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Diamantes De Sangre

De lo primero que te das cuenta en Sierra Leona es de que todo te satura: el calor, los mendigos, los policías (que básicamente son mendigos con un cargo), y las partículas de mugre que flotan en el aire en un país que se deshace de la basura...

POR JOHNNY WALKER

FOTOS DE RYEN McPHERSON

Un popular método para eliminar votantes utilizado por el Frente Revolucionario Unido (el ejército rebelde que tuvo en guerra a Sierra Leona durante más de una década y controló las minas de diamantes y sus ingresos) era cortarles las manos a la altura de las muñecas. Al menos, víctimas como este hombre pueden hoy dormir tranquilas sabiendo que su sufrimiento no fue en vano: ¡hoy en día, nenes de todo el mundo pueden comprar diamantes de sangre por un precio ridículo!

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De lo primero que te das cuenta en Sierra Leona es de que todo te satura: el calor, los mendigos, los policías (que básicamente son mendigos con un cargo), y las partículas de mugre que flotan en el aire en un país que se deshace de la basura quemándola en las calles. Viajamos a este país que se mantiene unido con gomas elásticas y oraciones para hacer contrabando de diamantes, por los que seríamos recompensados a nuestro regreso a Estados Unidos o terminaríamos en una cárcel del tercer mundo.

Éramos tres: Colin Farrell (también conocido como Ryen McPherson, cuyas fotos adornan estas páginas), Greg Brady y Johnny Walker. Usamos alias para cubrirnos las espaldas en caso de que alguien nos delatara después de los hechos. Yo tenía fajos de billetes de cien dólares repartidos en los dos calcetines, Colin tenía otro fajo pegado con cinta adhesiva a su pierna, y dentro de un bolsillo improvisado en el interior de los calzoncillos de Greg había un tercer y más impresionante fajo de 10.000 dólares. No teníamos ni idea de dónde empezar a mirar, pero pensamos que lo mejor sería viajar al interior del país—en concreto, las ciudades de Bo y Kenema, donde se encuentran las minas de diamantes y donde probablemente hallaríamos los mejores precios.

Dando tumbos campo a través en un coche alquilado, pusimos dirección a nuestro fingido destino turístico, el monte Bintumani, la montaña más alta del país. Después de varias horas atrapados en el tráfico de Freetown (una turbia congestión de callejones de tierra y unos pocos mercados al aire libre que, se supone, son también las principales vías públicas), paramos de repente a un lado del camino para que se bajara el hombre con el que habíamos negociado que fuese nuestro conductor. Se subió al coche un chico más joven y con aspecto de estar más inseguro. Él sería nuestro conductor el resto del viaje. Ahí aprendimos nuestra primera lección sobre el negocio del regateo africano: hay que ser siempre muy concreto. No hay letra pequeña, sólo caos.

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Este donjuán con el machete es Alfred. Autoproclamado agente de policía y ganador del galardón al mejor timador, probablemente habría sufrido un derrame cerebral de saber que teníamos diamantes escondidos en nuestros zapatos mientras le hacíamos esta glamourosa foto.

Escalar el Bintumani casi destroza el coche. Por suerte pudimos atravesar el peligroso enredo de sucias carreteras, sin aire acondicionado ni dirección asistida pero con todos los neumáticos intactos. De camino a Kenema paramos en Kono, una especie de distrito intermediario para el comercio de diamantes. Vimos algunas piedras interesantes pero nos parecieron un poco caras. Greg había hecho sus deberes y la regla era ser paciente y discreto—si te pillan en Sierra Leona comprando diamantes sin licencia darás con tus huesos cinco años en la cárcel y, según la gente de la zona, eso es básicamente una sentencia de muerte para gente con pintas como las nuestras.

Ya había oscurecido cuando llegamos a Kenema, así que decidimos descansar un poco para empezar temprano a la mañana siguiente. Todavía sin ningún contacto sólido, empezamos con toda desfachatez a entrar en las oficinas de diamantes (por lo general abarrotadas habitaciones en la parte trasera de un almacén de equipamiento general—piensa en un enorme garage a la vista del público) que se alineaban en la avenida principal. Conseguimos un chollo en el primer sitio, pero después de diez minutos rechazando ofertas mediocres del propietario (la mayoría eran piedras y piezas difíciles de tasar como es debido) estábamos a un paso de desistir. Fue entonces cuando nos presentaron a un hombre, un libanés de Kono que estaba de visita en la ciudad. Nos ofreció una selección mucho mejor.

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Lo que empezó como una conversación sobre Greg queriendo comprar unos pendientes para su mujer evolucionó hacia algo totalmente totalmente distinto cuando sacamos nuestra propia balanza, lupa y medidor. La negociación adquirió un tono mucho más serio. Compramos unos “souvenirs” (piedras de baja calidad) y algunas piedras moldeables de tamaño medio (calidad gema), pero todavía estábamos esperando La Grande—una piedra de tres o cuatro quilates que deberíamos poder encontrar en Sierra Leona por seis o siete mil dólares y por la que en Estados Unidos podríamos obtener el doble. El libanés no tenía piedras tan grandes en ese momento pero prometió ponerse en contacto con nosotros durante los próximos días.

Pregunta 9B en la pizarra: “¿Cuántas clases de recursos tenemos?” Un dilema irónico teniendo en cuenta que este país nunca se va a beneficiar de los pocos recursos que tiene. Evidentemente, Obama visita Sierra Leona más a menudo que Santa Claus, pero, ¿qué viaje es un viaje de verdad sin encontrar efímeros souvenirs de la política americana en un pequeño pueblo a los pies de una montaña remota (Bintumani) que ve camisetas de Obama más a menudo que los propios americanos?

