Los arrantzales extranjeros

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Los arrantzales extranjeros

Siguiendo la corriente de extranjeros en busca de la pesca.

Kara es pescador. Lo dicen sus manos, grandes, angulosas y con palmas delineadas. No ha conocido otra cosa porque lo lleva en la raza y en la familia; desde su abuelo a su padre, de su padre a sus hermanos y primos. Y así sus 28 hermanos de dos madres diferentes. Amadou Kara Seck es senegalés, prefiere guardar  con discreción su llegada a España y su edad. Pero la raza, su etnia lebu (2% en la distribución de etnias de Senegal) es motivo de orgullo y de una idiosincrasia fuerte: “Los lebu hemos pescado siempre en el mar. En Senegal si alguien dice que es lebu, ya sabes a qué se dedica.” En Euskadi, diríamos que Kara es arrantzale (pescador), no extraña entonces que aprendiese a nadar casi a la vez que andar, en el umbral de la conciencia, y a los 11 años ya trabajase en las pateras de su familia.

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Kara es uno de los miles de senegaleses que en los años de redes llenas durante la última década vinieron a Euskadi a cubrir los puestos de los trabajadores que dieron el salto a las fábricas y trabajos en tierra. Las manos de muchos vascos olvidaron el tacto de la escama de pez y los encordados de la red. El mito arrantzale que colmó a Euskadi de una identidad de marinos de mahón, ballenas legendarias, costeras en Terranova y galernas al azote de sus remeros lo ocuparon los Karas, los peruanos, los polacos o los filipinos que los sustituyeron.

Cruzó 3 países cambiando las playas pacíficas de su Atlántico en Senegal para seguir con la pesca en el Mediterráneo, y el 13 de febrero de 2007 arribó a Donostia con la misma intención, dispuesto a mezclar su cuerpo y sus manos con el frío del Cantábrico. Aunque antes vinieron otros mares y otros países: que Kara recuerde, ha pescado y navegado en casi 8 países diferentes: desde Uruguay a Sudáfrica o Guinea. A su lado, la beca Erasmus parece un viaje del Imserso. Siempre trabajando, siempre pescando.

La última vez que volvió a Senegal fue hace ya 8 meses, y vuelve siendo un 'modu modo' un indiano europeo en el argot senegalés. Sus aspiraciones se extienden más allá del dinero que reparte entre su familia. Su sueldo europeo se alza en una casa de dos pisos que va construyendo poco a poco, le queda rematar la última planta y colocar el tejado. Habría invertido 20 años de sueldo senegalés para un sueño rematado en cinco.

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“Mi patrón en Donostia, Joxe Miguel, es muy raro porque es amable, no roba. Suelen ser unos cabrones, pero él te da lo que tiene, sabemos cuánto gana el barco y cómo se reparte”. 15 días de la costera del bonito se pagan casi a 2.500 euros cada uno.  El sueldo es generoso, pero no todos los de tierra están dispuestos a jugársela; “Es un trabajo muy duro, muchas horas. Duermes mientras el patrón busca pescado o cambia el rumbo. Al localizar el banco pescas sin descanso, hasta que llenas el barco”. La semana de anchoa se paga entorno a 800-900 euros, pero una temporada normal de trabajo son turnos de 6 de la mañana hasta las 12 de la noche, descansando el sábado. “El patrón no puede decidir cuánto trabajas, nadie lo hace. Es el pescado quien decide”.

“Los blancos se enfadaban conmigo porque sólo trabajo, cuando estuve en Vigo ellos sólo deseaban llegar a puerto e irse de putas. Gastarse su jornal de 500 euros en una noche de putas y coca”. A su lado, los senegaleses supusieron un ejemplo de integración que nadie oculta: los patrones están encantados de que su religión musulmana les prohíba el alcohol, conocen el oficio, son fuertes y trabajadores; y los niños te sorprenden cuando chapurrean muy correctamente el euskera.

Ahora que las fábricas han instalado el ERE en la cadena de montaje muchos vascos han intentado volver al mar. En un mundo de confianzas y apretones de manos, en el que entre campaña y campaña apenas hay rotaciones más allá de los jubilados o muertos, no es tan fácil. Indirectamente lo están pagando con el paro estos inmigrantes que vinieron a hacer lo que los vascos ya no querían. Primos, tíos y conocidos han vuelto al bote a remendar las redes y hacerse a la mar.

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Para Kara y otros muchos el futuro está de nuevo allí donde ya nadie quiere cuartearse las manos, “la gente de aquí está volviendo y la cosa está jodida. Intentaré en Arcachón, en Francia a ver si puedo seguir pescando”. Kara, casi dos metros, manos fuertes, brazos musculosos y proporcionados ya está pensando en la siguiente costera.