los descendientes, a un grupo de hombres que organizan un cineclub semanal de películas del oeste. Pero nadie parece tan incómodo con el tema como yo. "Nuestros prejuicios son insignificantes comparados con los de otra gente", me dice Pedro Artur Caseiro, uno de los miembros del cineclub. Le pregunto qué es lo que le gusta tanto de los westerns, y sonríe con expresión ensoñadora e hincha el pecho con afectación castrense mientras apoya una mano sobre su espada de madera. "Que el bien siempre vence sobre el mal", dice. "Eso es algo que hoy se echa en falta. Es como si la gente ya no creyera en el bien".

Algunos verdaderos sudistas –entusiastas confederados– también han peregrinado hasta aquí. Philip Logan es un hombre alto y corpulento, asiduo a las recreaciones de la Guerra de Secesión originario de Centreville, Virginia. Ahora se pasea inspeccionando las lápidas: Ferguson, Cullen, Pyles. Lugar de nacimiento: Texas. Lugar de fallecimiento: Brasil.

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Lo acompaña su novia, una mujer brasileña con un gorrito atado con un lazo bajo la barbilla y un parasol a quien conoció por Internet. Logan suspira: "Esto es casi perfecto. Esto es lo que buscábamos. Para mí no es nada político. A mí me caen bien los negros". Como miembro activo de los Hijos de los Veteranos Confederados siempre ha creído que su herencia ha sido maltratada. "Hay mucha animosidad", dice. "Aquí, en cambio, ves la bandera confederada, y a nadie le importa. Si sacara ahora la bandera rusa, a nadie le importaría".

A la entrada de la festa, dos musculosos guardias cachean a la gente, inspeccionándoles los brazos y el cuello con ayuda de cuatros fotocopias donde figuran en portugués 42 símbolos supremacistas; las SS, la cruz de hierro, la esvástica, el símbolo del Ku Klux Klan. Tienen órdenes de echar a todos aquellos que lleven alguno de estos símbolos. En años anteriores había sido un problema.

A medida que la fiesta se va apagando y los asistentes comienzan a desfilar hacia los descampados donde tienen los coches aparcados, le pregunto a Érico Padilha, un vecino de la zona sin ascendencia sudista, qué opina de la relación de los confederados con la esclavitud. "No me gusta nada esa idea, la de celebrar algo sobre el Sur, por la esclavitud. No me gusta nada", me dice. "Pero esta fiesta no tiene nada que ver con la política, creo. Es cultural".

Los Confederados fueron hasta Brasil por distintas razones, y sus descendientes aún discuten por qué. Hacía tiempo que Brasil trataba de acercarse a los niveles de desarrollo agrícola de Norte América y Europa, y el emperador Pedro II vio en aquellos sudistas desafectos una oportunidad de importar algo de la prosperidad de Estados Unidos. De manera que estableció una serie de oficinas de información por todo el sur del país en las que ofrecía subvenciones a todos aquellos dispuestos a emigrar a Brasil. Casi cada día aparecían anuncios en los periódicos de barcos fletados expresamente, así como artículos de opinión que se burlaban del plan, pero los confederados se abalanzaron ante la posibilidad de comprar tierras a buen precio donde construir nuevas plantaciones, fantaseando con reconstruir aquella vieja economía que habían visto derrumbarse en Estados Unidos. Y aquello podía ser una realidad porque Brasil les permitiría quedarse con sus esclavos.

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A pesar de que Brasil ilegalizó la trata de esclavos a mediados del siglo XIX, aún tardó unos años en prohibir la esclavitud por completo. Los sudistas no hubieran podido producir algodón a precios competitivos de otro modo, y tanto los confederados como el emperador Pedro lo sabían. Antes incluso de la Guerra de Secesión, los confederados habían debatido sobre la posibilidad de irse del país y llevarse a los esclavos. Una vez emigrados, algunos miembros prominentes de la comunidad sudista se apresuraron a comprar fazendas en funcionamiento con esclavos incluidos. El algodón y el tabaco no crecían bien en suelo brasileño, pero otros cultivos propios de la zona como el café, las naranjas o la caña de azúcar, sí.

