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Cultură

Cómo dejé de ser taurino

Mientras crecía, para mí que matasen a un toro era algo normal, hasta que un día descubrí que no debería serlo.

Fotografías por Bego Solis vía

Crecer durante los 80 era jodido. Sin leyes de protección del menor ni hostias —si las había, nunca conocí a nadie que las aplicase—, estábamos desamparados. A merced constante de mil desvaríos televisivos. Ahí, a lo loco.

Fuimos la generación que lo mismo veía a artistas enzarzados con la boca en la nuca berreando en La Bola de Cristal mientras desayunaba que contemplaba una corrida de toros a la hora de la merienda a la vuelta del cole, harto de aprender.

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Vivíamos condenados a la dualidad de la caja tonta. A La 1 y a La 2. Demasiado bien hemos salido para haber recibido lecciones éticas de un erizo rosa que se pasaba el día paseándose por su barrio en pelotas.

Y de lo segundo precisamente querría venir a hablaros, no de Espinete, sino de la facilidad con la que, siendo niño en el seno de una familia tradicional andaluza, como es el caso, uno podía entender la tauromaquia como un verdadero arte sin parangón, intrínseco a las raíces de la cultura nacional, sin plantearte siquiera si estaba bien o mal herir a un pobre toro hasta la muerte por mero goce del respetable.

Recuerdo que el maestro que nos daba Gimnasia en EGB vestía de pantalón de pinza, camisa, jersey, y ocasionalmente nos ponía a torear en el patio al solecito de la primavera

Para quienes no lo sepan o no lo recuerden, hablamos de un tiempo en el que el enlace matrimonial de una folclórica y un torero —Pantoja y Paquirri— fue capaz de paralizar al país y copar todas y cada una de las portadas del corazón así como sendos espacios en la prensa generalista que por entonces poblaba los quioscos.

Para más inri, tras la mortal cogida del diestro, ella se convirtió en la viuda de España y él pasó a ser un mártir que dio su vida por todos nosotros en pos no del espectáculo, sino del arte. O así nos lo quisieron vender. Redentor vestido de luces entregado a la fiesta y el espejo en el que jóvenes se miraban, ansiosos de pasar a la posteridad y dejar de lado las penurias mientras se mantuvieran lo suficientemente alejados de las embestidas que, por ejemplo, al cabo de los meses, también acabarían con otra figura de la talla de José Cubero Sánchez, el Yiyo.

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A causa del bombardeo masivo en programas y de cierto adoctrinamiento en centros escolares dirigidos por maestros que, influenciados por la metodología del recién finiquitado régimen franquista —al menos los que a mi me tocaron soportar— no dudaban en inocular constantemente argumentos en favor de esa barbarie, terminabas viendo en la tauromaquia un abanico de nobles valores envuelto en una "lucha de igual a igual", entre hombre y bestia. Enajenación total.

No percibías maltrato animal porque la imagen del toro siempre es asemejada a la de una máquina de matar, como un Terminator pero criado en las dehesas de Medina Sidonia comiendo pasto y pienso, un bicho que parecía presentarse voluntaria y disciplinadamente a su matadero particular a las cinco de la tarde. A su vez, otorgaban calidad de héroes a personas que lo único que habían hecho en sus vidas era torear, y lo peor es que colaba.

Tampoco es de extrañar si recordamos que eran unos años en los que algunos maestros fumaban en clase como si tal cosa, e incluso se cascaban un copazo de coñac durante el recreo, que ya "había bebido el Papa" y el cuerpo lo necesitaba. Loquísimo todo.

El torero era un sabio maestro, un valiente y un todo que se jugaba el tipo por honor —como si no lo hiciese por dinero-— y el animal pues bueno, existe básicamente para que lo fundan a cuchillazos para no extinguirse

Recuerdo que el maestro que nos daba Gimnasia en EGB vestía de pantalón de pinza, camisa, jersey, y ocasionalmente nos ponía a torear en el patio al solecito de la primavera. Arsa. Tal cual.

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Por parejas, uno hacía de toro y otro de torero, y al cabo de unos minutos, cambio de roles al toque de silbato. La verdad es que hacer de toro te dejaba la espalda como la niñera de Paquirrín. Las niñas mientras tanto saltaban a la comba o comentaban en corrillo.

Tal que así: el torero era un sabio maestro, un valiente y un todo que se jugaba el tipo por honor —como si no lo hiciese por dinero— y el animal pues bueno, existe básicamente para que lo fundan a cuchillazos para no extinguirse, que por algo previamente vive a cuerpo de rey en la finca de un señorito, a ver si iban a ser todo ventajas. Sería toro cualquiera.

Por otro lado, dentro de un ambiente familiar de simpatizantes, no te planteas que hubiese personas en contra de la fiesta.

