Diez días de meditación me hicieron alucinar y querer follar con cachorritos

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Diez días de meditación me hicieron alucinar y querer follar con cachorritos

Las reglas son simples: meditar 10 horas al día y no hablar, leer, usar tu móvil, fumar, mirar a los demás... Ni masturbarte.

Cuando te inscribes a Vipassana, te piden firmar unos papeles donde dice que no te puedes ir. Cuando llegas, te vuelven a preguntar si estás seguro y después, cuando terminas de deshacer las maletas y vas a tomar té a la cafetería, te vuelven a preguntar si estás preparado para quedarte todo el curso y seguir las reglas al pie de la letra. Si fuera más sensible, me daría la impresión de no ser bien recibido en el retiro de meditación Vipassana.

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Las reglas son simples: debes meditar diez horas al día. No puedes hablar, leer, usar tu teléfono, fumar, hacer contacto visual con otros participantes, masturbarte ni irte hasta la mañana del undécimo día. También se supone que no puedes matar a nadie.

Nuestro maestro se llama Davide. Se parece a Buda, redondo, rellenito y con esa sonrisa permanente tan peculiar que solo tienen las divinidades y los fumetas. Nos observa en busca de indecisos y cuando ve que no hay ninguno, sonríe, nos pide que le entreguemos nuestros teléfonos, cuadernos y carteras (cosa que no hago, con lo que rompo mi primera regla) para poder empezar con la meditación.

Vipassana es como una cárcel silenciosa a la que entras por tu propia voluntad. Durante ese tiempo vives como un monje, es decir, no trabajas y no tienes ninguna clase de entretenimiento. Tus responsabilidades se reducen a respirar, tragar y orinar si lo necesitas.

En general, el límite es de diez días, aunque hay quienes han llegado a meditar hasta 90 días. Me imagino que es lo más cercano a la muerte que puede experimentar un ser vivo. La técnica la desarrolló Buda hace más de 2.500 años pero estuvo perdida hasta poco después de 1950. En la década de los setenta, empezaron a abrir centros de Vipassana en Estados Unidos y Europa para que la gente tuviera la oportunidad de cambiar su vida. Por ejemplo, John Frusciante dejó la heroína después de probar la meditación Vipassana.

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Empecé a consumir drogas psicodélicas con regularidad hace más o menos un año, en parte porque son divertidas pero también porque el beneficio terapéutico era evidente. Cuando me enteré de que la meditación podría tener los mismos resultados, busqué centros de meditación y encontré un retiro de meditación silenciosa en Italia. La lista de espera prueba lo famoso que es este retiro. Hice mi reserva hace seis meses y casi no pude entrar. Cuando me llamaron, activé la respuesta automática en el correo electrónico de la oficina, me masturbé por última vez y me subí a un avión hacia la Toscana en perfecto silencio.

Estás sentado con tu cuerpo a punto de derrumbarse y esperas con ansias que pase el tiempo para que puedas estirar las piernas y tomar un poco de té.

El primer día del retiro no cuenta porque todavía está permitido que hables y socialices. Hombres y mujeres —80 en total— se sientan, conversan y toman sopa en una sala común. Se escuchan carcajadas y hay quienes coquetean de vez en cuando. Al día siguiente nos despierta el fuerte sonido de un gong a las 4 de la madrugada y caminamos en plena oscuridad hacia el salón de meditación, donde separan a los hombres de las mujeres.

A mí me ponen en una habitación con otros cinco tipos de veintitantos que, por su forma de vestir y sus barrigas, presiento que son italianos. Aunque no estoy seguro porque sus ronquidos son lo único que tengo permitido escuchar. También los reconozco por el olor ya que en los retiros Vipassana tienes que usar la misma ropa todos los días y dormir con ella porque hace frío por la noche. Además, nos dijeron que teníamos que conservar la mayor cantidad de agua por lo que la limpieza diaria consiste solamente en lavarse la cara. A veces huele bien, otras veces a humedad y hay veces que huele como los pies de un perro después de pasar un día jugando en una piscina de estiércol de vaca.

