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CIEs, regular la infamia

Los Centros de Internamiento de Extranjeros son una de las mayores vergüenzas de nuestro país.

Mi primer contacto con el mercado laboral en el ámbito del derecho fue en un despacho de Extranjería. Era el año 2005. Por aquel entonces la burbuja inmobiliaria estaba funcionando a pleno rendimiento y los permisos de trabajo se daban como churros porque hacía falta gran cantidad de mano de obra capaz de mantener en pie la estafa de la prosperidad económica basada en el ladrillo.

Recuerdo que una tarde vino al despacho una chica senegalesa. Me contó que a su pareja, y padre de dos niñas de 6 y 10 años, le habían metido en la cárcel. “¿De qué le acusan?”, pregunté, “De ser negro. Ya sabe, le han metido en esa cárcel para negros que hay en Aluche”, contestó impávida. Tengo que reconocer que en aquel momento no tenía ni idea de lo que me estaba hablando y lo tomé como un mero desconocimiento, por parte de la chica, de nuestros procedimientos legales e instituciones penitenciarias.

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Días después fui al Centro de Internamiento de Extranjeros de Aluche (CIE Madrid) a visitar a Modou, y pude comprobar que dicha cárcel existía y que no solo era para negros. En 2005 Rumanía y Bulgaria no habían ingresado todavía en la Unión Europea, así que las celdas y los pasillos del CIE también estaban poblados por recios caucásicos de cabellos claros y piel blanca. En realidad lo que me pareció fue más bien una cárcel para pobres. Para pobres de fuera quiero decir.

Un CIE es oficialmente una institución no penitenciaria donde van a parar las personas que, careciendo de permiso de residencia en territorio español, tienen pendiente de ejecutar una orden de expulsión, siendo esta una mera sanción administrativa. La ley española permite la privación de libertad por esa circunstancia hasta un máximo de 60 días. El CIE de Aluche (Madrid) tiene capacidad para unas 280 personas entre hombres y mujeres.

Cuando voy a visitar a sus internos para que me cuenten su caso y ver si es posible hacer algo para sacarles de allí, experimento una sensación similar a la que debe sentir un abogado cuando visita a un cliente recluido en el “corredor de la muerte” de cualquier cárcel de Texas. Sabes que muy probablemente poco puedas hacer para acabar con esa situación injusta y el preso te mira desde el otro lado de la mesa con una mezcla de angustia, resignación y un toque de ilusión que desesperadamente vuelca en ti como su única alternativa. Es una sensación horrible.

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Tal vez la comparación pueda parecer exagerada, pero lamentablemente la situación de muchas de las personas recluidas en los CIEs es la de una condena a muerte en caso de que finalmente sean expulsadas. Algunos sufren persecución religiosa, de género o política en sus países de origen y saben que en cuanto pongan el pie en la tierra que les vio nacer, es posible que haya llegado la hora de su muerte. Otros han sido amenazados por los cárteles de la droga o por las mafias y si regresan al sitio del que salieron huyendo saben que no tendrán una segunda oportunidad. Algunos simplemente no tienen ya a nadie en su país de origen porque llevan décadas en España y en su país natal sin dinero, sin trabajo, sin casa, algunos incluso enfermos, sin familia ni amigos solo les espera la indigencia. No dudéis que para muchas personas ser expulsadas de España supone una muerte segura.

Hay más de 200 CIEs en toda Europa, 8 de ellos están en España y en ellos se hacinan alrededor de 2.500 personas que han acabado privadas de libertad sin haber cometido absolutamente ningún tipo de delito. Estar sin papeles no es delito en España (de momento), pero puedes acabar en la cárcel. Esto es curioso, porque a nadie parece importarle este dato.

No quiero hablar de las muertes en extrañas circunstancias que se han producido en estos centros, ni de las constantes denuncias por vulneración de derechos fundamentales o por la comisión de delitos contra los internos por parte de los policías custodios. Me gustaría hacer reflexionar sobre por qué nos parece tan normal que encierren a personas que no han hecho absolutamente nada. Personas que cuyo único “delito” es carecer de una mera autorización administrativa para pisar la calle. A nadie en su sano juicio puede parecerle esto ni normal, ni justo, ni proporcionado.

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Hace poco estuve comiendo con mi antiguo profesor de Derecho Constitucional, actualmente trabaja como letrado del Tribunal Constitucional, y le pedí su opinión sobre los CIEs, “una tomadura de pelo al estado de derecho”, me contestó

El 15 de marzo de este año se publicó el Real Decreto que regulará el funcionamiento de estos centros que llevan operativos desde 1985. Desde entonces han estado funcionando en un limbo jurídico y al amparo de una simple Orden Ministerial (de lo más bajo en el escalafón normativo). El problema es que no se puede regular lo que no debería existir. No se puede regular la infamia. No se puede articular la injusticia. Los CIEs son una anomalía del estado de derecho que debería desaparecer.

Es lamentable y desolador comprobar cómo el continente europeo en general, y España en particular, carecen de los arrestos necesarios para construir una política migratoria en positivo, huyendo de la grandilocuencia y el discurso fácil de la seguridad y el control, de la política de la valla y el uniforme.

Según la Organización Internacional para las Migraciones, los 25 países más ricos del mundo dedican entre 25.000 y 30.000 millones de dólares al año en identificar, rechazar, internar y expulsar a las personas “sin papeles” que llaman a su puerta. El Banco Mundial estima que se necesitarían entre 30.000 y 50.000 millones de dólares para combatir la pobreza siguiendo los objetivos establecidos por Naciones Unidas. ¿No va siendo hora de que empecemos a construir puentes y no muros?

Sigue a Eduardo en Twitter @velasias y @laredjurídica