13 años de terapia no consiguieron curar mi ansiedad

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13 años de terapia no consiguieron curar mi ansiedad

Pasé años en una terapia que no me servía para nada porque me daba miedo romper con mis terapeutas.

Ilustraciones por Joel Benjamin

No sé por qué hacemos cosas que no contribuyen a nuestro bienestar. En mi caso, fueron 13 años de terapia psicodinámica con escasos o nulos efectos sobre mi trastorno de ansiedad. Una de las razones por las que prolongué la terapia tanto tiempo era mi temor a romper las relaciones con mis terapeutas. No me gustaba tener que pasar por «la conversación» de rigor. En una ocasión, me mudé a 5.000 kilómetros de distancia para dejar de tener contacto con mi psicólogo. A veces, dejaba a uno para irme con otro, como el que sale de una relación sentimental turbulenta para meterse en otra. En cualquier caso, mi propensión a complacer a la gente y mi temor al conflicto (rasgos característicos en muchos de los que sufrimos trastornos de ansiedad) prolongaron demasiado tiempo unas terapias ineficaces.

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Debo decir que, probablemente, mi estancamiento se debiera también a que soy incapaz de sincerarme por completo. Solía evadir el problema –aquel para el que necesitaba ayuda, principalmente- porque resultaba demasiado aterrador enfrentarme a él. Era más sencillo rodearlo, seducir al psicólogo con mi sentido del humor y mi autoconocimiento. Me sentía menos vulnerable tratando de entender la historia de mi familia desde una perspectiva intelectual que diciendo, «En estos momentos, siento que me estoy muriendo». Decirlo en voz alta era como materializarlo, hacerlo realidad. No quería herir los sentimientos de quien me trataba ni hacerles pensar que mi situación era más jodida de lo aparente. ¿No se suponía que aquellas sesiones debía ser un «lugar seguro» para mí? ¿Por qué, entonces, sufría ataques de pánico?

Continuamos hablando de mi infancia, mi historia, mi madre. El autoconocimiento no es del todo inútil. Seguramente sea bueno conocer el origen de tus miedos, pero no te sirve de nada en los momentos críticos. Posteriormente, durante mi gran transición farmacológica, en la primavera de 2015, mi estado de desesperación me llevó a buscar otro tipo de ayuda. De hecho, incluso mi psiquiatra me recomendó que dejara cuanto antes la terapia psicodinámica y empezara con la cognitiva-conductual. Cuando el pupilo muere 20 veces al día, entonces aparece el maestro.

Llevo unos cinco meses asistiendo a una forma de terapia cognitiva-conductual, basada en la técnica del mindfulness, llamada Aceptación y Compromiso y está resultando el tratamiento más efectivo para la ansiedad. Mientras que la terapia psicodinámica buscaba el por qué de mis comportamientos, esta y sus derivados se centran en eliminar el sufrimiento actual lo más rápidamente posible enseñando a la mente a reconocer sus propios patrones de pensamiento anómalos.

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Este tratamiento está siendo tan efectivo en mi caso porque actúa en el presente y se basa en la acción. Es práctico y tangible. Cuando estoy a mi suerte, dejo de vivir la realidad y me pierdo en un tumulto de pensamientos fantásticos y catastróficos. Necesito la terapia para anclarme al presente, sin renacimientos ni análisis oníricos junguianos. Además, es más difícil cagarla al centrarse en el presente. Cuando acudí a esta terapeuta, mi desesperación era tal que no podía permitirme ocultar mi vulnerabilidad. Cada vez que me sorprendía fingiendo ante ella, me preguntaba ¿Para qué vienes, entonces? Así que evitaba hacerlo por el bien de ambos.

Quisiera compartir dos de los recursos más útiles que he aprendido en los últimos meses con aquellos lectores de esta columna que no puedan permitirse el coste de una terapia o que se muestran un poco reacios a este tipo de tratamientos.

Lo primero que me ayudó de verdad es el hacer un análisis de la sensación que estoy experimentando y el significado que le doy a dicha sensación. Así, cuando estoy al borde de sufrir un ataque de pánico, me hago con una hoja de papel y la divido en dos partes. En la parte de la izquierda escribo las sensaciones: latidos acelerados, dificultad para respirar, presión en el pecho, sensación de ahogo, visión borrosa, cosquilleo en el estómago, mareo. En el otro lado, escribo el significado que le doy a todas esas sensaciones, los pensamientos que les asigno.

