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Cómo es realmente ser una prostituta en Ámsterdam

Hace unos días, VICE entrevistó a un tío que escribe una entrada en su blog cada vez que tiene sexo con una prostituta de Ámsterdam. Hablamos con una húngara de 24 años que decidió probar suerte en Ámsterdam como prostituta.

Una prostituta (no es Elizabet) en Ámsterdam. Foto por Thom Lynch

Con una tasa de desempleo de los jóvenes húngaros del 25 por ciento, encontrar trabajo en el país del goulash y las Gabor no es precisamente fácil. Pero si resulta que además tienes sangre romaní, parece que es aún más difícil. “Soy gitana y cuando la gente me ve no quiere darme trabajo”, nos explica Elizabet, una húngara de 24 años con ascendencia romaní. “A los húngaros no les gustan los gitanos”.

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Tras fracasar en su intento de encontrar trabajo en Budapest, Elizabet decidió probar suerte en Ámsterdam, la tierra de las oportunidades para cualquier chica joven y atractiva dispuesta a alquilar su cuerpo a una procesión de extraños. “El año pasado llegué a Ámsterdam para trabajar como prostituta porque no encuentro trabajo en ninguna otra parte”, afirma. “Si no tengo dinero, me muero”.

Hace unos días, VICE entrevistó a un tío que escribe una entrada en su blog cada vez que tiene sexo con una prostituta de Ámsterdam. Según él, estas trabajadoras del sexo se sacan cientos de euros por sesión y haciendo un trabajo que les encanta, pero después de hablar con Elizabet, parece que las experiencias de este hombre no son muy representativas. El dinero domina por completo el proceso mental de Elizabet en su actual situación laboral. Paga 100€ al día para alquilar una pequeña habitación y el escaparate en una de las callejuelas del distrito De Wallen, y cobra 50€ por un “completo” de 20 minutos, aunque cuando hay poco trabajo, a veces incluso rebaja el precio a 40€.

En un buen día, Elizabet puede sacarse entre 300€ y 400€, aunque esos días son cada vez menos frecuentes. La realidad de ser prostituta no coincide demasiado con lo que ella había oído de las chicas de compañía de alto standing, quienes supuestamente viven rodeadas de lujo y trabajan unas pocas horas al día. “Sigo siendo pobre, pero no estoy tan mal como estaba en Hungría”, dice. “Todo el dinero que me sobra, lo guardo”.

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Continuó explicándome lo difícil que resulta, a menudo, encontrar un equilibrio: “hay veces en las que solo gano lo suficiente para pagar la habitación. Otras, no. Y algunas veces no tengo ni un cliente”.

Generalmente, Elizabet empieza su turno a las diez de la mañana y acaba a eso de las seis de la tarde. Procura evitar el turno de noche, por temor a los turistas borrachos y a los demás peligros que ofrece el Barrio Rojo cuando las bandas salen a la calle para intentar vender cualquier polvo blanco a incautos turistas australianos. A diferencia de otras compañeras, Elizabet no tiene ningún guardaespaldas o chulo que la proteja, así que intenta escoger cuidadosamente a su clientela.

“Puedo leer a las personas, aunque no siempre”, me explica. “A veces tengo mucho miedo porque no tengo a nadie que me ayude”.

Independientemente de su política de admisión, Elizabet se pasa la jornada tratando de atraer a tantos clientes como puede. “Bailo en el escaparate y lanzo besos a los hombres que pasan, intentando de cualquier manera que entren”, dice. “A veces funciona, a veces no. Si entran, lo primero que hago es pedirles el dinero y lo cuento (no puedo fiarme de nadie). Luego, se quitan la ropa y saltan a la cama”.

El lugar de trabajo de Elizabet consiste en un pequeño colchón verde lima, un armario gris y el espacio justo para un lavabo y una silla, todo ello iluminado por una bombilla verde mate y amenizado con un desfasado hilo musical que reproduce pop de los 90. A Elizabet no le preocupa que todo esté desprovisto de romanticismo. Me cuenta que no está intentando ser una “novia de alquiler”—una trabajadora del sexo que ofrece el servicio “experiencia de novia”— y que, además, no suele haber mucho tiempo para charlar o para la sensualidad.

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“No pongo caras ni hago ruidos. Durante el sexo, simplemente me quedo tumbada”, explica. “No lo disfruto, así que ¿por qué iba a fingir lo contrario? Por lo general, miro el reloj para saber cuándo se les acaba el tiempo. Por eso creo que hay muchos hombres que no tienen un orgasmo cuando vienen”.

Otra prostituta, Madella —que llegó a Ámsterdam desde Perú con sus dos hijos adolescentes—, aseguró que hacía todo lo que hacía el cliente mientras le paguen. “A veces se ponen demasiado sentimentales, pero si te digo la verdad, no me importa en absoluto.”

