FYI.

This story is over 5 years old.

Cultură

El día en el que murió la fiesta en Madrid

En una misma noche de hace dos años se cerraron Stella y Tribeca. La escena de la música electrónica cambió para siempre, pero hasta entonces fue la hostia.

La madrugada del 20 de julio del 2013 fue la noche de los cuchillos largos para los amantes de la electrónica en Madrid. El fin de lo que para mí fue la Nueva Movida madrileña. 'Operación colibrí', ésta era la contraseña que usaban los alemanes para enviar a los escuadrones de ejecución el día elegido. Y ese día llegó. En este caso, la ejecutora fue la Policía de Madrid.

Esa noche todo se fue al garete. Cerraron el mejor club que ha tenido esta ciudad: era nuestro Studio 54. Situado en la mítica calle Arlabán, 7, la sala Stella se conocía popularmente como Mondo. Durante más de una década, ese lugar fue un oasis en medio del desierto para los amantes del buen gusto musical, del techno de última generación, de las modas callejeras más potentes, hogar de modernos, de puretas, de jóvenes, de amantes de la electrónica… Mondo era sinónimo de todo lo que molaba en ese momento y tenía una de las mejores programaciones musicales de Europa. Cuando la sesión se acercaba a su fin y se encendían las luces, lo que había sucedido solo lo podíamos entender los que habíamos estado sudando durante horas allí abajo.

Publicidad

Los jueves y los sábados la ciudad se preparaba para un acontecimiento nocturno donde visitantes de todos los lugares del mundo y asiduos del lugar nos fundíamos al compás de nuestras dilatadas pupilas y del sonido de la música. Bajo esa luz blanquecina creías entrar en el cielo como Patrick Swayze en Ghost. Las caras de gustera de la gente eran dignas de las pinturas negras de Goya. Durante esos instantes, los allí presentes éramos buenos cristianos en la misa de domingo y la comunión era perfecta. Todos íbamos a la Eucaristía, comulgábamos y nos dábamos después fraternalmente la paz. Gloria al Señor. Te rogamos, óyenos.

Allí todo estaba bien, todo encajaba. En el ambiente solo se respiraban buenas vibraciones y una energía flotando casi incontrolable. Cuando subías las escaleras y pisabas el mundo real, solo podías contar las horas que faltaban para que se volvieran a abrir sus puertas. La sala Stella fue la joya nocturna que tuvo Madrid. Allí vivimos cada noche nuestra propia Movida. Nunca habrá nada que se le parezca. (O sí, quién sabe).

Mondo se había convertido en una religión para nosotros. Casi una obsesión. Durante doce años asistí como su fiel apóstol a esa sala. Peregrinando hasta esa calle, llevándome nuevos creyentes de todas las partes de la geografía española. Son incalculables las horas de cola que todo el mundo nos hemos comido allí. Pasando frío, lluvia y largas esperas hasta que te llegaba el turno. En la puerta te esperaba el mejor portero de la ciudad (él sabe bien quién es). Cuando pagabas y bajabas, sentías el cosquilleo en tu estomago porque sabías que en breve empezaba la aventura. Era como comprar los tickets para un parque de atracciones. Escuchabas los bajos en tu tripa y ya estabas atacado perdido buscando un buen sitio donde gozar bien de la noche.

Publicidad

Recuerdo que una de las camareras estaba tan buena y tenía tanto estilo que la bautizamos como Miss Mondo. Era una especie de diosa del Olimpo con la que te costaba mantener la mirada más de dos segundos cuando te preguntaba qué querías tomar. Lo primero que hacíamos eran las correspondientes compras. Durante una década imaginaros cómo han ido variando. Entrabas al supermercado con tu carrito e ibas eligiendo. Hubo un tiempo que desapareció el speed, otro que desaparecieron las pastillas y otros años que escaseaba el 'M'.

