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La semana de la literatura 2014

Madrecita

Un cuento escalofriante del mejor director de cine de terror que ha existido en México. Este cuento nos recuerda sus películas 'Más negro que la noche', 'Hasta el viento tiene miedo' o 'Veneno para las hadas'.

Carlos Enrique Taboada en su estudio. Fotos cortesía de Rocío Amézquita, viuda de Taboada/Mórbido Film Fest. 

Carlos Enrique Taboada (Ciudad de México, 1929-1997) es, para quienes no lo conozcan, el mejor director de cine de terror que ha existido en México. Sus películas Hasta el viento tiene miedo (1968), El libro de piedra (1968), Más negro que la noche (1985) y Veneno para las hadas (1984) se han convertido, con el paso de los años, en verdaderas obras de culto que le han valido a su creador el sobrenombre de El Duque Mexicano del Terror. Sin embargo, Taboada no sólo dirigió este tipo de películas. Su filmografía también incluye delirantes cintas de suspense como Vagabundo en la lluvia (1968), melodramas como Rubí (1970) y filmes de corte histórico como La Guerra Santa (1977). Pero además Taboada componía música, hipnotizaba animales y, en sus ratos libres, escribía relatos. Algunos de ellos están incluidos en la inédita Introducción a la herejía, especie de libro autobiográfico en el que narra cómo abandonó la religión y se convirtió al ateísmo; y algunos otros, como el que leerán a continuación, se encuentran sueltos entre los millares de páginas de su archivo personal. Por sus personajes, “Madrecita” nos remite de inmediato a la clásica Más negro que la noche y a Jirón de niebla, la película maldita que Taboada filmó en los 80 y que, por razones misteriosas, nunca nadie vio.

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Christian Cueva

Cuando Julio volvió aquella noche a su casa, pasaban ya de las tres de la madrugada. Sin embargo, en la ventana del piso alto había luz todavía. La tía Débora le esperaba.

—¡Maldita mujer!— murmuró mientras introducía la llave en la cerradura. Un momento después, por el hueco de la puerta escapaba el aire viciado que se respiraba dentro del edificio.

Cerrada la puerta, Julio se recostó contra ella y clavó los ojos en la oscuridad. Reinaba un silencio profundo, pero él sabía que hasta aquello era un engaño; dentro de aquel caserón viejo y húmedo nada era verdad. Todo parecía dormir y sin embargo sabía que los ojos de la vieja estaban abiertos, todo pretendía ser tranquilo pero podría jurar que aquel ser repugnante había pasado la noche alimentando su odio, echada como un fardo en su silla de ruedas.

Lentamente se desabotonó el abrigo. En la calle el viento helado le había hecho estremecer, pero ahora sentía que sus mejillas ardían y que unas gotas de sudor mojaban su frente; comprendió que las copas ingeridas empezaban a hacer efecto, una náusea insoportable le subía desde el estómago. Cada día se convencía más de que no estaba hecho para beber, y el solo recuerdo del licor vertido en las copas estuvo a punto de provocarle un vómito. ¡No sabía beber! Y aquella idea le atormentaba. Tenía que hacerlo, de otra manera cómo podía resistir la vista y la proximidad de Débora… ¿Cómo soportar aquella atmósfera cargada del olor a cirios y medicinas que había en el cuarto de la mujer?

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Julio necesitaba embotar un poco los sentidos para que la escena que debía ocurrir en la pieza de arriba, noche a noche, fuera menos repulsiva. Sabía de memoria todo cuanto tendría lugar, detalle a detalle, siempre era lo mismo, y sólo constituía una incógnita la duración, el camino que recorrerían las manecillas del reloj antes de que ella le dejara marchar.

Hacía mucho tiempo que comprendía quién era el más fuerte; hacía mucho tiempo que había aceptado su derrota. Pero Débora era un triunfador cruel, el más sádico y perverso de los triunfadores. Aquel suplicio duraba ya años y cada día se hacía más amargo, menos soportable; y no obstante Julio no podía hacer otra cosa que esperar, esperar aquel final que parecía no llegar nunca.

Todos los lunes, cuando el médico hacía su visita reglamentaría, Julio esperaba tras la puerta para abordarle cuando saliera; alentaba en él la esperanza de que el final estuviera próximo. Pero a lo largo de los años el facultativo no hacia sino repetir:

—Ahora está bien… Pero ese corazón no trabajará más de tres meses.

