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La caída de los gigantes: el incumplimiento de promesas electorales amenaza la hegemonía de PP y PSOE en España

Quizás lo más sensato sería reducir los programas electorales a la mínima expresión, especialmente cuando es la propia Justicia la que confirma que dichos programas no son un contrato, ergo que su validez es cuando menos dudosa.
Aznar y González en 1996

"La gente me seguía votando cuando incluso yo estaba harto de mí mismo". La tradición adjudica esta frase, quizás injustamente, a Felipe González, presidente del Gobierno español entre 1982 y 1996. La dijera o no el líder socialista, lo cierto es que esta cita encierra un análisis tan breve como conciso de la política española del último cuarto de siglo: el desgaste de unos actores que tienden siempre a ser los mismos.

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Hagamos un pequeño viaje en el tiempo y desplacémonos a 1982. En las elecciones de ese año, el PSOE sumó 10.127.392 votos: un 48,1% del electorado, casi la mitad de los votantes, dio su respaldo a Felipe González para que éste se convirtiera en el nuevo presidente del país. Veintidós años después, tras los atentados del 11-M de 2004 y la nefasta gestión del caso por parte del PP, José Luis Rodríguez Zapatero consiguió el soporte de más de once millones de personas, un 42,6% del electorado.

Volvamos a la máquina del tiempo, esta ver para viajar al año 2000. En los últimos comicios del siglo XX, el PP recibió 10.321.178 votos: un 44,5% del total de votantes eligió a José María Aznar como presidente. Algo similar pasó en 2011, cuando, en los momentos más crudos de la crisis, Mariano Rajoy sumó casi once millones de votos y un 44,6% del electorado con la promesa de cambiar el rumbo económico del país.

Recopilando: desde 1989 y hasta 2011, los dos partidos dinásticos españoles sumaron más del 70% del electorado. En 2008, de hecho, incluso llegaron al 82%: ocho de cada diez votantes consideraron que PSOE y PP eran las mejores opciones de gobierno.

Ahora dejemos a un lado los viajes temporales y situémonos en el presente. Una reciente encuesta de Metroscopia para el periódico El País, elaborada este mes de febrero, muestra en cambio que a día de hoy la suma de votos de socialistas y populares se quedaría en un escueto 39,2% del electorado. De ocho de cada diez en 2008 a apenas cuatro de cada diez en 2015: el tan cacareado fin del bipartidismo, un sistema teóricamente plural en el que sin embargo solo dos formaciones gigantes disponen de acceso real al poder, parece un hecho. ¿Qué ha producido este cambio radical?

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Las causas de esta desafección son múltiples y hunden sus raíces en muchos ámbitos, no siempre exclusivamente políticos: como en cualquier democracia, el carisma de los líderes y la seducción que pueda ejercer su discurso conviven con su gestión en la valoración ciudadana. La proximidad entre el mencionado discurso y el posterior desempeño en el poder (esto es, la coherencia) es uno de los factores de más peso a la hora de evaluar a un personaje político. Y ahí, tanto PP como PSOE han fracasado con estrépito.

Empecemos por revisar el currículo de los socialistas, los primeros en acceder al poder tras la Transición. Más allá de algunas incoherencias históricas y sonadas, como el cambio diametral de posición del partido frente a la OTAN en el referendo de 1986 o la relación con la monarquía de una formación que se define a sí misma como republicana, el PSOE acumula una creciente serie de incongruencias en los últimos tiempos.

En este menester se lleva la palma José Luis Rodríguez Zapatero, presidente del Gobierno entre 2004 y 2012. En 2008, el líder socialista prometió mejorar el salario mínimo interprofesional hasta los 800€: cuando se marchó, éste se encontraba estancado en los 641. También aseguró que construiría 450.000 viviendas de protección oficial durante su segundo mandato; de estas, apenas 194.000 se llevaron a cabo. Entre otros compromisos, Zapatero afirmó que mejoraría las pensiones o que bajaría la carga tributaria… justo antes de aprobar la mayor subida fiscal de la época democrática.

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El actual secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, parece querer continuar con esta dinámica. Además del mencionado soporte a la proclamación de Felipe VI como rey de España, que contraviene los principios fundacionales del partido, el líder socialista traicionó de nuevo las bases ideológicas del socialismo español cuando se aprovechó de un giro del lenguaje para aprobar junto a Rajoy la prisión permanente revisable… esto es, lo que históricamente se había llamado cadena perpetua.

Y si en calle Ferraz tienen vergüenzas a esconder, en calle Génova no les van en absoluto a la zaga: el Partido Popular se ha caracterizado en los últimos años por hacer exactamente lo contrario a lo prometido. Si en legislaturas anteriores los populares ya habían mostrado algunos signos de escaso respeto a la verdad y a la palabra dada (sólo hay que recordar su gestión del caso Prestige o la del 11-M), el periodo 2011-2015 les ha coronado como la formación política con mayor capacidad para mentir sin rubor.

La décima legislatura empezó en 2011 con una victoria del PP por mayoría absoluta. El país atravesaba una profunda crisis económica (que aún dura) y los populares, con Mariano Rajoy a la cabeza, se habían presentado a sí mismos como la mejor opción para reflotar un país en serias dificultades. Para ello elaboraron un programa en el que destacaba la no-subida de impuestos (incluyendo especialmente el IVA), el mantenimiento de las pensiones o una reforma laboral que no abaratara el despido. Rajoy, además, aseguró que metería la tijera a todo "menos a Sanidad y Educación" y se comprometió a luchar contra la corrupción.

No hace falta mencionar que el gobierno del PP subió tanto el IVA como el IRPF, recortó las pensiones e impuso una reforma laboral que abarató el despido. El ejecutivo de Rajoy también recortó hasta 10.000 millones de euros de las partidas de Educación y Sanidad y se encuentra amenazado por distintas tramas de corrupción que afectan a miembros ilustres de la trama del partido, como el caso Gürtel, las 'tarjetas black' o la Operación Púnica, entre otras.

A los casos individuales de cada partido hay que sumarle, además, una pesada losa: la modificación del artículo 135 de la Constitución para incluir un techo de déficit. Para dos formaciones tan reticentes a reformar la carta magna y tan opuestas ideológicamente, ponerse de acuerdo en este caso fue sorprendente fácil: la reforma se aprobó en apenas una semana en pleno verano del 2011, con el electorado de vacaciones y desconectado de la actualidad política.

Ante este panorama, quizás lo más sensato sería reducir los programas electorales a la mínima expresión como propone el Regional Manifestos Project de la Universidad de Deusto, especialmente cuando es la propia Justicia la que confirma que dichos programas no son un contrato, ergo que su validez es cuando menos dudosa. En cualquier caso, lo que parecen mostrar las últimas encuestas es que la ciudadanía no está dispuesta a seguir tolerando estos desmanes: el fin de la hegemonía de los gigantes que gobernaron España durante tres décadas parece cada vez más cercana.