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El número del decreto real

Chatarra o muerte

Una tarde de julio me encontré entrando a escondidas en un almacén abandonado en el lado este de Cleveland. Era un cursillo acelerado de robo de metal impartido por un hombre llamado Jay Jackson.

Shorty Rock en las calles de Central, el epicentro de la compraventa de chatarra en Cleveland.

Una tórrida tarde de julio me encontré entrando a escondidas en un almacén abandonado en el lado este de Cleveland. Estaba en pleno cursillo acelerado de robo de metal impartido por un hombre llamado Jay Jackson. Vestido como un fontanero y con una arrugada gorra de béisbol azul en la cabeza, el físico musculoso de Jay contradecía el hecho de que tiempo atrás fuera un adicto al crack. En la actualidad su vida gira en torno a los bienes adquiridos de forma ilegal, pero no de los que se fuman, inhalan o inyectan: Jay se gana la vida arrancando cobre y acero de edificios vacíos, como en el que estábamos entrando a hurtadillas, y vendiendo el botín a peso a las chatarrerías por un poco de dinero rápido. “El chatarreo es como ser un emprendedor”, dijo, guiándome hacia un agujero en uno de los muros del almacén, a través del cual nos escabullimos. “Es sólo un trabajo, y puedes ganar tanto dinero como esfuerzo le dediques”. Ese día, más temprano, yo había utilizado Google Street View para señalar nuestra trayectoria por el epicentro del pujante comercio de la chatarra en Cleveland, el vecindario conocido como Central (localizado, de forma nada intuitiva, en el lado este de la ciudad). Pero el aspecto del edificio en el que nos colamos Jay y yo era totalmente distinto del que había visto en la pantalla del ordenador. Las fotos de Google, hechas en 2009, mostraban un pulcro edificio de oficinas vacante con casi todas las ventanas intactas y sólidos paneles de madera bloqueando las muchas entradas. Ahora, sin embargo, parecía el resultado de un bombardeo con drones en Afganistán: no había una sola ventana que no estuviera rota ni orificio que no hubiera sido abierto por la fuerza. En el suelo descansaba el apestoso cadáver de un roedor. El falso techo había sido arrancado, dejando al descubierto los huecos por donde antaño serpentearon a través del edificio cables y conductos de ventilación. Me costaba creer que estuviéramos a sólo diez minutos en coche de los estadios, rascacielos y restaurantes caros del centro de Cleveland. Puede que el sitio pareciera un vertedero, pero para Jay era un cofre del tesoro de proporciones desconocidas. “Podría traer mis sopletes y cortar esa caja de acero que hay justo ahí”, dijo poniéndose de puntillas. Después criticó el trabajo de los chatarreros que ya habían estado, desgranando una letanía de formas distintas y “correctas” de desmantelar un edificio. Jay y sus cohortes, me explicó, no hacían trabajos deprisa y corriendo; trabajaban en equipo, viviendo en un edificio abandonado como éste durante semanas mientras separaban de forma meticulosa cada medio metro cuadrado de todo lo que tuviera valor. Un chatarrero como Jay puede ganar un par de miles de dólares con un único botín. Los ladrones de metal con actitudes como la suya son tan buenos desguazando cosas que, en ocasiones, la ciudad de Cleveland ha tenido que sustituir soportes y vigas de los edificios que han destripado para que las enormes estructuras no se hundieran. El propio Jay me dijo que estaba en el “negocio de la deconstrucción”, un negocio que en Cleveland está en auge. Como muchas otras mercancías tangenciales en esta tumultuosa economía, la buena fortuna de los chatarreros de Cleveland es consecuencia de la mala fortuna de los propietarios de casas y edificios de la ciudad. Entre los años 2000 y 2008, el condado de Cuyahoga, en el que se encuentra Cleveland, acumuló el mayor número de ejecuciones hipotecarias per capita de todo el país: nada menos que 80.000 casas, una de cada ocho, volvieron a ser propiedad de los bancos. Bloques enteros fueron abandonados o vendidos a instituciones financieras, que a su vez han permitido que estas casas permanecieran vacías. El lado este de la ciudad, el corazón de la industria de la chatarra y el más golpeado por la recesión, en muchos lugares trae a la mente la boca podrida de un adicto a la metanfetamina, con estructuras deterioradas en cualquier dirección y grandes espacios, como huecos en una dentadura, donde casas y comercios proveían de cobijo y sustento a miles de ciudadanos de Ohio. Actualmente hay vacías más de 16.000 de estas propiedades, albergando cada una lucrativos bienes susceptibles de ser vendidos como chatarra: revestimientos de aluminio, apliques metálicos, alambre de cobre, cañerías, todo esperando a ser arrancado de las paredes. Jay Jackson camina por un sendero secreto hacia Wilkoff and Sons, una de las mayores chatarrerías de Cleveland. Compran la mayor parte del metal a pequeña escala, lo hacen jirones y lo envían a otras ciudades de EE.UU y al extranjero. Jay me dijo que solía robar metal de esta chatarrería para luego venderlo en otras.