También eso era mentira. Julio no había imaginado jamás que una víscera fuese tan resistente.

La primera vez que escuchó aquel diagnóstico, se sintió feliz; incluso marcó en las seis hojas del calendario de su cuarto fechas estimadas, y cada mañana encerraba en un círculo rojo la jornada que había transcurrido. Pero el médico parecía no saber una palabra respecto al paso del tiempo, de los días angustiosos de su espera y seguía repitiendo sin alterar la fecha:

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—Ese corazón no trabajará más de tres meses.

Finalmente Julio perdió toda esperanza. La muerte vendría sin hacer caso del pronóstico médico. Entonces se refugió en la idea que el feliz acontecimiento llegaría de manera inesperada. Tal vez una noche, cuando llegara a casa, la tía Débora tendría los ojos vidriosos, fijos, y estaría inmóvil… Julio presentía que aquella escena sería horrenda, pero también sería la última, y ello la haría más llevadera.

Pero su esperanza empezaba a flaquear. A su regreso, ya de madrugada la luz encendida en la ventana, denunciaba que la vieja vivía aún.

Infinidad de veces Julio había pensado renunciar a todo; huir y no volver a pensar en aquel ser aborrecido. ¡Pero había esperado ya tanto! Y entonces se sometía al suplicio de continuar… un poco más solamente, un último plazo de dos semanas que, una vez transcurridas, volvían a prorrogarse.

La vida que empezaría una vez que Débora hubiese muerto, presentaba tantos encantos a su imaginación que le obligaban a aceptar el sacrificio. Julio aún estaba en la plenitud de su vida, y tiempo sobraba para recuperar los años perdidos. La promesa de alcanzar aquella fortuna de la tía Débora era el aliciente que le sostenía. Ignoraba a cuánto podía ascender, pero eran miles, muchos miles.

Sin embargo Julio sabía que su proyecto había empezado mal, ahora no hacía sino pagar los resultados, ganar el terreno perdido. Quizá, si de niño hubiese previsto lo que la tía Débora llegaría a significar, hasta hubiera fingido quererla. Pero entonces, aún era demasiado pequeño para ser mezquino. Se mostró espontáneo. El primer día que le llevaron de visita, se sintió horrorizado y así lo demostró. Quedó un momento inmóvil ante la mujer que le llamaba sonriendo desde su silla de ruedas, y buscó luego el refugio de los brazos maternos. No hubo poder humano que le hiciera acercarse a Débora. Aquel rostro pálido, aquel rictus amargo de la boca, aquellos ojos envenenados de amargura le atemorizaban.

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Débora en cambio hizo lo posible por ganarse el cariño del pequeño; le colmó de regalos y trató de mostrarse dulce con él, pero todo fue inútil. La decepción de la mujer se asomó a sus ojos. Miraba a Julio con infinita tristeza, largamente, con la esperanza de verle sonreír.

Su madre, sin embargo, no comprendió los sentimientos del niño. Tal vez para pagar a la tía Débora algo de los muchos favores que le debía, impuso como una norma la visita obligada a su hermana todos los domingos.

Bruma, el gato de Taboada. 

Aquellos días se convirtieron en una constante amenaza para Julio, que veía con pavor acercarse el día señalado. Su madre le arreglaba entonces con especial cuidado, le vestía con el mejor de sus trajes y le acicalaba ante el espejo. En tanto, las manos del pequeño temblaban y un sudor frío le recorría el cuerpo.

El viaje hasta la casa de la tía Débora duraba cerca de media hora, y sin embargo a Julio, se le hacía vertiginoso. Nunca el tren corría tanto como aquellas tardes, cuando los demás niños se divertían bajo los rayos amarillos del sol, al tiempo que él sentía el alma oprimida por una creciente angustia.

La atmósfera del caserón no había cambiado con el tiempo, aquel olor fétido que denunciada la humedad y la vejez, lo invadía todo, y se hacía cada vez más intenso a medida que la mano de su madre subía la escalera crujiente, para seguir luego por el pasillo en cuyo fondo estaba la puerta de aquel lugar tan odiado.