“Principalmente, mis clientes son holandeses”, continúa. “A veces huelen muy mal, y cuando huelen muy mal les digo que se vayan a la mierda. No acepto a cualquiera”. Cuando le pregunto si ha tenido alguna reacción negativa después de rechazar a algún cliente, responde, “la verdad es que no. Mientras paguen, el resto me da igual”.

Madella continúa explicándome que “el trabajo aquí está bien. A veces no viene casi nadie, esas noches sí que son terribles. Esas no me gustan. Otras noches, está bien. Puedes sacarte un buen dinero”. Le pregunté a Elizabet si le gustaba su trabajo, y su respuesta no me sorprendió: “me gusta el dinero”, dijo, sonriendo. “A veces me entristece el trabajo en sí, pero ¿qué puedo hacer?”.

Gran parte de las 7.000 prostitutas que se calcula que hay en Ámsterdam no son holandesas. Elizabet cree que cerca del 80 por ciento son de Europa del Este. De hecho, en la misma calle en la que trabaja Elizabet hay tantas las trabajadoras del sexo de Europa del Este —la mayoría de Hungría, Rumanía, Bulgaria o Rusia— que la calle se conoce como “Hungarystraat”.

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Fue decisión de Elizabet mudarse a Ámsterdam y empezar a trabajar en el Barrio Rojo, pero ella ha oído historias de mujeres de su país y de otras partes de Europa del Este que fueron obligadas a prostituirse por proxenetas y organizaciones criminales. “Esas bandas les quitan los pasaportes y controlan sus vidas”, me cuenta. “No pueden escapar. Me siento muy mal por ellas”.

No todo el mundo se muestra tan compasivo ante la terrible situación que sufren las mujeres forzadas a la prostitución. Metje Blaak, prostituta retirada y portavoz de las prostitutas de los Países Bajos, se lamenta del hecho de que las medidas que se aplican para reducir el tráfico de personas han supuesto un aumento de burocracia para las que han decidido trabajar en el mercado del sexo de forma voluntaria. “Hay muchas mujeres que han elegido ser prostitutas”, afirma en un email. “Pero esa ‘ayuda’ a las mujeres obligadas a prostituirse está impidiendo que las mujeres libres puedan trabajar, con todas esas normas estúpidas y legislaciones absurdas”.

Independientemente de lo que uno pueda pensar sobre esas regulaciones, hablando con Elizabet no parece que estén funcionando muy bien. A las mujeres procedentes de entornos de pobreza las envían con la promesa de un trabajo.

Elizabet también está atrapada, pero por la perspectiva de volver a casa y acabar de nuevo sin trabajo. Sueña con regresar a Hungría y formar una familia, pero no tiene ni idea de cuándo podrá hacerlo. “Quiero tener hijos y casarme, pero aquí no voy a encontrar a nadie, porque siempre estoy trabajando”, suspira. “Así que no sé si llegará a pasar algún día”.

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Sorprendentemente, Elizabet no creció con la idea de hacerse prostituta. “Cuando era pequeña, quería ser maniquí de tienda y que me vistieran con toda la ropa”, explica entre risas. “Mi madre me decía, ‘no puedes hacer eso, los maniquíes no son reales’. A todos nos parecía muy divertido. Y ahora, soy prostituta”, dice.

Elizabet parece tener las mismas aspiraciones que cualquier persona de su edad. Obviamente, sus circunstancias la han forzado a tomar un camino distinto al de los demás, algo que ha logrado mantener en secreto para sus amigos y familiares en Hungría. De hecho, la única persona que sabe a qué se dedica es su madre. El resto piensa que está trabajando en un hotel.

“Mi madre es la única que lo sabe”, confiesa. “Me dice que no debería hacerlo, pero necesito el dinero, que luego envío a casa. No quiero que el resto de mi familia se entere; creo que no podría volver si lo descubrieran”.

Madella me cuenta una historia similar. Asegura que todo el dinero que gana se lo gasta en su familia. “Cuando llegué, empecé como reponedora en un supermercado unos días”, dice, “pero poco después cambié de trabajo, porque como prostituta ganas más. De verdad, solo trabajo para ganar dinero para mi familia”.

A pesar de los miedos de Elizabet, no todo es malo: también me explica que disfruta algunos aspectos de su vida en Ámsterdam. “Se está bien aquí”, dice. “La gente es maja y la policía y mi casero, todos son muy respetuosos”. En cualquier caso, está desesperada por volver a ver a su familia y a sus amigos. “Quiero dejarlo, pero no puedo”, dice. “Siempre estoy pensando en el dinero”.

Información adicional por Elko Born