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Cultură

El trastorno límite de la personalidad puso fin a mis noches de juerga

Cuando tenía 19 años, mi vida se convirtió en una pesadilla. Mi médico no entendía qué me pasaba. Esta es la historia de cómo mejoré.

Este artículo fue publicado originalmente en VICE UK.

En verano de 2010, justo antes de cumplir los 19 y cuando estaba en primer año de universidad, intenté suicidarme tomándome un bote entero de antidepresivos, pero acabé en una unidad de cuidados intensivos, conectada a una máquina de respiración asistida. En el segundo año, mis amigos de toda la vida ya se habían hartado de mí. Nadie me invitaba a salir y empecé a sentirme cada vez más aislada e infeliz. Me involucré en una relación abusiva e intenté suicidarme otras dos veces. También sufría bulimia y vomitaba todo lo que me llevaba a la boca.

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Durante el primer año de carrera, reduje mi ingesta de calorías a 250 diarias –unas dos rebanadas y media de pan o cinco manzanas medianas- y empecé a volverme loca gradualmente. Bebía, consumía droga y salía de marcha todas las noches sin excepción. Mi cuerpo comenzó a ceder. Me moría de hambre y se me empezó a caer el pelo. Las uñas se me volvieron de color azulado y la piel se me descamaba. Una noche, después de salir de juerga, me comí una hamburguesa. Como «castigo» por mi glotonería, me obligué a correr escaleras arriba y abajo hasta que me desmayé. Fui al médico del campus y le dije que necesitaba ayuda. Pese a mis 36,5 kg de peso, determinó que no estaba lo suficientemente enferma como para someterme a un tratamiento por trastorno alimentario. Del término «trastorno límite de la personalidad (TLP)», ni se habló.

La gente no entendía mi conducta impulsiva, las fases maniacas y los ataques de llanto que me sobrevenían. Calificativos como «reina del drama», «loca por llamar la atención» y «puto desastre absoluto» me seguían como la peste. Intenté ocultarlo, pero duele que te digan esas cosas. No sabía cómo explicar que todo lo que hacía era una forma de gestionar mis emociones descontroladas. Cuando estoy atravesando un mal momento es como si estuviera montada en una montaña rusa mareante de la que no puedo bajarme.

Stephen Buckley, jefe de información de la institución caritativa de salud mental Mind, explica que el trastorno límite de la personalidad presenta un «cuadro muy amplio que puede englobar a muchas personas y experiencias distintas». Me explicó que el TLP puede manifestarse en una serie de síntomas distintos prolongados en el tiempo, como «temor a que la gente te abandone; cambios emocionales muy bruscos e intensos; sensación de no saber quién eres realmente; dificultad para entablar y mantener relaciones; comportamiento impulsivo; pensamientos suicidas o autolesivos; rabia, paranoia, experiencias psicóticas, embotamiento o sensación de soledad o vacío la mayor parte del tiempo».

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En mi caso, en cuestión de una hora podía pasar de querer suicidarme, presa de la desesperación, a mostrarme razonablemente positiva ante todo. Esos cambios de humor eran terribles porque iban –y van- acompañados de un deseo irrefrenable de autolesionarme o de hacer cosas de las que sé que me arrepentiré. Todas esas emociones negativas me paralizan, me embisten como olas gigantescas y me hunden. Es como vivir con una voz taimada en mi interior que susurra pensamientos y órdenes perversos a mi mente, que me recuerda qué mierda de persona soy, que no merezco ni existir y que mi vida no tiene sentido alguno.

Según el Servicio Nacional de Salud del Reino Unido, los trastornos de personalidad a menudo se manifiestan durante la adolescencia y suelen estar relacionados con algún trauma infantil: ocho de cada diez personas que sufren TLP han sufrido maltrato físico, emocional o sexual o negligencia parental durante la niñez.

Mis padres no me desatendieron. Tuve una infancia muy feliz hasta que empecé secundaria. Me enviaron al típico instituto al que unos padres de natural preocupado no llevarían a sus hijos. La disciplina en clase era prácticamente inexistente y yo fui víctima de los abusos de los compañeros, que me llamaban «tortillera» y «tijeritas», se echaban a reír cuando entraba en clase o me tiraban chicles. Los chicos me decían que era una «rata» o una «perra» a la que «ningún tío querría tocar ni con un palo». Las chicas fingían tener miedo de mí en los vestuarios de la piscina porque, a los 11 años, no me había dado cuenta de que debía afeitarme las piernas.

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Esta situación se prolongó durante unos dos años. A los 14, yo estaba enajenada y abrumada por la rabia y el menosprecio a mí misma. Fue entonces cuando se desató mi comportamiento impulsivo y empecé a autolesionarme, a beber, consumir cocaína, mefedrona y speed y a intentar llamar la atención de los chicos de la peor calaña. Ni siquiera sabía lo que era un trastorno límite de la personalidad. Me impuse un límite de 1.000 calorías al día y empecé a visitar sitios web que fomentaban la anorexia. Pensaba que, si adelgazaba lo suficiente, lograría estar más tranquila y gustarle a la gente y por fin me desharía de el dolor que me embargaba.

