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Cultură

Jaime Rosales contra Godzilla, la misma lucha

Dos películas casi idénticas.

fotomontaje: PINCH

Sé que este es un medio para jovenzuelos, pero yo soy un señor mayor y, como tal, me asalta la nostalgia. Por ejemplo, la nostalgia por esos programa dobles en cines de barrio que solían generar extraños compañeros de cama (o de pantalla): ¿Cuántas películas de Godzilla debí de ver en esos años y quiénes serían las sucesivas y casuales parejas de baile del saurio radioactivo: Louis de Funès, Santo el enmascarado de Plata, Terence Hill & Bud Spencer, los Hermanos Calatrava, Cantinflas…?

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En estos años otoñales en los que me dedico a la crítica de cine, hay veces en que recupero, sin comerlo ni beberlo, esos viejunos placeres. Por ejemplo, cuando me toca acudir a dos pases de prensa en una sola mañana y, de repente, se producen felices (e inesperadas) conjunciones. Sin ir más lejos, la que ocurrió la semana pasada, cuando, con pocos minutos de diferencia entre un pase y otro, tuve que ver el último Rosales y el último Godzilla. Al final de la experiencia no tardé en reparar en que, de hecho, había visto dos veces la misma película. O dos películas con más puntos de contacto de lo que pudiera parecer a simple vista.

Vayamos por partes. Hermosa juventud es, en buena medida, la primera película de Jaime Rosales sin (casi) dispositivo. El autor que llevaba camino de convertirse en el William Castle de la autoría radical con sus polivisiones, teleobjetivos y planos fracturados se aplica aquí al realismo sin florituras, aunque, eso sí, dejando que intervengan en el conjunto el gran icono del porno grimoso Torbe y unos jóvenes que insertan aceleraciones del tiempo del relato vía WhatssApp, Instagram, Skype y otras mandangas.

Parémonos un momento ahí: que Rosales, un director que se pasea por la Croisette como Pedro por su casa, deje que Torbe aplique sus sucias zarpas (dicho sea con todo el cariño) sobre su metraje equivaldría, por ejemplo, a que los productores de un mega-blockbuster diseñado para espolear el consumo de palomitas dejasen que Terrence Malick se encargase de una escena del conjunto. Pues bien, el Godzilla de Gareth Edwards es mucho más que eso por otros medios: la lucha de un poeta melancólico contra el rutinario guión que le ha tocado en suerte y contra la propia maquinaria del blockbuster. Al final, en opinión de este crítico, gana el poeta: ahí está, por ejemplo, ese estupendo plano donde una climática bomba estalla en silencio y casi bordeando el fuera de campo mientras el héroe pierde la conciencia.

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Volvamos a Hermosa juventud. Como ya ocurrió en La soledad, sorprende que Rosales -un señor que vive en una casa con mucha profundidad de campo- plasme tan bien, con tanta verdad y precisión, las vidas normales de personas normales que viven en angostos pisos de alquiler forrados en gotelé. No se detecta condescendencia, paternalismo, ni afán sensacionalista en el preciso retrato de esta pareja golpeada en tiempos de crisis. Hermosa juventud es, en el fondo, como el Import/Export de Ulrich Seidl sin morbo, crueldad, ni tremendismo: sus conclusiones son las mismas; sus estrategias, completamente distintas.

Hermosa juventud y Godzilla comparten un mismo recurso expresivo, que puede parecer casual pero que podría explicar la secreta hermandad entre ambas películas. En un momento dado, en las dos películas, en parejos momentos climáticos, los cineastas colocan la cámara en posición horizontal sobre el suelo, obligando al espectador a una torcedura de cuello no muy sexy. En Hermosa juventud es el momento en que casi se manifiesta un giro trágico/dramático que el espectador teme desde el principio. En Godzilla ocurre cuando tanto el héroe humano como el saurio justiciero están casi en las últimas y el primero se tiende agotado en el suelo.

No pasaría de ser una coincidencia anecdótica si no fuera porque, en el fondo, ambas películas comparten algo profundo: contar algo terrible a la altura del hombre. En un caso, la crisis. En el otro, el Apocalipsis. De hecho, Godzilla es la versión SuperSize de esas aproximaciones intimistas al Final de Todo que ya habían conocido una significativa aportación del propio Edwards: su opera prima Monsters, donde dos personajes se enamoraban en un futuro post-apocalíptico devastado por criaturas alienígenas que también se arrullaban entre ellas (como aquí los MUTOS).

Esa especialidad estrictamente contemporánea de contar lo apocalíptico en alpargatas también había tenido una zumbona muestra local en miniatura: el cortometraje Maquetas de Carlos Vermut, que jugaba con el equívoco de hilvanar una serie de supuestos testimonios reales de familiares de víctimas del terrorismo… que, al final, se revelaban en realidad familiares de víctimas de ataques de monstruos radioactivos gigantes de kaiju-eiga. El corto ganó premio en una convocatoria del Notodofilmfest en cuyo jurado figuraba, adivínenlo,… ¡Jaime Rosales!

@JordiCostaVila