La dinámica de las relaciones raciales en Brasil fue un shock para la sensibilidad de los confederados, y muchos de ellos acabaron regresando a los Estados Unidos. "Aquí se dice que algún día los negros serán iguales a nosotros. De hecho, ya puedes encontrar algunos de ellos en los ámbitos más distinguidos de la sociedad", escribió un expedicionario en el Galveston Tri-Weekly News después de haber estado viajando por Brasil en busca de terrenos. Y añadió: "A pesar de que le hombre blanco teme que algún día su voto valdrá lo mismo que el del hombre negro, descubrirá que los negros no solo podrán votar, sino hacer leyes. Leyes que gobernaran sobre los blancos".

"Tan profunda era su aversión", escribe el descendiente Eugene Harter en The Lost Colony of the Confederacy, "que, cuando un senador contrario a la esclavitud fue asesinado en 1888, los confederados fueron los primeros sospechosos". La opinión pública, sin embargo, no pensaba igual. Según cuenta la historia popular, los brasileños salieron a celebrar en las inmediaciones del palacio cuando la princesa Isabel firmó la abolición de la esclavitud más de dos décadas después de que hubiera finalizada la Guerra de Secesión americana.

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"En Brasil nunca hubo una guerra por culpa de la esclavitud", me explica João Leopoldo Padoveze, un Confederado cuyos antepasados fueron esclavos. Él, como muchos otros, asegura que la abolición de la esclavitud fue pacífica porque en Brasil nunca hubo un problema de racismo. La idea de que Brasil es "una democracia racial" ha forjado la identidad cultural del país hasta el punto de considerarse un motivo de orgullo nacional. El sociólogo brasileño Gilberto Freyre acuñó el término después de ser testigo del linchamiento de un hombre en el Sur de la segregación racial. Horrorizado por lo que había visto, regresó con la sensación de que su país era un lugar donde las diferentes etnias se relacionaban libremente, demostración de que en Brasil no existía el racismo.

Pero a pesar de que Brasil borrara el racismo de su historia, la esclavitud continuó. Los terratenientes, incluidos los Confederados con fazendas, contrataban jornaleros para sustituir a los esclavos. A su vez, esos jornaleros –campesinos pobres– han acabado siendo reemplazados por una mano de obra que incluye a decenas de miles de esclavos, muchos de ellos inmigrantes, que viven hoy en Brasil.

No fue hasta la década de los 70 que activistas de las zonas rurales crearon centros de acogida para trabajadores que habían escapado y se comenzaron a recopilar sus testimonios con la intención de erradicar dicha práctica. Presentaron sus informes –pruebas de que el gobierno había tolerado que miles de trabajadores brasileños fueran retenidos y sometidos a malos tratos– a la Organización Internacional del Trabajo (OIT), institución que dictaminó en 1995 que Brasil estaba incumpliendo su propia constitución.

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Aquel oprobio público llevó al presidente Fernando Cardoso a realizar un célebre discurso por la radio aquel mismo verano. "En 1888, la princesa Isabel firmó la famosa Ley Áurea, que debería haber acabado con la esclavitud en este país", dijo. "Y digo 'debería' porque, desgraciadamente, eso no es lo que ha ocurrido". El gobierno creó un organismo especial con la misión de sancionar la esclavitud en todos los sectores económicos. En las dos décadas que lleva en funcionamiento, el gobierno ha amonestado a empresas multinacionales como Zara, y ha liberado a 47.000 trabajadores legalmente considerados como "esclavos".

Las "operaciones secretas de inspección" de Brasil, tal y como las describe un folleto de la OIT, son de las más rigurosas del mundo. El gobierno del país se ha comprometido públicamente a atajar los abusos en el ámbito laboral con una determinación que pocos países han mostrado. Este junio, por ejemplo, tras quince años de lucha, un grupo de activistas consiguió que se aprobara una enmienda a la constitución que permitía al estado expropiar las propiedades de aquellos negocios y granjas que usaran esclavos; una sanción impensable en los Estados Unidos.

