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Noisey

Lou Reed: 'Transformer' y los días después de Velvet Underground

Había aprendido de los golpes duros de la vida y los estragos de las metanfetaminas, pero Lou había vuelto.

Dirty Blvd.: The Life and Music of Lou Reed detalla la vida del músico, leyenda de la Velvet Underground, e icono, quien se llegó a convertir en una de las figuras más importantes de la historia del rock. Utilizando entrevistas para poder narrar las partes más cruciales de su vida como artista, el libro incluye el capítulo que podéis leer aquí abajo, en el que se relata su regreso a los escenarios con un concierto en el Alice Tully Hall y la publicación de su clásico LP, Transformer.

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Era 27 de enero de 1973 —el día que los Acuerdos de Paz de París pusieron fin oficialmente a la intervención de EUA en la Guerra de Vietnam. Esa misma semana, el Tribunal Supremo de EUA había dictaminado, en el caso Roe contra Wade , a favor de otorgarle el derecho a abortar a las mujeres. La semana anterior se había celebrado la segunda toma de posesión de Richard Nixon; las primeras sentencias por el caso Watergate llegarían solo tres días después. Mientras tanto, Wall Street estaba en plena crisis debido a una desaceleración económica provocada por el Shock de Nixon, pero nada podría haber preparado al público para el Shock de Lou Reed.

Las principales emisoras de radio respondieron a la turbulencia política con una mezcla de nostalgia y cinismo —la escéptica "Superstition" de Stevie Wonder y la hiriente "You're So Vain" de Carly Simon chocaban con las letras triviales de "Crocodile Rock" de Elton John. Pero aunque empezaban a emanar sonidos más ásperos en las bajas frecuencias, el público aún no estaba listo para Lou Reed, una afrenta a la decencia común que en las siguientes semanas se escabulliría dentro de las frecuencias de la AM, alejándose del underground.

Un póster empezó a aparecer en las estaciones del metro de toda la ciudad: Will You Still Be Underground When Lou Reed Emerges on January 27 to Perform at Alice Tully Hall? (¿Seguirás bajo tierra cuando Lou Reed emerja el 28 de enero para su presentación en el Alice Tully Hall?) preguntaba el cartel, anunciando a Lou Reed, el verdadero underground. De hecho, Lou reaparecía en el panorama después de una temporada trabajando como mecanógrafo en el despacho de contabilidad de su padre, pero nadie en RCA dejó que eso interfiriera en una campaña exitosa de marketing. Había aprendido de los golpes duros de la vida y los estragos de las metanfetaminas, pero Lou había vuelto. Era su primera presentación sonada como artista solista —en, de todos los lugares, el Alice Tully Hall. Y esta noche sería diferente a todas las demás: sería la primera vez que alguien cantara sobre mamadas en el Lincoln Center. O que cantara como Lou Reed.

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Esa noche, Lou estaría flanqueado en las salas contiguas por Pierre Boulez dirigiendo la Filarmónica de Nueva York, que esa noche tocó el Concerto para corno No. 2 de Mozart, y la producción de La Bohème de Puccini de la Ópera Metropolitana, pero en el Alice Tully, no habría rastro de lo bohemio. Ignorando el código de vestimenta de facto, Lou apareció en su chaqueta de cuero negra y vaqueros, amenazante rímel negro, barniz de uñas y una mata de rizos desaliñados, con su adolescente banda de acompañamiento, los Tots. Subió el amplificador al 11 mientras narraba la sucia vida de las calles para las zarrapastrosas masas que se habían reunido para escuchar a su dios del rock y destrozar sus sentidos.

Lou Reed de gira, foto por Barbara Wilkinson

Hizo falta un poco de lubricación social para superar los nervios después de un descanso de dos años —más que un poco. Tenía treinta años y se acababa de casar apenas dos semanas antes, pero ninguna institución, ni musical ni matrimonial, podría contener la fuerza irrefrenable que era Lou Reed. Esta noche, liberado por el whisky, lo único que podía contenerlo era su cuero. Cuando la banda empezó a tocar "White Light/White Heat," el mensaje era claro. Al carajo con la respetabilidad. Esto era rock 'n' roll.