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Estos, por ejemplo, son algunos de los pensamientos que me suelen pasar por la cabeza al principio y durante un ataque de pánico: Oh, no. Algo va mal. Me muero. ¿Cómo voy a llegar a alguna parte profesionalmente? ¿Qué me pasa? ¿Cómo voy a poder hablar? ¿Cómo voy a poder quedarme aquí? Tendré que marcharme. ¿Cómo me voy a poner de pie? La gente se va a dar cuenta y me juzgarán. ¿Por qué estoy sufriendo un ataque de pánico cuando estoy con alguien querido? Voy a echar por tierra el rato que estoy pasando con esta persona. Esto va a ser así siempre. Soy diferente al resto. Esto va a durar eternamente. ¿Por qué tengo esta sensación tan extraña? Me voy a quebrar. Todo está mal. Me consumiré.

Cuando separo mis pensamientos y sensaciones de esta forma, en columnas diferenciadas, de alguna manera logro ralentizar el «ciclo catastrófico». A veces, cuando tengo un buen día, incluso soy capaz de encontrar justificaciones razonables para esas sensaciones. Para mí, el hecho de estar a punto de morir siempre es razonable, pero a veces encuentro motivos más obvios. Otra persona probablemente estaría nerviosa en mi situación. O quizá es la primera vez que me he permitido ir más despacio durante todo el día para poder sentir algo. Quizá son sensaciones de hace tres horas.

Naturalmente, en ciertas situaciones (una reunión de trabajo, una clase) no resulta extraño sacar una hoja de papel y ponerse a escribir. Parece simplemente que estés tomando notas. Pero tengo otra herramienta muy útil para las ocasiones en la que sí sería «raro» sacar el «diario» para plasmar tus sentimientos (una cena con amigos o durante las relaciones sexuales).

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He empezado a valorar mis emociones con una escala del 1 al 10. Como alguien que se ha pasado la vida evitando los sentimientos, no siempre soy capaz de describir lo que siento, pero sí puedo establecer si se trata de un 3 (algo incómodo) o un 10 (me muero de verdad).

Hace poco tuve oportunidad de poner a prueba mi sistema de valoración en una comida de trabajo con una persona que estaba de visita en mi ciudad. La gente normal creerá que tampoco es para tanto, pero yo no soy normal. Estábamos acabando nuestro plato y me disponía a llevarla en coche a su hotel cuando, de repente, me sobrevino una sensación rarísima, como una oleada de tristeza existencial. Lo que más me asustó fue que no había razón alguna para experimentar aquella sensación. ¿A qué venía esa tristeza? ¿Iba a ponerme a llorar delante de aquella persona? ¿Cómo iba a mantener la integridad durante todo el trayecto hasta el hotel?

Curiosamente, aquella sensación de tristeza no era del todo indomable. Si tuviera que valorarla, le daría un 4. Con un 4 puedes conducir. Puedes seguir viviendo. Sin embargo, los miedos que me provocó esa tristeza, los pensamientos que la catapultaron hasta convertirse en ansiedad, me pasaron a un estado de 8 o 9. Esas cifras son mucho menos manejables que un 4. De esa forma descubrí que era mi reacción al sentimiento, más que el propio sentimiento, lo que me provocaba tal grado de ansiedad. Ese proceso mental me permitió bajar hasta un 5. Sufría, pero no tanto como antes.

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No sé si alguna vez me «curaré» de mi trastorno de ansiedad y de la depresión que conlleva. Soy una persona sensible e imaginativa por naturaleza. Para curarme por completo, seguramente tendría que curarme de mi propia persona en primer lugar. Pero estas ayudas, y otras que estoy aprendiendo a desarrollar, reducen el nivel de catastrofismo cuando atravieso un ciclo complicado.

También me gusta la idea de experimentar con recursos de este tipo. Es un gran alivio pensar que un ataque de pánico o una crisis de ansiedad constituyen una oportunidad para practicar y no un problema que deba resolverse de inmediato. A veces la sensación de urgencia empeora la situación. Experimentar con varias herramientas disminuye mi necesidad de sentir a todas horas que todo va bien.

Quizá porque llevo mucho tiempo luchando en ese aspecto, he llegado a asumir que la gente de éxito, «la gente normal» no sienten miedo. Es como si, por el hecho de sentir miedo, tengo cerrada la posibilidad de estar bien, como si el miedo fuera un defecto o algo que dejara un rastro detectable por todos. Lo cierto es que sigo sin tener un especial interés por ser valiente. Pero poder acercarme al origen de mi perdición con mayor seguridad me hace sentir menos un bicho raro y más una persona normal.

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Traducción por Mario Abad.