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Funeralópolis

La vida en Wadi al-Salam, el cementerio más grande de Irak (y del mundo)

Aquí llegan cada día chiítas de todo Irak, Irán, Bahrein y Azerbaiyán para enterrar a sus familiares cerca del imán Alí. El muro que rodea el cementerio tiene un perímetro de más de 7 km.

Siga usted a los coches con un ataúd en la baca. Todos van ahí”. Esas fueron todas las señas que obtuve cuando pregunté cómo llegar a Najaf.

Realmente no tiene pérdida: árabes con turbante al volante y mujeres en riguroso chador negro en el asiento trasero atraviesan el impenitente desierto iraquí en sus Toyotas Corolla con un muerto sobre sus cabezas. Y, efectivamente, todos se dirigen a Najaf, la tercera ciudad santa para los chiítas (tras la Meca y Medina). Una ciudad que parece estar siendo engullida por un ejército silencioso de losas y panteones. Llegamos a la vez que Hassan. Ha viajado desde Basora, al sur del país, con sus hermanos, su mujer y sus tres hijos. Y su difunto padre, claro. “Venimos para enterrarlo. Apenas hemos hecho una parada de cinco minutos para ir al servicio a mitad de camino. Es un viaje de más de cinco horas y con este calor el cuerpo se descompone muy rápido”, dice este hombre de 40 años.

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Un panteón familiar puede servir como un auténtico repaso de todas las guerras y catástrofes naturales de Irak. En primer plano, el retrato de un caído en la guerra Irán-Irak (1980-88).

Hassan está visiblemente contento. Su padre podrá descansar junto a su abuelo y el abuelo de su abuelo. Algún día será él mismo el que viaje en la baca del coche. Y también los hijos de sus hijos, siempre y cuando la voluntad de Alá así lo disponga. Ese es el último sueño en vida de todo chiíta: ser enterrado junto al imán Alí, primo y digno sucesor de Mahoma para los seguidores de esta secta del Islam. Llegan a diario desde todo Irak, pero también de la vecina Irán, de Bahrein, Azerbaiyán… y así ha sido durante más de mil años. Wadi al-Salam (“Valle de la Paz”) se extiende a lo largo de siete kilómetros cuadrados. Según las autoridades locales, su perímetro se tuvo que ampliar en un 40% tras la invasión del país en 2003 y el creciente flujo de cadáveres que ésta supuso.

“¿Que cuantos cuerpos puede haber aquí? Pueden ser varios millones, porque se han enterrado a los muertos en estratos, y durante siglos”, dice Beyan Shakir Abu Saib, enésimo miembro de una ilustre saga de enterradores que se remonta siglos atrás. Por su puesto, sus hijos mantienen la tradición.  Si bien los Saib gozan de un prestigio que trasciende sobradamente los muros del cementerio, dentro del mismo hay muchísimos otros que también han consagrado su existencia a los muertos. Sadaq Ubeid vende sudarios en uno de los lugares donde se limpian y embalsaman los cadáveres. Cobran 10.000 dinares (seis euros) frente a los 75.000 que, según dice, pide la competencia: “La nuestra es una labor humanitaria financiada por la ONG de Moqtada al-Sadr. Queremos que el dinero no sea un obstáculo para que los fieles puedan descansar junto a la tumba del imán Alí”, dice Ubeid bajo un imponente retrato del líder político y religioso más controvertido de Irak, Moqtada al-Sadr. Hijo de un ayatolá natural de esta misma ciudad, al-Sadr fue el fundador de las milicias Mehdi, uno de los grupos armados que más resistencia ofreció a los invasores. Tras su desarme en 2008, el grupo de al-Sadr se volcó de lleno en la política parlamentaria. Y no les ha ido mal: los cuarenta escaños que obtuvieron en las elecciones del año pasado han convertido a los “sadristas” en el partido bisagra gracias al cual Nuri al-Maliki repite como Primer Ministro.

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Hisham dejó la escuela hace dos años para trabajar en este megacementerio. Su mayor sueño es morir y ser enterrado aquí.

Moqtada al-Sadr apenas se deja ver por su Najaf natal ya que sus estudios de ayatolá le tienen muy ocupado en Irán. Mientras tanto, sus antiguos combatientes siguen siendo enterrados en un ala reservada del cementerio que queda justo a la derecha de la entrada principal. Son tumbas adornadas con flores de plástico y retratos de los muertos vestidos de negro con bandoleras de munición. O eso dicen, porque la entrada queda vetada a aquellos ajenos a la milicia chií.

Para facilitar la orientación en aquella fúnebre inmensidad, los militares americanos dividieron el cementerio bautizando cada parcela con nombres de barrios de Nueva York. Mientras los tanques Bradley y los Humvees de los marines se perdían en algún lugar entre “Queens” y “Brooklyn”, los lanzacohetes RPG de los insurgentes retumbaban entre los miles de tumbas a su alrededor. Casualidad o no, el “Bronx” era una de las zonas más calientes del cementerio; un lugar en el que los milicianos aparecían por sorpresa de entre las lápidas gracias a un laberíntico entramado de pasadizos y criptas. La mayoría de ellas están hoy cerradas, o han quedado a la vista por el inexorable paso del tiempo y, sobre todo, el de los blindados. Todavía es posible encontrar alguna cripta abierta que nos permite hacernos una idea de cómo eran los exiguos huecos que compartían vivos y muertos durante los años más crudos de la guerra. Muy cerca de una de ellas encontramos a Said y Said, albañiles y enterradores ocasionales. Hoy acondicionan una parcela en la que se entierran los cuerpos sin identificar.