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La combinación de la crisis de las hipotecas de 2007 y un simultáneo aumento de los precios del metal en todo el mundo ha hecho que la compraventa de chatarra se dispare en ciudades de toda Norteamérica. Y en ningún lugar se da como en Cleveland, que presenta el número más alto de robos de metal per capita de los que haya constancia en todo el país. Como resultado, Cleveland se ha convertido en la clase de ciudad donde desaparecen de 10 a 20 tapas de alcantarilla en una noche y un crío se precipita por el agujero; donde la gente hace bromas sobre electrocutarse caminando por la calle porque los cables de tierra han sido arrancados de los postes telefónicos; donde las estatuas de cobre del centro de la ciudad, homenajes a figuras importantes de la historia del país, se han sustituido por otras de material compuesto y pintado para que parezca cobre para disuadir a los ladrones. Los chatarreros, en otras palabras, están en todas partes, desguazando con total audacia las infraestructuras de la ciudad a plena luz del día como buitres cerniéndose sobre un grupo de lemingos haciendo cola, uno tras otro, hacia el filo de un precipicio.

Fue por esto que no me sorprendió que Jay y yo, después de husmear un rato por el almacén, nos topáramos en la planta baja con otro chatarrero. Sucio y sudoroso, nos dijo que se llamaba Sean. Le cogimos midiendo unas enormes vigas que Jay creía que podían alcanzar unos 300 dólares por tonelada en la chatarrería. Naturalmente, Sean no quiso que le fotografiara y no pareció muy contento de vernos. Quería el lugar para él solo. Tratando de ahuyentarnos, nos contó una trola acerca de que trabajaba para el dueño del edificio, que estaba intentando rescatar lo que pudiera del lugar antes de que lo convirtieran en una piscifactoría. “Probablemente estará aquí dentro de una hora”, dijo Sean. A Jay no le pareció muy convincente. Era evidente que Sean no quería hablar conmigo, pero cuando le pregunté cuánto podía sacar de un botín medio no dejó pasar la oportunidad de alardear: “Estoy viviendo en una casa de puta madre. Si vieras dónde vivo no te creerías que recojo chatarra. Para ser chatarrero, debes ser un buscavidas por naturaleza. Gano pasta, unos 200 dólares al día. Sé ganármela”. Jay y yo dejamos a Sean con su trabajo. Cuando salimos del decrépito almacén, de nuevo a la luz del día, me giré hacia Jay y le pregunté por qué buscaba chatarra en vez de un trabajo que la gente encontrara más respetable. Él me miró como si yo fuera idiota y me enseñó un recibo por valor de 511 dólares. “Esto de aquí”, dijo, “hay gente que no lo gana ni en una semana. Yo no me sacaría esto en un trabajo con el salario mínimo. Puede que ganara unos 300 pavos. ¿Y qué haces con 300 pavos? ¿Cómo puedes sostener a tu familia o tener un techo con 300 dólares? No le pude dar una respuesta. Jay Jackson camina por un sendero secreto hacia Wilkoff and Sons, una de las mayores chatarrerías de Cleveland. Compran la mayor parte del metal a pequeña escala, lo hacen jirones y lo envían a otras ciudades de EE.UU y al extranjero. Jay me dijo que solía robar metal de esta chatarrería para luego venderlo en otras.

