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El número de Siria

Fui a Siria para aprender a ser periodista

Sunil Patel jamás había publicado un artículo cuando en agosto de 2012 decidió ir a Siria para hacerse corresponsal de guerra. Como idea era una locura, cierto, y durante su viaje estuvo a punto de morir varias veces. Aun así, creemos que su historia...

Combatientes del Ejército de Liberación Sirio en Baba al-Nasr, a las afueras de Aleppo, se preparan para la batalla.

A Sunil Patel, de 25 años, nunca le habían publicado nada antes de que, en agosto de 2012, decidiera irse a Siria como corresponsal de guerra. Antes de su viaje vivía con sus padres, había trabajado en el departamento de apoyo comunitario de la policía de Londres y, en algunas ocasiones, como voluntario en campos de refugiados kurdos y palestinos. En uno de sus viajes como activista trabó amistad con un experimentado periodista independiente de Canadá, que le prometió llevarle a zonas de Siria a las que un extranjero tenía casi imposible acceso por cauces legales. Era una idea de locos, seguro, y casi muere varias veces durante el viaje, pero creemos que su historia bien valió el riesgo. Y no, VICE no le envió allí. Hizo esto por voluntad propia y fue más tarde cuando nos enteramos.

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C onocí a Carlos en un cibercafé en Erbil, en el Kurdistán iraquí (y, obviamente, “Carlos” no es su verdadero nombre). Oí por encima cómo hablaba con alguien por skype acerca de algo relativo a Palestina y Siria, y cuando terminó entablamos conversación.

Carlos me contó que ya había estado en Siria como fotógrafo independiente, y que tenía intención de volver pronto. Yo le conté que había sopesado ir para escribir sobre el conflicto, pero que no tenía experiencia como periodista. “¿Sabes qué?”, dijo. “Yo te llevaré a Siria”. No parecía importarle que yo fuera un novato.

Carlos se dejó caer esa noche por mi hostal. No tenía un lugar donde quedarse ni dinero para una habitación, así que durmió en el suelo de la mía. Tuvo su riesgo dejar que se colara, pero valió la pena porque nos pasamos la noche hablando de Siria.

Me dio la impresión de que Carlos quería a alguien que fuera con él. Yo ya tenía un billete de regreso a Londres, pero llegamos a un acuerdo: volvería a casa y cuando Carlos estuviera listo para volver a Siria me llamaría y nos encontraríamos en Turquía. Desde allí, me explicó, cruzaríamos la frontera. “Tengo contactos”, dijo. Yo estaba un poco nervioso, pero me pareció un buen plan. Nunca habríamos tenido reporteros de guerra como Robert Fisk o Seymour Hersh si se hubieran quedado en casa con sus mamás en vez de meterse en el fregado.

Ya en Londres, a mis padres no les entusiasmaron mis planes de viajar a un país inmerso en plena guerra civil. Creían que me iban a matar. Mi hermana se puso furiosa. Les dije que siempre había querido ser corresponsal de guerra, y que si alguna vez tenía una oportunidad de convertirme en un periodista de verdad, era esa. Si la gente quiere noticias, alguien tiene que ir a conseguirlas. A ellos eso no les importó. Estaban disgustados.

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Justo al día siguiente llamó Carlos. “Tío, escucha”, dijo. “Voy a entrar. ¿Vienes o no?”

Yo ya lo tenía decidido. Le dije a Carlos que nos encontraríamos allí y compré un billete para el próximo vuelo a Turquía. Mi avión aterrizó en Estabul, y de ahí cogí un autobús hasta Hatay, donde Carlos se estaba alojando con unos amigos. La frontera con Siria estaba a unos 40 kilómetros en dirección sudeste. Queríamos llegar lo antes posible, pero ninguno de los dos sabía más que unas pocas palabras en turco o árabe. Tuvimos la suerte de conocer a una familia turca que nos ayudó a llegar allí. Nos llevaron a su casa, nos invitaron a té y acabamos hablando con ellos mediante Google Translate, tecleando las palabras en su ordenador. Les explicamos que estábamos intentando llegar a Siria. Entendieron lo que les decíamos y nos ayudaron a llamar a uno de los contactos de Carlos, que se suponía que tenía que encontrarse con nosotros cerca de la frontera para ayudarnos a cruzar. Sólo teníamos que llegar hasta allí.