En una oficina mal iluminada en Campinas, el inspector de trabajo Joao Baptista Amancio coloca sobre la mesa un montón de papeles sobre el caso de esclavitud en Americana. La operación acabó siendo todo un éxito, lo que no deja de ser una excepción. La oficina de Amancio había investigado el caso hasta lo más alto de la cadena de suministros e impuso 95.000 dólares en multas a Lojas Americanas, la compañía estadounidense que comercializaba las prendas. A pesar de que las operaciones anti-esclavitud de Brasil están entre las mejor consideradas del mundo, llevar a buen término el proceso judicial es lento y trabajoso, y es necesario que las pruebas de la fiscalía sean abrumadoras.

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Amancio, que es un burócrata que habla con suavidad y viste pantalones caquis y zapatillas Reebok, registró la fábrica junto con otro inspector, cuatro agentes de la policía federal, un fiscal y un juez. Habían estado investigando un caso de 2011 en el que encontraron a seis bolivianos indocumentados fabricando ropa en un taller ubicado en un piso, pero decidieron no procesarlo como un delito de esclavitud. Simplemente querían asegurarse de que el taller ilegal permanecía clausurado.

Pero, en su lugar, descubrieron a cinco bolivianos haciendo ropa de bebé en una cabaña destartalada con grietas en las paredes, sin agua y un techo mohoso y combado. Cinco mujeres jóvenes compartían una lúgubre celda de cemento, donde dormían en literas improvisadas, con la ropa esparcida por las camas y tirada por el suelo. No tenían muebles y las puertas no cerraban. Amancio explica que trabajaban doce horas al día, seis días a la semana, cosiendo en máquinas defectuosas. Les pagaban, pero de manera irregular y únicamente en función de lo que producían.

Dos trabajadores huyeron cuando llegaron los inspectores del ministerio de Trabajo. La oficina de Amancio jamás pudo dar con ellos; él sospecha que regresaron a São Paulo. Amancio me dice que es habitual que huyan. Los supervisores de las fábricas retienen a los trabajadores bajo condiciones abusivas diciéndoles que las autoridades brasileñas los deportarán por trabajar ilegalmente a pesar de que Brasil acepta trabajadores inmigrantes de Bolivia en virtud de un acuerdo de libre comercio con este país.

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"Tienen miedo de que los cojan las autoridades", explica Amancio. "Eso es lo que los retiene. Solo se fían de su jefe, el mismo que los explota. Se aprovechan de ese miedo". Los otros tres que se quedaron en la fábrica de Americana designaron a Gabriel Miffia Alanes, su supervisor, como persona contacto en caso de emergencia.

Los trabajadores apenas hablaron. Se dedicaron a encorvarse sobre sus máquinas, descalzos, mirando al suelo, respondiendo con evasivas. Así que los funcionarios del ministerio decidieron fijarse en cuestiones más sutiles. Los trabajadores buscaban continuamente con la mirada a Alanes en busca de instrucciones, en lo que el ministerio denomina "terror reverencial". Pero la prueba clave fue la puerta. Cuando las autoridades les pidieron a los trabajadores que les enseñaran las llaves que usaban para entrar y salir del taller, ninguno de ellos tenía una. La puerta se cerraba por dentro, y los agentes concluyeron que Alanes mantenía a sus trabajadores atrapados en la fábrica.

El caso de Americana es bastante frecuente en Brasil. Coincide con el relato de otro inmigrante boliviano que conozco una noche en el exterior de un restaurante peruano cerca de una zona conocida como Cracolãndia, un barrio infestado de droga en São Paulo. Edwin Quenta Santos trabaja aquí como camarero; el primer trabajo de verdad que ha tenido desde que logró escapar de la fábrica en Guarulhos, cerca del aeropuerto de São Paulo, que dirigía un primo suyo muy violento. Vive en una pequeña habitación sin ventanas e infestada de ratas cerca del restaurante y duerme en una cama de plástico infantil con forma de coche de carreras. Aún no trabaja de manera legal, y cobra el salario mínimo, a pesar de que suele trabajar unas cuantas horas más allá del final de su turno. "Podríamos decir que aún es un poco como esclavitud", dice soltando una carcajada.

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Edwin define su historia como "mi testimonio". Nunca ha hablado con la policía, ni le ha contado a sus hijos o a su mujer lo que ha tenido que soportar. Ha seguido adelante y ha tratado de olvidarlo, pero ha oído rumores de que su primo, Severo Oyardo Santos, volvía a dirigir una fábrica ilegal. Ahora quiere que la gente en su país sepa todo lo que ha hecho Severo.