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Al principio, lo más difícil de la meditación es quedarse inmóvil. Te dan un cojín y una sábana para que te sientes sobre ellos y te quedes ahí, con las piernas cruzadas, hora tras hora, durante todo el día. La espalda te empieza a doler, las rodillas arden y sienten punzadas en el coxis, ese hueso que solo te das cuenta de que existe cuando caes sobre él. Después de la postura, lo segundo más difícil de la meditación es el tiempo. Estás sentado con tu cuerpo a punto de derrumbarse y esperas con ansia que pase el tiempo para que puedas estirar las piernas y tomar un poco de té. Tengo un reloj de pulsera. Cada vez que abro los ojos para ver cuánto tiempo ha pasado, sigue marcando la misma hora. Seguro que se ha estropeado. Me lo quito, le saco la pila, soplo, la limpio con mi brazo, la vuelvo a meter y espero a que avance la manecilla de los segundos. El reloj funciona bien. El tiempo es el que está estropeado.

Esa noche me voy a la cama y saco mi teléfono a escondidas. No hay señal. Me juro a mí mismo que al día siguiente, en vez de levantarme a las 4 a meditar como todos los demás, voy a escalar una colina para tener señal.

Pero a la mañana siguiente, me siento demasiado mareado como para planear mi escapada. El gong suena y de pronto ya estoy sentado con las piernas cruzadas sobre mi cojín, rodeado de mis compañeros y escuchando las instrucciones de seguir mi respiración. Me espera otro día de tortura.

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A mi lado hay un hombre mayor. Lleva puesta una sudadera roja y en el brazo izquierdo dice: Surf, Vida, Amor, Est. 1987.

Para distraerme, lo convierto en un código. Cada letra representa su posición numérica en el alfabeto, más uno. Surf sería 19, 21, 18, 6. Y 1987 es A, I, H, G. Hago lo mismo todo el día. No me ayuda a que el tiempo se pase más rápido pero aun así sigo convirtiendo todos los números y las letras que veo. Cuando anochece, estoy decidido a escapar. Mañana por la mañana voy a subir a la cima de esa colina, voy a hablar con mis amigos, me voy a ir, voy a tomar vino, voy a comer queso, voy a hablar, me voy a masturbar y voy a vivir una gran aventura en Italia.

A la mañana siguiente, cuando despierto, estoy en modo de batalla. Me pongo mi abrigo y mientras mis compañeros soñolientos caminan por el pasillo, me escabullo hacia el otro lado, salto la cerca que prometí no cruzar y corro por la hierba húmeda hacia la colina. Lo primero que noto es que mis piernas están muy torpes después de dos días de estar sentado en posición de flor de loto. Mis rodillas rechinan como las bisagras de una puerta vieja. Mis muslos empiezan a doler tras unos cuantos pasos. Y cuando llego a la cima de la montaña, la recepción es tan mala que lo único que puedo usar es WhatsApp. Le escribo a mi amiga Andrea:

Mañana me voy. ¿Me puedo quedar contigo?

Cuando envío el mensaje, siento un alivio increíble. Bajo por la colina y regreso a mi cama. Cuando llega el desayuno, me tomo el café instantáneo y me como la avena con la actitud de un hombre que sabe que cuando salga le esperan miles de capuchinos y croissants. Cuando suena el gong, camino hacia el salón de meditación, subo los 49 escalones (sí, los conté) y tomo mi lugar con calma y serenidad junto al anciano de la sudadera roja. Comienzan las instrucciones: "Concéntrate en tu respiración". Esta vez las sigo porque decidí que no tiene sentido resistirme a algo que voy a dejar de todas formas. Cierro los ojos y me concentro en mi respiración. Me concentro tanto que siento que mi cabeza se desprende.

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Pero mi cabeza no fue lo que se desprendió, fue algo en su interior. De pronto, la habitación se sume en un silencio imposible. Y digo imposible porque en cada sesión ha habido al menos dos personas que tosen, otras que estornudan, muchas que arrastran los pies y muchas otras que se aclaran la garganta. Pero hoy la habitación está callada como una tumba. Mi cabeza se desprende aún más y se encienden luces dentro de mi cerebro. Veo formas, una especie de mandalas, y luego cohetes que salen disparados y explosiones de luz. Abro los ojos y pierdo el equilibrio. Me resbalo del cojín y caigo sobre el tipo de la sudadera roja.

"Perdón", digo en voz baja. Él se vuelve, me mira amablemente y pone uno de sus dedos contra sus labios.

Es como meterse éxtasis, sólo que no hay música ni baile, y lo único que puedo hacer es cerrar los ojos y concentrarme.

