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Cultură

Compartir celda con un enfermo mental

Antes de su llegada, ya había oído rumores de que Rob estaba un poco... mal. Me propuse dejar que Rob lo soltara todo el primer día.
Ilustración por Matt Rota

Este artículo se ha publicado en colaboración con Marshall Project.

Me pregunto si va a ahorcarse.

Me asaltó ese pensamiento un día de hace ocho años, cuando compartía celda con un viejo atribulado al que llamaré Rob.

Antes de su llegada, ya había oído rumores de que Rob estaba un poco… mal. Me propuse dejar que Rob lo soltara todo el primer día, de forma que a partir de entonces pudiéramos convivir ignorándonos mutuamente.

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Sin embargo, el día que Rob llegó no había nada en él que indicara que tenía una enfermedad mental. No lo delataban unos ojos de loco ni una barba a lo Manson. Era un poco más alto que la media y tenía entradas. No tenía ni idea de qué podía haber hecho para merecerse una sentencia de veinte años.

Lo primero que Rob me preguntó fue si me gustaba la música rap. Le dije que sí.

"No hay de qué", replicó.

"¿Qué quieres decir con 'No hay de qué'?".

"Digo que no hay de qué porque he escrito todas las canciones que tú escuchas", dijo Rob. "Escribí toda esa mierda cuando inventé el rap en 1985. Me habría gustado que esos mamones reconocieran mi mérito, ¿sabes?".

"Pues muchas gracias, hombre. Se agradece", contesté.

Supongo que nadie le había dado las gracias antes, porque en ese momento se me quedó mirando como si hubiera visto al mismísimo Jesucristo.

"Y ¿qué me dices de Prince, tío? ¿Te gusta Prince?", preguntó acto seguido.

"Sí que me gusta. ¿A quién no le gusta Prince?".

Rob sonrió y a continuación miró a izquierda y derecha, como un niño pequeño que estuviera a punto de compartir un secreto.

"Yo soy Prince".

"Si tú eres Prince, ¿quién es el que canta en la radio?".

"Ese es un colega haciéndose pasar por mí. Lo planeamos todo antes de entrar en el talego. Él me sustituiría mientras estuviera encerrado aquí. Yo escribí todas las canciones desde 1987. Él simplemente tiene que hacer playback y fingir que toca la guitarra, pero el que canta soy yo. Le grabé los temas en una cinta. Mi colega me está guardando todo el dinero que gana para cuando salga de aquí".

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Aquel día escuché todas las chorradas que me explicó Rob, desde que lo mínimo que cobraba por actuación eran 145 millones de dólares hasta el día en que compartió escenario con Dr. Dre en los Grammy. Estuvo hablando sin parar durante seis horas, pero como teníamos que estar encerrados en la celda veinte horas al día, al menos me entretenía un poco.

Pero a medida que pasaban las semanas, la cosa empeoraba. A veces Rob estaba tan medicado que ni siquiera se despertaba para mear y se lo hacía en la litera. Por suerte, yo estaba en la cama de arriba, pero el olor era tan fuerte que acababa despertándome.

Los días también eran horribles. Le sugerí que escuchara la radio e hiciera una lista de todas las personas que le estaban robando sus temas. Le pareció una idea genial y, desde ese momento, se pasaba casi todo el día elaborando esas listas.

Al cabo de dos semanas, conocí a un tipo que ya había coincidido con Rob en otra unidad cinco años atrás. Me dijo que el departamento de psiquiatría del centro había decidido que Rob estuviera solo en una celda debido a su comportamiento errático, que a veces manifestaba cubriendo su cuerpo y las paredes con sus propios excrementos, y a veces incluso comiéndoselos.

Al parecer, el Rob que yo conocía era una versión light.

Me preguntaba si Rob había cambiado gracias al tratamiento o a la ayuda recibida o simplemente porque el departamento de psiquiatría le estaba administrando fármacos más potentes.

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En cualquier caso, ese estado no duró mucho. Un día estaba limpiando nuestra celda y me encontré una bolsa de plástico llena de mierda debajo de su cama. Desperté a Rob de una bofetada y le pedí explicaciones, pero me juró que no tenía ni idea de dónde había salido aquello.

Unos días después, escribí una carta a los de psiquiatría para explicarles la situación. No hubo respuesta y nadie vino nunca a ver a Rob.

Dejé de ofrecerle café y de permitirle escuchar mi radio. Pensaba que si le hacía el vacío, acabaría por querer cambiarse de celda.

Una noche, mientras leía en la cama, de repente oí la voz de Rob ahí abajo.

"¿Sabes que puedes morir y regresar?".

Traté de ignorarlo, pero no dejaba de repetirlo.

"Rob, ¿de qué cojones estás hablando?", exploté.

"Una vez me cortaron la cabeza pero me la volví a poner en su sitio. Otra vez me desperté en un ataúd y tuve que cavar para salir a la superficie".

"Rob, no se puede regresar después de muerto".

"Sí que puedes. Yo lo he hecho".

Cerré el libro y asomé la cabeza para mirarlo. "Vamos a hacer una cosa, Rob. Antes me estabas pidiendo un paquete de café, ¿verdad? Bueno, pues si te cuelgas de ese tubo de ventilación y regresas, te lo doy".

Las celdas no son cuadrados perfectos. Una de las paredes —a la que están unidos el inodoro y el lavamanos— es metálica y está ligeramente inclinada.

A unos dos metros del suelo hay un pequeño conducto por el que se supone que debe llegar aire caliente en invierno. Está tapado con una rejilla para que no podamos guardar cosas dentro.

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Al cabo de una media hora, Rob se levantó fue hacia la taza del váter, se subió en ella, ató su sábana al conducto y el otro extremo alrededor de su cuello.

Empecé a pensar qué haría si se colgaba de verdad. Por mucho que avisara a un guardia, no llegaría a tiempo para salvarle la vida.

A nadie le importaba una mierda Rob. ¿Por qué iba yo a ser el único pringado que se preocupara por él?

Decidí fingir que seguía leyendo.

Es más, si Rob había decidido ahorcarse, me dije a mí mismo que le dejaría morir. Cuando lo encuentren, simplemente diré que estaba dormido y no me enteré, pensé. Al fin y al cabo, los suicidios en prisión son bastante frecuentes.

Rob se quitó el lazo del cuello y bajó del váter.

"Sé que se puede volver después de muerto, pero no estoy seguro de cuántas veces se puede hacer", dijo.

Sacudí la cabeza y le pedí que quitara la sábana de ahí.

Unos días después, Rob tuvo un enfrentamiento con un guardia y fue transferido a otro módulo. No he vuelto a saber de él.

Johnathan Byrd tiene 33 años y cumple una condena de cadena perpetua en Texas por asesinato y agresión con agravantes.

Ilustración por Matt Rota.

Traducción por Mario Abad.