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Fui a uno de esos cruceros de mierda y me gustó

Ancianas con chaleco salvavidas, excursiones horribles, apuestas en el casino, fiestas temáticas y camareros cantando 'Amigos para siempre'. Quiero volver.

El autor en el casino del crucero. Todas las imágenes cortesía del autor.

Sí, lo confieso, he hecho un crucero. Sí, he sido testigo de un flashmob por parte de un animado puñado de camareros al ritmo de Amigos para siempre (y me he visto obligado a agitar la servilleta). Sí, he visto un espectáculo protagonizado por un trasunto de Jack Sparrow que, bajo los acordes de Hans Zimmer, rapta a una doncella con intenciones deshonestas (no he visto las películas, ¿es Sparrow un agresor sexual?). Sí, me crucé en uno de los innumerables bares del barco con un tipo vestido de Cantinflas y con cara de pocos amigos (no hagáis preguntas, por favor). Sí, he sido convocado a noches temáticas hawaianas, ibicencas y rockeras en las que, por supuesto, no participé (hubo chicas que se raparon media cabeza a lo punk). Y sí, me hice la foto reglamentaria con el capitán (aunque luego me enteré de que no era el "verdadero" capitán… un turbio y espinoso asunto).

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Lo fácil sería ponerse en plan David Foster Wallace y destripar a tripulación y pasaje cual pescados, como hizo él en Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer , obra que ha ayudado a cimentar la leyenda negra de estos buques. Pero no olvido que el bueno de David acabó con su vida - no parece que exista una relación causa efecto entre el crucero al Caribe que protagonizó y su posterior suicidio- así que, por si acaso, me contendré. Seré fuerte. A ver, que no es para tanto. Las horteradas descritas no tienen carácter intrusivo. Sólo el inútil y obligatorio simulacro previo al zarpe (he tenido que buscar esta palabra) puede llevar a un motín prematuro. Juraría haber visto a uno de los camareros retirar un plato de comida a una pobre anciana (a ojo de buen cubero, diría que el 72,3% del pasaje corresponde a este colectivo) para que se baje a la hora y cubierta señalada, se atavíe con un aparatoso chaleco salvavidas (hay quien no puede evitar la tentación de dar el coñazo con el silbato) y reciba unas vagas instrucciones que, teóricamente, pueden salvar su vida en caso de naufragio.

Como un resort, pero flotante. Pulserita con acceso ilimitado a comida y bebida, agasajado por una pléyade de fieles sirvientes que -piensas ingenuamente- darían su vida por la tuya sin pestañear.

En realidad, la sensación es la de estar en un resort como los de la Riviera Maya, pero flotante. Pulserita con acceso ilimitado a comida y bebida incluida, agasajado por una pléyade de fieles sirvientes que -piensas ingenuamente- darían su vida por la tuya sin pestañear. No puedes evitar preguntarte qué pasaría si, por ejemplo, una ola como la del Poseidón diera la vuelta al barco, dejándolo quilla arriba. ¿Seguiría Roberto preguntándome si está todo a mi gusto o no dudaría en devorarme si de ello dependiera su supervivencia?

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Algún valiente, sobre todo chiquillos, se aventuraba a bañarse en la piscina de la cubierta principal, desafiando a la climatología y a un inquietante cartel que nos previene de usarl:a "si usted experimenta diarrea, vómitos o fiebre".

Ahora en serio, no les puedo poner pegas. El barco partió desde Valencia y la travesía duro siete días y siete noches, abarcando los puertos de Málaga, Porto Torres (Cerdeña), Civitavecchia (Roma), Ajaccio (Córcega) y Palma de Mallorca, y sus correspondientes excursiones. He aquí mi primer lamento, la espita que puede arruinar estos viajes. No las hagáis. No por la organización. No por el precio. No hagáis las excursiones por evitar el roce con vuestros compañeros de viaje. Vuestros semejantes. Vuestros compatriotas. Al llegar a Cerdeña, nuestro grupo de autobús estaba compuesto en su totalidad por pacíficas y en apariencia adorables abuelas británicas. A última hora, alguien decidió que no debíamos estar allí (supongo que pensaron que preferíamos un guía español) y nos destinaron a un autobús abarrotado de españolitos. Al principio compruebas que el volumen de voz supera el nivel medio de decibelios. Lo aceptas. Pero a medida que el esforzado guía comienza su exposición, el murmullo se extiende como reguero de pólvora. Y sabes que el barril estallará.

El chascarrillo del viaje consistió en decir "mala pécora" en los momentos más inoportunos. No hablo de adolescentes, sino de cabezas de familia, hombres hechos y derechos.

