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Cultură

Trabajé en la versión castiza de 'El Lobo de Wall Street'

Trabajé en una compañía que se dedicaba a captar pequeños inversores, ofreciéndoles fantásticas ganancias en bolsa gracias a la "información privilegiada" y todo valía: gritar, insultar y humillar era nuestro día a día.

Hace ya unas cuantas primaveras que puse mis pies en uno de los entornos más surrealistas que jamás haya visitado: la empresa Search Profit Corporation. Un salario fijo más fabulosas comisiones por conseguir clientes interesados en que SPC les gestionara sus inversiones en bolsa; horario de 35 horas semanales, oficina ubicada en un ático que daba a la Plaza de la Independencia, con la Puerta de Alcalá y el Retiro debajo… Todo pintaba de lujo, y hasta puedo decir que me sentía un tío cool y afortunado llegando a aquella oficina de la calle Serrano para elevarme al ostentoso y hediondo mundo de las altas finanzas.

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Ciertamente había cosas que no cuadraban. Por ejemplo: si mi trabajo iba a ser captar inversores, ¿por qué demonios preferían un perfil de empleado que no tuviese estudios relacionados con la economía? Esto me lo reafirmaron nada más llegar allí: "Olvídate de cualquier conocimiento que puedas tener sobre mercados de valores", fue su primera recomendación.

Cuando me condujeron a la sala principal, no di crédito a lo que allí acontecía: unas veinte mesas, sobre cada una de ellas únicamente un teléfono, y agarrando desquiciados los teléfonos, veinte tíos – sólo tíos – que parecían estar preparando un casting para la versión castiza de "El lobo de Wall Street". Los sujetos se movían nerviosamente, se levantaban y se volvían a sentar, golpeaban la mesa, y por supuesto hablaban, exhortaban, clamaban y berreaban a su interlocutor para que invirtiese su puñetero dinero en la fantástica oportunidad que ellos le estaban ofreciendo. Las expresiones que empleaban eran tan chocantes que suenan hasta cachondas: "¡Te estoy hablando de hacerte ganar 6000 jodidos euros en tres meses y tú sólo me respondes mierdas!" "¿¡Que te parece inmoral ganar pasta por medio de las armas!? ¿¡Estoy hablando con un hippie o con quién cojones estoy hablando!?" "¡No quiero seguir perdiendo mi tiempo contigo: no mereces que yo te haga rico!"… Abrumador.

Mi encargado me dio una única y sólida consigna: "¿Ves lo que hacen tus compañeros? Pues eso es lo que tú tienes que hacer. Tú eres la hostia y tienes una información que vale mucha pasta, mientras que el cliente es un mindundi que quiere ganar pasta fácil. Haz que se dé cuenta de que tú eres la hostia y él no es nadie. Hala, a por ellos". Evidentemente y antes que nada, yo le pregunté qué demonios significaba eso de las armas que había oído pronunciar a uno de los comerciales. "Lee el argumentario de venta, ahí se explica todo", y se alejó despreocupadamente.

La realidad era peor que la ficción

En efecto, en dos concisas y potentes páginas se explicaba todo el enredo: Primero, se contactaba desde otro departamento con una base de datos de clientes potenciales (un compañero me dijo después que uno de sus métodos era agarrar las páginas amarillas y telefonear a toda PYME que apareciese, aunque no puedo confirmar a ciencia cierta que esto fuese así). Cuando estos potenciales clientes daban su autorización para que se les informase de oportunidades de inversión, comenzaba mi labor: al cliente se le pedía que invirtiera un mínimo de 6000€ más otros 6000€ que la empresa cobraba como honorarios. El gancho era una información exclusiva con la que la empresa contaba. Decían que el mes anterior a entrar yo, el juego andaba en el sector de la energía; en este mes, habían tocado los misiles: una empresa armamentística de EEUU estaba a punto de recibir un importante encargo por parte de Israel, armamento pesado con el cual las acciones de la compañía yanqui subirían como la espuma en cuanto la noticia se hiciese pública. Y nuestros hábiles clientes se llenarían los bolsillos de la manera más sencilla posible. Un negocio redondo.

Estuve tres días completos practicando con ayuda del argumentario de venta. Mi imagen era un tanto patética: con un teléfono desconectado, simulaba que llamaba a un cliente y le ofrecía lo de Israel y los petardos y bla, bla, bla. Pero por supuesto, tenía que irme metiendo ya en el papel, así que allá me encontraba yo exigiendo a gritos a un teléfono escacharrado que me diera pasta para los sionistas. En esas inciertas horas, uno atraviesa por diversas fases: te sientes ridículo, te replanteas tu vida y todos los confusos pasos que te han llevado hasta aquella situación; recuperas cierto ánimo al ver que todos a tu alrededor están representando la misma bufonada, pero después vuelves a echar la vista atrás hasta maldecir el primer día en el que te saltaste las clases del insti para ir a fumar porros a un parque… Finalmente, te acabas resignando y haces de tripas corazón, y hasta le llegas a encontrar cierto gusto a la perspectiva de ser un personaje de película de Hollywood. Oye, y si al final esto se te da bien, imagínate, son 800 pavos de comisión por cada inversor conseguido, hago aquí mi carrera, y el lustre que le va a dar a mi relación con las tías decir que trabajo en bolsa…

¡Le estoy hablando de una oportunidad única, joder, Ú-NI-CA! ¿¡Que no tiene tiempo ahora para esto?! ¿¡No tiene tiempo para hacerse rico!?