En este punto Carlos me informó de que era un autoestopista veterano y que había viajado haciendo dedo por toda la Europa del Este. Decidimos, por tanto, hacer dedo hasta la frontera siria. Probablemente éramos una extraña pareja: yo soy indio, así que no parecía tan sospechoso, pero Carlos es un hombre blanco de pelo negro con una cámara colgando del cuello. No sé si esto hizo que los camioneros se sintieran más o menos dispuestos a llevarnos, pero tuvimos que hacer dedo todo el camino por la estrecha carretera de dos direcciones a las afueras de Hatay. Fueron siete viajes con siete distintos camioneros, más de tres horas de trayecto, para recorrer los 40 kilómetros hasta la frontera. El contacto de Carlos, un tipo llamado Muhammad, condujo los últimos kilómetros hasta un pueblo llamado Reyhani, próximo a la frontera.

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La de Reyhani, una de las fronteras entre Turquía y Siria con más ajetreo, está a unos 56 kilómetros de Alepo, donde la guerra estaba en pleno fragor. Mientras merodeábamos por allí tratando de orientarnos, un caudal de refugiados intentaba entrar en Turquía. Huyendo de la guerra, asumí.

Cruzamos la frontera. Nadie nos detuvo ni nos hizo preguntas. Simplemente pasamos caminando. Al otro lado se apiñaban los refugiados, esperando para entrar en Turquía a pie y en coche. No teníamos intérprete, ya que no nos podíamos permitir uno. Carlos no tenía más contactos, y a estas alturas simplemente confiábamos en ver rebeldes por allí con los que poder hablar y que nos enseñaran qué aspecto tiene la guerra.

Justo en ese momento se nos acercaron unos hombres con uniformes militares. “¡Periodista!”, gritaron en árabe. “¡Periodista!” “Sí, somos periodistas”, dije yo en inglés. “Queremos hacer algo de cobertura. ¿Podéis llevarnos con vosotros a la guerra?”

Otro hombre apareció. Era un periodista sirio y hablaba algo de inglés. “No os preocupéis”, dijo. “Estos hombres son del Ejército Libre de Siria. Podéis ir con ellos. Creedme, estais a salvo”.

Nosotros, naturalmente, teníamos nuestras dudas, pero aquella era nuestra única oportunidad. Pensamos, vamos a probar y a ver qué pasa. No parecía tan peligroso.

Nos amontonamos todos en un pequeño y destartalado Toyota de cinco puertas. Delante se sentaron dos soldados bien armados, y el periodista sirio, Carlos y yo nos sentamos detrás. El periodista nos hizo de traductor y dijo que los soldados nos estaban llevando a su base. No se apreciaban combates en los pueblos que fuimos dejando atrás; las casas seguían en pie y todo parecía en orden.

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Tardamos 40 minutos en llegar a lo que parecía un edificio escolar. Dentro había alrededor de 30 soldados más y un sirio que hablaba un inglés mucho peor que el del tipo con el que habíamos ido. Nos dijo que estábamos en Idlib. “Sois periodistas”, dijo. “Cuidaremos de vosotros. Si queréis buscar historias, si queréis ir con los rebeldes, yo os ayudaré”. Él no era uno de los rebeldes, pero sí amigo de ellos. Los soldados del ELS nos trajeron entonces una copiosa comida a base de humus y falafel.

