Dismaland es un monumento pretencioso y trillado a la anticuada obra de Banksy

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Dismaland es un monumento pretencioso y trillado a la anticuada obra de Banksy

¿Realmente necesitamos Dismaland en 2015?

Admitámoslo: Dismaland es un juego de palabras muy malo. Como un tuit que escribes, decepcionado, después de subir al Space Mountain o una publicación de indignación en Facebook para protestar por los 7 euros que has pagado por un perrito caliente con el pan reblandecido mientras tu hijo pequeño llora de espanto ante la visión de un Goofy humanoide. Pero los juegos de palabras torpes y las metáforas visuales han sido el modus operandi de Banksy desde que estarció una rata en la pared de un paso elevado. Policías enrollándose (¡yupi por los derechos de los gais!). Un hombre con bandana lanzando un ramo de flores en lugar de un cóctel molotov (¡yupi por la paz!). Un brazo robótico saliendo de un cajero y atacando a una niña (¡dinero, caca!).

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Obviamente, Dismaland es más que un estarcido; mitad espectáculo artístico, mitad feria, el parque es una especie de Festival of Britain a la inversa, una fiesta de la decadencia nacional ubicada en una zona abandonada de Weston-super-Mare. En él se puede encontrar un castillo de cuento de hadas medio calcinado y decrépito, una fuente-furgón blindado de la que sale un tobogán y un juego en el que hay que derribar un yunque con una pelota de ping pong. En una época de gran desasosiego político, en la que las diferencias sociales se hacen aun más patentes, no resulta sorprendente que Dismaland haya suscitado tanto interés entre los medios y esté vendiendo tantas entradas. Pero ¿puede Banksy hacer otra cosa que no sea subrayar lo obvio?

Uno solo se da cuenta de lo dispersos que están los objetivos de Banksy cuando los escribe en un papel. Walt Disney y el escándalo de la carne de caballo. Los selfies y la policía. Peces gordos y telebasura. Es una lista extraña, un batiburrillo de las cosas que odiaría tu padre y las reivindicaciones de un anarquista.

Hablando de telebasura, recuerdo un programa que daban en ITV llamado Holiday Showdown. En él, una familia vivía las vacaciones de otra y viceversa. En 2006, emitieron un episodio en el que la familia A, que solía veranear a todo trapo en lugares como Tailandia, se vio obligada a sufrir unas vacaciones en Weston-super-Mare, mientras que la familia B fue tratada con total desprecio por manifestar su gusto por el suroeste de Inglaterra. Pese a que han pasado casi diez años, el concepto que se tiene de las ciudades costeras de Gran Bretaña no ha cambiado nada. Se las ve como reliquias de una época anterior a easyJet, las cenizas que quedan después de un violento despegue de Ryanair. Pero hubo un tiempo en que eran la única alternativa vacacional para muchos, y una que se esperaba con ilusión.

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Weston-super-Mare no goza del ambiente joven de lugares como Brighton. Al contrario: alineados a lo largo de la calle que da acceso a Dismaland había varios autocares ocupados por docenas de personas de pelo blanco. Al bajar del vehículo, sin embargo, se dirigían en dirección opuesta al parque, alejándose de aquella gigantesca broma de arte distópico.

Había dos colas de acceso: una para los que tenían entrada y otra para los que no. Si la primera era larga, la segunda era interminable, y en algunos puntos incluso había gente sentada en sillas plegables, esperando su turno para poder oír, ver y asimilar el evangelio del Cardenal Banksy.

En el punto de entrada han organizado una parodia de control de seguridad, en la que unos seguratas agresivos se burlan de los visitantes y te pasan el detector de metales «porque sí». Verse involucrado en este tipo de actuaciones suele arrancar una sonrisa. Habría que tener el corazón de piedra para cabrearse con alguien que está intentando hacerte reír. Al fin y al cabo, no estábamos en un simulador de la Bahía de Guantánamo. Me ordenaron que dejara la bolsa en el suelo para, a continuación, pedirme que la volviera a coger y me despidieron deseándome un «día miserable».

Lo primero que noté al entrar en el parque fueron las colas. Largas colas por todas partes, pero no había barreras ni marcas en el suelo. La gente se organizaba formando sinuosas filas. Ya lo sé: ¡a los ingleses nos encanta hacer cola! Pero después de haber pasado casi una hora en una, preferí echar un vistazo general.

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Me subí al carrusel, en cuyo centro había un muñeco vestido con un traje de protección contra agentes químicos rodeado de cajas de lasaña de caballo. El personal del parque era fácilmente identificable por sus chalecos de alta visibilidad de color lila y su total indiferencia, broma que superó a algunos visitantes, como una mujer a la que no le hizo ninguna gracia que el operador de la noria se encogiera de hombros cuando le preguntó cuántas vueltas daba.

Resultaba difícil obviar la simplicidad de todo el asunto. Los caballos del carrusel se convertían en lasaña. ¿Lo pillas? Banksy, lo pillo desde el 2013.

