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Cultură

Cómo es salir de marcha cuando eres ciego

He tenido que aprender a lidiar con los problemas tan especiales a los que me debo enfrentar en este mundo de personas superaptas.
El autor (derecha) con una amiga una noche de juerga

Stevie Wonder es mi héroe. "Hay mucho tiempo, pero la vida es corta", dijo una vez a The Guardian refiriéndose a ese enervante aspecto del tiempo: su relatividad. El instituto, por ejemplo. Los minutos pasan volando cuando estás en la hora del recreo, fumando un pitia a medias con alguien para luego vaciar un bote de desodorante Axe por todo tu cuerpo para ocultar el olor a cenicero. Pero en cuanto pones un pie en la clase y coges un transportador, los segundos se convierten en minutos, estos en horas y de repente tomas más conciencia que nunca de tu mortalidad. El fin se acerca imparable como un tsunami de senos, cosenos y tangentes.

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Por eso siempre he intentado vivir aplicando el mantra de Stevie. Consciente de que todos estamos en la Tierra por un número finito de años, he aprendido a encontrar formas de burlar todas las reglas que mi madre me ha impuesto desde pequeño. Casi la mando al otro barrio del disgusto cuando me pilló –un niño ciego de nueve años- montando en la BMX de mi hermano en el skate park. Y no he cambiado mucho: el año pasado hice un salto en caída libre y el tercer salto de puenting más elevado del mundo, todo en el mismo día. «¡Tú te has propuesto matarme, niño!», me gritó mi madre al otro lado del teléfono.

Después de tantas caídas en picado, podrías pensar que salir de marcha para un joven estudiante ciego como yo es como ir de paseo. Pero te equivocarías. No digo que no me lo pase bien la mayoría de las veces, pero he tenido que apañármelas para encontrar varias técnicas que me permitan lidiar con los problemas tan especiales a los que me debo enfrentar en este mundo de personas superaptas. He querido compartirlas con vosotros.

La entrada al local

Para la mayoría de los estudiantes –ciegos o videntes, sobrios o con un pedal-, esta es la peor parte. Haber bebido bastante en la residencia estudiantil ayuda mucho a equilibrar las cosas. todos están igual de mamados y tienen las mismas posibilidades de cagarla a la hora de guardar la compostura y articular las palabras necesarias para convencer a los jueces del jurado/disco que sea de que estás en perfecto estado para entrar en el local. Sus sentencias son rápidas y sus decisiones son, a menudo, irreversibles. «Lárgate de aquí y no aparezcas más» indica que no vas a poder entrar en toda la noche, aunque vuelvas una hora después con una gorra puesta.

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Pues yo lo tengo un poquito más difícil todavía. Fingir que estás sobrio no es la prioridad de un ciego que está de fiesta. Sé por experiencia que, después de un vistazo rápido a mis ojos, la decisión ya está tomada: «Definitivamente, no». Esperar en la cola es como estar en el corredor de la muerte. Ya sabes lo que te espera. Afortunadamente, ya estoy curtido en este tipo de situaciones.

«¡Vete al hospital o a casa, chaval!», gruñe el segurata.

Le enseño mi documento de identidad y le explico amablemente que sufro una discapacidad visual: «No juzgues un libro por su cubierta, no estoy tan jodido como crees». Me quita el carné de las manos y lo mira. A la una de la madrugada de un sábado, tengo los ojos tal como aparecen en la foto (aunque un vidente que haya bebido lo suficiente también los tendría igual). Derrotados, los jueces se ven obligados a cambiar su decisión.

En la barra

Sin acceso a una lista de bebidas o precios –y descartando la opción de pedirle a los camareros que me enumeren las opciones disponibles y su coste-, evito pedir mi favorito, el gin tonic, por miedo a que me arrebaten lo que me queda de dinero para pasar el mes. Mi táctica es sencilla: pedir vodka con cola, porque suele ser el que siempre está de oferta de promoción.

«6 euros, guapo». Perfecto.