Pasamos cuatro días en esa zona, sin hacer gran cosa. Unos niños que encontramos en el cercano poblado de Binnish nos dijeron,”¡No vayais a Alepo! ¡No queremos que murais!” Les dije que tampoco yo quería morir, pero es que pensé que estaban bromeando. Acabamos impacientándonos por no haber combates donde estábamos, así que una noche preguntamos a uno de los soldados del ELS si podría alguien llevarnos a la antigua ciudad, que estaba bajo asedio. Nos respondió, “Por supuesto”.

Justo antes de medianoche, un comandante nos llevó en coche durante una hora hacia el este, hasta un pueblo llamado Jabal al-Zawiya. Recuerdo haber pensado: ahora estamos viajando con un comandante. Las cosas se van a poner serias. Batallas todo el rato.

Jabal al-Zawiya se encuentra en las montañas, y esa noche la pasamos en una pequeña casa de barro en una colina. Estaba llena de hombres ancianos. Llevaban ropas militares y estaban bien armados. Recuerdo que vi un perchero del que colgaban M-16. Explotaban bombas a distancia. Además de los viejos, había un joven sirio que había estudiado literatura inglesa en la universidad. Él fue nuestro intérprete.

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Al día siguiente, el antiguo estudiante nos dio una vuelta por la zona y entrevistamos a gente afectada por la guerra, entre ella un hombre que había perdido a su hija de once años la semana anterior, cuando un misil de un avión de Assad alcanzó su casa. Nuestro guía nos llevó a otro pueblo cercano y nos enseñó los restos de una casa que los shabiha –matones leales a Assad– habían incendiado. Entramos en el edificio abrasado e hicimos fotos de todo lo que pudimos.

Aun así, era un chasco. No estábamos en Alepo, donde se estaban librando los verdaderos combates, y queríamos ir. Queríamos ver las bombas que oíamos tan cercanas. Unos días más tarde, un comandante del ELS se ofreció a llevarnos más cerca de las líneas de combate, a otra base rebelde a las afueras de la ciudad. Dije, “Sí, colega, estamos listos para ir”, y nos llevó a Carlos y a mí en su coche. Sólo nosotros tres.

El camino era difícil. Pasamos por varios pueblos totalmente destruidos. La mayoría de las estructuras habían sido bombardeadas y estaban a punto de derrumbarse, y las pocas casas que quedaban habían sido saqueadas. Pueblos fantasma.

Unas horas más tarde, el comandante nos dejó en una base del ELS justo a las afueras de Alepo. Había unos 25 rebeldes, y el comandante les dijo, “Mañana llevad a estos hombres a Alepo. Quieren ver la guerra”. Y tras eso se marchó.

Ninguno de los soldados hablaba inglés, pero hicimos lo que pudimos. No nos ofrecieron comida, como los rebeldes de Jabal al-Zawiya. Las cosas, obviamente, eran aquí más duras. Llevaban meses luchando contra las tropas de Assad, y eso era evidente por su actitud hosca. Sin embargo, de alguna forma, seguían siendo amistosos. Durante toda la noche oímos las bombas que estallaban en Alepo, a unos 20 kilómetros de distancia.

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Pósters ensangrentados de Assad tras un combate en Baba al-Nasr.

Por la mañana, tres soldados del ELS nos condujeron al centro de Alepo. Había oído que todos los accesos a la ciudad estaban bloqueados por las fuerzas de Assad, así que imaginaba que tendríamos que colarnos de algún modo más allá de las líneas enemigas. Nos imaginé agachados en el asiento trasero y esquivando francotiradores. Pero no fue así. Simplemente condujimos hasta el interior de la ciudad. Todo el lugar estaba destrozado: edificios bombardeados y humeantes, barrios enteros en ruinas. En algunas calles, sin embargo, había comercios abiertos y algún que otro civil ocupándose de sus asuntos. Cada pocos minutos oíamos explotar en alguna parte un misil o un mortero.