Lou había resurgido después de dejar a los Velvets en el Max's Kansas City una calurosa noche de verano de 1970 y mudarse a Long Island con sus padres, trabajando para su padre por 40 dólares a la semana. Le llevaría prácticamente una vida aprender a colaborar de verdad, pero con la ayuda de Mick Ronson y su mayor fan, David Bowie, el recién transformado Fantasma del Rock —título honorífico que le dio RCA—acababa de publicar Transformer, un descenso hacia el inframundo sadomasoquista que rápidamente esquivaría las orejas de los censores. Cuando salió "Walk on the Wild Side", fue como una explosión de bomba sincronizada con la bomba de la Factory de Andy Warhol, que explotaba en forma de automóviles y sótanos por todo Estados Unidos, donde adolescentes llenos de frustración política y una avalancha de hormonas encontraron la voz de la rebelión que le daba un giro malicioso al significado del flower power.

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Ese diciembre, el New York Times no escatimó palabras contra Lou: "El público nunca lo ha descubierto, y, desafortunadamente, Transformer no ayudará a su causa." Ellen Willis, quien había escrito maravillas sobre Velvet Underground, hizo trizas el álbum en el New Yorker , calificándolo de "terrible—letras pobres, pseudodecadentes, canciones pobres, y en general una banda simplemente pobre." El imperioso Decano de los críticos de rock estadounidenses, Robert Christgau, le dio una B– en su aclamada Guía del consumidor del Village Voice . Pero Lou estaba impávido ante los medios; su indomable máquina de metal comía periodistas para el desayuno.

Antes del lanzamiento de Transformer, RCA publicó anuncios en el Village Voice que mostraban a un artista de grafiti pintando el nombre de Lou en un vagón del metro. El Departamento de Parques y Recreación de la Ciudad de Nueva York enseguida emitió una orden para cesar este flagrante "acto vandálico." El anuncio no volvió a aparecer, pero Lou ya había comenzado a dejar su marca negra indeleble en el barniz aséptico del establishment. Su grafiti vandalizó orejas vírgenes, y una vez que lo escucharon, era imposible regresar al estado anterior; el daño era irreversible.

Los conocedores del avant-garde ya alababan a Lou como el poeta de cloaca amoral del Velvet Underground—Rimbaud con una guitarra, el gruñido que inspiró a cientos de bandas— pero ahora empezaba a verse, pese a su disgusto, como una auténtica estrella de rock. Quince minutos de fama le habrían bastado a Lou; lo único que le importaba era la música.

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Lincoln Center fue la invasión de Normandía del cuidadosamente orquestado regreso de Lou. Como parte del demimonde transgresor vanguardista e intelectual de la ciudad, Lou había ido a la ópera, pero aquello quedaba muy lejos de la crudeza boho-chic del Max's Kansas City; los Tots ni siquiera habían pisado el terreno sagrado de la meca cultural de Nueva York. Esto no fue impedimento para que el manager de Lou, Fred Heller, llamara al director de programación del Alice Tully Hall para organizar su triunfante regreso a Nueva York.

El local se había inaugurado hacía tres años, bajo la supervisión de la heredera de CorningWare y filántropa Alice Tully, quien había donado millones para una sala que serviría de hogar de la Juilliard School. El arquitecto brutalista Pietro Belluschi diseñó un edificio angular y moderno, con un borde dentado que sobresalía y apuntaba hacia Broadway, un faro de alta cultura en el epicentro de la jungla de asfalto. La educación musical de Lou empezó y terminó con su primera lección; no era material para Juilliard, pero definitivamente dio a los asistentes una experiencia más íntima de la que esperaban, y un significado completamente nuevo al brutalismo, al lelvar la cacofonía de las calles al interior del edificio.

Lou Reed en 1973; foto por Barbara Wilkinson

Cuando Heller llamó al Lincoln Center, quedó sorprendido de que estuvieran abiertos a la idea. No sospechaban que acababan de aceptar que los asistentes pagaran seis dólares por entrada para presenciar el desvirgamiento del Alice Tully Hall.