En un momento dado, se nos explicó que la zona estaba plagada de ovejas. Y que éstas, en italiano, reciben el nombre de "pécoras". Recordó el uso que damos en castellano a esa palabra. Craso error. Alimentó a la bestia. Dio carnaza a los tiburones. Subidos en el vehículo y sin escapatoria, el grito de "mala pécora" pasó a ser el leit motiv de esta excursión y de las sucesivas en las que coincidimos. El chascarrillo del viaje consistió desde entonces en decir "mala pécora" en los momentos más inoportunos. No hablo de adolescentes, sino de cabezas de familia, hombres hechos y derechos. Así se despidieron incluso de nuestra guía romana ("¡mala pécora!"), que con su brutal honestidad respecto a los turistas asiáticos ("estad atentos en las colas: cuando se cuela uno, luego vienen diez más") se ganó mi simpatía. Demasiadas horas juntos en un autobús y demasiados letreros leídos en voz alta ("Mira, trattoría"… "Mira, Zara"… ¿por qué? ¿de dónde surge esa necesidad?) son motivos suficientes para buscarse la vida durante las cinco, seis o a lo sumo siete horas que el viajero tiene disponibles para ver cada ciudad.

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Algún valiente, sobre todo chiquillos, se aventuraba a bañarse en la piscina de la cubierta principal, desafiando a la climatología y a un inquietante cartel que nos previene de usarla: "si usted experimenta diarrea, vómitos o fiebre" (hándicaps ordenados por orden de importancia). ¿Qué ocurrió en el pasado para situar dicho letrero? Servidor prefirió una tumbona en una zona cerrada, en la planta 12 del barco, con grandes ventanales desde los que puedes contemplar el Mediterráneo, y donde me zambullí (muy oportunista el uso del verbo, ¿no?) en la lectura. En mi poder dos libros: una biografía de Napoléon escrita por Emil Ludwig (por aquello de que visitaba su casa natal en Ajaccio) y El futuro de nuestra mente , de Michio Kaku, en el que analiza todo el potencial de nuestro cerebro, órgano realmente desconocido, y las asombrosas oportunidades que nos ofrece (se me olvidó recomendárselo a los "mala pécora"). Aislado, y sin contacto humano, era mi rincón favorito del buque. Lo echo de menos.

Mi rincón favorito, aislado y sin contacto humano: una tumbona en la planta 12 del barco, con grandes ventanales desde los que puedes contemplar el Mediterráneo.

La última noche tripliqué mi inversión en el casino

¿Mi segundo rincón? El casino. Al igual que el gimnasio, sólo he pisado un casino aprovechando que estaba dentro de un crucero. Compraba 10 euros en fichas y realizaba apuestas timoratas en la ruleta, jugando a la seisena (con una ficha apuestas a seis números consecutivos). Veo en el techo esas cámaras de seguridad redondas y me imagino a Robert de Niro, en su cueva, analizando mis movimientos: "Pero ¿a qué juega ese tipo? ¿Es un "pringao" o un jodido genio?". Perdí siempre, salvo la última noche, en la que tripliqué mi inversión y sí, reconozco que da subidón. El casino de un crucero no es ninguna broma. Se siguen escrupulosamente las reglas. Las fichas no se dan en mano, se deslizan sobre el tapete. Y el "no va a más" es sagrado. Los jugadores tampoco son un chiste. Hay mucho "profesional" con jugadas planificadas desde casa, y rodeados de montañas de fichas que, por pura superstición, depositan un segundo antes de que el croupier deje de admitir apuestas. Un tipo a mi lado, de entre 50 y 60 años, aseado y de presencia casi aristocrática, masculla quejas y algunas blasfemias: lleva apostando a los mismos números toda la noche y nada. Son casi las 2:00h y el garito cierra.

Cada vez que admiro mi rostro en la portada de la revista 'Olas' (una foto souvenir que imita la tipografía de la revista 'Hola'), no puedo evitar decirme a mí mismo: 'volveré'.

Dejo para el final mi consejo más valioso: si estáis en Palma de Mallorca, tenéis la imperiosa necesidad de comprar sobrasada y posteriormente estáis obligados a subir a un crucero, aseguraos de que está envasada al vacío. Los servicios de seguridad del barco reservaron para la última noche un exhaustivo control de las bolsas que los viajeros subíamos tras visitar esta preciosa ciudad. Cuando halló nuestras sobrasadas y las tomó en sus manos enguantadas en látex, al vigilante sólo le faltó gritar "we got him!". Las levantó en dirección al cielo y las mostró orgulloso a sus compañeros como si hubiera dado con el escondrijo de Sadam. El embutido sin envasar no puede subir al barco. Así lo estipulan las normas, dicen. Sólo nos dan dos opciones: o se las quedan ellos o las tiramos a un cubo de la basura del puerto. Optamos por lo segundo. Triste final, el de las sobradas y el del viaje. Sin embargo, cada vez que admiro mi rostro en la portada de la revista Olas (una foto souvenir, pagada religiosamente, que imita la tipografía de la revista Hola y que sólo mostraré a mis más íntimos allegados o bajo tortura), no puedo evitar decirme a mí mismo: "volveré".