FYI.

This story is over 5 years old.

18+

Cómo es realmente ser donante de semen

¡Ah! Los tiempos de la universidad. Suele ser entre universitarios desorientados donde las clínicas de reproducción asistida reclutan a los voluntarios para donar semen. El otro día me encontré por casualidad con uno de estos héroes anónimosy desde el...

Imagen vía

¡Ah! Los tiempos de la universidad. Momentos en los que todo está por hacer, en los que sueñas, a veces, cómo será tu vida y en cuántas tareas de la vida real podrás llegar a aplicar tus sólidos conocimientos de morfosintaxis. Suele ser entre este tipo de universitarios desorientados donde las clínicas de reproducción asistida reclutan a los voluntarios para donar semen. Es curioso pensar que para unos cuantos miles de españoles ese es su primer contacto con el mundo laboral.

Publicidad

El otro día me encontré por casualidad con uno de estos héroes anónimos que hacen feliz a tanta gente a cambio de una mínima compensación económica. Desde el primer momento supe que iba a hacer esta entrevista.

VICE: ¿Cómo empezó todo? ¿Por qué acabaste dándole al manubrio en una clínica privada?

Donante: Estaba en la facultad, allá por 2003, y como hacía tardes me pasaba las mañanas vagando por los pasillos con cara de imbécil. Me fijaba en los anuncios por si alguno en vez de cinefórums y alquileres de pisos ofrecía algo interesante. Dinero gratis. Como en mi concepción del trabajo hasta entonces no entraba hacerme pajas me llamó mucho la atención uno que ofrecía cinco mil pesetas a cambio de semen. Clínica Cefer, ponía. Para muchachotes de 18 a 25 años y un número de teléfono. Mis dudas eran muchas, claro. Dudas procedentes de profundas convicciones éticas: ¿pagarían al contado o en cheque?, ¿tenía que ir a pelármela a algún sitio o podía trabajar desde el comedor de mi casa?, y quizá la más importante, si me gustaba ¿iba a poder repetir y dedicarme a ello profesionalmente? Impacientemente llamé aquella misma mañana desde la cabina del hall de la facultad. Al final concerté cita para la semana siguiente. Me dijeron que me tenían que hacer unas pruebecillas pero que si salía elegido me iba a poder presentar allí una vez por semana para ordeñarme y cobrar mil duros por gayola en efectivo. No sabía lo que iba a durar el asunto pero me apunté encantado; volví a casa eufórico y le dije a mi madre que si el proceso de selección salía bien iba a matar dos pájaros de un tiro: su hijo tendría trabajo y pronto sería abuela.

Publicidad

¿Hubo algún tipo de proceso de selección? ¿Era muy nazi?

La verdad es que la cosa no era tan fácil como pensaba. Una simpática pero rigurosa doctora me vino a decir que allí solo ganaban los mejores, que la calidad de la donación no dependía ni de la cantidad de líquido ni del sabor o la textura del mismo, sino de la movilidad de los espermatozoides, de lo despiertos y graciosos que estos fueran. “Voy a serte sincera”, me dijo, “solo uno de cada diez candidatos pasa las pruebas”. No porque los otros nueve sean estériles sino porque para el proceso de inseminación, en el que entre otras cosas se mantiene la lefa congeladita hasta su uso, la calidad de la misma tiene que ser sobresaliente. Cualquiera puede dejar embarazado al prójimo pero para ser donante… amigo, la cosa cambia. Parece ser, por ejemplo, que los excesos atontan al semen. La doctora me preguntó si me drogaba, si fumaba, si bebía, si follaba con regularidad, y mi respuesta sincera fue siempre que no. Paradójicamente que llevara una tristísima vida de jugador de Magic, el juego de cartas coleccionables, era de puta madre para la tarea que se me encomendaba. En realidad tiene sentido: nada mejor para donar que ser un pajillero crónico. La parte más nazi de la entrevista vino cuando la buena mujer empezó a preguntarme por mis estudios y mis aficiones. De hecho me lo confesó: buscaban universitarios para curarse en salud, aunque no me dejó muy claro por qué era mejor un estudiante de filología etrusca que un operario de la SEAT. Luego me sacó catorce o quince litros de sangre y me emplazó a la semana siguiente para hacerme la paja piloto. Todo salió a pedir de boca y la doctora me felicitó sonriente: ya formaba parte de la élite genética del país. Me acababa de convertir en Esperman, según la feliz broma de no sé qué miembro de mi familia.

Publicidad

¿Tenías que cuidarte de alguna manera para darlo todo? ¿Con cuánta frecuencia ibas por ahí?