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Detrás de las cortinas azules, desteñidas ya por el tiempo, se hallaba Débora, siempre en el mismo lugar, cerca de la ventana que daba al jardín y que permitía mirar las cúpulas de los árboles.

La inválida les recibía con cierta alegría, pues tal vez secretamente guardaba la esperanza de que Julio fuera menos hosco aquella tarde, pero por el contrario Julio corría a sentarse al más alejado de los sillones, donde permanecía largas horas con la vista fija en los dibujos de la alfombra.

Como un vago sueño Julio recordaba ahora la escena. Durante largas horas permanecía ahí, escuchando la voz fresca de su madre y, en contraste, aquella aborrecida voz seca y cascada de la tía Débora.

Por fortuna para Julio ambas mujeres habían renunciado al intento de hacerlo besar a la tía. Y sólo de vez en cuando aquello era el tema de la conversación.

Julio entonces, temeroso de que la intención surgiera de nuevo, quedaba hecho un ovillo sobre el sillón, mientas su madre comentaba:

—Este hijo mío es un verdadero salvaje. Tengo que quitarle esa timidez estúpida.

Los ojos de Débora se nublaban casi imperceptiblemente y luego respondía con un extraño acento en la voz:

—No es eso, Estela. Es que le doy miedo. Tal vez cuando sea mayor…

Y mientras Estela protestaba y aducía razones para suavizar la amarga impresión que tenía la enferma, la tarde iba cediendo lugar a las sombras que se colaban por la ventana.

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Cerca de las siete, la vieja criada de la casa, venía a retirar el servicio de té y encendía la luz. Estela se ponía entonces en pie, se despedía de Débora y volvía a tomar de la mano a su hijo, no sin antes preguntar:

—¿No vas a despedirte de tu tía?

Julio negaba con la cabeza, sin levantar los ojos. Así se iniciaba el retorno a casa. El paso de los años, consiguió entrar la reflexión al cerebro de Julio y a fuerza de analizar la vida de aquella infeliz mujer, que jamás —desde su juventud— había podido dar un paso, terminó por vencer su repugnancia.

Y fue definitivamente el día que Julio obtuvo su título de bachiller, cuando su sentimiento hacia la tía Débora pareció cambiar definitivamente. En aquella ocasión, su madre le confío algo que él no hubiera sospechado nunca. Sus estudios se habían pagado gracias al dinero de la tía Débora.

—No pretendo que hagas nada— había dicho Estela después de la revelación —pero creo que debes saberlo.

Julio se sintió invadido por una vergüenza infinita. Corrió a casa de la vieja tía Débora y por primera vez dejó un beso en su frente. Ella le miró con los ojos muy abiertos por el asombro, y esa expresión sólo se borró de su rostro cuando Julio le hubo expresado su agradecimiento. Entonces los ojos de Débora se entrecerraron de un modo extraño:

—¿Es eso lo que te ha hecho venir? —preguntó después de una pausa. —Bien, no tienes ninguna deuda conmigo. Tengo mucho dinero, Julio y algo tengo que hacer con él, a mí no me sirve.

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Había en la voz de la anciana un extraño acento. Las arrugas de su rostro se habían hundido, y una palidez mortal le marchitaba las manos. Pero Julio no percibió nada de esto; habló largamente, excusando sus tonterías de niño, pidiendo mil veces perdón por su actitud, pero nada hizo cambiar la mirada profunda de la mujer.

Dos años después de este incidente, Estela murió; el dinero de la tía Débora cubrió todos los gastos del funeral. Poco después Julio recibía el llamado de su tía para recibirle en su casa.

Débora lo recibió con excesiva amabilidad, le hizo sentar a su lado y después de mirarle largamente, planteó su proposición. Conocía bien la situación en que Julio había quedado. Sin terminar la carrera, sin saber trabajar, sin ningún apoyo económico. Débora se proponía remediar aquel desamparo. Julio no tendría más que ir a vivir con ella, y hacerle compañía los pocos años que le restaran. No estaba obligado a nada, ni siquiera a continuar sus estudios. A Débora le bastaba verlo, saber que cerca de ella había alguien que la quería de veras.