En aquella época, para mí el movimiento antitaurino no gozaba de una gran voz más allá de la de Félix Rodríguez de la Fuente o el mismísimo Paco Umbral, quienes apuntaban públicamente y sin tapujos señalando lo despiadado del toreo y su carencia de principios.

La plasticidad de los movimientos o la destreza del torero se diluyen en el segundo en el que brota la primera gota de sangre en el animal

Con el tiempo, me di cuenta de que la cosa iba bastante más allá: en Canarias la escasa afición a los festejos hace que el último tuviera lugar en 1983, lo que conllevaría con el paso de los años que se ejecutara definitivamente su prohibición. A finales de la década, municipios como Tossa de Mar o Coslada se subirían también al carro declarándose antitaurinos y repudiando el espectáculo como ya en su día —eso también lo aprendí después— lo hicieran en España los propios Borbones a través de Felipe V, quien consideraba los toros algo indigno y nocivo. A él le seguirían ilustrados como Jovellanos que hicieron toda la fuerza posible, principalmente a lo largo del siglo XIX, en el que fueron muy constantes los debates en torno a su erradicación en el Congreso, cosa que nunca llegó a conseguirse.

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La Dictadura propició el definitivo —al menos hasta hoy— repunte de los toros al convertirlos en uno de sus más fuertes puntales culturales de cara al extranjero. Ya sabéis, Spain is different. Si los romanos tenían pan y circo, Franco tenía fútbol y cuernos, muchos cuernos, cuernos hasta aburrir. De toros, digo.

Al puro estilo Hamlet, descubrí que está en nosotros el debatirnos y el decidir el posicionamiento entre el ser o no ser taurino. Por mucho que nos digan o insistan, es nuestra la decisión acerca de si nos importa la muerte de un toro o sacamos nuestro lado más sádico para encontrarle ese punto de disfrute a la faena.

Yo opté por la segunda opción hasta que cierto día un sentimiento de culpa me invadió y abofeteó mostrándome efectivamente que el toro sufre; que por digna que se quiera vender su agonía, es él quien brama de dolor y muere entre espasmos. No sabría explicar qué sucedió dentro de mí en aquel momento. Notas una sacudida enorme que me encoge el corazón incómodamente presenciando esa escena. Rechazo en estado puro.

La plasticidad de los movimientos o la destreza del torero se diluyen en el segundo en el que brota la primera gota de sangre en el animal. Y punto. En absoluto te llena la faena ni te puede el sadismo por ver la muerte del animal o el morbo porque un hombre pueda perder la vida ante miles de personas. Todos vemos como se desangra y es humillado mientras se tambalea sin fuerzas, pero no todos somos capaces de reconocer ahí una aberración. Ojalá. Es un punto de inflexión bastante jodido. Los lamentos de dolor del animal en el silencio se clavan bien adentro y te hacen un partícipe esquivo de toda esa movida. Descubres que el toro no esa máquina de matar que te decían, busca la salida del ruedo sin parar y si embiste es por miedo. De los dos que se enfrentan tan solo uno ha elegido estar ahí, y ese tiene dos piernas. Fastidia ser consciente de todo eso si has "entendido" el toreo, pero esa bofetada de realidad mola y realiza al mismo tiempo. Hace estar mejor, y aunque lo entiendas de pe a pa, ya no lo compartes. Estás limpio. A mí, que me registren.

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Fue ahí donde decidí tomar el camino B, el antitaurino, el de posicionarme en contra. Vaya por delante que ser antitaurino no consiste en alegrarse por el fallecimiento de un torero ni considerar que todos los aficionados a estos festejos sean unos hijos de puta.

Sin ir más lejos, mi abuelo lo era y a él le debo el mayor de los respetos, como a muchos de mis amigos, simplemente se trata de no compartir el gusto por esa atrocidad y desear que en torno a la masacre de un animal no gire una función circense.

Una muerte jamás debería ser un presenciada entre aplausos. Menos pagar por verla. Partiendo de esta base ya podemos empezar a aportar un argumento tras otro. Los hay a miles.

Conste que entiendo que sea una profesión completamente legal en este país, que haya personas que vivan e incluso se lucren con ella y por supuesto que tenga un gran número de aficionados, pero este es el momento de poner un epílogo que evite que tengan que ser enterrados o amputados más toreros, banderilleros o picadores. No merece la pena exponerse a tales riesgos, no caben excusas contra la crueldad y que existan otras barbaries animales tampoco va a justificar esta.

El toro padece por encima del arte que pueda verse en la plaza. Ya está bien de paños calientes, y oye, que si se piensa que la excusa que justifica que por vivir rodeado de lujos han de ser maltratados no es estúpida, imaginad que otros dijesen eso mismo sobre la clase política o la monarquía. No hay razón para la sinrazón, aunque sea inevitable descojonarse oyendo algunas de ellas y rememorando una etapa en la que España parecía rendida ante una espada y una muleta.