Una noche normal, para abrir boca, lo primero que hacíamos era pillar unos buenos gramos de cristal y vaciarlos en unos cuantos botellines de agua. Cada uno llevaba medio pollo de 'M' en su botella y se lo dosificaba como un ciclista. Era nuestro homenaje nocturno a esa carrera de politoxicómanos que se corre en Francia cada verano. Ahí ibas pasando las etapas con tu botella, dosificando según te vieras a base de pequeños traguitos, mientras las movíamos bailando con ellas por el garito. Las bautizamos como las Baticaos. Ese mejunje era como beber azufre, una medicina que sabía muy mal pero que te hacía muy bien. Cuando te empezaba a dar el castañetazo y tus dientes parecían una máquina de escribir, lo mejor era perderte tú solo por los pasillos oscuros y recovecos del lugar. Ahí es donde pasaban las cosas. En los baños había sexo, la gente entraba y salía de echar un polvo con una normalidad pasmosa. La libertad casi total, pero controlada, era una de las cosas que más nos gustaba a los que pisábamos ese maravilloso club.

Publicidad

Gestionaba unas buenas pastillas, previa recomendación de mi dealer del momento, para mis amigos en el piso de arriba, bajaba a mear y a hacer un poco la rata sarnosa y al rato cuando volvía a la planta de arriba -si las pirulas eran buenas- me los encontraba subidos a una lámpara. "¿Perdone ha visto a unos chicos con los que he entrado?". "Sí. ¿Pueden ser esas cinco garrapatas colgadas del techo?". "Vale, gracias". Una vez ligué con una chica mientras bailaba, me dijo que fuéramos a su casa. Miré el reloj y eran las tres y media de la mañana. Le dejé caer que no me iba a ir ahora. Se quedó muy extrañada. Le dije: "Nunca me he ido de aquí un minuto antes del cierre". Me miró con cara de asco. "El cierre es lo mejor, es sagrado, ¿sabes?". No la volví a ver jamás.

En ese lugar enseguida notabas quién estaba allí por primera vez y quién era nuevo. Una vez en la cola de la entrada había unos chicos que se veía que no lo habían pisado jamás, tenían acento del norte y se estaban riendo y comentando cómo iba vestida una persona que tenían delante. Todos nos estábamos dando cuenta. El chico iba solo, ataviado con un sombrero, aros, camiseta rota y botas de boxeo. Se giró y muy educadamente les dijo: "No sé de qué os reís, pero si os escandalizáis tanto por cómo voy vestido, ya veréis dentro. Yo voy bastante normal. Aquí los raros sois vosotros con esas camisas de leñadores y esos abrigos de El Corte Inglés verdes pistacho que parecen para ir a cazar patos, iros a Kapital". Le dijeron que se callara. "Bueno, pues os deseo suerte, pero ahí dentro la gente no tiene la paciencia y educación que he tenido yo. Por cierto: bienvenidos a Mondo, paletos". Y entró. La cola se puso a aplaudir. A mitad de noche a los cazadores de patos los tuvieron que sacar los porteros a la calle porque se debieron de mofar dentro de más personas y la cosa, como era de suponer, acabó mal. No creo que volviesen a pisarlo. Simplemente, no era su lugar.

Publicidad

Mondo era Mondo y tenía sus propias reglas. Y la más importante de ellas era: vive y deja vivir. La gente que iba allí el primer día variaba su forma de concebir muchas cosas. Cambiaba su forma de vestir, de peinarse, de arreglarse la barba, de maquillarse, su visión sobre las drogas. De concebirlas como un vehículo que te transporta a lugares diferentes moviendo tu cuerpo y tu mente al compás de la electrónica. De repente veías pasar a un tío con una gabardina, unas gafas de sol, bastón y cupones de la Once. La gente le ayudaba a moverse por el lugar. El tío mantuvo ese personaje toda la noche, iba solo. Dudabas si era ciego de verdad o no. Hasta que le intentaron robar los cupones pensando que eran de palo. Pero no, eran para esa misma semana. Era un ciego de verdad que se iba a poner ciego mientras hacía cosas de ciego. Este tipo de perlas acrecentaba tu 'ciego' y tus ansias por ser tú también protagonista de alguna manera dentro de ese maravilloso circo. "Perdona, llevas las gafas del revés". "No, el que va del revés soy yo". Y el tío seguía su camino hacía el baño indiferente a todo lo que sucedía a su alrededor.