La proposición era ventajosa, y sin embargo Julio tuvo que reflexionar. Mientras la mujer hablaba, meditó sobre lo difícil que sería la vida ahí; acostumbrarse a la frialdad de aquellos muros, al crujido de la madera apolillada, a la presencia de aquella colección de imágenes sacras repartidas por toda la casa, a las pisadas de la vieja sirvienta. Pero por el otro lado no había nada. Entonces, aceptó.

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Se inició así el pasaje más agradable de la vida de Julio. Aquella fortuna con que había soñado muchos años, como algo lejano, remoto, parecía estar al alcance de sus manos. La tía Débora era generosa para obsequiar el dinero; él ni siquiera tenía que pedirlo, la mujer reforzaba sus recursos antes de que éstos se hubieran agotado. Vivía además una completa libertad, no tenía que dar explicaciones, y nadie le preguntó jamás adónde iba. Todo lo que la vieja parecía pedir era un rato de charla por las noches; le esperaba hasta la hora que él llegase y entonces se iniciaba la plática. Todo se desenvolvió así, tranquilamente hasta que un día Julio caminó directo a su habitación sin dar las buenas noches a la tía Débora.

El día siguiente transcurrió con placidez, salvo que la mujer se olvidó entregar la cantidad de costumbre a su sobrino. Cuatro días más tarde los fondos de Julio se habían agotado; esperó aún, pero Débora parecía haberse olvidado del asunto. Por fin una noche, no le quedó más remedio que pedirlo. La mujer le miró sonriente:

—Tómalo de ahí —dijo señalando el cajón de la cómoda. —Es tuyo…

Hasta entonces Julio no había comprendido que aquellas pláticas nocturnas, distaban mucho de depender de su estado de ánimo; era una obligación que no podía eludir. De pronto le hizo gracia el capricho de la anciana, pero comprendió que estaba preso en una trampa singular. La charla de Débora se hacía de día en día más amarga, tenía siempre un dejo de reproche; y al propio tiempo se tornaba más melosa al grado de que Julio revivió las tardes dominicales de aquellas visitas en su infancia. Parecía preso ahí, en esa habitación ensombrecida por el eco de la voz cascada de la tía Débora.

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Y la vida empezó a tornarse angustiosa. Los caprichos de la vieja eran singulares, jamás pedía con exceso, pero la negligencia motivaba siempre una mengua en la cantidad destinada a cubrir los gastos de Julio.

Lentamente como si despertara de un largo sueño, desde el fondo de su alma, surgió de nuevo el rencor. Julio se sentía humillado, sujeto a aquella cadena repugnante del dinero; pero el nuevo tren de vida que había conocido, le hacía más difícil renunciar a él.

Como todo buen director de cine, Taboada no dejaba su cámara ni en las vacaciones. 

Un día la tía Débora anunció su muerte. Mientras cenaba en su retiro, un dolor agudo se clavó en su pecho. Sintió que los músculos se relajaban, y quedó sumida en un profundo letargo. Julio hizo venir al médico; muy dentro de su pensamiento abrigaba una esperanza. Y el diagnóstico prometió hacer la realidad en tres meses. Cuando después de haber escuchado la sentencia de la tía Débora, Julio entró de nuevo en la pieza, la mujer le miraba con un destello curioso en las pupilas.

—¿Lo sabes ya? —preguntó.
—¿Qué cosa? —inquirió de nuevo Julio huyendo de aquellos ojos escrutadores.
—Me queda poco tiempo de vida… muy poco. Julio quiso replicar algo, pero Débora le interrumpió:
—Lo sé. No pretendas engañarme… Pronto te quedarás sólo; y no volveré a molestarte.

Julio sintió una extraña sensación de bienestar que le subía hasta los labios, y para disimular la sonrisa que ya se dibujaba en ellos corrió hasta la tía Débora.

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—No diga usted eso, tía, me dejaría un hondo vacío. No sabría qué hacer.

Había tomado una de sus manos entre las suyas, pero la vieja la retiró con brusquedad; por primera vez sus ojos denunciaban aquel desprecio infinito que la ahogaba… Julio también lo comprendió, pero ya no le importaba. Entonces se dedicó a esperar.

Siempre alentado por aquella lúgubre esperanza, su vida se hizo más llevadera. Por las noches, mientras hablaba con la enferma, apenas si la escuchaba. Tenía el pensamiento puesto en el futuro; Julio empezaba a convertirse en un soñador.