Los tipos del ELS nos dejaron delante de una gran casa en el centro de Alepo. Había montones de combatientes del ELS tanto dentro como fuera, corriendo de un lado a otro y disparando sus AK-47. Estaban intentando eliminar a uno de los francotiradores de Assad, apostado en un edificio al otro lado de la calle que hacía de línea divisoria entre las tropas de Assad y el ELS. Esta línea consistía en unas filas de edificios bajo control del ELS que habían sido devastados por ataques con misiles. Los edificios del lado de la calle controlado por el ejército sirio estaban relativamente intactos.

El tiroteo finalmente terminó, y los hombres que nos habían llevado hasta allí se marcharon, no sin antes presentarnos a otros combatientes del ELS y decirles que necesitábamos un sitio donde quedarnos.

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“Este es el trato”, explicó uno de los rebeldes. “Estamos aquí para ser mártires. Queremos ayudar al pueblo de Siria. Si mañana viene un tanque y pone en peligro a nuestra gente, tendremos que ir ahí y arriesgar nuestras vidas”. Se frotó la barbilla e hizo una pausa. “Y estoy seguro de que vosotros nos queréis arriesgar las vuestras. Nosotros moriremos por la causa de Alá. No creo que vosotros queráis”.

Yo sólo pensé: hostia puta. Acabamos de llegar al centro de una zona de guerra. Nuestro conductor se ha ido y no va a regresar. ¿Qué vamos a hacer si estos tíos no quieren que nos quedemos con ellos?”

Hablamos con nuestro nuevo amigo rebelde el suficiente tiempo como para ganarnos su confianza, y nos permitió que le acompañáramos. El intercambio de disparos con el francotirador había terminado, así que nos llevó de visita por los bloques cercanos en el lado bajo control del ELS. Nos mostró unos edificios destruidos por la aviación de Assad y una ambulancia que había sido incendiada. Después nos llevó a una pequeña mezquita, delante de la cual había un cuerpo. Era un policía muerto. Era uno de los hombres de Assad, y unas semanas antes había intentado arrojar una granada dentro de la mezquita, pero le detonó en la mano. El hedor era espantoso. Fue entonces cuando pensé: Muy bien. Yo no debería estar aquí.

A continuación nuestro guía nos llevó a un enorme centro comercial. En la planta baja quedaban algunas tiendas vendiendo productos básicos, como alimentos y pasta dentífrica, pero el segundo piso era una completa ruina. No había nadie, comida vieja y basura desperdigada por todas partes. Todas las ventanas estaban rotas, y los comercios, saqueados. Parecía abandonado excepto por los colchones que los rebeldes aprovechaban para dar una cabezada entre batallas.

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Dentro, nuestro anónimo nuevo amigo nos dijo que en pocas horas habría combates cerca de allí, y que tendríamos una vista mejor desde una de las plantas superiores. Su unidad había recibido información de que uno de los tanques de Assad aparecería calle abajo, y le iban a tender una emboscada. Le dije que quería ir a la última planta –un décimo piso– para hacer fotos. “Puedes ponerte ahí si quieres que te alcance un francotirador”, dijo. Según él, el séptimo piso sería seguro, y nos llevó arriba antes de unirse a sus camaradas. La vista era magnífica. Carlos y yo hicimos algunas fotos de los rebeldes corriendo por las calles, preparándose para la inminente batalla.

Pasaron tres o cuatro horas sin que sucediera nada. Fumamos un poco de shisha. Me convencí de que la supuesta batalla era resultado de una información errónea. Carlos decidió ir a la planta baja para hacer unas fotos más, dejándome en la séptima planta de ese centro comercial abandonado.

Entonces me vino a la cabeza: este es un edificio alto y el gobierno tiene como objetivo a los rebeldes… que es obvio que llevan tiempo utilizándolo como base. Este edificio podría ser bombardeado en cualquier momento.

Puede que mis intestinos lo notaran antes que mis oídos, pero un jet zumbó muy cerca justo cuando estaba pensando esto.