Mi destino no fue ése, claro. Cuando mi teléfono fue conectado al cuarto día y la primera voz me respondió, tomé aire por un momento y comencé a largar de carrerilla el disparatado discurso. "¡Le estoy hablando de una oportunidad única, joder, Ú-NI-CA! ¿¡Que no tiene tiempo ahora para esto?! ¿¡No tiene tiempo para hacerse rico!? ¡Adelante, siga trabajando entonces, mátese a trabajar mientras su gran oportunidad pasa por delante de sus narices, pero acuérdese de que hubo una vez en la que pudo cambiar el rumbo de su vida y no tuvo cojones para hacerlo!". Maravilloso. Pero al otro lado del teléfono, se me sacaba de mi película con perplejidad y educación: el abuelito de Pontevedra que regentaba una pequeña tasca, o la señora de los ultramarinos de Carabanchel, me respondían: "Pero hijo, si yo ya lo que menos quiero es complicarme; ¿Cómo te voy a ingresar tantísimo dinero?; ¿Armamento? ¡Uy, uy, uy, uy… tú hazme caso muchacho y no te metas en esos líos". Y a mí, con mi argumentario de dos páginas, se me caía el corazón a los pies y no sabía qué responder.

El ambiente habitual en el departamento de ventas era marcial, lleno de testosterona, puramente gilipollesco: si algún compañero se acercaba al objetivo, el encargado enganchaba unos cascos al teléfono y se ponía frente al comercial, y gesticulando como un poseso, le aconsejaba con susurros desquiciados "¡Por aquí, éntrale con esto otro, ya es tuyo el hijoputa!"; si se lograba una venta se celebraba como si un skin head le contara a sus compinches cómo le había reventado la cabeza a un mendigo; cada hora, a la voz de ¡ar! del encargado, todos dejábamos las llamadas y salíamos a fumar a la azotea, y con el Retiro como fondo, se comentaban las llamadas, se aleccionaba al grupo, y se volvía a la batalla en manada.

¿Que si mis compañeros lograban inversores? Algunos, claro. En aquel mes creo recordar que fueron siete u ocho en total. Había colegas que realmente se lo pasaban bien con ese circo, y al final eran los que se llevaban algún gato al agua. Muchos otros estaban en las mismas que yo, lanzados a aquella sugerente y descabellada oficina por la necesidad y el desempleo, pero deseando cambiar la elegante calle Serrano por la mediocre tranquilidad de espíritu que te da manejar un traspalé en cualquier polígono industrial.

Las ventas son así: tienes que empezar tú mismo por convencerte de que tu mierda es buena para de esta manera llegar a convencer al cliente de que te la compre. Y yo no lo creía. Vamos a ser serios: Israel, misiles, ¿cómo coño me lo iba a creer? Quizás si hubiese entrado a la empresa en el mes de las inversiones en el sector energético… Pero no fue así, y descolgar ese teléfono cada mañana se convirtió en un tormento. Me escaqueaba cuando podía para ir al baño, entre llamada y llamada me tomaba un extenso tiempo de preparación, y cuando al fin terminaba la jornada, dedicaba mis tardes a hacer horas extra en Infojobs. Unas tres semanas después, me despedí de mi fugaz affaire con los mercados bursátiles para entrar a trabajar a Mordor, o lo que es lo mismo: los kilométricos almacenes de "El Corte Inglés" en el sur de Madrid. Pero esa es otra historia escalofriante que merece ser contada en otro artículo.

Después de finiquitar mi relación laboral con Search Profit Corporation, siempre me quedó la duda de si aquel tinglado era legal, o si por el contrario lo que me espantó de allí fue su método de venta – y por supuesto lo inmoral de que te dé lo mismo invertir en Caramelos Miguelañez que en armamento pesado –. Curiosamente, hace poco fui a dar con una noticia que venía a confirmar mi animadversión inicial: la Comisión Nacional del Mercado de Valores le había metido a SPC un puro de 4 millones de euros por cometer una "infracción muy grave". Pues eso… Esta empresa no tiene página web, y apenas hay rastro de sus andanzas: es evidente que quieren mantener un perfil discreto. Según me han contado, existen otras empresas de la misma ralea, pero por supuesto no es fácil dar con ellas.

Todos hemos oído por aquí y por allá eso de que la especulación bursátil es un actividad nociva que desestabiliza la economía, que las SICAV deberían estar prohibidas por chanchulleras, o directamente que los mercados de valores los inventaron los ricos para ganar aún más pasta. Yo, que no tengo ni pajolera idea de economía, emulo los testimonios de "La Hora Chanante" y os digo: No os juntéis con brokers ni tonteéis con acciones, chavales: son asuntos sucios. Mejor apostadle 20 euros a que el Atleti le gana al Madrid, que eso es ganancia segura.