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Aunque yo nací y me crié en Cleveland, el agujero de conejo por el que me arrastré con Jay no tenía nada que ver con lo que yo había visto en los 20 años que pasé allí. La Cleveland de la que procedo es aquella de la que lees en artículos amables en revistas regionales describiendo en profundidad cómo la ciudad se está revitalizando gracias a la gentrifi cación y la renovación urbana. Hay una renovada vitalidad en la parte oeste de Cleveland, y lo veo cuando salgo con viejos amigos que no se mudaron a otras ciudades tras acabar la universidad, como hice yo. Viven en espaciosos lofts al oeste del río Cuyahoga, donde antiguos almacenes están siendo reconvertidos en espacios-vivienda alternativos para artistas, y no es difícil localizar un mercado de productos artesanales o beberte una cerveza de fabricación casera. Una pequeña porción del renacimiento gentrifi cado de Brooklyn emparedado entre la ciudad y las áreas periféricas. En el lado este, sin embargo, la historia es completamente distinta. Allí, las viejas fábricas y almacenes abandonados no se van a renovar en un plazo próximo. Seguirán pudriéndose a plena vista durante años, puede que décadas. Es aquí donde la recolección de metal, un síntoma claro de las abismales perspectivas económicas de la ciudad, se ha convertido en una industria del mercado gris. Mientras estaba en la ciudad, la familia de mi novia, que también ha vivido décadas en Cleveland, me invitó a una gran cena. Todos los que estaban en la mesa tenían alguna historia de terror sobre el robo de metal. Fueron acumulando anécdotas, desde iglesias locales y salones de belleza donde habían entrado para robar los aparatos de aire acondicionado hasta hogares saqueados por sus revestimientos y cables. “La cosa está muy mal. La gente ya no pinta en sus casas nada con un color parecido al cobre”, dijo el padre de mi novia. “Pero es que, si me lo preguntas, para mí eso es casi una invitación”. Después de pasar un tiempo con Jay, y sabiendo cómo los chatarreros desmantelan las casas y lo que buscan, sentí curiosidad por la otra incógnita de la ecuación: cómo consiguen vender su mercancía tan fácilmente. Una mañana, vagabundeando por el lado este no muy lejos de donde estuve con Jay, conocí a un hombre al que llaman “Shorty Rock”. Iba por la calle East 55th, en Central, empujando un carro de supermercado lleno de chatarras variadas, y accedió a que fuera con él mientras rapiñaba y, aún más importante, a que le acompañara a la chatarrería donde vendía el material robado. No tuvimos que caminar mucho; había incontables edificios vacantes y chatarrerías en casi cada manzana. Si Jay es un chatarrero “profesional”, un maestro de los trabajos bien remunerados, Shorty es representativo del típico ganapán que vende lo que encuentra en las calles para ir tirando. Shorty [bajito] era de corta estatura, por supuesto, y hablaba rápido y con un deje sureño. Mientras empujaba su destartalado carro, me explicó que lo suyo era arrancar cualquier cosa a la que pudiera echar mano de una casa, meterla en su carro y salir pitando. Dijo que en su mejor día como vendedor de despojos metálicos, había ganado 111 dólares, algo inusual. Montones de chatarra elevándose en Wilkoff and Sons. La escalera a la derecha la emplean los chatarreros para entrar a escondidas y robar metal.

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El día que conocí a Shorty llevaba hurtando en esqueletos de casas desde las 5:30 de la mañana, e iba camino de canjear su botín en el New Western Reserve Recycling Center, más abajo, en esa misma calle. Mientras caminábamos, Shorty me contó su historia, la típica de la mayoría de los chatarreros: tenía 51 años, había pasado ocho en una penitenciaría y no había logrado un empleo estable desde que salió en 2002. “Llevo más tiempo fuera del que pasé dentro”, dijo, “y no consigo que me cojan ni en un Walmart”. De joven, dijo Shorty, nunca imaginó que acabaría cubierto de mugre y sudor agrio, vagando bajo un calor de más de 30 grados por Cleveland por unos pocos dólares. Me contó que él era de Arkansas y sostenía haber hecho dos años de universidad en Georgia, pero que fue expulsado por cometer un robo con agravantes; su primer paso a contracorriente. Que Shorty me hablara del tiempo que pasó en el trullo hizo que me acordara de Jay. Aunque los botines de Jay eran más grandes que los de Shorty, sus trasfondos eran similares. Jay había estado en la penitenciaría seis veces –principalmente por motivos de drogas– y accedió a ayudarme a petición de los agentes de policía locales para evitar ir dentro otra vez tras un violento altercado con otro chatarrero por una disputa por una carga de metal. Y, como muchos chatarreros a los que conocí, Jay tenía un historial de abusos de drogas; buscar chatarra le había ayudado al principio a pagarse su adicción. Sin embargo, ahora que estaba relativamente limpio, uno de los mayores trapicheos de Jay consistía en comprar chatarra robada a adictos por precios ridículos a cualquier hora de la noche y, a la mañana siguiente, revenderla en chatarrerías legales para sacarse un beneficio. Shorty era un tipo hablador. Mientras empujaba su carrito por la calle, compartió conmigo varias historias sobre la vida del chatarrero. La más interesante –y una que yo no tenía forma de verificar– trataba de un millonario en secreto que logró su fortuna acumulando chatarra de inmuebles propiedad de la Case Western Reserve y el hospital universitario, dos grandes instituciones que en Cleveland ocupan una cantidad tremenda de terreno y equipamientos.