Un tremendo sonido, como un trueno, resonó más arriba. Mis instintos no funcionaban bien. Sabía que había sido una bomba, pero yo me quedé allí, anonadado.

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Un segundo más tarde cayó otra bomba, seguida de otro tremendo “boom” que me sacó de mi estupor. Llamé a gritos a Carlos, porque no sabía dónde estaba, ni siquiera si estaba vivo. Le encontré escaleras abajo, aterrorizado. Mi aspecto seguro que era el mismo.

En la planta baja, los tenderos se apresuraban a recoger sus mercancías para que no sirvieran de cebo al inevitable pillaje. La mayoría de los del ELS ya se habían puesto a cubierto, a excepción de dos rebeldes que seguían en la planta baja con nosotros.

Transcurrieron unos minutos sin que recibiéramos fuego, tiempo suficiente para que nos relajáramos un poco. Carlos se puso a reír y yo con él, del modo en que se hace a veces después de que haya sucedido algo inesperado y terrible.

Lo siguiente que oí fue, ¡bam! Y de repente la gente estaba gritando. Me giré y vi a uno de los hombres del ELS que había estado al lado de nosotros tirado en el suelo, sangrando por la cabeza. Su cráneo se había partido en dos por un trozo de escombro caído desde una de las plantas superiores. Un minuto antes estaba a un metro y medio de mí. Ahora estaba en el suelo, sangrando hasta morir. Saqué una camiseta de mi mochila e intenté detener la hemorragia, pero la sangre no tardó en empaparla. El hombre quedó inconsciente y unos rebeldes se acercaron a la carrera, lo arrastraron hasta la calle y lo metieron en un jeep.

“Ahora es un mártir”, me dijo un rebelde en inglés.

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Un policía sirio muerto delante de la mezquita que había tratado de volar por los aires.  Esa noche, un soldado del ELS al que conocimos en el centro comercial nos llevó a una base rebelde en otra parte de la ciudad, donde dormiríamos más seguros. Estos nuevos miembros del ELS fueron muy amables. Nos dieron nuestros propios colchones y dijeron, “Quedaos el tiempo que querais. Queremos periodistas que escriban sobre la guerra”.

El día siguiente, por fortuna, fue mucho más tranquilo. En este nuevo campamento había un centro de prensa con ordenadores y acceso a internet. La conexión no era muy buena, y un grupo de periodistas sirios acaparaba el equipo. Escribí una historia rápida y se la mandé a un editor del Independent, en Londres, junto con mis fotos. Yo nunca había publicado nada, pero esperaba que les interesara la historia. Uno de los periodistas sirios me echó del ordenador antes de poder recibir respuesta.

Los rebeldes nos llevaron entonces a Salaheddin, un distrito en Alepo que los hombres de Assad y el ELS llevaba semanas disputándose. El vecindario estaba devastado y casi todos los edificios destruidos. Costaba imaginar que allí hubiera vivido comunidad de alguna clase en tiempos recientes.

Al caer la noche empezaron de nuevo los sonidos de la guerra, que no cesaron hasta el día siguiente. Para entonces yo ya me había acostumbrado y conseguido dormir un poco entre explosión y explosión. Hubo un momento en que levanté la cabeza, me di cuenta de que no había nadie en pie y pensé, al carajo, voy a seguir durmiendo.

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Nuestro tercer día en Alepo fue bastante soso, dejando aparte haber visto otro cadáver. Estábamos en medio de una batalla en el barrio de Bab al-Nasr. En alguna parte, unos combatientes del ELS estaban intentando abatir a un francotirador apostado en un edificio, y un rebelde resultó alcanzado. No vi cómo sucedía, pero sí al hombre gritando después de recibir el disparo. Todos los que estaban ahí ayudaron a arrastrarle hasta una furgoneta, donde murió poco después.

