Abrir una cabeza para ver lo que hay: qué se siente al practicar cirugía cerebral
Corey Brickley

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Abrir una cabeza para ver lo que hay: qué se siente al practicar cirugía cerebral

Después de diez años y más de mil operaciones, cada cirugía me sigue provocando una emoción única.

El sistema para inmovilizarla parecía casi medieval. No podía realizar esta maniobra aplicando una presión gradual, como quien aprieta un tornillo. Se necesita ejercer fuerza de forma rápida y aplastante. Utilicé un inmovilizador de cabeza con varillas para fijar el cráneo a la mesa de operaciones por si la paciente se movía mientras yo operaba.

Las tres varillas de frío metal en forma de lanza han de "agarrarse" al cráneo tras perforarle el cuero cabelludo —uno en la frente y dos en la nuca— y todos van conectados a una abrazadera en forma de C. Como la abrazadera se cierra mediante un mecanismo de torniquete, tuve que empezar la maniobra con mi propia fuerza. Mientras mi asistente sostenía la cabeza de la paciente desde el cuello, yo cerré la abrazadera rápidamente para inmovilizar el cráneo. El ruido de los engranajes de metal hizo que los estudiantes, las enfermeras y los doctores que había en el quirófano contuvieran el aliento y prestaran atención.

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Ese fue el primero de varios cientos de pasos que tienen que hacerse a la perfección, rápida y eficientemente.

Era la primera vez que retiraba el cuero cabelludo y abría el cráneo de un ser humano vivo. Antes de empezar con técnicas microquirúrgicas sofisticadas y delicadas, tenía que atravesar el formidable cráneo. El suelo quedó cubierto de cabello largo y castaño después de rapar a la paciente. Las varillas frías sobre su piel tibia eran un recordatorio de lo invasivo del procedimiento. Después de la anestesia, la mujer no iba a sentir o a recordar nada.

Yo, por el contrario, era totalmente consciente y estaba inmerso en el momento, emocionado y asustado, una mezcla única de sensaciones a la que ya me he acostumbrado pero que hace que, hasta el día de hoy, cada operación de cerebro sea un reto emocionante.

Antes de llegar al quirófano, la mujer no podía mover el brazo izquierdo y los médicos encontraron una "masa" en su tomografía cerebral. La mandé a hacerse una resonancia magnética funcional que reveló que era una bolita de tejido cerebral anormal que ya no seguía las reglas y crecía sin respetar la arquitectura natural y elegante del cerebro. Era un tumor. Por suerte, no era cáncer. Pero estaba en una parte muy importante del cerebro.

La gente se sorprende cuando digo que algunas partes del cerebro no son tan importantes como otras. Podemos retirar ciertas partes después de un coágulo y el paciente sigue viviendo como si nada. Por otro lado, algunas zonas del cerebro son tan delicadas que si las rozas con un instrumento quirúrgico, puedes dañarlas permanentemente.

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Este tumor estaba en la franja motora del lóbulo parietal derecho (una franja de tejido cerebral de 1,27 cm de ancho por 17 cm de largo que manda señales para que se mueva el brazo izquierdo). Era una zona muy peligrosa para extraer un tumor: tienes que sacar el tejido tumoral sin alterar el tejido normal que controla la movilidad de su cuerpo. Como la paciente era zurda, el epicentro de mi trabajo también era el epicentro de la función de su mano dominante.

Dibujé la incisión con bolígrafo morado. Tracé una curva por detrás de la línea capilar para que no se notara la cicatriz cuando le volviera a crecer el cabello. Utilicé un bisturí del número diez para cortar el cuero cabelludo de una sola incisión. Como el cuero cabelludo está lleno de vasos sanguíneos, con la mano derecha los cautericé usando unas pinzas largas y con la mano izquierda succioné la sangre con un dispositivo de succión acodado —la primera herramienta cierra los vasos sanguíneos y la otra me deja ver por dónde me muevo—. Hazlo sin prisa, pero sin pausa, pensé. Después de este paso, el cuero cabelludo estaba listo para ser retirado.

