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Los agricultores de Guatemala son tan pobres que no pueden ni manifestarse

20.000 personas se reunieron en la Ciudad de Guatemala para protestar contra la construcción de centrales hidroeléctricas y el precio elevado de la electricidad. Pero no tenían suficiente dinero para quedarse mucho tiempo.

Residentes de la localidad rural de San Luis, en Petén, durante una manifestación el 7 de marzo de 2014 en la Ciudad de Guatemala, sosteniendo una pancarta en la que solicitan la intervención de la Corte de Constitucionalidad para evitar el avance del desarrollo hidroeléctrico. Fotos por el autor.

El problema de organizar y celebrar una manifestación multitudinaria con decenas de miles de personas —la mayoría de los cuales son campesinos y trabajadores manuales— es que hace falta dinero. Dinero para pagar autobuses. Dinero para costear el desayuno. Dinero para comprar agua. También está el dinero que los manifestantes perdieron ese día por no estar vendiendo tortillas, recolectando maíz en los campos o arreglando socavones.

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La mañana del jueves pasado, 20.000 personas se reunieron en la Ciudad de Guatemala para protestar contra la construcción de centrales hidroeléctricas. Llegaron de pueblos a una hora o dos de distancia de la capital y de mucho más lejos —desde Quetzaltenango, a seis horas de camino, o desde los sitios más remotos del departamento de Petén, a ocho o diez horas—. Llegaron hacinados en autobuses escolares estadounidenses, viajando hasta 100 personas en un vehículo. Para muchos de ellos, era la primera vez en su vida que iban a la capital.

Me enteré de las protestas a primera hora de la mañana, cuando un amigo, que es un taxista de puta madre, me llamó: “se están manifestando”, me dijo. “Está a tope de gente. Es por las centrales hidroeléctricas.”

“Vamos”, le dije.

Los brazos de la Obelisco y Centra Norte ya arriban a la CC. Las cuatro marchas se reúnen. pic.twitter.com/s1vRA1tGQc

— Carlos Álvarez (@calvarez_pl) March 6, 2014

Agricultores marchando por las calles de la Ciudad de Guatemala.

Desde hace décadas, la energía hidroeléctrica constituye uno de los mayores escollos en la política de Guatemala. Entre los primeros proyectos estaba la infame presa de Chixoy, construida entre finales de la década de 1970 y principios de los 80, coincidiendo con una guerra civil y bajo un gobierno dictatorial de derechas. En 1982, cientos de indígenas mayas fueron asesinados en la masacre de Río Negro, mientras trataban de evitar que destruyeran sus poblados durante la construcción de la presa. Finalmente, la ejecución del proyecto obligó a más de 3.500 personas a abandonar sus hogares.

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En 2010, gracias a la presión política de los EUA y a los años de protestas por parte de los activistas de derechos humanos, el gobierno de Guatemala accedió al pago de 154,4 millones de dólares como compensación a los supervivientes y se comprometió a conceder a los indígenas tierras y mayores servicios sociales. Todavía no se ha cumplido ninguna de esas promesas que hizo el gobierno guatemalteco. Por eso, este año la administración de los EE.UU. decidió retirar la ayuda militar a Guatemala hasta que su presidente, Otto Pérez Molina, se la gane cumpliendo con lo pactado.

Esto demuestra que la energía hidroeléctrica se mueve por las arenas movedizas de la política. A pesar de todo, el gobierno continúa construyendo más presas. El año pasado, el país aumentó su capacidad hidroeléctrica en un 5 por ciento, y un tercio de la electricidad que se produce allí en la actualidad procede de centrales hidroeléctricas. La construcción de más presas implica el desvío del curso de más ríos, el desplazamiento de más pueblos y más proyectos de ingeniería que perjudiquen el medioambiente. Y, por supuesto, más enfrentamientos con los pueblos que se oponen a estas medidas.

Un ejemplo de estos enfrentamientos se da en la región oeste de Guatemala, en la que se está construyendo una presa cerca de la ciudad de Santa Cruz Barillas. Un líder de la comunidad fue asesinado en 2012, y desde entonces se han sucedido las protestas y los enfrentamientos con la policía y el ejército, como el que se produjo en 2013, que se saldó con la todavía inexplicable muerte de un soldado.

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La semana pasada, el defensor de los derechos humanos de Guatemala publicó un informe en el que se identificaban 57 “fuentes de conflictos” que “generan una situación de ingobernabilidad” en el país, según informó a la prensa Mario Minera. De estas fuentes de conflicto, al menos 17 son consecuencia directa de los proyectos hidroeléctricos, entre los que se encuentra el proyecto Xalalá, para cuya ejecución se prevé arrasar cerca de 50 pueblos. Con este panorama, esperaba presenciar unas protestas bastante dramáticas en la Ciudad de Guatemala.

Autobuses alineados en las calles de Guatemala la mañana de las protestas.

El calor apretaba cuando nos dirigimos al centro de la capital. Había mucho tráfico, y esta incluso estaba parado en algunos puntos, debido a los 20.000 campesinos enfadados que se dirigían a los tres centros de poder gubernamental: la Corte de Constitucionalidad, el Congreso y el Palacio Nacional.