El curro requería un cierto compromiso pero tampoco podía concertar cita más de una vez por semana. A parte de razones legales o económicas que a mí se me escapan, necesitaba dejar descansar la herramienta de trabajo cuatro días antes de la cita en la clínica. Ni mirarla. Se me pedía esa abstinencia para garantizar un mínimo de mililitros, no fuera que llegara a la clínica el día de la maniobra y pese a la buena calidad solo entregara unas gotitas. Querían una buena eyaculación, un buen chorro, por lo que no daban más de una cita por semana. Otra cosa es que yo alguna vez hiciera trampas a riesgo de llegar seco… Comprende que no era lo mismo tener la cita en viernes que en lunes, justo después de un largo fin de semana de alegría, jarana o lo que es peor largos ratos de aburrimiento en casa. Creo que nunca como en aquella época he tenido más poluciones nocturnas, probablemente por la presión jodidísima de tener que rendir en el pote. Mi subconsciente me puteaba. En cualquier caso a la hora de la verdad la cantidad nunca fue un problema. Respecto a los hábitos, procuraba no beber alcohol pero, como ya he comentado, por aquel entonces eso no me suponía un problema. Por otra parte aunque naturalmente no era necesario estar hecho un hércules también había que cuidarse la salud para cobrar puntualmente. Se nos pagaba en concepto de la paja de la semana anterior, cuando ya habían tenido tiempo de comprobar que la donación está en orden y ya habían procedido a congelarla. Un lunes, días después de un gripazo de campeonato llegué yo tan contento al mostrador donde entregaba mi esperma y recogía el dinero y la enfermera-contable me dijo con cara totalmente inexpresiva que aquella semana me iba sin cobrar, que la donación de la semana anterior no había podido congelarse por no llegar a los estándares mínimos exigidos. Resulta que la fiebre también es motivo de atontamiento para los espermatozoides. Me quedé con cara de autónomo gilipollas.

Publicidad

¿Cómo era el sitio? ¿Había varias habitaciones, una sala de espera o algo así?

Pues aquella clínica en concreto desmitificaba un poco todo lo que uno se imagina cuando piensa en estos sitios, para bien y para mal. Para empezar era muy poquita cosa. Por fuera tenía aires de chaletito en Lloret de Mar en plena zona ultrapija de Barcelona, en la Bonanova; por dentro venía a ser como el consultorio de un dentista. Hay que reconocer que tampoco era sórdido, ni olía a moqueta, ni lo regentaba la Loca de los Gatos. Yo me movía entre tres espacios: el mostrador, donde se producía el intercambio y se concertaba cita; la sala de espera, donde por fortuna nunca había ningún colega, y el pajódromo en sí. Este último espacio fue lo que más me sorprendió: era un simple lavabo; un lavabo limpísimo, sí, pero un lavabo corriente y moliente, como el de una oficina cualquiera, el lavabo que probablemente usaban las enfermeras cuando no había donantes en la clínica. Un lugar ideal para cagar, pero en absoluto habilitado para nuestra faena. Hablando de las enfermeras, creo que tengo que romper ese otro mito en el que estás pensando… Allí la calentura la tenías que traer puesta de casa.
Respecto a la calentura, eso sí, tengo bonitos recuerdos del trayecto desde mi barrio hasta la clínica a las ocho y media de la mañana un día entresemana (poner el despertador para ir a masturbarse, ese concepto): a esas horas uno tenía que ponerse a tono como buenamente podía y le iba echando el ojo a las compañeras de viaje para entrar en calor. La gran mayoría eran chachas que iban a limpiar las casas de los ricos. Yo me inventaba un compañerismo bonito, de clase obrera, de personaje de Juan Marsé, que me animaba aún más la tarea de luego.

Publicidad

Llegaste a conocer en algún momento a otros donantes, ¿se creó alguna amistad?

De vez en cuando, aunque nadie quería que ocurriera, te cruzabas al pasar de la sala de espera al lavabo con el donante anterior, potecito en ristre. Nunca hablábamos, procurábamos evitar cualquier tipo de mirada, ni de complicidad ni de asco, y aunque los espacios eran pequeños intentabas por todos los medios mantener la distancia y que aquello pasara rápido. Un día me encontré de frente con el horror. Como te decía antes, yo por aquel entonces jugaba a Magic e iba a menudo al Mercado de San Antonio a cambiar cromitos. Tenía una relación de amor-odio con aquel entorno lleno de tipos con problemas de sobrepeso e infantil compulsión coleccionista, bastante semejantes en realidad a un servidor. Sencillamente el último lugar en el que quería encontrarme a uno de aquellos individuos era en la clínica. Evidentemente pasó y al siguiente domingo que nos cruzamos cambiando cromitos no nos dijimos ni mú.

Y ¿cómo era realmente el proceso en sí? ¿Cómo te lo montabas?