Pero Débora parecía empeñada en no dejar el mundo hasta que todo cuanto ella sabía sobre la vida de su sobrino estuviera dicho. A partir de aquella noche se tornó más locuaz y empezó a revelar a Julio cosas que éste jamás había imaginado.

Empezó por descubrir pasajes ocultos en la vida de su madre, y Julio supo de ella incidentes que jamás había sospechado. La vida de Estela aparecía en labios de Débora un poco turbia. Realmente la mujer había hecho algunas cosillas… desagradables. Sobre el mismo padre de Julio no podría decirse gran cosa. Claro que Estela había hecho algunas tonterías, sólo para mejorar su posición. Sí, realmente no tenía un pasado del que su hijo pudiera enorgullecerse.

Julio fue presa de una violenta cólera cuando escuchó el primer comentario a este respecto. La imagen y el recuerdo de su madre habían sido siempre sagrados para él; pero luego reflexionó con calma. La tía Débora presentía ya la muerte, durante años había sido cercada por la envidia hacia su hermana que joven y hermosa había tenido mejor suerte, mientras Débora se consumía en su invalidez. Pero la tía, pasó pronto de las palabras a las pruebas. Alguna noche enseñó unas cartas, otro día fue un retrato… Eran pequeños recuerdos que había acumulado a lo largo de los años por si Julio quería saber algún día sobre el pasado de su madre.

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Y el veneno de la tía Débora le alcanzó; Julio sintió de pronto que algo de lo mejor de su existencia había desaparecido para siempre; vivió días de terrible angustia, de espantosa ansiedad, y al propio tiempo se sentía impotente para rechazar las acusaciones crueles de aquella mujer, que le obligaba a escuchar todas las noches su relato.

Sólo una cosa quedó clara. La tía Débora le odiaba y quería, antes de abandonar la tierra, causar en su alma todo el daño posible. Y mientras Julio seguía esperando, contando los días que faltaban para que el diagnóstico médico se hiciera realidad, los recuerdos desenterrados por la vieja le iban destrozando por dentro.

Débora parecía haber aprendido de memoria todo cuanto relataba en las noches; lo hacía hábilmente, sin llegar a lanzar nunca el insulto violento; pero aquellas horas estaban llenas de humillación, oprobio y vergüenza. Fue entonces cuando la vieja parecía haber aprendido a sonreír, lo hacía con frecuencia mientras conversaba, sin quitar los ojos de Julio, que en silencio le escuchaba mirándose las manos.

La tortura empezó a alargarse por meses. La anciana no daba muestras de mejorar y el médico seguía concediendo sólo tres meses, hasta el otoño, después aseguró que Débora no vería el principio del año, pero ése y el siguiente transcurrieron sin que el final llegara.

En tanto, Julio seguía encadenado a la esperanza de recibir aquella fortuna, y soportaba todo con paciencia. Pero su odio se hacía cada vez más fuerte más destructivo dentro de su pecho, y como no tenía salida parecía devorarle las entrañas.

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El pensamiento de la visita nocturna a Débora, le perseguía durante toda la mañana, y cuando las sombras de la noche llegaban, Julio era presa de un terrible desasosiego.

Una tarde creyó encontrar la solución refugiándose en la bebida, pero aquello no hizo sino aumentar el suplicio. Cuando esa noche regresó a casa tambaleante y enfermo, la voz de la tía Débora le llamó desde el cuarto:

—¡Julio! ¿No vas a despedirte de tu tía?

Y Julio entró en la habitación; retiró las cortinas, aquellas mismas azules y viejas cortinas de años atrás, y miró de frente a la mujer, que le sonreía con dulzura. Ella pareció no encontrar nada extraño en la actitud de su sobrino, antes por el contrario, lo sintió más cerca de ella, y le hizo sentar sobre la alfombra, a sus pies y le acarició la cabeza con dulzura. Julio se sentía morir, gruesas gotas de sudor corrían por su frente, los párpados le pesaban como si fueran de plomo. En tanto las palabras de Débora se deslizaban en sus oídos con un verdadero torrente que amenazaba hacerle estallar la cabeza. Cuando las primeras luces de la mañana penetraron en la habitación Julio permanecía aún ahí, con la cabeza echada sobre el pecho y el pelo en desorden, convertido en un muñeco roto. Débora también dormía plácidamente.

