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Cultură

Por qué las mujeres necesitan sus propias clases de defensa personal

En las clases mixtas los hombres tienden a ser condescendientes y no dejan que las mujeres desarrollen todo su potencial.

Una noche de hace un par de meses, cuando volvía a casa en bicicleta después de haber estado visitando a una amiga, de repente apareció un hombre de entre dos coches, a unos 15 metros de donde me encontraba. Se dirigía hacia mí con los brazos abiertos, mientras detallaba a voz en grito los violentos planes sexuales que tenía para nuestra supuesta noche juntos. Se acabó, pensé, has tenido demasiada suerte en tu vida, hasta ahora . Intenté recordar las clases de defensa personal que había aprendido en el instituto o algunos de los consejos de esas cadenas de emails que me solía reenviar mi madre cuando estaba en primer año de carrera. Di un giro brusco para evitarlo y aceleré el pedaleo con el vigor que me daba el subidón de adrenalina. Corrió tras de mi dos manzanas, quizá más. No me giré para comprobarlo.

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Al día siguiente, expliqué a algunos de mis compañeros de trabajo lo que me había sucedido. Me sentía patética, porque lo cierto es que no había ocurrido nada, pero aquella fue la primera vez en mi vida en que realmente me sentí en peligro, la primera vez que había recibido amenazas violentas. Debo reconocer que me asusté, no por saber que tipos como ese existieran -eso lo sabía desde hacía tiempo-, sino por constatar mi incapacidad para defenderme.

Poco tiempo antes, una de mis compañeras había asistido a una clase de Krav Maga, donde aprendió a zafarse de una llave de estrangulamiento; nos enseñó la efectividad de la llave con varias demostraciones prácticas en la sala de descanso de la oficina.

«Tienes que venir. Me ayudó a sentirme más segura de mí misma, que es justo lo que tú necesitas», me aseguró, mientras simulaba que me sacaba los ojos con otra de esas llaves de Krav Maga. Me apunté a una prueba gratuita de tres días, que empezaría la semana siguiente con una clase mixta introductoria.

Las clases las impartía un tipo sonriente de mediana edad al que llamaremos Sammy. Era de complexión media y, por su actitud, se me antojó alguien que intentaba imitar varios movimientos que había visto por la tele. Puso «In Da Club», de 50 Cent, a todo volumen y empezamos a practicar nuestra postura de combate y a lanzar puñetazos de calentamiento a nuestros asaltantes invisibles. «¡Regulad la respiración! ¡Expirad lentamente! ¡Quiero oíros gritar!», bramaba Sammy, como si fuera el director de un coro de adolescentes. «¡Buscad las partes blandas! Incrustadle la nariz en el cráneo!».

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El Krav Maga no es una disciplina exclusiva para hombres, y seguramente habrá clases fantásticas solo para mujeres, pero en mi grupo de 13 hombres y 4 mujeres, no podía evitar tener la sensación de que estaba fuera de lugar. Cuando Sammy practicaba conmigo o con mi compañera, se mostraba blando y bromeaba, pero cuando cogía a otro hombre para demostrar cómo liberarse de una llave de estrangulamiento, su comportamiento era distinto, como de «igual a igual». No se andaba con miramientos. La mayoría de las veces me emparejaban con otras mujeres por tener «estatura y peso similares», según Sammy. Al final de la clase, cuando por fin me pusieron como pareja a un hombre de sesenta y tantos años, Sammy no paraba de preguntarme si el hombre me agarraba con demasiada fuerza. Estaba aprendiendo, sí, pero todo parecía demasiado poco realista y edulcorado.

Salí de aquella primera clase con una sensación de empoderamiento que parecía más un efecto placebo: lo más interesante de la clase de defensa personal era que estaba recibiendo una clase de defensa personal. Me costaba creer que lo que había aprendido pudiera resultarme útil cuando era tan obvio que me habían tratado como a alguien inferior en aquel entorno controlado. No me cabe duda de que Sammy sabía mucho sobre la mecánica y la física de los encuentros violentos, pero no estaba tan segura de que supiera lo que se siente al enfrentarse a alguien de mayor estatura y fuerza que tú.

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«Existe un concepto llamado sexismo benevolente. No es tan flagrante como decir que las mujeres son inferiores, sino que es algo así: "Deja que te ayude, pequeña dama.>> Martha McCaughey, profesora de sociología en la Appalachian State University.

Los expertos con los que he hablado desde entonces me aseguran que no soy la única mujer que ha tenido esa sensación durante un curso de defensa personal dominado por hombres. Según Leanne Brecklin, profesora adjunta de justicia penal de la universidad de Illinois, si bien los cursos de defensa personal puede ser de ayuda para las mujeres que han sido atacadas, lo más útil es apuntarse a clases específicas para mujeres.

Martha Thompson, directora de la organización para la defensa personal de la mujer IMPACT Chicago, me dijo que este tipo de cursos no solo consisten en enseñar a liberarse de posibles atacantes e incapacitarlos, sino en las claves teóricas que subyacen en ellos. «¿Cómo percibe el instructor la violencia en el mundo?», pregunta de forma retórica. «¿Tiene en cuenta la violencia de género y su presencia en nuestro tejido social?.