Saliendo de la oficina, un sierraleonés alto con camisa de color salmón que había presenciado el negocio en silencio, de repente, nos pidió una comisión. Pedía una miseria, unos 20 dólares o algo así, pero después de una hora de intenso regateo no estábamos dispuestos a pagar. “No. A la mierda. Es el vendedor el que paga la comisión”, dijo Greg. Colin se rió en la cara del tipo. El libanés sonrió, condescendiente, y dijo, “Vale, pero aquí las cosas no suelen funcionar así”. Después despidió al tipo de la camisa color salmón.

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Dejamos el lugar y nos fuimos a comer. Después fuimos a otra tienda en la misma calle. De ahí nos mandaron a un edificio complementario que estaba subiendo una de las calles laterales. Yo me quedé fuera, esperando con el conductor, mientras los otros iban a por el segundo asalto. Estaban sentandos en la veranda hablando con un hombre, y recuerdo haber vuelto a sentir el calor—la pegajosidad del aire, la ropa pegándose en mi piel. Entonces emergió de las sombras un segundo hombre con una camisa hawaiana roñosa y empezó a hablar con voz muy alta. Capté la mirada de “Estamos jodidos” en los ojos de mis amigos, y a través de la ventana rota del coche oí decir al hombre: “Sabemos que ya habéis comprado los diamantes”. Los tres desaparecieron en el vestíbulo durante unos 20 minutos.

Alfred falló en su intento de extorsionarnos por comprar diamantes de forma ilegal, pero tuvo éxito haciendo ver que nos llevaba a hacer turismo. A la mañana siguiente nos hizo una exclusiva ruta turística por las minas de diamantes menos desarrolladas de Sierra Leona. Por supuesto, ahora que éramos “amigos”, podía tomarse libertades con las leyes (siempre que nosotros nos tomáramos después libertades con nuestras carteras).

Para cuando salieron, yo había escondido ya mis piedras dentro de la cubierta de plástico del cinturón de seguridad, y pude notar que el tono de la conversación había cambiado. Ahora ya nadie amenazaba con registrar a fondo nuestro coche. Colin estaba enseñándole al hombre—de nombre Alfred—la parte en nuestra guía de viaje donde ponía lo de ir de escaparates. “Sólo queremos hacer fotos”, dijo Colin. Un farol. Los faroles iban de un lado a otro como los disparos que habían sido tan frecuentes en esta región tan sólo una década atrás. Alfred explicó que nos había seguido desde la última oficina que visitamos, no desde la primera, que fue donde compramos varias piedras. Hacía bochorno en el interior del coche. El calor era como una especie de terror sin rostro, y estuve a punto de aplaudir cuando nuestro nuevo amigo dijo que deberíamos ir a un sitio más tranquilo para seguir hablando del tema.

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El hecho de que fuera nuestro “amigo” era una buena señal. También significaba que tendríamos que pagarles la comida a él y a sus compinches. Y que aunque no estábamos del todo fuera de peligro, la situación estaba mejorando. Mientras nos sentábamos y pedíamos la comida, él no dejó de hablar con alguien por el móvil en ese luminoso canto de pájaros que es el idioma krio (mitad inglés, mitad disparate sin sentido), y todos empezamos a respirar con más facilidad detrás de nuestras sonrisas forzadas y nuestra irritante conversación sobre nada.

La escena del delito.

Nuestro hombre, Alfred, estaba haciendo todo lo posible por encontrar a alguien que nos dejara fotografiar un diamante. Habíamos insistido en que simplemente queríamos una foto, pero él nos aseguró que si queríamos algo más, OK, él podría conseguirlo. Pero no nos engañaba: debía haberse dado cuenta de que nos había tendido la trampa demasiado pronto, y estaba buscando desesperadamente una manera para hacernos caer de nuevo. Lo único que nosotros queríamos era largarnos de Kenema a toda leche. Sabíamos que nos habíamos metido en un avispero. Finalmente oímos cómo se acercaba una moto, lo cual estaba bien porque era señal de que todo aquel circo estaba un paso más cerca de acabar. Después oimos pasos. Y después, justo delante de mis narices, vi algo que hizo que mi estómago cayera en picado por mi recto como un ascensor a toda pastilla: el hombre de la camisa salmón.

Esto condujo a los cinco minutos más tensos de mi vida, lo que significa mucho teniendo en cuenta las horas previas. Por alguna razón, el hombre de la camisa salmón no nos delató. Puede que tengamos un ángel de la guarda y que dé la casualidad de que ese ángel sea libanés.

Sí, pudimos transportar con éxito los diamantes fuera del país. Y lo mejor es que no tuvimos que metérnoslos en el culo. El diamante de Colin salió de Sierra Leona metido en el dedo gordo de un guante de látex, el cual cortó y puso debajo de su lengua, listo para poder tragárselo al menor signo de peligro. El mío estaba pegado con cinta adhesiva dentro de mi Nikon, lo que hizo que el obturador se jodiera para siempre. Greg estuvo a punto de perder el avión intentando conseguir El Grande, y al final hasta lo sostuvo en la palma de su mano, que es mucho más cerca de lo que la mayoría de la gente suele acercarse a nada. Y en cuanto a las piedrecitas brillantes, bueno, son pruebas. Pruebas que aún están ahí si sois lo bastante estúpidos como para ir a buscarlas.

El producto acabado. Un quilate y medio de hielo africano sin pulir y sin cortar. Comprado en Kenema a un expatriado libanés, engarzado por un joyero judío en Las Vegas y llevado con orgullo en San Diego por la madre mexicana de Ryen. Puedes ver más trabajos de Ryen en stabtheprincess.com.