Fui a ver la final del mundial a la zona cero del turismo alemán de Mallorca

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Fui a ver la final del mundial a la zona cero del turismo alemán de Mallorca

Si vas a ver una final entre Alemania y Argentina es probable que no haya mejor lugar en el planeta que el Ballermann 6

Cuando le comentaba a mis amigos que pensaba ir a S'Arenal a ver la final del Mundial la mayoría ponían caras raras. El resto creían que estaba de broma. En cualquier caso, a mí me parecía algo lógico: si vas a ver una final entre Alemania y Argentina es probable que no haya mejor lugar en el planeta que el Ballermann 6, la Zona Cero del turismo germánico en la isla. Y tener la posibilidad de ir acompañado de dos argentinos suponía un extra demasiado tentador. Si alguien iba a partirle la cara a mi amigo y fotógrafo Pato Conde, quería estar ahí para verlo.

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Aunque en el fondo, el pánico que sienten la mayoría de mallorquines ante la mención de S'Arenal es bastante irracional y solo está justificado en parte. En general los alemanes responden bastante mejor ante la autoridad que los turistas ingleses, concentrados en Magaluf, tan de moda estos días. Los alemanes caminan por la acera, en lugar de cortar la calle, y cuando se pasan de euforia basta que algún segurata les advierta y se calman e incluso le dan las gracias. Eso explica porqué Hitler lo tuvo tan fácil.

Cada año hay algunos altercados, es cierto. Hace unas semanas una panda de unos ochenta moteros nazis sembró el pánico por la zona, pero en S'Arenal las peleas campales y las muertes violentas son noticia, mientras que en Magaluf solo lo es su capacidad de pulverizar temporada alta tras temporada alta cualquier límite imaginable de degradación y estupidez salvaje, convirtiendo en moda actividades tan poco inteligentes como saltar del balcón a la piscina. He ahí un ejemplo implacable de cómo funcionan las leyes del darwinismo.

A las juventudes alemanas no se les va tanto la olla como a la white trash suburbial inglesa. Su comportamiento es en general el previsible cuando juntas a un montón de chavales con las hormonas revueltas y los concentras en un sitio con sol, alcohol barato, tecno-pop teutón y house de garrafón a todo trapo. Vale, se visten de forma extravagante y hasta ridícula, especialmente las despedidas de soltero/a, pero en general son gente maja que solo quiere echar un polvo y ponerse ciego a las tres de la tarde.

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Que la final se jugara a las nueve de la noche los obligó a modificar sus hábitos. Había que dosificarse, aunque a las ocho ya te encontrabas a algún que otro campeón con los ojos vidriosos y dicción excéntrica, especialmente en los alrededores del Megapark, algo así como el Nôtre Dame de los biergartens, un local inmenso siempre a reventar, con gogós bailando sobre las mesas y una nube de euforia sexual aplastante en el ambiente. Allí también te topabas con una gran concentración de lecheras de la nacional, solo por si acaso. Los nacionales siempre saben dónde es la fiesta.

El caso es que para entrar en el Megapark te pedían 35 euros con barra libre y no estábamos por la labor, así que decidimos dar una vuelta e inspeccionar un poco los alrededores de la Bierstrasse, la Calle de la Cerveza, y buscar por allí algún sitio acogedor donde ver el partido. Durante los minutos previos había una marea constante de camisetas blancas, chicas rubias con la bandera alemana pintada en las mejillas y zagales con cierto aire de autosuficiencia. Parecían dar todos por hecho que ganarían el Mundial, como al final así fue, aunque con algo más de emoción de la prevista.

De hecho, durante la primera parte estaba todo el mundo bastante tranquilo y algo acojonado. Argentina tuvo buenas oportunidades y lo único que se pudo celebrar en los atestados biergartens fue la anulación del gol del Pipita Higuaín por fuera de juego.

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Ese fue el único momento en que pensé que quizás sí moriría esa noche. Como he dicho, había ido ahí con dos argentinos, el fotógrafo Pato Conde y Gato, exbatería de los míticos Fun People y ahora en los muy recomendables Trance. Ambos me habían prometido que se iban a controlar, pero los muy hijos de puta no pudieron contenerse y cuando el Pipita marcó se delataron de forma flagrante. Ver como toda una calle llena de alemanes se gira en tu dirección te lleva a replantearte la importancia de la amistad y si, llegado el momento, vale la pena recibir una paliza por alguien que en el fondo apenas conoces. Quiero decir, ambos me caen bastante bien, pero en general no estoy a favor de recibir puñetazos en la cara, eso es todo.

Hasta entonces todo había ido relativamente bien e incluso nos sentimos parte de la hermandad cuando todo el mundo dentro de un atiborrado Bierkönig silbó a la presidenta Angela Merkel. Al parecer los españoles no somos los únicos que pensamos que es una auténtica arpía. Pato y Gato (sí, tienen nombre de dúo de dibujos animados) incluso decidieron no tomarse a mal que alguien quemara una bandera argentina en medio del ímpetu generalizado, pero creo que encontrarse con un camarero argentino con la camiseta de la selección los envalentonó. Así que, queridos argentinos, si Messi no apareció no fue su culpa: era yo que rezaba para que no la liara.

El resto es historia: Alemania fue de menos a más y en la segunda parte ya podría haber marcado. En la prórroga siguió la cosa igual y ya me estaba aburriendo, pero un tipo bajito -en contraste con el resto de sus compañeros de equipo- llamado Mario Götze marcó en el minuto 113. Supongo que podéis imaginar el efecto que tuvo en la Calle del Jamón (así llaman al sitio donde estábamos, otra de esas calles atestadas de bares que reciben por ello un nombre folklórico). Después de todo los alemanes también tienen sentimientos. Los siete minutos que quedaban fueron un mero trámite, con la gente celebrando una pelota lanzada al cielo por Messi como si hubieran metido un segundo gol. Y a partir del pitido final, la fiesta, el "We Are The Champions" sonando en todos los putos bares del lugar creando un extraño efecto debido a la falta de coordinación, de manera que los que estábamos en la calle oíamos hasta cuatro fragmentos diferentes del himno a los gays de Freddie Mercury sin saber muy bien cuál seguir. Abrazos, gritos de "Deutschland!" y alegría generalizada, descontando a mis dos acompañantes, quienes se tuvieron que conformar con el premio de consolación: una salchicha, varios litros de cerveza y una visita final al Megapark, donde la combinación de gogós semidesnudas, teutones eufóricos sin camiseta sobreexpuestos durante varias horas a la barra libre y las reproducciones de plástico de la copa del Mundial habían creado el ambiente perfecto. Si la libido fuera inflamable podríamos haber dejado un boquete de quilómetros y haber arrasado la zona.

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En toda la noche solo nos hicieron el saludo nazi una vez, así que supongo que en general fue una noche divertida y no excesivamente peligrosa y solo tuvimos que lamentar que una generosa corrida de mostaza le pringase las bambas a Pato. Y que Argentina no ganara el Mundial.