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Para atizar las llamas de la rebeldía, Lou reclutó a Garland Jeffreys como telonero. Jeffreys, un cantautor mitad puertorriqueño, mitad afroamericano afincado en Brooklyn, acababa de publicar su primer álbum como solista una semanas antes, en Año Nuevo. Los dos iconoclastas se habían conocido en la Universidad de Siracusa, donde perfeccionaron su característica poesía urbana y antiautoritaria que puso voz a los marginados y tradujo la generación Beat al lenguaje del rock.

Jeffreys empezó su andadura en locales pequeños como Gerde's Folk City y Kenny's Castaways, desarrollando un personaje de folk-rock que, a diferencia de la salvaje y electrizante erudició de la que hacía gala Lou, fomentaba la revolución utilizando el suave timbre de una guitarra acústica y su melosa voz. Mientras que Lou era evasivo, Jeffreys era honesto; si Lou pegaba con el poder destructor de una bola de demolición, Jeffreys flotaba como una pelota de ping pong; mientras que el maullido de Lou podía despertar a los muertos, la voz de Jeffreys podía poner a dormir a un bebé. Así se creó la fórmula yin-yang para la gira del Transformer. Pero aún más importante, fue la ambigüedad racial de Jeffrey y la sexual de Lou las que hicieron que se borraran las fronteras esa noche y se rompieran las barreras de la sociedad burguesa de la época.

Presentándose en dúo con el guitarrista Alan Freedman, Jeffreys empezó su actuación con "Ballad of Me", un himno melódico sobre la victoria del amor sobre el miedo, pese a la contradicción que representaba:

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Like a hawk in the night I separate wrong from right
I'm a legend you see, black and white as can be
And I give you this ballad of me

Con "Harlem Bound," Jeffreys transportó al público a la que en ese entonces era la parte más peligrosa de la ciudad, una llena de personajes variopintos: "Junkie Broadway, every kind of freak, shrimps, pimps, and honky girls . . . see 'em dancing in the street." Para el momento en el que terminó su actuación, la gente estaba lista para subir el volumen.

Lou subió al escenario con los Tots y se asomó para ver al público, que estaba ansioso de saciar su sed por los Velvet, de los cuales habían sido privados y que quizás no volverían a escuchar. Su hambre por "la segunda venida del hijo de Jesús" era palpable, ese pródigo profeta del rock que aparentemente había ido al infierno y vuelto de él, un Orfeo que cambió su lira por una Gretsch Country Gentleman y una Fender Deluxe.

"'¡Sweet Jane!' '¡Heroin!'" gritaba el público. Esperaban a la Velvet Underground; lo que obtuvieron a cambio fue la aparición de un cadáver reanimado, pálido y amenazante, quizás resucitado, como el monstruo de Frankenstein, por David Bowie, el enfant terrible del glam rock. La cara de Lou brillaba con un blanco iridiscente, sus ojos hundidos rodeados de lunas negras como si fuera Pierrot recién salido de una lobotomía transorbital, o Lon Chaney acechando en las catacumbas. Era un Lou completamente nuevo.

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Lou dio una última mirada aprensiva al abismo de ruido blanco, casi saliéndose de su personaje, atenazado por todas las paralizantes dudas que tenía sobre sí mismo. Pero luego recordó en quién se había convertido, respiró profundamente e hizo una mueca. Estaba oxidado, desentrenado, y un poco pedo, pero no importaba. Era el puto Lou Reed.

Lou se giró hacia su banda. "'White Light/White Heat,'" les dijo. Había llegado el momento de mostrarle a Nueva York que había regresado más fuerte que nunca. "One, two, three, four!"

