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Cultură

Llevo años carteándome con los peores asesinos en serie de la historia

Desarrollé una inexplicable fascinación por los asesinos. Pese a ser verdaderos espectáculos nacionales, no sabía nada sobre aquellos individuos. Así, un buen día en 2009, decidí escribir una carta a Richard Ramírez.
Richard Ramírez enseña un pentagrama invertido trazado en la palma de su mano izquierda, en un tribunal de Los Ángeles en octubre de 1985.

El primero que recuerdo es Ted Bundy. Yo tenía cinco años y vivía en Florida. Todavía guardo en la memoria la imagen de mis padres viendo el momento de su ejecución en las noticias. Dos años después, soltaron a Danny Rolling. Recuerdo que mi madre me dijo que era un asesino en serie que mataba a la gente y a veces "exhibía a sus víctimas muertas para causar más impacto".

No sabría decir por qué esos recuerdos me causaron tanta impresión, pero a partir de entonces, desarrollé una inexplicable fascinación por los asesinos. Pese a ser verdaderos espectáculos nacionales –las explícitas historias sobre cómo asesinaban a sus víctimas inundaban los telediarios-, no sabía nada sobre aquellos individuos. Así, un buen día en 2009, decidí escribir una carta a Richard Ramírez.

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Casi había olvidado el asunto cuando, tres semanas después, vi en el buzón una carta a mi nombre. La dirección del remitente era casi ininteligible, pero pude descifrar que procedía de la prisión estatal de San Quentin.

La carta era bastante aburrida, a decir verdad. Ramírez se mostraba educado y muy normal, excepto por la parte en que me pedía que le enviara fotos de mujeres en la playa. Quiso saber qué tipo de coches me gustaban y qué música escuchaba. Si no fuera porque sabía que era el Acosador Nocturno, habría sido imposible determinar si estaba en prisión por haber cometido un hurto o varios asesinatos. En su carta decía que le gustaban los AC/DC y no pude evitar sentir un escalofrío al recordar que, según dicen, Ramírez solía llevar una gorra de la banda cuando cometía los asesinatos.

Desde entonces, me he carteado con casi 50 asesinos de todo tipo.

De todos ellos, solo hay uno al que considero mi verdadero «amigo». Barry Loukaitis tenía 14 años en 1996, cuando entró en la clase de álgebra armado con un rifle de caza y dos pistolas. Abrió fuego contra varios alumnos y una profesora, cobrándose la vida de tres de ellos y dejando herido a otra. Escribí a Barry sin saber muy bien qué esperar y me sorprendió encontrar a un hombre inteligente que ha pasado más tiempo de su vida en prisión que fuera de ella. Descubrí que teníamos mucho en común: ambos somos ateos recalcitrantes, a los dos nos interesa la política y tenemos casi la misma edad. Además, crecimos jugando a los mismos videojuegos y viendo las mismas películas. Lo que más me sorprendió de Barry fue el auténtico arrepentimiento que sentía por sus crímenes. No concede entrevistas a ningún periodista por respeto a las víctimas. Durante su prolongado encierro, ha tenido tiempo para reflexionar y analizar la decisión que lo abocó a su situación actual. Cuando al principio le pregunté al respecto, esta fue su respuesta:

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En pocas palabras, fui un gilipollas. Sentía que estaba aislado de todo y que no encajaba. En lugar de aceptarlo y asumir mi soledad, escogí ser cruel con la gente. Adopté una actitud muy pueril, como queriendo decir, «Bueno, a fin de cuentas, no merecen la pena como amigos». Aquel pensamiento me servía como bálsamo contra el rechazo del que era objeto. Baste con decir que adopté una identidad diferente a la mía. Yo lo sabía, en el fondo, pero preferí ignorarlo. Traté de proyectar una imagen aterradora de mí mismo y sin embargo nunca actuaba en consonancia. Me amilanaba ante los desafíos. Harto de que me ocurriera siempre lo mismo, decidí que era momento de probarme a mí mismo, de demostrar que era quien decía ser. El resultado fueron los asesinatos que cometí.

Me confesó que a menudo fantaseaba con retroceder en el tiempo e intentaba razonar con su yo adolescente. «Puede sonar a tópico, pero realmente necesitaba un modelo al que seguir».

No sentía lástima por Barry –no hay duda de que está donde merece-, pero a la vez comprendía su situación. Me aseguró que el sentimiento de culpa era abrumador. La historia me pareció tremendamente trágica; nunca podrá deshacer lo que hizo, pero la correspondencia que mantuvimos me permitió conocer su lado más humano.

No todos los asesinos son como él. Las cartas de Phillip Jablonski -un asesino en serie cruel y con motivación sexual actualmente condenado a muerte en California- eran el paradigma de la grotesca y repulsiva lógica que mueve a algunos asesinos. Estuvimos varios años escribiéndonos, y en sus cartas siempre estaban muy presentes sus fantasías violentas y los asesinatos. Phillip responde exactamente al estereotipo de asesino en serie: alardeaba de sus asesinatos, manifestaba sus horribles fantasías y le envió a mi mujer (para su horror) tarjetas navideñas hechas por él. Me fascinaba la facilidad con la que era capaz de abandonar y retomar a voluntad su naturaleza extremadamente violenta.