Esa noche, de regreso en la base, conocimos a un tipo realmente interesante que estaba a cargo de las comunicaciones por radio del ELS. Habló con nosotros en inglés, explicándonos que todos los rebeldes usaban walkie-talkies y que eso era un gran problema. Las tropas de Assad podían sintonizar sus frecuencias fácilmente.

En nuestro cuarto día en Alepo, el cercano estallido de una bomba me despertó a eso de las 7 de la mañana. Cayeron varios proyectiles más y luego todo quedó en calma.

Salí al exterior para ver qué había pasado. Un misil había hecho impacto en un patio de recreo a unos 30 metros de nuestra base y abierto un enorme cráter. Otro misil había destruido una pared en una casa cercana.

Cerca de esa casa se había formado un nutrido grupo de sirios. Carlos y yo nos acercamos a echar un vistazo. También se acercaron unos periodistas franceses que se alojaban en la base y un grupo de rebeldes. La mitad de la casa ya no existía, y los vecinos del dueño se habían concentrado en el patio. Los franceses estaban entrevistando a la gente cuando de repente el grupo de sirios empezó a recoger piedras y arrojárnoslas.

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“¡Ah, bastardos franceses!”, gritó alguien. “¡Mierdas occidentales! ¡No os importamos nada!” Después se giraron hacia los rebeldes, dirigiendo sus piedras hacia ellos. “¡Iros de aquí”, nos dijeron, “y llevaos con vosotros al ELS!”

(Un combatiente del ELS tradujo más tarde para mí lo que el grupo había dicho exactamente; pero, incluso sin haber entendido en ese momento sus palabras, estaba claro que no les gustábamos).

Entonces yo no lo sabía, pero los civiles de Alepo eran objetivos del ejército por estar en la vecindad de una base rebelde. Por tanto, había tensiones entre los civiles y el ELS. Más tarde vi a un grupo del ELS golpear a un tendero cuando éste les pidió que se marcharan de su tejado. Tenía miedo de que un avión bombardeara su tienda. Los rebeldes se bajaron del tejado, le dieron patadas y puñetazos y le encerraron en su propia tienda.

Pero, de vuelta a la turba: la gente gritaba y arrojaba piedras a los del ELS, y a su vez los del ELS les gritaban a ellos, mientras los periodistas franceses lo grababan todo. En Alepo hay muchos civiles que no terminan de apoyar lo que el ELS está haciendo. Tampoco apoyan a Assad. Hay, por supuesto, mucha gente que sí apoya al ELS. Pero no todos. El abanico de puntos de vista es variado y complejo.

Un combatiente del ELS tras ser alcanzado en el estómago por un francotirador en Baba al-Nasr.. Fue más tarde, ya después del mediodía, cuando las cosas se volvieron locas en Alepo. Primero nuestro guía nos condujo a un par de vecindarios desolados para ver más batallas. En una de ellas conocimos a un chico de 18 años sirio-americano. Vino hacia nosotros y empezó a hablarnos con acento americano. Dijo que era de Virginia y que había venido a Siria para unirse al ELS y ayudar a matar a Assad. “¿Pensais que voy a dejar que mi gente sea asesinada?”, dijo. No quiso decirnos su nombre.

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A continuación, un guía distinto del ELS nos dio unas vueltas hasta llevarnos a una base donde dio una entrevista para la agencia France-Presse. Les contó un montón de mentiras. Cuando los periodistas franceses le preguntaron si habían conseguido sus armas de traficantes a través de la frontera con Turquía, nuestro guía dijo, “Oh, ¿qué armas? ¿Estas armas? No las conseguimos de la frontera. Las armas que tenemos son las que teníamos en el ejército antes de desertar. Seguimos utilizando las mismas armas”. Me pareció una completa chorrada.