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“Este tío abrió su casa”, me contó Shorty, “y de allí no caía nada excepto metal. Podía ganar 2.000 dólares a la hora vendiendo todo ese material”. La historia era la versión de los chatarreros de un relato de Horatio Alger: con el suficiente esfuerzo, cualquiera podía hacerse rico con esto.

Aunque cueste mucho creer que haya chatarreros que a nivel individual estén ganando millones con el metal robado, con una de cada tres personas viviendo en Cleveland por debajo del umbral de la pobreza, y ascendiendo los ingresos medios a 27.470 dólares anuales, el robo de metal es mejor que muchas otras oportunidades de trabajo –tanto legales como ilegales– disponibles en la ciudad. Teniendo en cuenta que las existencias son ilimitadas y el riesgo de ser atrapado bajo, y que la distribución es tan sencilla como ir East 55th abajo, para mucha gente parece casi una opción laboral sensata. “Ojalá hubiera sabido de la mierda esta de la chatarra cuando tenía 20 años”, dijo Shorty cuando llegamos a la New Western Reserve Recycling, un pequeño y lóbrego patio escondido a la vuelta de la esquina. “A estas alturas es probable que ya tuviera mi propia compañía legal, y yo repanchingado, casado y con 25 hijos”. A continuación Shorty realizó un ritual que presencié docenas de veces durante mi viaje: el de someter a tasación en una chatarrería objetos claramente robados sin que nadie le hiciera preguntas. Un encargado depositó la carga de Shorty sobre una amplia báscula con base de cemento, donde la pesó y después hizo una foto. Después, un oficinista en una ventanilla le imprimió un ticket que podía canjear por dinero en efectivo en otra ventanilla. Cuando Shorty reclamó el dinero, vincularon la carga con el perfil digital que la chatarrería tiene archivado e incluye su fotografía. Se trata de una nueva ordenanza diseñada para que las fuerzas de la ley puedan rastrear el metal robado hasta su vendedor. Sin embargo, según agentes de la policía de Central Cleveland como Heather Mirsch, vicesargento del tercer distrito, la medida no está funcionando. Parte del problema es que es casi imposible diferenciar la chatarra que no ha sido robada –cuando el propietario de un inmueble se deshace legalmente de viejos fregaderos o cables, por ejemplo– de la chatarra arrancada de un edificio desocupado. Está también el hecho de que los robos de metal a menudo no se denuncian, al menos en los casos de viviendas abandonadas, ya que con frecuencia el propietario no se da cuenta del robo hasta mucho más tarde. Además, los chatarreros delincuentes pueden viajar a otra ciudad o estado para vender sus botines, o dejar irreconocible el metal fundiéndolo, aplastándolo o mezclándolo con otras chatarras para dificultar su rastreo. Pero Shorty no tenía que hacer nada de esto en la chatarrería local. Se deshizo de su carga de revestimientos y otros fragmentos metálicos, rapiñados a menos de un kilómetro y medio, sin ninguna complicación. Me enseñó el recibo que llevaba en las manos cubiertas de mugre y sonrió. ¿El fruto de cinco horas rebuscando por las calles? 5 dólares y 54 centavos. Un área de descarga en una de las muchas chatarrerías de Cleveland, donde los chatarreros pueden despanzurrar in situ electrodomésticos y aparatos del hogar para extraer el metal.