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Chadores, taxis y residuos de plástico, una estampa habitual en Najaf.

“La mayoría son víctimas de atentados suicidas que acaban aquí. Algunas veces se descubre su identidad y se los llevan inmediatamente, sobre todo si son sunitas o cristianos”, me cuenta Said Hayder, el mayor de los dos, mientras, a sus espaldas, me quedo embelesado con la luz del atardecer cayendo sobre la cúpula dorada de la mezquita del imán Alí. El Said joven añade que el número de no identificados era mucho mayor durante los peores años de la guerra, sobre todo en aquellas zonas donde las tropas norteamericanas utilizaron fósforo blanco, ese devastador producto incendiario concebido para derretir armas y blindajes. Los efectos sobre la población local fueron especialmente dramáticos en localidades como la sunita Faluya. Por ese motivo, la hasta entonces conocida como “ciudad de las doscientas mezquitas” cambió su sobrenombre por el de “la Hiroshima de Irak”.

Pero en este Valle de la Paz, lo que hoy llama más la atención, aparte de ese inmenso silencio, es algo mucho más prosaico. ¿Por qué diablos está el suelo cubierto de botellas de plástico vacías? Fahim las oye crujir cada día bajo las ruedas de su taxi. Son cientos de carreras que discurren a través de tétricas avenidas flanqueadas de lápidas y panteones. A pesar de todo, el negocio no es muy rentable ahora mismo.  “Llevo diez años conduciendo mi taxi por el cementerio pero la competencia es cada vez mayor. El paro está provocando que muchos se intenten ganar la vida con su coche en el cementerio”, se queja este hombre de 50 años y padre de ocho hijos.

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Sadaq Ubeid en su puesto de sudarios. Tras él, Moqtada al Sadr, futuro ayatolá y “principal obstáculo de los norteamericanos para el control del país”, según Naomi Klein.

Volviendo al tema del plástico sin reciclar, no sería justo echarle toda la culpa a Ali Abdul Hassan. Empezó a trabajar de enterrador a los doce años pero cambió de trabajo hará unos cinco a causa de unos terribles dolores de espalda. Hoy tiene 32 y se gana la vida vendiendo barritas de incienso y las grandes botellas de plástico que contienen la característica colonia rosa de Najaf que se usa para las ceremonias.

“Llego en torno a las cinco de la mañana y estoy aquí hasta que anochece. En un día gano aproximadamente unos 15.000 dinares diarios (unos 10 euros). Si se trata de un día de fiesta, puedo ganar hasta el doble. Mi mujer y mis ocho hijos vivimos en una habitación alquilada, es todo lo que nos podemos permitir”, dice este hombre en compañía de dos de sus pequeños. El sector de la colonia está muy “peleado” en Najaf. A pocos metros del puesto de Ali se encuentra Bassim. A pesar de las dificultades, dice vivir algo más desahogado, probablemente porque tiene cinco hijos menos que su competidor.

Marines patrullando en algún lugar entre “Queens” y “Brooklyn” en 2004. Foto sacada de los archivos del Departamento de Defensa de EE.UU.

“Antes era albañil, pero decididamente prefiero esto. Llevo cinco años aquí y quiero seguir hasta que me muera”. Tiene 25 años y ya sabe dónde quiere pasar el resto de su vida para enlazar con la eternidad. Hisham es otro vendedor de perfume. Tiene 14 años. “Si algún día logro reunir el dinero seré policía o soldado. El problema es que, si no tienes contactos en el Gobierno, amigos o familiares, tienes que pagar 1.000 dólares al funcionario. Sólo para obtener la hoja de inscripción. Y ni siquiera eso te garantiza que te vayan a admitir en el cuerpo”. La corrupción que asola el país del Golfo ha desbancado a la falta de seguridad, principal preocupación de los iraquíes hasta hace muy poco. Así las cosas, todo el mundo quiere ser funcionario en Irak. Un soldado iraquí cobra 700 dólares al mes, un sueldo más que digno, sobre todo cuando lo comparamos con los 10.000 dinares (seis euros) que este chaval gana al día por trabajar de sol a sol.  “¿Sabías que hay ángeles que se llevan los cuerpos de los que no merecen estar aquí? Dicen que hace poco abrieron una tumba a unos cien metros de aquí y que el cadáver había desaparecido”, me explica este niño que cambió la escuela por el cementerio hace un par de años. “También puede suceder que hayas sido un buen musulmán pero que te entierren en un lugar que no sea éste. En ese caso, los ángeles traerán tus restos hasta aquí. Por si acaso, yo espero tener la suerte de morir aquí mismo, en Wadi al-Salam”.