Avanzamos despacio y finalmente llegamos a la Corte de Constitucionalidad a mediodía. No había ni un alma.

20.000 personas habían desaparecido misteriosamente. Un policía nos dijo que se habían ido al cercano Palacio Nacional hacía pocos minutos. Condujimos entre el tráfico y 20 minutos más tarde nos encontrábamos caminando por el Parque Central. El viento revolvía la basura de las aceras y agitaba la enorme bandera de Guatemala que preside la plaza. Había pequeños grupos de guatemaltecos de mirada perdida con gorros de cowboy y mochilas, lo que los identificaba como campesinos.

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“¿Estáis aquí por lo de las protestas?”, les pregunté.

“Sí, por supuesto”, contestaron.

“¿Qué ha pasado?”, pregunté sorprendido. ¿Dónde estaba todo el mundo?

“Ya nos hemos manifestado. Ahora volvemos a casa”, fue su respuesta.

Eran las 12:30. Por alguna razón, 20.000 personas se habían pasado hasta diez horas viajando como sardinas en lata, sin poder hacer otra cosa que oler la axila del vecino, para volver en mitad de la jornada laboral.

Pero no todo el mundo se había marchado. Varios miles de personas todavía se arremolinaban frente al Palacio Nacional, como si esperaran a que algo pasara.

“¿Por qué os estáis manifestando aquí?”, les pregunté.

Una mujer me dijo que era por lo de las centrales hidroeléctricas y me explicó la razón. Había viajado con su bebé desde Quetzaltenango, en el extremo oeste del país. A pesar de que hay muchos proyectos hidroeléctricos en esa zona de Guatemala, el precio de la electricidad sigue siendo muy caro, aseguró. La familia media gana unos 60$ al mes realizando trabajos manuales. La mujer dijo que pagaba 26$ mensuales de electricidad —el 43 por ciento de los ingresos familiares mensuales. No tiene nevera ni secadora. Su familia procura no encender las luces de casa.

Un grupo de mujeres guatemaltecas que se quejaban de que el precio de la electricidad era tan alto que no podían usar ni sus batidoras.

Otra mujer, llegada de un departamento cercano a la Ciudad de Guatemala, me dijo que pagaba unos 17$ de electricidad al mes, pero que su hermana, que vive en la capital, paga 6$. Otro grupo, de Petén, al norte del país, afirmaba lo mismo. En su región, debido a varios proyectos, se había desviado el curso de los ríos de los que esta gente dependía.

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El verdadero quid de la cuestión en Guatemala es que, a pesar de que la electricidad que llega a la capital y las regiones vecinas se produce y gestiona en unas instalaciones públicas y tiene un precio relativamente estable, en las regiones más alejadas son empresas privadas las que controlan la energía, las mismas empresas responsables de los proyectos de ampliación.

Como consecuencia, según los manifestantes, no solo pierden sus tierras y dejan de tener acceso al agua, sino que además deben pagar impuestos para llenar los bolsillos de los inversores. Su petición es que el Gobierno nacionalice las centrales hidroeléctricas y fije el precio de la electricidad. Una propuesta extrema y radical.

Los dirigentes campesinos anuncian el final de la marcha. pic.twitter.com/KTEW4cK1oa

— Carlos Álvarez (@calvarez_pl) March 6, 2014

Al margen de las soluciones que defiendan, se añade el agravio de que son gente pobre —los más pobres de entre los pobres— que ni siquiera pueden utilizar sus malditas batidoras porque las autoridades se niegan a regular de forma apropiada el precio de la electricidad. Si hay una razón para manifestarse por algo, es esta. Acampad en las calles. Lanzad piedras. Que el pueblo ucraniano se rebele contra el gobierno.

Pero eso no fue lo que ocurrió. Las calles de la capital se llenaron hasta los topes durante tres horas, y luego todo el mundo desapareció. Mientras hablaba con el grupo de Quetzaltenango, se levantaron de repente y empezaron a correr hacia el autobús.

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Ninguno de los 20.000 manifestantes podía permitirse pasar la noche en la ciudad, comprar comida ni faltar otro día al trabajo. Y el camino de vuelta a casa era largo.

Manifestantes se arremolinan frente a los autobuses que les llevarán de regreso a casa antes de que anochezca.

Mientras veía al grupo de Quetzaltenango correr, finalmente me di cuenta de por qué había tanto tráfico. Todas las estrechas calles del centro de la Ciudad de Guatemala estaban atestadas de autobuses. Cientos de ellos. En palabras de mi amigo, “una montaña de autobuses”.

Cada uno de los manifestantes habían pagado para alquilar esos autobuses y viajar a la capital. Hice un cálculo rápido: alquilar un autobús durante un día en Guatemala cuesta cerca de 210$. Teniendo en cuenta que un manifestante gana unos 60$ al mes, cada uno pagó como mínimo un 3,5 por ciento de su sueldo mensual para venir a la capital y protestar por su derecho a disponer de agua en sus ríos con la que poder lavar la ropa y electricidad para usar sus batidoras.

¿Pensaban que el Gobierno iba a escucharles? “Si no hay cambios, volveremos el mes que viene”, dijo un hombre con gorro de cowboy antes de reunirse con sus amigos para coger el autobús.

Espero que puedan permitirse el viaje.