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E
n la última década, el chatarreo se ha convertido en un gran fenómeno en todo EE.UU. Como en la mayoría de actividades clandestinas e ilegales, resulta difícil dar cifras concretas, pero Gary Bush, un experto en robo de metales del Institute of Scrap Recycling Industries (ISRI), en Washington, DC, cree que el incremento del chatarreo ha sido signifi cativo. ISRI creó en 2008 un sistema de Alerta de Chatarras que ha facilitado a los cuerpos de policía y a las chatarrerías para que puedan alertarse entre sí. Las brigadas de algunos departamentos de policía, por lo general encargados de investigar delitos sexuales o relacionados con las drogas, han empezado también a investigar robos de metal; según el ISRI, las denuncias respecto a esto aumentaron un 500 por ciento entre 2009 y 2012.

Mientras tanto, la imagen del buscavidas ladrón de metales ha entrado en la consciencia cultural. La nueva teleserie de la AMC Low Winter Sun, un drama policial que transcurre en Detroit, presenta varias historias que tienen lugar en el nexo entre la chatarra y el tráfico de drogas, y el rapero de Detroit Danny Brown le dio la vuelta a “Trap or Die”, un himno de Young Jeezy sobre el tráfico de drogas, para explorar el robo de metal con su tema “Scrap or Die”, reimaginando el chatarreo como una guerra de clases contra los propietarios de inmuebles: “Esta palanqueta de metal hará que atravesemos la puerta”, escupe. “Venimos a llevárnoslo todo, negrata, que le jodan al casero”.