Hubo partes de Dismaland que me gustaron bastante. La exposición, por ejemplo, era buena, sobre todo la maqueta del pueblo después de unos disturbios, de Jimmy Cauty, con sus policías a la deriva en medio del mar, subidos al techo de su furgón. Otras atracciones, como el cine, resultaban aburridas y raras, más que incisivas. Familias enteras, abuelos y nietos, sentados en sillas plegables, contemplaban el rostro de una mujer envejecer con una deprimente banda sonora a lo Philip Glass. Está claro que ese es el objetivo: provocar tus sentidos, tomar la imagen de personas relajadas al sol y yuxtaponerla sobre una proyección de videoarte fascinante. Pero, sin la complicidad de los espectadores, la muestra perdía todo el impacto y se reducía a dos entidades mirándose mutuamente con aprensión, confusas, como si pusieras a tu madre a ver vídeos del Sónar.

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El hilo musical del parque –una melodía hawaiana tocada con steel guitar- se veía interrumpido cada cierto tiempo por la voz de un niño pequeño que pronunciaba mensajes como, «Si te hubieras portado bien, no existirían los comunistas». Me pareció un recurso muy manido que no logra el efecto deseado.

El mayor anticlímax del día lo encontré en el interior del ruinoso castillo. Aquí se formaba la cola más larga del parque, tanto que en algunos puntos serpenteaba atravesando las colas de otras atracciones. Los visitantes acababan por no saber en qué fila estaban y se ponían unos detrás de otros casi por instinto.

Una vez dentro, los visitantes deben colocarse delante de un croma para que les hagan una foto, y a continuación se les conduce a una sala completamente a oscuras excepto por los flashes de las «cámaras» de la exposición, que iluminaban una carroza de princesa volcada y flanqueada por paparazis, medio cuerpo de Cenicienta saliendo por la ventana y un par de pájaros sosteniendo el lazo de su vestido. Eso era todo. ¿Se suponía que era Lady Di? No lo sé. Supongo que sí, pero no estoy muy seguro de que me importe.

Banksy lleva más de 20 años forjando su culto a la personalidad desde el anonimato, pero es precisamente ese halo de misterio el que ha permitido pervertirlo. Hoy, Banksy se ha erigido en artista de clase obrera, pero también es la parodia de cuenta de Twitter que escupe mensajes positivos. Es un teórico de los memes, un artista de carteles, de fondos de pantalla, un creador del que mofarse. Continuamente nos dicen que este artista de grafiti es un genio, pero ¿qué pruebas tenemos de ello, aparte del hecho de que, cada varios meses, se arranca un trozo de muro de alguien y se vende por un millón y medio de euros? Todo eso huele a «Somos inteligentes. A ti, aunque no seas no inteligente, te bastaría con leer unos cuantos libros más. No tienes suficiente angustia, así que toma un poco, escondida en un pastel de chocolate, para que no tengas que pensar mucho en ello». No se trata tanto de burlarse de los filisteos y peones que tratan de disfrutar de un día de sol y playa tanto como de posar una mano petulante sobre sus hombros y decirles, «Vale, has montado en el tiovivo, pero ¿qué tal si abres los ojos esta vez, para variar?».

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Hay algo pernicioso en el concepto de crear a propósito un lugar horrible e insatisfactorio para poder decir, cuando la gente salga de él sintiéndose horrible e insatisfecha, que todo forma parte de la experiencia.

Con Dismaland, Banksy y sus cohortes han desaprovechado una oportunidad. Durante dos décadas se ha estado marginalizando a la juventud, aniquilado poco a poco todo lo que les importa: diversión, equidad, libertad, perspectivas… todo lo que podía auspiciar un futuro optimista. Y, sin embargo, el hombre que debería ser su mayor abanderado artístico se limita a exponer una serie de tópicos trillados: colas, un trato despectivo de los empleados del parque, controles de seguridad excesivos, cultura del famoseo… Cuando en casa ya tenemos un programa de televisión sobre los problemas en casa, ¿realmente era necesario Dismaland?

Con este parque, Banksy ha creado un monumento mugriento a su propia persona anticuada, que se revela más como un desfile de decepciones que como una crítica social mordaz. Su obra anticapitalista de patrón resulta tan deplorablemente arcaica como el enclave costero en que se emplaza su vergonzoso monumento a los males de la humanidad.

Subí a la noria y desde arriba contemplé la playa de Weston-super-Mare. La marea avanzaba lentamente como agua derramada que se desliza hacia el borde de una mesa. Vi un grupo de niños subidos en burros paseando por la playa. Había llegado la hora de abandonar Dismaland y coger un burro, también.

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En la playa, la gente corría y reía. Una niña pequeña recogía puñados de arena y los lanzaba con rabia a los charcos. Basta con observar esa escena para tener una buena dosis de nihilismo británico sin sentido.

Me acerqué al dueño de los burros y le dije que quería montar uno. Solo para niños, me dijo, con un peso máximo de 44 kilos.

Al parecer no encajaba en ninguna parte de Weston-super-Mare, ni en sus pretenciosos parques de no-diversión ni sobre los lomos de sus heroicos burros. Así que vagué sin rumbo.

@joe_bish / jacksondrowleyphotography.tumblr.com

Traducción por Mario Abad.