En el 2009, Severo fue a visitar a Edwin a La Paz. Severo llevaba viviendo en São Paulo unos diez años, y a Edwin estaba maravillado de lo bien que le iba. Presumía de que tenía una fábrica y de que estaba expandiendo el negocio, así que buscaba alguien que le ayudara. Le dijo a Edwin que podía triplicar su sueldo si iba a Brasil a trabajar. Edwin explica que le pidió prestados unos 500 reales (unos 150 euros) a Severo para el billete de avión, y 500 más para sacar a su familia del apuro hasta que pudiera enviarles su primera paga.

"Pensé que, si él me dejaba 500 reales sin más, eso quería decir que todo iba a ir bien, allí", explica.

Cuando Edwin llegó a São Paulo, traficantes de personas a sueldo conocidos como gatos se le acercaron mientras esperaba con la maleta a que llegara su primo. Los gatos acechan a los bolivianos que llegan al país sin contactos para ofrecerles trabajo en talleres textiles ilegales escondidos en la parte de atrás de oficinas o viviendas. Esta clase de trabajo –una forma de explotación menos centralizada, a pequeña escala y más discreta que la tortura de las granjas– está en auge. El año pasado fue el primero en que el gobierno intervino más casos de esclavitud en zonas urbanas que rurales. "Me ofrecieron pagarme el hotel. Me dijeron que tenían habitaciones libres para sus trabajadores. No dejaban de ofrecerme cosas", explica Edwin. "Entonces, llegó mi primo".

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Severo llevó a Edwin hasta una casa cerca del aeropuerto donde le presentó a los 20 o más miembros de la familia que ya llevaban tiempo allí. Hasta le montaron una pequeña fiesta de bienvenida en la estrecha cocina. El edificio de cemento tenía tres plantas, pero no disponía de puerta delantera, solo la puerta de un garaje con un candado, y la llave la guardaba siempre Severo. Éste aparcaba siempre el coche en la calle, mientrasdedicaba el garaje como caseta para sus perros guardianes. Si Edwin quería salir más allá del único paseo semanal que le permitía su primo, debía escalar el muro trasero y asegurarse de estar de vuelta antes de que lo pillaran. Era consciente de la clase de castigo que su primo era capaz de imponerle, pues recordaba haberlo visto pegar a sus propios hijos". "Es más grande y fuerte que yo", dice Edwin.

Los trabajadores se regían por un horario muy estricto: se levantaban a las cinco de la mañana y trabajaban hasta medianoche, con un descanso a veces de tan solo quince minutos para almorzar. El agua para beber debían sacarla de un pozo cubierto de algas. Dormían seis en un sola habitación en el piso de arriba de la casa, o bien en el mismo taller de costura, en unos colchones delgados que colocaban en el suelo tras apartar las máquinas de coser.

Edwin explica que cuando le pedía dinero a su primo, éste le respondía gritando que era él el que le debía dinero. Ya discutirían sobre el salario cuando hubiera pagado parte de lo que le debía por el billete de avión y el préstamo. Severo respondía con evasivas y mentía a los miembros de su familia que le pedían saldar cuentas, y se negaba a pagarles todo el salario. Durante el tiempo que Edwin trabajó en la fabrica, el único trabajador que consiguió que Severo le pagara lo que le debía fue un primo con los papeles en regla que lo amenazó con denunciarlo a la policía federal si no le pagaba y le dejaba marchar.

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Edwin se esforzó para aprender a coser. Se manejaba con torpeza con las máquinas y echaba a perder mucha tela. Tardaba un mes en hacer lo que sus primos hacían en cuatro días. Un hombre de negocios que le hacía pedidos a Severo se presentó en un par de ocasiones en la casa exigiendo que trabajaran más rápido. "Si mi primo le decía que no podía hacerlo, el hombre le contestaba 'Ese es tu problema, me lo tienes que entregar mañana', explica Edwin. Entonces, él y los otros trabajaban toda la noche sin dormir.