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Tiene sentido que Detroit –el más vívido y estereotípico símbolo del colapso posindustrial en Norteamérica– sea escenario de tanta mitología sobre el chatarreo. El chatarrero es el antihéroe perfecto de este paisaje, arrastrándose en las sombras y a través de los restos del naufragio de la economía americana, intentando sacarle provecho de cualquier forma. Muchos chatarreros se metieron en esto para reemplazar un empleo perdido y, ahora, con 14 millones de viviendas desocupadas en Norteamérica, son otro recordatorio de la crisis financiera, en buena medidaaún sin resolver, y de sus prolongados efectos sobre las ciudades del país. Qué mejor figura para encarnar las contradicciones de esta recesión que estas termitas posindustriales. Son, al mismo tiempo, algunas de las más perniciosas creaciones de la recesión, arrancando literalmente el futuro de sus ciudades, y también norteamericanos emprendedores al más clásico estilo, tratando de recoger los restos de una economía rota por simple necesidad y con determinación. Aunque la localización de este tipo de “penurias americanas” en las revistas y periódicos suele ser Detroit, Cleveland tiene un
problema con las chatarras más grave que la Ciudad del Motor. Detroit figura en un segundo puesto, tras Cleveland, en el total de denuncias por robos de metal a nivel nacional, pero ni siquiera aparece entre las diez primeras ciudades cuando desglosas estas denuncias en números per capita. Cleveland presenta 73 denuncias por cada 100.000 residentes, según un estudio de la Universidad de Indianápolis. La ciudad que más se acerca, Flint, en Michigan, presenta 66 denuncias per capita; también encabezan la lista Cincinnati y Dayton, Ohio. Cleveland sigue en el primer puesto, y sus actividades chatarreras han llegado a atraer la atención del FBI, que ha estado investigando y arrestando a bandas organizadas por transportar metal robado de un estado al otro y por robar en subestaciones eléctricas bajo control federal. A nivel nacional, la mayoría de los expertos ven el aumento del chatarreo, con inicio en 2008, como un efecto secundario del aumento estratosférico de los precios del acero y el cobre, que asimismo era consecuencia de un aumento de la demanda de estos metales en todo el mundo. Según Joe Pickard, economista jefe del ISRI, los precios de la chatarra llegaron a su cima en 2011, cuando el medio kilo de cobre alcanzó los 4 dólares. La mayoría de propietarios de chatarrerías, agentes de policía y chatarreros bien informados creen que este aumento de la demanda fue resultado del boom de la construcción en China; Joe, sin embargo, cree que también tiene que ver con que la producción minera estadounidense no llegara a los topes previstos. Sea como sea, es probable que un 30 por ciento de la chatarra obtenida de forma ilegal en casas y almacenes de EE.UU. vaya al extranjero; parte de esta chatarra vuelve a ser vendida a los compradores norteamericanos en forma de baratos productos industriales y de consumo. Y aunque la producción minera ha mejorado en los dos últimos años y el boom de la construcción en China se ha enfriado considerablemente, los criminales que entre 2008y 2011 aprendieron dónde conseguir chatarra no dan muestras de aflojar; bien al contrario, se han adaptado al desguace de las casas abandonadas a causa de la crisis de las hipotecas. Esto es lo que ha hecho de Cleveland terreno fértil para el crecimiento de los piratas de la chatarra. Según el concejal Anthony Brancatelli, cabeza visible de una iniciativa para combatir el chatarreo ilegal en la ciudad, otro factor clave son las penurias del mercado inmobiliario de la ciudad. Anthony sabe de lo que habla: en su distrito está Slavic Village, el barrio de mayoría polaca, negra e hispana más golpeado por las ejecuciones hipotecarias que cualquier otro código postal en EE.UU. Una mañana me cité con Anthony en un pintoresco restaurante en el corazón de Slavic Village. Tardó 15 minutos desde la entrada del local hasta donde yo estaba porque tuvo que estrechar la mano y saludar a todas las personas del lugar con alguna ocurrencia lo bastante aguda como para impresionar pero sin llegar a ofender. Su aspecto era el de un consumado hombre de Estado, e incluso en ese tórrido día veraniego lucía atuendo propio de un político, con chaqueta no muy ajustada y un dije en la solapa. Acompañándolo con tostadas integrales y huevos revueltos, Anthony me explicó que se podía localizar el inicio de los problemas inmobiliarios de la ciudad hacia finales de los 90, cuando la gente estaba cambiando de casa en masse: comprando inmuebles e invirtiendo de forma moderada en ellos para luego venderlos a precios hinchados. Las casas ruinosas rehabilitadas se vendían hasta por 100.000 dólares: inmuebles revaluados que engrosaron la primera ola de ejecuciones bancarias que golpeó la ciudad. Ya en los 2000, el mercado inmobiliario se volvió muy competitivo debido a algunos exóticos mecanismos de financiación. Las hipotecas se concedían como si fueran caramelos y la gente se puso a comprar muy por encima de sus precios reales y sin posibilidad de hacer frente a las deudas. Fue en esta época, alrededor de 2008, cuando la chatarra empezó a alcanzar precios récord. El atractivo de estos precios ha llevado a lo que puede calificarse de chatarreo criminal organizado. Gente como Jay empezó a trabajar en grupos y a alquilar equipos de construcción industrial para obtener mayores botines. Los chatarreros no tardaron en empezar a desguazar vecindarios que aún no estaban abandonados del todo; las tapas de alcantarilla comenzaron a desaparecer, e incluso las subestaciones eléctricas se convirtieron en objetivos. En toda la zona de Central hay tapas de alcantarilla desaparecidas, en la mayoría de los casos sustraídas por ladrones para venderlas como chatarra. “Las cosas se pusieron tan mal”, me dijo Anthony, “que los transportistas llevaban sus vehículos a las chatarrerías porque obtenían más dinero por sus camionetas que trabajando”. Mientras el resto del país va saliendo poco a poco de la crisis inmobiliaria, el índice de desahucios y delincuencia hipotecaria sigue en un 9,5 por ciento. Anthony está convencido de que la destrucción creativa de propiedades abandonadas es la única solución a los problemas inmobiliarios de la ciudad. Anthony es miembro de la junta de directores del Cuyahoga County Land Bank, que compra inmuebles asolados y los derriba o, en algunos casos, reforma y vende a nuevos propietarios. Anthony me dijo que en los últimos cinco años han retirado del mercado 500 inmuebles. Después del desayuno, Anthony me llevó a mi primer “bando”, una casa clausurada y vacía en su zona, a pocos minutos de East 55th. Parecía un lugar arrasado por los hunos: la puerta delantera estaba abierta de par en par, los revestimientos metálicos arrancados, y cualquier otra pieza metálica imaginable, incluso el pasamanos de la escalera de entrada, desaparecida. En el interior había irregulares agujeros en los tabiques por donde habían sacado a tirones las cañerías y el cableado eléctrico. Anthony lleva tiempo proponiendo soluciones sencillas, como trabajar con la ciudad para retirar de los hogares servicios como estos. A menudo, cuando los chatarreros retiran las cañerías, la estructura se inunda por el agua que se escapa durante días y que puede provocar incendios en caso de alcanzar fortuitamente restos de cables eléctricos. “No puedo defender con más ahínco la demolición”, me dijo Anthony cuando salimos de la insalubre atmósfera de la casa abandonada. Cuantos más inmuebles vacíos, de más [inmuebles] hay que ocuparse. Y esta es la razón por la que debemos sacarlos del mercado”. Anthony cree que es mejor un solar vacío que una casa deteriorada, porque el daño provocado por los chatarreros las hace invendibles. Los destrozos que provoca alguien como Shorty Rock por 100 dólares en chatarra pueden costar decenas de miles en reparaciones.