En la meditación Vipassana, en caso de emergencia, está permitido hablar con Davide, el maestro que dirige el curso. Después del incidente, fui a buscarlo a su cuarto. Está sentado sobre un trono blanco, enorme y con cojines. Tomo asiento en el suelo frente a él y me siento como un niño que se acerca a Santa Claus en el súper o después de hacer una fila de 40 minutos a pesar de tener una vejiga delicada.

"Davide", le digo, "Acabo de tener un viaje".

"¿Perdón?", dice Davide.

"Aluciné. En la sala de meditación. Fue tan intenso que me caí del cojín. ¿Qué significa?"

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"Que está funcionando", responde Davide y me envía de regreso a la sala de meditación.

Llega la hora de la comida. En Vipassana la comida siempre es muy simple: es vegana y tiene poco sabor pero como es la única hora del día en la que pasa algo, la emoción que sientes cuando se acerca el momento es increíble. El menú es más o menos lo mismo todos los días: arroz, verduras, caldo, un poco de hojas verdes y fruta. Comemos en silencio. Frente a mi hay un tipo vestido con un poncho que está comiendo un plátano con cuchillo y tenedor. Tres asientos después hay un tipo sosteniendo y lamiendo una hoja de lechuga cerca de la luz. Mi boca está llena de lentejas. Cierro los ojos y vuelven a aparecer los mandalas, navegando, flotando en mi visión lateral como si fueran plumas de una almohada destrozada. No se qué hice pero logré tener acceso a una parte de mi cerebro que los neurocirujanos podrían (o no) llamar "drogas gratis".

Regreso a la sala de meditación y retomo la instrucción de concentrarme en mi respiración. Esta vez siento una electricidad que recorre mis brazos. Después mi estómago empieza a rugir y una bola de aire parte de mis entrañas, se mueve hacia mi culo y llega a la punta de mi cabeza como si fuera un taladro. Es como meterse éxtasis, solo que no hay música ni baile y lo único que puedo hacer es cerrar los ojos y concentrarme.

Decido quedarme. Es demasiado bueno como para perdérmelo. Esa noche, cuando íbamos de regreso a nuestros dormitorios, me escapé otra vez, subí la colina y mandé otro mensaje.

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Aborta el plan de rescate. Tutto bene.

En la cama, cierro los ojos y alucino toda la noche, hasta el amanecer.

Pero el día siguiente no fue tan bueno. El anciano de la sudadera roja se había ido. Ya no estaba sentado a mi lado en la sala de meditación. En su lugar solo estaba el cojín y el olor donde su trasero estuvo los últimos tres días. Cierro mis ojos, me concentro en mi respiración y espero a que las hermosas alucinaciones y la pista de baile suban por mi espina dorsal. Pero no pasa nada. Ni siquiera me puedo concentrar. Solo pienso en sexo, no sé por qué. Estoy sentado en medio de una sala de meditación en completo silencio y lo único que hago es recordar todas las mujeres con las que me he acostado e imagino que lo estoy viviendo otra vez. Tengo que cubrir mi erección con la sábana. Sigo igual después de la hora de comida. No importa lo que haga, no puedo dejar de recrear cada una de las escenas de sexo que he tenido en mi vida. No son muy bonitas y la mayoría han ocurrido estando borracho, en cuartos oscuros con colchones mugrientos y posters adheridos a la pared con tachuelas.

Una ilustración del cuaderno del autor

Un amigo mío que ya ha ido a retiros Vipassana me advirtió sobre esto. De hecho, es por eso que separan a los hombres y a las mujeres. El ocio es el padre de todos lo males, en especial cuando no te puedes masturbar durante diez días.

Después del receso, regreso a la sala de meditación. Esta vez estoy decidido a no pensar en sexo; quiero alucinar otra vez. Mi determinación produce un cambio, aunque no el que esperaba. Ahora pienso en sexo con hombres. Hombres peludos con barbas enormes y pelo en pecho. Después, el pelo en pecho se transforma en pelo de perro y luego veo a un perro, al perro de mi vecino, una cosita peluda y amarilla llamada Rascal. Rascal se sube a mi pecho con la lengua de fuera y yo tengo una erección. Me pongo de pie, dejo caer la sabana y doy pasos torpes para salir de la sala y tomar un poco de aire.

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Es un día hermoso en la Toscana. En el valle, los granjeros arrastran sus tractores a través del estiércol fresco y las ancianas recogen menta a la orilla del río. Mientras tanto, colina arriba, me doy cuenta de que cuatro días de meditación intensa me revelaron que soy un maniaco sexual, o me convirtieron en uno.

Tengo que hablar con Davide.