Imagen vía

Cuántas de esas personas que estaban allí cada jueves y sábado siendo libres, no las verías el lunes interpretando su papel ante la sociedad cuando fueras a abrirte una cuenta en tu banco de toda la vida, a cortarte el pelo, a una agencia de viajes, arreglar tu moto o a comprar un mueble. Cualquier tipo de profesión era aceptada entre esas cuatro paredes. Una de mis aventuras favoritas era la de anunciar que me iba a buscar a uno de nuestros amigos que se había perdido. Por supuesto, era una gran mentira. Principalmente porque no veía tanto como para poder buscar a alguien. En realidad, lo que deseaba era separarme un rato de la manada para poder buscar sangre cual lobo. Me quedaba mirando al infinito entre el bullicio para no parecer un depredador enfermo entre las chicas con las que me cruzaba. Llegó un punto en el que conocía todas las caras, si no te la habían presentado ya, te sonaba de verla todos los días sudando al lado tuyo o en una foto. Mondo llegó a convertirse en una gran familia donde cada persona se la aceptaba tal cual era. Esa noche de julio para muchos se acabó una época de la noche madrileña de la segunda década del siglo XXI.

Publicidad

Pero la tragedia continuó.

Horas después del cierre de Mondo, en la Calle Valverde, 8 los malos presagios se confirmaban. Allí se encontraba ubicado Tribeca. El sancta sanctorum de los afters. Si Dante Alighieri hubiera bajado esas escaleras con Virgilio, se habría topado de morros con la escenificación teatral de su Divina Comedia. En el Tribeca podías encontrarte desde la cara más famosa de la televisión, al tipo más chungo de su barrio, desde travelos a señores trajeados. Todo un crisol de razas y edades chapoteando juntos cual porcinos dentro de esa sucia charca al ritmo de los grandes dj´s madrileños del momento en el underground de la noche 'technera'. Pero no podías decir que habías estado en el Tribeca si no habías pisado la cuevita escondida. Y ese tesoro oculto no estaba abierto al público todos los días. La puerta a ese pasadizo estaba camuflada con la pared, como si fuera un juego de puertas de un palacio inglés. Solo unos centímetros te separaban del infierno de Dante. El purgatorio era el piso intermedio donde la gente bailaba y pedía copas sin saber lo que se podían encontrar allí abajo.

Imagen vía

Si en Mondo había libertad, en Tribeca la mascota del lugar era la misma estatua con la antorcha. Había un único baño para todo el mundo. Lo que te podías encontrar ahí era parecido a un cuento de Dickens. Veías a tíos con traje y corbata saltando junto a ultras del Real Madrid. Niños pijos con sus camisas de Ralph Lauren junto a yonkis y camellos. Tal era el grado de oscuridad de ese lugar que allí dentro perdías completamente la noción del tiempo, de la vida. Llegué a darle una vez las llaves de mi casa a una chica que había conocido hacía solo unas horas para que se fuera a dormir, mientras yo me quedaba allí abajo bailando y comiendo pastillas. Tu cabeza funcionaba diferente. Todo valía. El punto máximo fue la vez que empezamos a vacilar diciendo cómo iba a ser el tatuaje que nos íbamos a clavar cada uno cuando saliéramos de allí. ¿Lo hicimos? Por supuesto que sí. Algunos se rajaron llegando de camino a la tienda y otros cuando vieron la aguja. Dentro de la tragedia y del melocotonazo que llevábamos encima, el tatuador se portó y nos aconsejó bastante bien y no nos hicimos uno en la cara, en el culo o una gilipollez de ese calibre como en las películas… Tribeca fue el after donde la buena música y lo más dark se unieron. Todo tenía sentido allí, precisamente porque no lo tenía fuera.

Vivimos unos años de auténtica locura. La ciudad volvió a ser efervescente como en su famosa movida madrileña. Pero en vez de Alaska bailábamos al son de "Times", de Pachanga boys. No digo que ahora no sea divertido salir por aquí. Madrid siempre lo es, siempre encuentras la manera de pasarlo bien. Pero durante esa época se unieron todos los ingredientes en el cóctel y eso propició que durante un tiempo viviéramos una etapa única e irrepetible. Solo queríamos ser jóvenes para siempre como decía Alphaville:

I want to be forever young,
do you really want to live forever?
forever,
you'll never forever young.