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Después de dejar el “bando”, en Slavic Village vi en cualquier calle, dos o tres huecos del tamaño de una casa entre los hogares. En una manzana había un velódromo para carreras de bicicletas construido en un solar adquirido tras una ejecución bancaria. Basándome en los 20 años que pasé creciendo en Cleveland, me costó creer que toda persona mayor de 13 años en Slavic Village tuviera una bicicleta o que supiera qué demonios era un velódromo, pero tuve claro que sus residentes y legisladores están obteniendo tantos terrenos que ya no saben qué hacer con ellos.

Si bien Anthony y la gente del lugar defienden las demoliciones, para personas como Shorty y Jay, una demolición representa una oportunidad económica malgastada. Mientras dejaba Slavic Village pensé en algo que Shorty había dicho. “Hay miles de casas clausuradas en Cleveland ¿Qué hacen con lo que hay en esos edificios? Lo mandan a un vertedero. ¿Por qué no dejar que alguien sin trabajo vaya y coja lo que pueda? Lo van a demoler igualmente”. Puede que esta sea la gran paradoja: las mismas fuerzas económicas que causaron la crisis inmobiliaria han creado a los chatarreros que sobreviven gracias al desastre. Aunque políticos como Anthony ven a los chatarreros como sanguijuelas de los escasos recursos de la ciudad, ambos bandos son parte de la misma economía destruida y no es probable que ninguno claudique hasta que la ciudad dé con alguna solución económica para sus heridas. Están juntos en el mismo barco que se hunde. La demolición tiene un punto positivo: la oportunidad de construir algo nuevo y atractivo en el lugar donde había algo desvencijado. Por desgracia, Slavic Village, con sus jardines y su velódromo, es una anomalía. A diferencia del lado oeste de la ciudad, con sus molones espacios de trabajo para artistas en antiguas fábricas, la parte este se parece cada vez más a un pueblo fantasma. Henrietta “Cookie” Kolger, la propietaria de Tyroler Scrap, tendiéndole dinero a un chatarrero por su variada carga de metales.

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Aunque los chatarreros de la ciudad se ganen la vida robando metal, la mejor baza es ser dueño de una chatarrería: son los que no se ensucian mucho las manos y rara vez son acusados de delito. Curioso acerca de la ética de recibir material robado, pregunté sobre el mejor sitio donde vender, y el nombre de una propietaria estaba en los labios de todos: Henrietta Kolger, conocida como Cookie. Jay y Anthony no tuvieron pega en admitir que el negocio de Henrietta, Tyroler Scrap, es el lugar donde se compra cualquier pieza de metal, sin importar lo doblada, rajada o deteriorada que esté. La vicesargento Misch la tenía en su lista de chatarrerías sospechosas que habría que vigilar. E incluso una víctima del chatarreo ilegal a la que entrevisté había logrado recuperar sus pertenencias robadas en Tyroler.