Tocó su guitarra con una ira ensordecedora, haciendo al Alice Tully Hall descender a un estruendoso y subterráneo mundo lleno de anfetaminas, mientras que la batería explotaba desquiciadamente. La canción, el tema que daba título al segundo álbum de la Velvet Underground, únicamente tenía tres acordes, pero era lo único que necesitaba. "All right, now," gritó Lou mientras la guitarra explotaba en truenos violentos, antes de que de la banda pasara a "Wagon Wheel," la montaña escalofriante de batería, bajo y guitarras fusionándose en un estrepitoso alarido. Sin pausar, se lanzó a su primera canción en solitario de la noche, un potente tema con toques de rockabilly: "You've gotta live, yeah your life, as though you're number one, and make a point of having some fun"—carpe diem a la Lou. Para el momento en el que llegó al puente, existía el sentimiento palpable de que Lou realmente había emergido tras una larga hibernación:

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Oh, heavenly father, I know I have sinned
But look where I've been, it's makin' me lazy

No había estado precisamente en una sinagoga; Lou había escapado el solipsístico mundo de Long Island y había viajado mentalmente a Europa, para subir a las cimas más altas y hundirse en los abismos más profundos, escabulléndose de fábricas de arte a campos de tiro, y por alguna razón había terminado en Lincoln Center, donde todos querían escuchar sobre los lugares en los que había estado, y a los que jamás se atreverían a ir. El acelerado ritmo de la guitarra se empezó a apropiar de la canción, mientras Lou cantaba en el fondo "Please don't let me sleep too long!" Puede que no estuviera completamente lúcido, pero Lou estaba completamente despierto, como lo estaba cualquier persona a dos manzanas del lugar. Long Island había quedado en el pasado— Lou Reed por fin estaba aquí.

La siguiente parada fueron las calles 125th y Lexington, con el clásico de los Velvets "I'm Waiting for the Man," un tema sobre conseguir drogas en Harlem, apaciguado para convertirse en una balada que diera un inevitable sentimiento de anticipación y el sentimiento de terror existencial que da el ritmo sincopado de las frecuencias más bajas de la vida. En el Alice Tully, la canción adquirió un significado aún más profundo.

Lou no solo estaba esperando heroína, maría, anfetaminas y voraces cazatalentos, ni la triste suerte que le deparaba a tantos rockeros que habían muerto de manera prematura en la ciudad que nunca duerme, pero que necesita de estimulantes externos para seguir despierta. El Ford de su juventud finalmente se había puesto en marcha, aunque Lou seguía esperando, esperándose a sí mismo.

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La paciencia era un cacique cruel que conoció en una edad muy temprana y que se burlaba con desprecio de él como si fuera gravedad, inercia, entropía, o cualquiera de los poderes limitantes que la fuerza bruta no puede sobrepasar. Lou quería el mundo de inmediato, y este llegó a él con un subidón de adrenalina completamente emocionante y que aniquiló cualquier duda pasada o futura que tuviera, como aquellas personas que tienen algo en su presencia y que únicamente se sienten verdaderamente vivos sobre el escenario y mueren un poquito cuando la realidad empieza a filtrarse en su interior al fin de cada actuación. Nunca quiso ser el centro de atención, pero era el mejor del mundo haciendo de Lou Reed.

La banda pasó por "Sweet Jane", "Vicious," y "Satellite of Love," mientras que Lou se propulsaba a la órbita, y terminó con una alta dosis de acoplamiento. "¡Ya vale de acoplamiento!" gritó alguien del público. ¿Pedirle eso a Lou Reed? Lo llevaban claro. No estaba seguro de muchas cosas, pero algo era seguro: nunca se amedrentaría ante el acoplamiento, ya fuera figurativo o literal. Lou empezó a tocar la canción que varios habían ido a escuchar, "Heroin", un himno generacional sobre la desilusión, el sentimiento de desapego y el escapismo intravenoso; para cuando llegó al primer estribillo, el público estaba aplaudiendo con un arrebato paralizante. La perla más preciada del repertorio de los Velvets consiste únicamente en dos acordes alternantes en una cadencia plagal, tensión y relajamiento, un péndulo oscilando entre la desesperación y la felicidad, la autocompasión y la arrogancia, entre un vacío espiritual y la negación del ser. Esta masa negra era más que un poco autobiográfica, parte de un desfile de demonios internos y hábitos debilitantes que Lou pasaría toda su vida domando.