También les contó a los periodistas franceses una historia acerca de cómo, más temprano, ese mismo día, había entrado en combate y volado ocho tanques. Y yo pensé: ¿Pero qué coño de tanques? He estado con él todo el día y el único vehículo que casi se cargó fue su coche, cuando se equivocó de combustible. Cuando le planteamos esto, nos dijo, “Oh, es que vosotros no habéis visto los tanques”. Otra chorrada. Aun así, supongo que lo entiendo. Es propaganda, y el ELS cree que tienen que hacer que la gente crea que están ganando la guerra contra Assad, para atraerlos a su lado.

Después de la entrevista nos llamaron para decir que una panadería había sido bombardeada y que deberíamos ir al hospital donde estaban atendiendo a las víctimas. Nos llevó 15 minutos llegar hasta allí y encontramos un espectáculo horrible. “El “hospital” parecía haber sido antes un pequeño hotel.

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Delante del edificio había siete u ocho cuerpos alineados junto a una pared. Estaban cubiertos con sábanas, sus rígidos brazos y piernas asomando por debajo de la tela. Cerca de ellos, una mujer gritaba histéricamente sobre el cadáver de su hijo. Estaba rodeada de un emjambre de reporteros.

Fue entonces cuando descubrí que quizá yo no estaba hecho para ser periodista. No tenía estómago para ir a hacerle fotos a la mujer. Finalmente le hice unas cuantas, pero me resultó atroz.

En el interior la gente iba y venía a toda prisa entre una confusión de cuerpos destrozados. La mayoría de las víctimas estaban conscientes y respiraban, pero había sangre por todas partes. Los médicos intentaban atender a todos al mismo tiempo y se les notaba que lo estaban pasando fatal, sobre todo intentando atender a un hombre de cuya cabeza manaba la sangre a chorros.

Yo nunca había visto nada semejante y me estaba revolviendo el estómago, así que volví a salir fuera. Pero allí las cosas no eran mucho mejores. Había llegado un camión y un grupo de hombres estaban cargando dentro el cadáver de un hombre joven. Había hombres y mujeres llorando.

Llegó un hombre con su hija en brazos. La niña estaba sangrando por la cabeza. El hombre sollozaba y parecía tan cansado de llorar y cargar a su hija en brazos que daba la impresión de estar a punto de caerse al suelo. Alguien cogió a la niña y la llevó dentro. El hombre se derrumbó.

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¿Cómo se informa de algo así? ¿Qué podía hacer, ir a la gente y preguntar, “eh, colega, cómo te sientes al respecto de esto”? Y qué dirían: “Ah, bueno, creo que bien, mi panadería ha sido bombardeada, mi hija está muerta…” Todo el asunto era espantoso, horrible. Lo único que yo quería era marcharme de allí cuanto antes.

Carlos y yo habíamos planeado quedarnos en Siria dos semanas. Este era nuestro cuarto día en Alepo, pero fue en ese hospital donde decidí que teníamos que irnos. Pero Carlos no quería marcharse. “Estamos siendo unos putos cobardes”, dijo. “Mañana por la mañana todo estará bien”.

Poco después de marcharnos del hospital, fue el turno de Carlos de cagarse de miedo. Dejamos la panadería y subimos al coche del hombre del ELS. Queríamos regresar al centro de prensa, pero el conductor nos dijo que a lo largo del día había sido atacado por los aviones de Assad y que ya no era seguro que nos quedáramos allí. Un mortero explotaba cada dos minutos durante nuestro trayecto. Y, de repente, apareció un jet justo encima del coche. De un viraje brusco, nuestro conductor, aterrorizado por si nos disparaba, metió el coche en un callejón. Nos quedamos ahí escondidos.

Pensé que estábamos a salvo, pero Carlos empezó a ponerse histérico. “¡Mierda! ¡Mierda!”, gritó. “¡Van a venir a por nosotros! Tenemos que salir del coche”.

Le dije, “¡Estás perdiendo la puta cabeza, tío! Eso no nos va a ayudar. Si ven por la calle a un tipo blanco colgado en medio de la calle con una cámara, te van a reventar de un bombazo”. Eso logró calmarle.