La familia de Edwin le suplicaba que les enviara dinero. Al final, tuvieron que mudarse a una casa con un alquiler más barato y su mujer sacó a los niños de la escuela privada. Edwin les mentía a sus hijos cuando le preguntaban qué tal le iba. Se sentía demasiado avergonzado para admitir su situación. "Había venido desde Bolivia con la idea de mejorar el nivel de vida de mi familia", explica Edwin. "Imagínate cómo hubieran reaccionado mis hijos o mi mujer o mis padres. Por eso me contenía. Me sentía incapaz de hacer nada".

Cada vez era más evidente que Severo no tenia intención de pagarles lo que les correspondía, así que poco a poco fueron dejando de trabajar. Si un primo o un sobrino le decía a Severo que se quería ir, éste les decía que hiciera las maletas. Después, los llevaba con su coche hasta una estación de autobuses en Guarulhos, sin un céntimo. Edwin no sabía adónde iban a parar. Él, sin contactos en Brasil y con deudas, prefirió esperar mientras el trabajo en la fábrica iba menguando hasta que se terminó.

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Al final, sólo quedaron él y los hijos de Severo. Entonces, una noche se encontró con sus cosas en la calle. Edwin durmió durante tres días en el vestuario de un campo de fútbol,tratando de reunir fuerzas para irse a São Paolo en busca de trabajo. Finalmente encontró el empleo en el restaurante peruano cerca de Cracolândia.

Al día siguiente de mi encuentro con Edwin me acerco a la casa de Severo en Guarulhos, y me espero a que aparezca con el coche. Un hombre fornido con la cara achatada sale del coche, da un portazo y camina como un pato hasta la puerta del garaje.

"¿Quién se atreve a juzgarme?", me dice cuando le pregunto si dirige un taller. "Tengo que saberlo". Me dice que dentro no hay ninguna fabrica, sólo sus hijos, que han vuelto de la escuela, y uno o dos primos que están de visita. Me enseña la casa. En el segundo piso hay una habitación vacía con paredes de baldosas blancas llena de máquinas de coser relucientes y un montón de retales de fieltro en una papelera en un rincón. No hay nadie trabajando, pero las máquinas estaban preparadas con sus carretes de hilo.

"No son más que mentiras que se inventan los haraganes", dice Severo. "Los envidiosos."

Le pregunto por qué, si aquello no es una fábrica, tiene tantas máquinas de coser. Antes lo era, confiesa. Pero la ha cerrado.

"Las costureras quieren trabajar poco y ganar mucho, y eso no puede ser, ¿sabes?", me dice. "Así que mejor cerrar".

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A la mañana siguiente de la festa de los Confederados conduzco unos 50 kilómetros desde el viejo cementerio sudista hasta la dirección en la que, según los registros, se encuentra el taller ilegal de Gabriel Mifia Alanes y Eusebia Villalobos Tarqui, la pareja de bolivianos a la que la policía pilló con esclavos en Americana. El GPS me lleva hasta una parcela en construcción, donde solo hay el esqueleto de acero y contrachapado de una casa. En la esquina, veo un tosco edificio de dos habitaciones del mismo color amarillento que la tierra. Me pregunto si esa chabola era la fábrica, y me dirijo hacia un hombre con sombrero de pescador y botas de trabajo.

Le pregunto qué están construyendo y el hombre me mira de reojo. Con expresión de perplejidad, me dice que está construyendo un banco. Que no sabe nada de que allí hubiera una fábrica, pero que en la casa que hay enfrente viven unos bolivianos. No sabe nada más –ni quiénes son, ni si trabajan– aparte de que solo salen de la casa por la mañana y por la noche. Siempre caminan mirando al suelo y no saludan.

Después de llamar durante varios minutos, finalmente la puerta de metal de color óxido se abre y un hombre de pelo negro y la cara chupada saca la cabeza. Tiene un escorpión tatuado en el antebrazo, y detrás suyo puedo ver un tendedero con ropa de bebé colgando de una pared de cemento.

Le pregunto si había una fábrica en aquella casa. "Sí", responde. "Pero hace tiempo que cerró". Los del ministerio vinieron hace unos meses. "No hubo ningún problema", dice. "Todo el mundo tenía los papales en regla".