"¿Sí?", dice.

"Davide", le digo, "algo anda mal. Ayer estaba eufórico y hoy estoy atrapado en un mundo nefasto de sexo".

"¿Deprivazione?", dice.

"Sí", respondo. "Es horrible".

"Es la ley de la impermanencia", dice Davide, "nada es eterno. Es la lección que te enseña la meditación Vipassana".

"¿Entonces mañana ya no voy a estar así?"

"Nada es eterno", dice Davide y vuelve a sonreír.

"Gracias", le respondo y me digo a mí mismo 20, 8, 1, 14, 11, 19. Me pregunto si Davide tiene la razón y si algún día dejaré de convertir las letras en números e imaginar que me follo a todo lo que tiene agujeros. Nos dan de cenar penne, cientos de orificios con aceite. Me los como con una erección.

Una ilustración del cuaderno del autor

Uno de los italianos gorditos con los que comparto habitación se va al quinto día. Regreso después de una mañana de meditación y veo que su cama está vacía y sus pertenencias ya no están. Sus ronquidos eran como un motor. Su olor era como de hule viejo con talco. No se cómo se llamaba. Lo voy a echar de menos.

Cruzar mis piernas en la sala de meditación es tan placentero como quitarse una astilla. Sigo teniendo fantasías sexuales, aunque al menos ya no tienen nada que ver con mascotas ni hombres peludos. Ya no he tenido alucinaciones. Me siento como al principio. Ese mismo día, después de comer, me escapo a la colina para mandar otro mensaje:

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Me voy. Ahora sí es en serio. Te veo pronto. Un bacio.

Bajo la colina y voy a hablar con Davide. Ya nos hablamos por nuestro nombre. Voy a su habitación y me siento con las piernas cruzadas. Antes de empezar a hablar, señala mi pierna.

"Mira", dice.

Levanto la pierna y veo una garrapata tratando de atravesar mi piel. La colina está en territorio de venados. Hay letreros de advertencia que dicen que no se debe caminar por la hierba alta. Nunca les hago caso, solo los convierto a números. Davide se acerca, coge la garrapata con sus dedos, la aprieta y la libera con una habilidad impresionante. La sostiene con la palma de su mano y me la enseña. Seguro la garrapata tiene un agujero pero no siento ningún deseo sexual hacia el animal. Con un solo movimiento, Davide me salvo de la enfermedad de Lyme y curó mi obsesión sexual.

"¿Qué querías preguntar?", dice Davide.

Me quedo callado.

Ahora sé que tengo que quedarme. El sexto y el séptimo día voy a todas las sesiones de meditación, hasta a las que son opcionales. Medito en mi tiempo libre y antes de dormir. Lo trato como si fuera un deporte, como una competición de meditación. El primero que se transforme en una esfera de luz, gana.

Mis piernas tiemblan. Me duele el trasero como si me hubieran dado una patada muy fuerte. Tengo espasmos de dolor en la espalda.

Esos dos días llueve. La gente actúa raro. No sé si es por la lluvia o porque la parte inferior de nuestros cuerpos se está pudriendo lentamente. Uno de los italianos con los que comparto habitación empieza a hablar con los objetos. Por la noche, al acostarse, dijo "ciao letto" y en la mañana, cuando se estaba poniendo los zapatos, los animó con un "andiamo". Cuando estaba en la sala de meditación, entró un tipo con los pantalones al revés y la parte de arriba de sus nalgas a la vista. Los cordones en su trasero lo hacen parecer un gato de dos colas. Después, una mujer sentada al otro lado de la sala empezó a roncar. Un maestro se levantó para despertarla pero se volvió a quedar dormida. Ya no hay nada que la mantenga despierta, ni siquiera el dolor en las piernas, el hambre o el cansancio de no tener nada que hacer.

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Esa noche salimos de la sala de meditación y deambulamos por la colina un rato antes de irnos a nuestros dormitorios. Es una noche estrellada. Nunca las había visto tan brillantes. Una atraviesa el cielo y deja un rastro enorme. Es la estrella fugaz más luminosa que he visto. Nadie se asombra.