Los médicos hacen lo que pueden atendiendo a los heridos después de que las tropas de Assad bombardearan una panadería en Alepo. Esa noche, como el sitio en el que nos quedábamos había sido destruido, nos indicaron una casa segura para los periodistas a las afueras de Alepo. Era donde se estaban alojando los periodistas franceses y unos reporteros del New York Times. No sabíamos ni que existía.

Acompañamos a cuatro periodistas de camino allí, y durante el trayecto tuvimos otro susto cuando uno de los jets de Assad empezó a sobrevolar nuestro taxi, lo cual hizo que uno de los reporteros con los que estábamos hiciera una foto con flash. El piloto respondió dando la vuelta y disparando dos misiles a la autopista por la que circulábamos. No nos alcanzaron, pero a nuestro conductor casi le da un ataque de nervios. Yo no podía creerme lo que estaba sucediendo. Fueron los diez segundos más ridículos de mi vida.

El taxista no dejaba de gritarle al tipo que hizo la foto y me pareció que estaba a punto de romper a llorar. Le dije a Carlos: “¿Todavía te quieres quedar en Siria?” Al final admitió que deberíamos irnos.

Conseguimos llegar a la casa segura y, a la mañana siguiente, el sirio que estaba a cargo del lugar arregló que un taxi pasara a recogernos y nos llevara fuera de Alepo. Pero, cuando llegó, Carlos y yo no teníamos dinero suficiente. Yo había traido al país alrededor de 5.000 libras sirias (unos 60 euros), y sólo me quedaban 800. El conductor dijo que eso no bastaba para llevarnos hasta Turquía, y que por esa cantidad sólo nos podía acercar hasta el poblado de Azaz. No es que estuviera muy lejos, pero nosotros queríamos salir cuanto antes de Alepo, así que nos montamos.

Cuando llegamos a Azaz resultaba evidente que el poblado había sido totalmente arrasado por la guerra. Pero allí encontramos otro taxi. No nos quedaba dinero, y el taxista dijo que llegar hasta la frontera nos costaría 15 euros. Acabé regateando, ofreciéndole mi iPod por el viaje.

Cuando por fin llegamos a la frontera con Turquía, tres combatientes del ELS nos cerraron el paso. Eran educados pero firmes. Al parecer habíamos entrado en Siria de forma ilegal y, por lo tanto, no podíamos abandonarlo de manera legal. Nuestros pasaportes no estaban sellados. Nos dijeron que teníamos que volver a donde habíamos cogido el taxi y encontrar otro modo de entrar en Turquía.

La única opción que teníamos para volver a Azaz era con unos combatientes del ELS, colegas de los que nos habían cerrado el paso. Nos llevaron hasta allí y nos ayudaron a encontrar un vehículo que nos llevara hasta una parte de la frontera por donde nos resultara más fácil colarnos: una yerma extensión de terreno donde había una planta industrial.

El hombre que nos llevó allí se giró a Carlos y a mí y nos dijo, “Vale, aquí estamos. ¡Ahora corred!”

“¿Y si unos soldados turcos deciden acribillarnos?”, pregunté.

“¡Por eso tenéis que correr!”, dijo él.

Cagados de miedo, corrimos al esprint por esa franja de desierto durante cinco minutos. Logramos llegar a Kilis, Turquía. No era lo mismo que estar de regreso en Londres, pero yo ya me contentaba con que no me hubieran volado las pelotas. Y con haber dejado Siria. Ya no quería ser periodista. Pensaba en dedicarme tal vez a la política.

En Kilis eché un vistazo a mi email por primera vez desde que llegué a Alepo. El editor del Independent –a quien había enviado mi único artículo y unas cuantas fotos– me había respondido. Su mensaje decía que, desafortunadamente, habían rechazado mi historia.

Oficialmente, ese era sin ninguna duda el final mi carrera como corresponsal de guerra.