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Cuando le pregunto si sabe algo de los esclavos que había al otro lado de la calle, se enoja. "No eran esclavos", dice. "Cuando llegué de Bolivia, trabajaba desde siete de la mañana hasta las doce de la noche. Era yo quien quería trabajar tantas horas. El dueño nunca me obligó. Si hubiera trabajado como los brasileños, de siete a cinco, no hubiera ganado suficiente dinero".

Aprovecho para preguntarle por Alanes, el boliviano al que la policía encontró empleando esclavos en su fábrica el año pasado. ¿Lo conoce? El hombre duda, y entonces me dice: "Soy yo".

Claro, la dirección que estaba buscando –la que figura en el informe del ministerio– era la de la casa de Alanes y su familia. Aquí es donde trabajan, la fábrica al otro lado de la calle donde presuntamente encerraba a sus trabajadores. Un año después de que el ministerio hiciera una redada en el taller ilegal de Alanes, liberara a los trabajadores y vinculara el caso a una red nacional, el taller seguía en pie y con Alanes dentro.

Se mete dentro de la casa pero, al poco, aparece una mujer con una coleta. Es Tarqui, su mujer. Me explica la situación: los únicos que trabajan en el taller son ella y su marido. Fabrican pantalones cortos para un colegio privado de São Paulo, pero si me enseña el logo, dice, perderían el trabajo y no se lo pueden permitir. Una vez dicho esto, abre la puerta y me invita a pasar.

Pasamos a través de un pasillo con pequeñas estancias construidas con bloques de hormigón hasta llegar a la parte de atrás, una enorme nave con columnas de madera contrachapada y un techo de zinc. El suelo está cubierto de retales, plásticos y cajas de cartón. En las paredes manchadas de humedad cuelgan un par de pósters: uno de una alineación antigua del Palmeiras, un equipo de fútbol de São Paulo, y otro con una vista aérea de las montañas de La Paz. Hay un agujero en el tejado a través del que se ve el cielo. Sobre pequeñas mesitas, hay una docena de máquinas de coser viejas.

Tarqui recoge del suelo unos pantalones cortos de hacer deporte de nylon rojo y se me queda mirando de brazos cruzados. Dice que el colegio les paga 90 centavos –unos 27 céntimos de euro– por cada pantalón y que ella y su marido fabrican unos dos mil a la semana. A cambio, sus hijos van gratis al colegio. Me insiste en que sus hijos no trabajan. (Amancio, el inspector de trabajo, sospecha que sí).

Tal y como lo explica Tarqui, parece que hubiera acabado dirigiendo un taller ilegal por accidente. En el 2001, se vino a Brasil invitada por una mujer boliviana a la que conocía que se había casado con un brasileño y necesitaba una niñera. Hizo el viaje de dos días en autobús hasta São Paulo. Al cabo de un tiempo, dejó el trabajo de niñera para entrar en una fábrica hasta que ella y su marido abrieron la suya propia. Entonces, les hicieron un encargo: debían hacer mil pantalones en una semana. Como no podían hacerlo ellos solos, fueron a buscar a otros bolivianos en la plaza del ayuntamiento. Primero contrataron a uno, luego a otro, y así hasta que en el 2011 llaman a la puerta y se encuentran con los funcionarios del ministerio de Trabajo

"Aquí me siento un poco perdido", me dice Alanes. "Y cansado".

El ministerio ordenó a HippyChick Moda Infantil, la empresa que vendía a Lojas Americanas la ropa que fabricaban Alanes y Turqui, que les pagará tanto a los trabajadores como a los dueños de la fábrica una cantidad en concepto de finiquito y de "daños morales". HippyChick tardó unos cinco días en hacerlo. En cuanto recibieron el dinero, los trabajadores se subieron a un autobús y se largaron. Alanes no tiene ni idea de adónde han ido. Eso es, precisamente, el punto clave en la investigación del caso de Americana y de todas las operaciones anti-esclavitud en Brasil: que los trabajadores no quieren hablar y desaparecen sin dejar ni rastro.

En cuanto a las acusaciones de que encerraban a los trabajadores: en primera instancia, Alanes dice que el ministerio miente. Más tarde, por teléfono, Tarqui admitirá que cerraban la puerta, pero insistirá en que los trabajadores tenían acceso a una llave. Que lo hacía porque ya les habían entrado a robar con anterioridad. En noviembre del año pasado, la magistratura federal de Brasil presentó una querella criminal contra Alanes por tener a trabajadores en condiciones análogas a la esclavitud, un delito que puede costarle una pena de hasta ocho años de cárcel.