No fue hasta el final del segundo año de carrera –cuando finalmente me admitieron en un programa para tratar trastornos alimentarios- que me diagnosticaron TLP. Asistí a un curso de Terapia Centrada en la Compasión, ideado para personas con un sentimiento de vergüenza exacerbado y muy críticas consigo mismas. Allí aprendí a lidiar con aquellos sentimientos que me abrumaban y a no escuchar a aquella voz odiosa que me empujaba a pasar hambre y a hacerme daño a mí misma. La terapia se complementaba con medicamentos para conciliar el sueño y mitigar la depresión que suele acompañar al TLP.

Algunos de los que sufren TLP oyen voces que les invitan a autolesionarse o a hacer daño a los demás. En su cuadro más extremo, el TLP provoca delirios o ideas persistentes de los que no es posible sacar a los enfermos. Otras personas –como Rachel Rowan Olive, una chica con la que hablé y que también sufre TLP-, tienden a disociarse o a bloquearse cuando sus emociones se vuelven demasiado difíciles de manejar. «Es difícil explicar el TLP a alguien que no lo padece. Nunca me gustó la etiqueta "trastorno límite de la personalidad". Este tipo de términos provoca rechazo en la gente», explica. «Al principio pensaba que no sufría muchos de los síntomas del TLP, pero con el tiempo me di cuenta de que había comportamientos que eran claramente parte de mi diagnóstico».

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«El síntoma principal y más obvio, en mi caso, es el aspecto de las autolesiones», continúa Rachel. «Sufro muchas crisis de ansiedad y pienso que, para asustarme sin razón alguna, prefiero asustarme por algo que sea real y pueda controlar. Me invade una sensación de disregulación emocional y acabo sintiéndome vacía la mayor parte del tiempo. Creo que mi problema es que me cuesta mucho distinguir entre mis sentimientos y los de los demás. Me pasa también cuando estoy viendo la tele o leyendo: a veces me entra el pánico porque es como si sintiera todo lo que sienten los otros personajes a la vez y dejo de saber qué sentimientos son los míos».

Hoy en día procuro rodearme de un entorno lo más tranquilo posible y uso técnicas de distracción y relajantes para mitigar los efectos de mis crisis. En la mayoría de los casos logro mantener mis sentimientos a raya, pero aún hay veces en las que oscilo entre la más absoluta tristeza y la hiperactividad más frenética.

Todavía me cuesta entablar amistades duraderas. La mayoría de los amigos de la escuela y la universidad han desaparecido de mi vida. Un aspecto del TLP es que tiendes a hacer amistades muy intensas pero que duran poco, por lo que puedes llegar a sentirte muy sola. Lo que siento es tan abrumador que a la gente le cuesta entender por qué me pongo a reír y saltar sin motivo y acto seguido rompo a llorar desconsoladamente. No suelo decirle a la gente que sufro TLP por miedo a los prejuicios.

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Ser capaz de gestionar el trastorno límite de la personalidad requiere una combinación de fármacos y terapia verbal. No existe un medicamente específico para tratar el TLP, pero por lo general se usan estabilizadores del estado de ánimo, antidepresivos y antipsicóticos. Rachel recurre a la terapia dialéctica conductual y a unas clases terapéuticas de arte. Por otro lado, procura planificar la semana con antelación para reforzar la sensación de orden y control.

El estigma que pesa sobre todas las enfermedades mentales no contribuye a nuestra mejora; al contrario, causa mucho daño a quienes las sufren y a veces les impide buscar ayuda. Como «trastorno de la personalidad», el TLP también repercute en gran medida en la vida social del que la sufre. Las personas con TLP no son frías ni carentes de sentimientos, tal como sentía Rachel que los demás la veían. Tampoco adolecen de un exceso de protagonismo ni merecen que se les margine, como hicieron conmigo en la universidad. Simplemente intentan lidiar con una enfermedad real y física con las herramientas de que disponen.

Es muy fácil sucumbir a la frustración y la desesperación cuando estás en una lista de espera de seis meses para que evalúen tu estado y te asignen un tratamiento. Sin embargo, es muy importante que cualquiera que sufra síntomas parecidos a los del TLP visite a su médico de cabecera y se lo cuente. nadie debería llegar a ese punto de inflexión en el intenten quitarse la vida a causa de su dolencia. Han pasado cinco años desde que me ingresaron en aquella unidad de cuidados intensivos, inconsciente, incapaz de respirar, mientras una enfermera me lavó el pelo porque lo tenía empapado de sudor. Si no he vuelto allí es gracias a mi pareja, a mis padres, mi hermana y a mí misma.

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Traducción por Mario Abad.