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Lou Reed de gira, foto por Barbara Wilkinson

Lou apenas estaba empezando. Había dejado tirada a la Velvet Underground; John Cale estaba por su cuenta, Sterling Morrison estaba en Austin haciendo un doctorado en literatura medieval, mientras que Moe Tucker había formado una familia en Georgia. Al tocar los primeros acordes de "I'm So Free," Lou tenía la sensación de que se habían ido, quizás para siempre. No estaba seguro de cómo se sentía al respecto, pero no podía mirar atrás.

Andy Warhol estaba lejos de la desaparición; Lou invocaba su recuerdo todas las noches con "Walk on the Wild Side," y hoy estaba allí en persona. Cuando el bajo empezó su pulso metronómico y Lou se le unió con su guitarra rítmica, no sabía que el hombre al que sentía que le debía todo y nada estaba ahí en el público, viendo el debut de Lou en su papel más exigente a la fecha, una superestrella que llegó más allá de lo que el mismo Warhol esperaba.

Mientras que Lou incitaba a su público a romper con el conformismo, dejaba en claro los crudos orígenes de la música; esta era una melodía que había nacido del hormigón, poblado por pervertidos, "chicas de color" y prostitutas, todos concentrados momentáneamente en el Lincoln Center.

Mientras su voz seducía a los no familiarizados con su hermosa fealdad, el hombre de la peluca rubia platino sonrió detrás de sus gafas rojas. El Lincoln Center y la Factory de Warhol de Union Square eran iconos culturales diametralmente opuestos; de pronto los hogares espirituales del libertino vanguardista y la vieja guardia tradicionalista habían convergido en un big bang.

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El crudo sonido de la libertad no había llegado de la nada. Había evolucionado de una caja de transistores, con el golpeteo tradicional de Bo Diddley y el fuego liberador de "Maybellene," de Chuck Berry, esos tres acordes mágicos que bailaban por la vida con una sonrisa incesante, dándole vida a la guitarra del rock 'n' roll del vientre del blues; el piano boogie-woogie y las armonías doo-woop en falsetto de los Paragons; los Ravens, Lillian Leach y los Mellows, Dion, y muchos otros anteriores— un ritmo sincopado que era muy nuevo, pero a la vez tan antiguo como la tierra misma. Ese sonido sublime había viajado hasta el sótano de Lou en los suburbios de Long Island, colándose por su médula y convirtiéndose en una parte indivisible de su persona. Canalizó todo esto en su tema final, "Rock & Roll," un clásico de los Velvets condensado en la esencia pura del rock.

Fue un momento catártico en el que se liberó de las paralizantes estructuras de la sociedad de clase media, combatiendo el condicionamiento Pavloviano que lleva a aquellos con sentimientos muy profundos a reprimirlos antes de que arruinen la barbacoa en la que están. "Rock & Roll" fue un ataque al orden mecanizado, un llamado a aceptar el sudor, la mugre y las entrañas de la experiencia humana en su crudeza total. No había nada perfecto en ella — ni la voz de Lou, ni los caóticos cambios de ritmo en la batería ni los poco convencionales acentos de la guitarra o el golpe cadencioso del bajo. Lou sabía que la perfección era un mito, y que lo único que importaba era esta poesía de alto voltaje, y con ella la fecundidad, la muerte, el florecimiento y la caída, los secretos del deseo y su profana consumación. El público empezó a aplaudir mientras que la banda se desató en un crescendo resonante, la disonancia y el lirismo mezclándose en un grito ensordecedor, el sonido de la emoción pura. De pronto el ritmo se detuvo por completo, mientras que el ruido creció al máximo, antes de que el último platillo sonara. "Un placer veros a todos. Buenas noches," dijo Lou. "Es agradable estar de vuelta en Nueva York." Mientras se desataban los aplausos, Lou se asomó al público con una cara desconcertada, preguntándose si las vidas de los asistentes también habían sido salvadas. Evidentemente sí; querían un bis.

Lou regresó y subió la distorsión, con un quejumbroso grito de su guitarra, mientras que un redoble de tambor hacía que las feromonas revolotearan.