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He tenido muchas pesadillas con Phillip. Es el precio que hay que pagar por escarbar en la mente de estas personas: a veces ellos se esconden en la tuya.

La mayoría de mis cartas, a falta de una palabra mejor, eran aburridas. He leído historias del ejército y teorías sobre Dios escritas por Robert Yates (el asesino en serie de Spokane). He hablado sobre deportes de combate con Marc Sappington (el Vampiro de Kansas City) y he recibido recetas de cocina de Bill Suff (el asesino de prostitutas de Riverside). James Whitey Bulger me ha contado historias sobre Alcatraz, sobre cómo es vivir siempre a la fuga y me ha advertido –como si me hiciera falta- sobre lo difícil que es la vida de un asesino. También me dijo cuál querría que fuera su última comida en caso de que lo fueran a ejecutar: un chuletón de ternera medio hecho, ensalada con cebolla, una copa de vino tinto o una Coca-Cola.

A todos ellos les enviaba dinero para franquear sus cartas y les pagaba minutos para que me llamaran por teléfono, de manera que no tuvieran que acudir a sus recursos personales cuando era yo quien los buscaba. Después de unos años, tengo a mis espaldas un buen puñado de conversaciones con al menos una docena de las personas más odiadas e infames de los EUA. He recibido cartas de Susan Atkins, Ed Edwards y Karl Myers semanas antes de sus ejecuciones. Durante un tiempo recibí una incesante cadena de misivas de Robert Bardo, el acosador y asesino de la actriz de Hollywood Rebeca Schaeffer, pidiéndome con insistencia información sobre sus celebridades favoritas. Algunos, como Jack Spillman (el carnicero hombre-lobo) me pedían fotos de «chicas que parecieran enfermas». Al fin y al cabo, todas todos ellos querían algo de mí, del mismo modo que yo quería algo de ellos.

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Cuanto más hablaba con ellos y más sabía sobre sus vidas, menos curiosidad sentía. Después de cinco años carteándome con estos criminales, he aprendido que detrás de cada asesino hay una persona y que sus perfiles no son similares. Barry Loukaitis disparó a sus compañeros de clase por un complejo de identidad y estando sumido en una depresión. Michael Carneal era –y sigue siendo- un enfermo mental grave. Andrew Williams había sido víctima de constantes abusos en la escuela. Todos eran extremadamente retraídos antes de cometer los asesinatos. A William Clyde Gibson lo movía el deseo sexual y consumía drogas y alcohol para ser capaz de perpetrar sus perversiones. Tommy Lynn Sells obraba dominado por la ira acumulada a lo largo de una vida muy difícil y Paul Reid mataba por codicia. Todos ellos buscaban cierto grado de poder y control matando, a sabiendas de que esos motivos no atenuaban la gravedad de sus crímenes. Por alguna razón parece importante conocer este dato. Parece importante tener una respuesta en lugar de ir dando palos de ciego ante la pregunta de por qué alguien querría asesinar a otra persona. Aunque existan ciertas similitudes, son muchas las diferencias que se observan entre estos criminales y sus delitos. No es todo blanco o negro, como a muchos les gustaría creer, ni la respuesta es tan sencilla como decir que son personas «malvadas» por naturaleza. Hay mucho más.

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A menudo me preguntan si llego a sentir compasión de los asesinos tras las conversaciones que he mantenido con ellos. De hecho, la experiencia me ha hecho sentir una mayor empatía por las víctimas. Todas esas historias han adquirido un carácter intensamente real para mí. Ya no son solo un artículo de periódico, la página de un libro sobre crímenes o una noticia en el telediario de la noche.

Hace tiempo que no escribo a ningún asesino, pero he estado ocupado acabando mi primer perfil criminal y geográfico sobre el caso cerrado del asesino de Daytona Beach con la ayuda del Dr. Maurice Godwin. También consulté el libro titulado Invisible Killer: The Monster Behind the Mask, que gira en torno a un asesino en serie muy poco conocido, de nombre Charlie Brandt. La correspondencia con varios criminales me ha permitido entender mejor su condición y me ha aportado un conocimiento que jamás podría haber adquirido leyendo un libro. He tenido oportunidad de hablar con ellos abiertamente sobre sus delitos, he observado su comportamiento, sus manipulaciones, su forma de actuar en sociedad… Mi intención es usar todo ese conocimiento para sacar a la luz a estas personas.

El experto en perfiles del FBI John Douglas dijo: «Para entender a un artista, debes observar su obra». Pero para entender su obra, también tienes que observar al artista. Y para llegar a entender un delito, también hace falta examinar en profundidad al que lo perpetró.

Traducción por Mario Abad.