Yo soy torpón de base pero te aseguro que la primera vez que tienes que eyacular en un pote las pasas canutas sí o sí. ¿Cómo te pondrías tú teniendo en cuenta la orientación del nabo cuando está erecto? Hay gente que dice que es capaz de hacerlo de pie y mantener la suficiente compostura cuando se corre para atinar dentro del pote. Permíteme que lo dude. Yo el primer día me senté en la taza como si estuviera cagando. No te sé decir muy bien por qué, por el ángulo supongo, pero el caso es que no entró nada dentro, no hubo manera de torcer la polla sin que salpicara todo y dejara el lavabo perdido. Fue mi primer día. Salí, me disculpé, les dije la triste verdad sobre mi falta de puntería a las enfermeras y sin mayor escándalo me dieron cita para la semana siguiente. Al lunes siguiente me puse de cara a la pared, apoyando la documentación gráfica sobre la cisterna y con el pote sobre la taza. No sé por qué pero fue mucho mejor. Pude inclinar la picha como es debido. Todo en su sitio. Para ser un váter me lo monté bastante bien.
De hecho uno de mis hábitos para ganar comodidad en el puesto de trabajo era reclinar el codo derecho como un señor sobre el dispensador de papel higiénico. Todo iba fetén hasta que un día con el esfuerzo, el sofoco y el ansia parece ser que me apoyé con demasiada fuerza y los dos o tres azulejos sobre los que estaba fijado el dispensador saltaron violentamente y se quedó la pared hecha polvo. Más avergonzado aún que el primer día, salí del lavabo esta vez con un potecito lleno de líquido en una mano y unos trozos de azulejo en la otra. Tampoco se montó mayor escandalera, fíjate si era fría aquella gente.
A parte de eso todo bien. Una cosa muy rutinaria, en realidad. En mi casa al principio ponían caras de circunstancias, pero con el paso de los días al final mi madre se despedía de mí deseándome un buen día “en el seminario”.

Publicidad

¿Es cierto eso que a veces se ve en la tele que se dan unas revistas porno o películas o cosas así?

En mi clínica, ni de broma. Me la pelaba en un lavabo de oficina para bien y para mal y en los lavabos de oficina no hay material pornográfico. Confieso que yo en aquella época pre-internet no tenía revistas guarras en casa por lo que la primera vez en la clínica me la tuve que pelar de memoria. La segunda, ya prevenido, me llegué un rato antes al barrio en busca de un quiosco que tuviera material. Ni siquiera eso resultó fácil. Tampoco quería una cosa muy hardcore; yo aún tenía la mirada inocente y con una revista de cómics eróticos me apañaba. Fui en busca de la legendaria Kiss Comix y me metí en el primer quiosquillo que encontré por la Bonanova. Debí sospechar algo cuando vi que la quiosquera era una mujer de unos cincuenta años que aparentaba ciento veinte, vestida de color beige de arriba abajo y sin atisbo de carne a la vista. Le pedí la Kiss con algo de apuro, ejem, la Kiss, y me di cuenta que la muy tarada se iba a la sección de pasatiempos y crucigramas. Me sacó la no menos legendaria revista Quiz. Ahí no supe que decir. Me despedí humillado y vencido por una beata. Vagué por dos o tres papelerías/quioscos más y no hubo cojones de encontrar fotos de tetas. Al final no recuerdo exactamente dónde me hice con una Penthouse que me duró una eternidad.
Supongo que en diez años las clínicas de este rollo habrán mejorado una barbaridad en este sentido. A lo mejor tienen hasta iPads y todo. Un día me gustaría pasarme a ver qué tal les va todo.

¿Tienes idea de si tus esfuerzos onanísticos tuvieron algún fruto? ¿He de empezar a buscar a chavales con tu cara?

A mí llegó un día en que la enfermera contable, sin finiquito ni preaviso, me dijo que ya no hacía falta que volviera más. Fue inesperado y, para qué nos vamos a engañar, algo traumático. La razón es que ya había llegado al límite de seis embarazos que permite la ley a un mismo donante en todo el territorio español, o sea que en realidad me echaron porque había cumplido con mi trabajo a las mil maravillas. Visto así me pareció hasta bonito. Además me puse a hacer cálculos y a considerar que a lo mejor de cada madre salía más de un chiquillo con lo que yo me hago ilusiones y voy por la vida pensando que en toda España hay una docena de niñas y niños de unos diez añitos con mi jeto. Bien guapos que serán. De hecho es matemáticamente posible que de aquí a unos quince años tenga una affaire con una chica bastante más joven que yo y que me pase lo que le pasa a Lorraine McFly cuando besa a su hijo a las puertas de la fiesta del Encantamiento bajo el Mar. Esa sensación. Bueno, sería distinto porque al fin y al cabo decir que son mis hijos cuando lo único que hice fue correrme en un bote de plástico siempre me ha parecido una gilipollez del tamaño de la calle Génova.

¿Cuánta pasta calculas que ganaste en total?

Estuve un año dale que te pego, con pausas vacacionales y así. Yo calculé unas doscientas mil pesetas, 1200 euros. A treinta eurillos por paja durante unas cuarenta semanas. Si te digo la verdad no tengo ni idea de qué hice con el dinero. Cartas de Magic, supongo. Y empezar a beber.