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Cultură

Las veces que España casi se fue a tomar por culo

En 1870 los españoles creyeron hallarse ante el apocalipsis cuando una rojiza aurora boreal cubrió los cielos. No fue el único caso.

El cielo se tiñó de un intenso color rojo. Cubriendo una enorme extensión, el fenómeno proyectó espectrales rayos de distintos colores. Luego, como una visión que había que cazar al vuelo, se desvaneció lentamente. Pero un poco más tarde, un resplandor aún más potente y sanguinolento bañó la bóveda de Madrid. La ciudad palideció. Los cuerpos de bomberos regresaron a las centrales desconcertados: ningún fuego se había desatado en la capital. «Es el apocalipsis», temieron muchos madrileños desde sus casas.

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Es el relato de lo que sucedió los días 24 y 25 de octubre de 1870 en Madrid. «¿Que significa este aparente incendio de los cielos? Es muy difícil contestar a esta pregunta que las gentes no muy ilustradas se dirigen», se preguntaba en su portada el periódico La Época. Entre las hipótesis estuvo, por supuesto, un fatal designio divino, el castigo y azote a los males de los españoles. En el diario, la siguiente pregunta era: «¿Qué relación hay entre las auroras boreales y los trastornos y las desdichas terrenales? De cierto no lo sabemos».

No sólo la prensa madrileña publicó la insólita visión. En Valencia, el Diario Mercantil lo describió como «el signo de grandes calamidades», y en Santander, el físico Fuertes Acevo -utilizando un lenguaje capaz de convertir la física y la astronomía en poesía- como un conjunto de «brillantes claraboyas hacia el norte de un color violeta rojizo». El Vigilante de Gerona, sembró ciencia en medio de la superstición y reconoció que la aurora boreal «causó a las mujeres y personas vulgares, creyéndolo precursor de guerras, pestes y otros disparates».

En Menorca, dos décadas antes (4 de septiembre de 1859), otra aparición hizo estremecer a los habitantes de la isla: «Anteayer a hora avanzada de la noche vio una persona fidedigna dos auroras boreales -recogió el Diario de Menorca-, que si bien eran más diminutas que la que vimos años atrás no dejaron de causar un efecto maravilloso». Ese «efecto maravilloso» puede resumirse en pavor ante la ira celestial. Terror cósmico.

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En aquel remoto año de 1870 no contaban con las advertencias que mucho más tarde lanzaría al mundo la virgen de Fátima. «Cuando veáis una noche iluminada por una luz desconocida, sabes que es la gran señal que Dios os da de que va a castigar al mundo por sus crímenes, por medio de la guerra, el hambre y las persecuciones a la Iglesia y al Santo Padre». Anotad el año y mes en que lanzó estos exabruptos: octubre de 1917. Todo parece encajar. Las llamadas a un castigo divino y a una muerte que siempre viene del cielo, suceden en momentos de crisis y revoluciones, cataclismos y epidemias.

Como durante la Guerra Civil. En enero de 1938, una descomunal y nuevamente rojiza aurora boreal hizo palidecer los cielos. No solo había una guerra en curso, sino varias: fue el mes en que los nazis hicieron suya Austria, comenzando a extender el Tercer Reich. En aquella aparición, durante el golpe fascista en España, un legionario anotó lo siguiente: «El día 25 el bombardeo fue de nuevo muy intenso. La moral se vio afectada aquel día por una extraña luminosidad que apareció por El Tibidabo sobre la que se hicieron las más extrañas conjeturas y que resultó ser una aurora boreal, un fenómeno muy raro en aquellas latitudes. Un extraño misticismo se apoderó de la ciudad, hablando de milagros y culminando al día siguiente, cuando comenzó a correr el bulo de que se había llegado a un acuerdo con el Generalísimo para que no se repitieran los bombardeos de Barcelona. El optimismo desapareció el día 30 cuando la ciudad fue bombardeada tres veces».

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Esta no fue la única aparición. Durante estos meses, se vieron varias auroras boreales en distintas zonas de Europa. No se había visto algo parecido desde que los desgraciados europeos contemplaron como el sol se oscurecía debido a los inmensos zepelines alemanes. En 1915, aquellos artefactos surcaron los cielos británicos, arrojaron bombas y luego desaparecieron.

En Portugal, la hermana María Lucía do Coracao, en una carta del 8 de agosto de 1941 a su obispo, relacionó este fenómeno como el causante del Mal en la tierra: «Sea lo que sea, Dios se sirvió de eso para hacerme comprender que su justicia estaba presta a descargar el golpe sobre las naciones culpables, y por ello comencé a pedir con insistencia la comunión reparadora de los primeros sagrados y la consagración de Rusia. Mi fin era, no solo conseguir misericordia y perdón para todo el mundo, sino en especial para Europa». Los rusos, siempre los rusos.

Regresamos a España. Jueves 27 de octubre de 1870, leemos en El Imparcial: «Las auroras boreales han sido objeto constante de preocupaciones mantenidas por la ignorancia, y que han tenido muy poco cuidado en desvanecer aquellos que por su ministerio o por su frecuente roce con la masa general del pueblo, están en el deber de enseñar a distinguir lo que es sobrenatural de aquello que está sujeto a las leyes físicas de la naturaleza». El diario habla, más adelante, de «fatídicos augurios» y «atrevidas suposiciones».

Visiones sobrenaturales. Una historia bien conocida, porque en ella reconocemos el origen de uno de los relatos bíblicos más celebres, cuando los Reyes Magos aseguraron que hacia el este emergió una poderosa luz proveniente de lo que llamaron «estrella de Belén», asegurando que anunciaba el nacimiento del Rey de los Judíos. Los fatales signos celestiales, la muerte desde lo alto, venía de mucho antes. Ya el profeta Elías, en el Antiguo Testamento, ofrece algo que nos parece literariamente más bello. Porque lo que él asegura haber visto es todo un Ejército Furioso en plena acción: «Y aconteció que, yendo ellos hablando, [Eliseo y Elías] he aquí, un carro de fuego con caballos de fuego apartó a los dos y Elías subió al cielo en un torbellino».

Miramos al cielo y pensamos que el cielo acabará cayendo sobre nuestras cabezas. Existe una tendencia hacia el desastre, como si la naturaleza quisiera jugárnosla en el último momento. Lo desconocido aterra. Aquello que está fuera de control es la puerta hacia la calamidad universal, mientras esperamos que un día de estos, cuando de nuevo el cielo se tiña de rojo, al igual que sucediese con Elías, un carro de fuego descienda hasta nosotros y, una vez a bordo, subamos a los cielos en medio de un torbellino fatal.