Una vez que tengo la bebida, me entero de que el vodka con cola no está de oferta ni nada por el estilo, y cuando salgo a la zona de fumadores, todos están disfrutando de sus gin tonics a 4 euros. Lanzo mi lamento al mundo que, una vez más, me ha decepcionado.

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En la pista de baile

Tras obligarme a beber hasta la última gota de la bebida que casi me cuesta la mensualidad, me dirijo, como cualquiera que va a una discoteca, a la pista de baile. No me puedo permitir el lujo de que se me vaya mucho la olla, ni de perder «de vista» a mis amigos, tarea que se complica cada vez más cuando ya llevas unas cuantas copas y el DJ empieza a pinchar temazos.

Imagínate a un tío grandote y ciego, vestido con un poncho peludo, convulsionándose en una pista de baile pensada para videntes. Pues justo así es.

Trastorno de estrés postbaile

Cuando paro un rato para recuperar el aliento, la realidad me da una bofetada: he perdido a mis amigos. Afortunadamente, a los que tenemos una discapacidad se nos compensa agudizándonos el resto de los sentidos, por lo que generalmente puedo seguir el rastro de olor de mis amigos cuando los pierdo. Voy nadando entra la masa de cuerpos sudorosos con mi objetivo muy claro: esa mezcla tan característica de detergente Ariel, Paco Rabanne, Marlboro Menthols y sudor.

Raras veces me traiciona la nariz, pero precisamente hoy, me falla. Convencido de que he encontrado a mi amigo, le busco la mano. Para mi desgracia, noto que la mano que acabo de coger es demasiado rugosa para ser la de mi dulce y suave amigo.

«Estás fatal, tío. ¿Qué te has metido? Tienes los ojos del revés».

Comentario despectivo sobre mis ojos. De repente, mi vida se desequilibra. He desarrollado un método para superar ese tipo de comentarios, uno que también me ayuda a salir de situaciones en las que no quiero estar. Le vuelvo a coger de la mano.

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«No me he metido nada. Soy ciego».

El tipo empieza a tartamudear. «Mierda, lo siento. Me siento fatal, tío. ¿Qué puedo hacer para que me perdones?».

«Vale, un gin tonic está bien, gracias».

La zona de fumadores

Me tomo mi copa de disculpas y salgo a la zona de fumadores, todavía buscando a mis amigos. Alguien grita mi nombre: «¡Allan!».

Me acerco al sonido y en seguida me doy cuenta de que no estoy junto a mis amigos. Les hago algunas preguntas para averiguar con quién estoy hablando: «¿Qué has hecho esta mañana? ¿Qué tal las clases? ¿De qué iban?».

Ah, es un compañero de la clase de filosofía.

«¿Con quién estás, aquí?», le pregunto.

«Con Melissa y Sadie».

Pum, otra bofetada: llevo cinco minutos hablando con alguien a quien desprecio profundamente.

Me largo de allí y finalmente logro encontrar a mis amigos. Le pido a Jamie que «apañe uno». Él ya sabe que eso quiere decir que me líe un cigarrillo porque yo estoy demasiado ciego para hacerlo solo.

Posados fotográficos

Este siempre es un proceso preocupante. Yo me limito a fijar la mirada en el infinito con la esperanza de estar orientado en la dirección adecuada. Al día siguiente, por la mañana, compruebo en Facebook qué tal lo he hecho…

¡Has picado!

La vuelta a casa

La música se va apagando, el sol sale y los pájaros empiezan a cortejarse. A estas alturas ya he perdido tres o cuatro veces a la gente con la que había llegado, aunque supongo que le pasa a todo el mundo que ingiere litros de vodka de garrafón en una sala oscura. Por lo general, tiro la toalla después de peinar el local un par de veces y dejo que sean mis amigos los que me encuentren al final, listo para echar la pota hasta la hora de la primera clase de la mañana.

La próxima vez que veas a alguien con «los ojos del revés» desatado en la pista de baile, puede que estés frente a un ciego de juerga. Sé que no es lo más común, pero existimos. Trátanos bien, o acabarás sintiéndote culpable e invitándonos a copas toda la noche.

Sigue a Allan en Twitter.

Traducción por Mario Abad.