»Si no se produce esta reflexión sobre la violencia que realmente sufren las mujeres, las clases no les servirán de nada», añadió Thompson.

La clase siguiente no fue mucho mejor: solo éramos tres mujeres, yo incluida, y la parte de calentamiento y estiramientos estuvo dominada por conversaciones sobre deporte de las que las mujeres quedamos excluidas. Fui consciente del aburguesamiento de género cuando me vi obligada, física y socialmente, a cambiar mi postura en la esterilla. Cuando Sammy me asignó a un grupo con otros dos hombres, hizo una reverencia exagerada, a la que acompañó la pregunta: «¿Tendrían la amabilidad de conceder este baile a la señorita?». Quizá estuviera tratando de ser encantador, pero su gesto fue condescendiente, como también lo fue la explicación detallada que me ofrecieron sobre la técnica. Los hombres hicieron cinco series de puñetazos de frente, mientras yo tuve que hacer solo tres. «Es una cuestión de resistencia», me dijo uno de ellos. Cuando era mi turno de sostener la alfombrilla, los hombres casi ni la tocaban al lanzar sus golpes, mientras que cuando yo era la que golpeaba, me gritaban que tenía que darle con más fuerza.

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«Existe un concepto llamado sexismo benevolente», me explicó Martha McCaughey, profesora de sociología en la Appalachian State University y autora de Real Knockouts: The Physical Feminism of Women's Self-Defense. «No es tan flagrante como decir que las mujeres son inferiores, sino que es algo así: "Deja que te ayude, pequeña dama. Deja que te dedique algo más de atención en esta clase de defensa personal". Es una actitud protectora y condescendiente que implica la asunción de que la mujer es incapaz de hacer nada. Para muchos hombres no resulta obvio, es algo que suele pasar desapercibido, pero que está ahí. Probablemente se trate de la forma de sexismo más común en la actualidad».

Para mi última clase de Krav Maga, fui a un curso solo para mujeres. Aparte de mí, solo había otra asistente, una mujer extremadamente lacónica llamada Susan. «Bueno, parece que vais a practicar juntas», bromeó la instructora. «¿Tengo alguna otra alternativa?», replicó Sue. Pero al menos Sue se lo tomaba en serio y ejecutaba cada movimiento con toda la fuerza de la que era capaz. Aquello parecía más real, y yo también me impliqué en el mismo grado. La instructora nos enseñó a hacer un piquete de ojos a nuestro atacante y a arrancarle una muestra de ADN para su posterior identificación una vez hubiéramos escapado. La clase fue mucho más fructífera, pero me decepcionó ver que había tan poca asistencia.

Decidí seguir el consejo de las expertas y asistí a una clase introductoria con Impact Bay Area, una organización sin ánimo de lucro que enseña defensa personal desde una perspectiva feminista. Todas las clases están dirigidas por instructoras identificadas con la situación de la mujer y capacitadas para tratar con mujeres traumatizadas y por un tipo con un traje acolchado que hace las veces de asaltante. «Usamos ese modelo por una razón», me explicó la directora ejecutiva del centro, Lisa Scheff. «Es importante mostrar esa dinámica, que las mujeres también pueden tener el control».

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Me presenté a la clase con las mismas mallas que había llevado en Krav, preparada para un entrenamiento de contacto. Sin embargo, Scheff me recibió en uno de los cómodos sofás repartidos por la sala de reuniones del centro. «Por lo visto hoy solo has venido tú», señaló, «y reconozco que puede resultar algo intimidatorio apuntarse a clases de defensa personal, por lo que te agradezco que hayas tenido la valentía de hacerlo y me alegro de que estés aquí».

Pasamos la mayor parte de la hora hablando. Scheff me enseñó a detectar posibles amenazas y recalcó la importancia de confiar en mi propia intuición. «Tu herramienta más valiosa es la voz», afirmó. «La voz ayuda a tu cuerpo a regular la adrenalina que se produce durante una situación así y evita que te quedes paralizada». Practicamos los gritos a pleno pulmón y patadas y rodillazos en la entrepierna.

«Puedes disminuir la intensidad de la mayoría de las situaciones mediante herramientas verbales, pero nunca está de más disponer de habilidades físicas de respaldo», me dijo mientras cogía una colchoneta. «Y recuerda: si hay justificación, puedes ser la primera en golpear. Después de que alguien te haya dado un puñetazo en la cara, difícilmente podrás defenderte de forma apropiada, ¿no?».

Salí de aquella clase de Impact sintiéndome empoderada y apoyada, precisamente la sensación que había esperado tener en las clases de defensa personal anteriores. No hacía falta que me convirtiera en una experta en combate sin armas; tampoco me interesaba aprender 20 formas de romperle el brazo a mi asaltante. Simplemente quería estar preparada –física y mentalmente- para un encuentro con un desenlace potencialmente violento. Además, ahora me doy cuenta de que también buscaba a alguien que reconociera mis necesidades, que me dijera que entendía lo que me pasó por la cabeza cuando aquel hombre me persiguió. Siempre habrá otro como él, pero creo que la próxima vez estaré más preparada.

Traducción por Mario Abad.