Ante mí apareció el cráneo, brillante y de color beis. Su aspecto era exactamente el que uno espera cuando piensa en un cráneo. Mientras planeaba dónde iba a perforar el hueso, recordé los cráneos antiguos que había visto en los museos, con perforaciones a los lados. Los orificios nunca se hacían cerca de la línea media, una línea imaginaria en la que iría una cresta. Las sociedades antiguas seguramente también sabían que la línea media es una zona muy peligrosa del cráneo humano porque justo debajo hay una vena gigante que drena la sangre del cerebro y, si se daña, puede causar una hemorragia mortal. Incluso tiene un nombre ominoso: seno sagital superior (SSS). No obstante, ahí fue donde tuve que abrir el cráneo con mi taladro neumático para llegar adonde estaba el tumor.

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El taladro hacía mucho ruido mientras convertía el hueso en polvo, que después se empezó a carbonizar y a oscurecer, así que le pedí a mi asistente que irrigara un poco de agua donde estaba taladrando para enfriar la zona y mejorar mi visibilidad. Tuve que hacer un orificio circular, dejando un poco de "cáscara" de hueso intacta sobre el SSS que se pudiera despegar con un instrumento delicado. Si taladraba demasiado profundo podía romper la vena y tendría que aplicar maniobras de seguridad, maniobras que sería capaz de llevar a cabo pero que prefería evitar. No por el tiempo de la operación sino porque podrían lesionar al paciente.

Hice otros tres orificios y luego separé el cráneo del recubrimiento del cerebro, la duramadre. Ahora era momento de cortar el hueso entre los cuatro agujeros con una sierra para levantar un trozo de hueso del cráneo de alrededor de 7,5 cm de lado. A esas alturas tenía las manos estaban un poco tensas por el trabajo completado pero estaba muy concentrado porque ya casi era hora de deslizarse por las finas grietas en el cerebro.

Hice una incisión en la duramadre con un número 11, un bisturí de mango largo con punta triangular y la hoja más afilada del mercado. Si lo sujetas con suavidad y practicas los suficiente, la punta del bisturí se vuelve una extensión de tu dedo, aun con el guante puesto. La duramadre es como una fina tela, así que la levanté sin cortar la superficie del cerebro que está debajo, flotando en una fina capa de fluido cerebral. Sorprendentemente, nuestros cerebros nunca tocan otra cosa que no sea ese líquido; están flotando dentro de nuestra cabeza, como si estuvieran en un acuario anatómico.

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Después de trabajar con carne y huesos durante treinta minutos, llegó el momento de la verdad: operar el cerebro humano, el órgano más delicado, complejo y hermoso del universo. El tumor era fácilmente visible, rodeado por el resto de tejido cerebral normal. Estaba apretado contra el cerebro, es decir, no había afectado al órgano como tal. Los meningiomas crecen en el revestimiento del cerebro y, como el cráneo no se puede estirar, comprimen gradualmente el cerebro hasta que causa alteraciones en las señales eléctricas, lo cual provoca debilidad o convulsiones. Mi deber era eliminar la amenaza sin dañar a su huésped. Es decir, mis próximos movimientos iban a determinar si su brazo quedaba bien o dañado de forma permanente.

Para afectar lo menos posible al cerebro, desde el principio entré al centro del tumor. Le quité el núcleo y lo dejé hueco. Así podía separar su cáscara del cerebro y hacer que colapsara dentro de sí misma. Lo que separa al tumor del cerebro son unas hebras delicadas de tejido transparente llamadas aracnoides. Se parecen mucho a las telarañas. Los corté suavemente con unas microtijeras largas y curvadas, y el tumor cayó en el espacio que hice dentro. Después de dos horas de trabajo bajo luces y una lupa, logré retirar el tumor. Bañé la superficie del cerebro con agua estéril para ver si había algún sangrado de los vasos sanguíneos. Era hora de cerrar procediendo a la inversa. Fijé la tapa ósea al cráneo con placas y tornillos pequeños. Puntadas por dentro del cuero cabelludo. Puntadas con hilo de nylon en la piel. Fuera varillas.

Después de diez años y más de mil operaciones, cada cirugía me sigue provocando una emoción única. No por los aspectos técnicos, sino por la satisfacción de dominar una habilidad que ayuda a los demás. Hoy en día ya no rapo la cabeza completa y prefiero las puntadas absorbibles para la piel. Cuando se despiertan después de la cirugía, nadie sabe que les acaban de abrir el cráneo. Nadie, excepto mis pacientes y yo.

Rahul Jandial es neurocirujano y científico. Síguelo en Twitter o en Instagram, y visita su página oficial.

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