"Esta es la triste, triste historia de Sister Ray," dijo. La canción era el último tema de White Light/White Heat , una olla a preisón de 18 minutos que contaba la sórdida historia de una traficante de heroína transgénero, Sister Ray. Ray y su banda de drag queens tienen una orgía llena de drogas con algunos marineros, buscando venas funcionales y el sueño americano antes de que la policía intervenga. Lou no cantaba, gritaba, en su gruñido gutural inimitable, expulsando el ingenio salvaje y el nihilismo de la New Wave francesa, mientras narraba un asesinato orgiástico a la Godard.

Sin embargo, en 1973, un asesinato a sangre fría no era la transgresión más impactante en esta profana letanía de shock y asombro. Una felación sí. Para su actuación en el Lincoln Center, Lou hizo un pequeño ajuste a las letras del disco, en la cual sólo utilizaba el pronombre femenino; ahora, eliminó cualquier duda de la indeterminación sexual y de género que podría haber.

Y así fue como el Lincoln Center fue violado: acústicamente, normativamente, y espiritualmente. Fue el tabú definitivo.

La banda detonó su furioso sonido, llevando las pentatónicas del blues al límite, con guitarras en duelo peleando a muerte mientras que el bajo y la batería eran relegados al olvido. El público explotó. Lou se quedó en blanco. Su esposa desde hacía dos semanas, Bettye, se subió al escenario y le dio un ramo de rosas. Este era el Lincoln Center, y aunque Lou estaba lejos de un tono ceremonial —más bien lo contrario—, no querían prescindir de los rituales de ovación por completo. Así que ahí se quedó, con la guitarra en una mano, y un ramo de rosas en la otra. Pese a sí mismo, lo había logrado.

Detrás del escenario, Lou vio un rostro familiar, un hombre al que no había visto con buenos ánimos desde que lo despidió en 1969: Andy Warhol. Warhol era un católico de toda la vida; este empresario beatífico aparentemente no podía guardar rencores. Aunque Warhol tenía 13 años más, sabía que Lou lo veía como una figura paterna artística, y no podía perderse el nacimiento de esta estrella de rock surgida de la Fábrica en su etapa en solitario. Andy sacó su famosa Polaroid —una herramienta utilizada para documentar incontables momentos del panteón de la vanguardia neoyorquina— y le sacó una foto a los recién casados. Andy se la dio; si el disco era un fracaso, siempre podía vender la foto.

El sello no escatimó en el regreso triunfal de Lou: para el after-party, el típico y bohemio público del Max's Kansas City se apretó dentro del lujoso Sherry-Netherland de la Quinta Avenida, convirtiéndose así en una incursión punk dentro de la alta sociedad. Lou y Bettye pasaron la noche en el Plaza, al otro lado de la calle, con los gastos pagados por la discográfica; aunque tenían un estudio en el East Side, la ocasión merecía que se celebrara de la mejor forma. Por una noche, el sultán del enfado estaba en la cima del mundo.

Era como si siempre hubiera estado ahí, sobre un trono de ónice, el diabólico regente de un mundo subterráneo de purpurina y obscenidades sin tabús ni convenciones, con una malévola sonrisa en su rostro. Pero antes de que su nombre fuera un sinónimo de los excesos del rock, había trabajado en las minas de sal en sus humildes comienzos; antes de ser Lou, era Lewis, el hijo de un contable que creció en Freeport, Nueva York, donde se sentía lejos de ser libre, y el vaivén de la marea en su comunidad costera le servía como un recordatorio constante de que estaba atrapado en los suburbios. En ese entonces, estaba tan solo a treinta millas del Lincoln Center, pero a un mundo de distancia; le haría falta algo más que la Long Island Expressway para llegar ahí. Para destilar esa potente toxina que llamamos verdad, tendría que rebasar esa carretera del sueño americano que llamamos MENTIRA. ¿Cómo pudo un pequeño niño judío de Long Island alcanzar cotas tan altas? Fue un camino interminable lleno de baches antes de que su vida fuera salvada por el rock 'n' roll; décadas antes de que su alma fuera salvada por el poder del corazón. Y todo comenzó en Brooklyn.

Dirty Blvd.: The Life and Music of Lou Reed estará disponible el 16 de octubre. Pídelo aquí.