Daniel Carr de Muzio, el genealogista de facto de los Confederados abre la pesada puerta de madera de su casa, ubicada en Jardim Buru una urbanización construida hace unos diez años a las afueras de São Paulo. En la entrada de la casa tiene una pick up con la bandera confederada. De Muzio creció en Brasil imbuido de la cultura confederada de su familia. Hasta el día de su muerte, su abuela se refería a Abraham Lincoln como "aquel hombre", y su abuelo le tiró a la basura todos los cromos de béisbol de jugadores negros. De mayor, de Muzio se mantiene fiel a sus raíces confederadas, y se gana la vida haciendo traducciones del inglés al portugués y hablando con acento sureño.

Del techo de la sala de estar, que está a un nivel inferior que le resto de la casa, cuelga una lámpara de araña. A través de unos enormes ventanales se accede al jardín trasero, lleno de eucaliptos y unas cuantas variedades subtropicales de limoneros. En un aparador, al lado de una mesita de cristal con las botellas de licor, hay tres banderitas: la de Brasil, la de los Estados Unidos y la confederada. De Muzio se mueve por la casa vestido con una camiseta y unos pantalones cortos de algodón mientras me enseña su colección de recuerdos familiares y memorabilia sudista: libros y papeles y viejas fotos acartonadas. Al lado de un ordenador hay un libro titulado Facts the Historians Leave Out: A Youth's Confederate Primer (Hechos que los historiadores ignoraron: una guía para jóvenes sobre la Confederación ), junto con otro con el título Lost White Tribes (Las tribus blancas perdidas) en el que aparece el propio de Muzio.

Sentado en una mecedora en el porche que da a su frondoso jardín, de Muzio trata de disuadirme de la idea de que los Confederados llegaran a Brasil con la intención de continuar con la esclavitud. Los esclavos no tenían adonde ir después de la Guerra de Secesión, me dice. Brasil era una buena oportunidad. "Estoy seguro de que vinieron voluntariamente", me dice. "Habían sido criados por sus amos, así que no sabían cómo apañárselas por sí mismos. Seguramente tenían miedo de estar solos". Cuando le pregunto a de Muzio si ha oído hablar de que haya esclavitud en Brasil hoy en día, me dice que sí: trabajadores haitianos en la construcción, bolivianos en fábricas. Frunce el ceño mientras pone carbón de eucalipto en la chimenea. "Pero eso no tiene nada que ver con nosotros", añade.

Hoy en día, los Confederados son en su mayoría brasileños blancos de clase media-alta, descendientes de unos cuantos sudistas que consiguieron preservar su réplica de las plantaciones perdidas del Sur. Celebran una mitología que apenas cuestiona el pasado al mismo tiempo que se niega a mirar el presente.

En la festa, conocí a Cindy Gião, que no era descendiente sudista y estaba solo de visita. Me dijo que no sabía prácticamente nada sobre la Confederación. Había venido invitada por el padre de su amiga, Robert Lee Ferguson. Gião creía que ella era descendiente de italianos, españoles, portugueses y puede que holandeses. Pero no estaba segura, como tampoco lo están la mayoría de sus amigas. Nadie lo sabe, me dijo, "porque todo el mundo es una mezcla". Eso es lo que muchos brasileños envidian de los Confederados: un vínculo directo con su pasado.

Para los Confederados, la herencia del sur es algo inocente, no un ajuste de cuentas. La Confederación que ellos conocen es una colección de palabras e imágenes: una canción de Johnny Cash, una película del oeste, una bandera. Aquel rencor racista del sur se ha convertido en algo kitsch o, al menos, en olvido y negación.

"A los brasileños no nos interesa demasiado nuestra historia", me dijo Gião. "La aprendemos en la escuela, pero no hacemos fiestas para celebrar lo que hicieron nuestros antepasados". Luego se giró en dirección al escenario para escuchar una versión del "Summertime" de Porgy and Bess mientras un hombre izaba la bandera de Brasil al lado de la confederada.