El octavo día me levanto antes de que suene el gong, voy a la sala de meditación y empiezo a meditar, solo. Mis piernas tiemblan. Me duele el trasero como si me hubieran dado una patada muy fuerte. Tengo espasmos de dolor en la espalda. Me concentro en mi respiración. Siento cosquilleos por todo el cuerpo. Los analizo como si fuera un cirujano, paso a paso siguiendo las instrucciones. De pronto pasa algo maravilloso. Siento como unas olas pequeñas que se mueven como pañuelos de seda recorren mis extremidades doloridas. Siento mi cuerpo increíblemente ligero. Ya no siento mi culo. Tal vez se disolvió en el cojín. Mis hombros se relajan y siento como sale disparada una energía desde mi estómago hasta mi cerebro y luego me cubre como si me hubieran vaciado cubos de agua tibia y suave. Siento que estoy levitando y que me he despredido de mi propia carne. Sigo así durante otra hora. Cuando el gong suena para anunciar la comida, me quedo ahí sentado, sin estirar las piernas y empiezo a llorar.

Bhanga Nana es el término que utilizan los maestros de Vipassana para describir la disolución del cuerpo. Es una experiencia muy poderosa donde trasciendes el dolor físico. El noveno y el décimo día me los pasé en un estado de animación suspendida de hiperestesia y muchas, muchas lágrimas.

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Cuando Davide por fin nos da permiso para hablar otra vez, salimos a pasear por la ladera y nos vemos los unos a los otros como si acabáramos de despertar de un coma hasta que uno reúne el valor suficiente para decir "buon giorno" y como los italianos no se pueden quedar callados, en cuestión de segundos todos empiezan a hablar.

Resulta que algunos sintieron muy pocas cosas. Raphael, el tipo que hablaba con las cosas, dijo que no tuvo visiones ni sensaciones sedosas y que solo le dolió el trasero durante diez días.

"¿Y por qué no te fuiste?", le pregunté.

"Por la comida", dijo, "además de que me iba a salir muy caro comprar otro billete de tren".

Dos horas antes de irnos, permiten que los hombres y las mujeres vuelvan a verse. Dos horas fue más que suficiente. Todos estaban tan calientes que poco faltó para que nuestro pequeño y tranquilo monasterio se convirtiera en una bacanal.

La Toscana es hermosa. Es uno de los lugares más hermosos en Europa. En el tren camino al aeropuerto, siento que estoy cruzando el Jardín del Edén. Aunque el único Jardín del Edén que conozco es una floristería en la esquina de mi casa donde venden rosas de plástico.

Cuando pasa algo malo, recuerdas el dolor del Vipassana y sabes que tienes que decidir entre preocuparte o dejar que todo fluya.

En el aeropuerto hay una pantalla enorme transmitiendo imágenes del terremoto en Nepal y no puedo contener el llanto. Una mujer se acerca y me pregunta si estoy bien. "¿Perdiste tu vuelo?", me pregunta. Me vuelvo a mirarla y me doy cuenta que tiene los dientes salidos. Al pensar en lo difícil que debió haber sido su infancia, empiezo a llorar con más fuerza. A la distancia escucho cómo un padre regaña a su hija. Las lágrimas no paran de brotar. Es como si las erecciones constantes se hubieran manifestado en forma de eyaculación óptica. O como dirían los que saben sobre la meditación Vipassana, es el despertar de la compasión.

Estar sentado en silencio por diez días para aprender a meditar fue una experiencia hermosa, aún a pesar del riesgo de contraer la enfermedad de Lyme, del dolor en la cadera, en las rodillas y en el trasero. Y sirve para ver las cosas desde otro punto de vista en la vida real. El dolor es temporal, al igual que el placer, y lo único que vas a lograr si buscas con desesperación alguno de los dos es estar triste. Por mas simple que suene, es muy difícil seguir esos preceptos. Estar encerrado durante tanto tiempo y concentrarse en esta sabiduría hace que la absorbas. Se vuelve tuya, como tu acento o la forma en que caminas o los dientes salidos de la señora. Cuando pasa algo malo, recuerdas el dolor del Vipassana y sabes que tienes que decidir entre preocuparte o dejar que todo fluya.

Para mí, este retiro hizo que el tiempo pasara más lento. Tal vez se debe a que cuando sales del Vipassana, no te estresas por cosas innecesarias y eso te libera muchas horas. También se vuelve más fácil tomar decisiones. Por más tonto que suene, tu cuerpo te dice qué hacer porque formaste una conexión profunda con él.

Y en cuanto a las perversiones sexuales, lo único que puedo decir es que cuando me crucé con un chico gay con barba no sentí ningún efecto en mí, ni el segundo. Tampoco pasó nada con Rascal. Le di un beso en la cabeza y ya está.

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