Intenté durante semanas concertar una entrevista con Cookie, pero cada vez que llamaba, su personal me daba largas: “Tienes que llamar antes de las 3 de la tarde, nunca está aquí a estas horas”. “Vaya, es que nunca llega antes de las 2:30 de la tarde. Llama mañana”. “Joder, se acaba de ir al banco a hacer un ingreso…” Cookie y sus asociados tenían razones para estar preocupados. Periodistas locales y policías habían estado husmeando, y lo último que ella querría era que la mezclaran en algo dudoso. Después de ir a Tyroler en persona dos días seguidos y explicar que yo sólo quería ofrecer su visión de la historia y que todo el mundo hablaba de ella de todos modos, accedió a sentarse conmigo. La chatarrería de Cookie no es como la mayoría en East 55th, Tyroler es un negocio familiar dirigido de forma independiente desde 1935. El ya fallecido marido de Cookie, Robert Becker, se hizo con su propiedad en 1988. Becker, soldador de primera categoría, vivía de trabajar el metal y destinó todos sus ahorros a comprar el negocio. Dos meses después falleció a los 45 años de edad de un ataque al corazón. En honor a Robert, Cookie decidió mantener Tyroler en marcha.

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Después de tanto chismorreo, resultó un tanto decepcionante conocer a la “gran dama” del metal de desecho en Cleveland. La imaginaba de hablar rápido, endurecida y fría como el hielo, pero en su cabina con paneles de madera, y olor de comida mexicana para llevar, conocí a alguien diferente. Cookie es una mujer frágil con voz temblorosa. Llevaba zapatos cómodos,y lucía el peinado corto y aireado que se hacen las mujeres blancas del medio oeste cuando llegan a cierta edad. Desde el principio quedó claro que Cookie tenía una idea clara de su valor en la comunidad. “Trato a estas personas realmente bien”, me dijo cuando le pregunté sobre su reputación entre sus clientes. “No tengo prejuicios. Jamás miro a alguien y pienso que está por debajo de mí… Llevo mucho tiempo, cuando entran en el patio gritan ‘¡Eh, mamá! ¿Cómo va?’

Cuando le conté lo que había averiguado, Cookie se envaró ante la idea de carroñeros arrancando revestimientos de casas y chatarrerías vendiendo a China. Dijo que ella había presionado al Ayuntamiento para que expidieran permisos de chatarreo, pero que no le habían hecho caso. Como todas las chatarrerías de Cleveland, Tyroler vincula las ventas con el documento de identidad del vendedor, una práctica que no ha hecho disminuir los robos. Cuando le pregunté por qué algunos de esos mismos vendedores han señalado su negocio como el lugar donde vender material robado, Cookie pareció dolida. “Algunos, cuando los pillan, dicen lo que sea para sacarse problemas de encima”, dijo. “Pero, mira, Richard te lo dirá, él se ocupa del patio. Richard, ¿yo acepto tapas de alcantarilla?” Richard, su segundo marido, habló desde detrás de mí, su boca medio llena masticando algo. “Sólo podemos aceptarlas si un contratista nos entrega una carta de autorización”. “He oído que hay chatarrerías en las que, por la noche, hay gente que compra ese tipo de chatarra”, siguió. “Pagan menos por ella. Yo había ido a Tyroler con el nombre de un ladrón de tapas al que habían encarcelado unos meses antes. Cuando le pedí a Cookie que lo buscara en su libro de contabilidad, sus manos se pusieron a temblar y se le agitó la voz. A diferencia de las nuevas chatarrerías que emplean un ordenador para emparejar imágenes, cargas de chatarra y perfiles de identidad, en Tyroler siguen con una carpeta para sus archivos. “Deletréame su apellido y lo miraré”, dijo Cookie. “J-E-F-F-E-R-Y S-H-U-G-A-R-T”, respondí. Ella fue pasando páginas hasta llegar a la S, y los dos revisamos fila tras fila de lo que parecían retratos policiales. Shugart no figuraba. Todo parecía correcto. Ninguno de los dos tenía mucho más que decir excepto adiós. Cuando me marchaba del lugar me topé con un chatarrero que estaba cortando resmas de alambre de cobre con un cuchillo. Le pregunté si podía hablar con él o si mi fotógrafo podía hacerle una foto, pero rehusó. “Yo no voy a decir nada”, fue su respuesta.

Todas las fotos son de Peter Larson.

Gracias en especial a Jim Henry. Debido a la naturaleza criminal del robo de metal, algunos nombres en este artículo han sido cambiados para proteger sus identidades.

Sigue a Wilbert en Twitter: @WilbertLCooper

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