Y esa noche, Julio sintió el temor de que la escena se repitiera; sólo había ingerido un par de copas, pero aún así sus pasos no eran seguros, y la vista le transmitía sólo imágenes borrosas.

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Lentamente abandonó la puerta, mientras todo aquel tropel de recuerdos se perdía entre las sombras que llenaban el espacioso hall de la mansión.

Sus pasos arrancaron prolongadas quejas a la escalera, mientras subía. Se detuvo un momento en el rellano. Ahí, frente a él, en un nicho que la vieja había mandado cavar, estaba aquel horrible Cristo, paliducho y deforme, abundante en sangre y exagerado en las heridas. Ante él bailaba la llama de una lamparilla. Julio le había considerado siempre como a un enemigo y a la vez como un fiel aliado de la vieja. Ya en sus elucubraciones había decidido hacerlo añicos en cuanto la tía Débora muriese. Torpemente reanudó el camino y avanzó por el pasillo rumbo a la habitación, que dejaba escapar por el hueco de la puerta una franja de luz, amarilla y molesta.

Antes de entrar, el olor a medicinas que usaba la mujer le entró por la nariz aumentando su náusea. Luego corrió las cortinas y quedó inmóvil junto al umbral.

Débora levantó los ojos, pequeños, grises, llenos de un destello metálico, luego esbozó una dulce sonrisa.

—Julio… —dijo al fin con infinita ternura. —Ven aquí, te he estado esperando y las horas son muy largas.

El hombre avanzó hacia ella, y su rostro herido por los rayos de la lámpara tuvo un aspecto cadavérico. Ella lo miró fijamente.

—¿Te sientes mal? —preguntó Débora, como si nada más pudiera preocuparle en aquel momento. Y cuando Julio negó con la cabeza, su sonrisa volvió a aparecer.

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Luego señaló con un dedo la frente donde Julio dejó un beso. El contacto con aquella piel reseca y agrietada le provocó un escalofrío.

—Debes estar resfriado —comentó entonces la enferma, mirando las gruesas gotas de sudor que había en su frente.
—No, no. Todo lo contrario; este calor es sofocante —dijo Julio al tiempo que intentaba despojarse del abrigo.
—¿Qué haces? —clamó entonces Débora con alarma. —No puedes hacer eso, en esta casa hay muchas corrientes de aire. Haz el favor de cubrirte.
—Es que me ahogo —protestó el joven. Pero ella meneó la cabeza con desaprobación.
—No vas a darme ese disgusto, ¿verdad? Tú no quieres que la tía Débora se disguste contigo. Anda, siéntate junto a mí.

En la filmación de Veneno para las hadas, con Ana Patricia Rojo (centro) y Elsa María. 

Julio se dejó entonces caer materialmente sobre la alfombra. Su malestar iba en aumento y el calor le asfixiaba. La mano de la vieja vino entonces a posarse sobre su pelo y lo acarició largamente, con fruición, como si quisiera arrancárselo. Así una y otra vez, hasta que una extraña desazón se apoderó del muchacho. Luego, la mano de la mujer se paseó por sus mejillas. Julio se encogió de hombros, como si hubiera recibido una descarga eléctrica, pero Débora pareció no notarlo y continuó en su extraña tarea.

—¿Te has divertido esta noche? —preguntó de pronto.
—No, no mucho… estuve con unos amigos.
—Bien, bien —comentó ella dulcemente. —La juventud debe divertirse. Dime, Julio, ¿tienes novia? Jamás me has hablado de ella.
—No —respondió él secamente. —No tengo.

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Débora soltó entonces una carcajada horripilante, mientras que sus dedos largos y huesudos oprimían con fuerza la cara del muchacho.

—¿Sabes, Julio? —dijo al fin. —No te creo. No te creo una sola palabra. Eres igual que tu madre. También ella ocultaba las cosas. Claro que a ella terminaron un día por notársele… —y continuó riendo hasta que la risa tuvo un acento de ferocidad.
—No, te he dicho que no tengo… —afirmó Julio, sin hacer caso de la grosera insinuación de la mujer. Ella reparó en el acento duro de aquellas palabras y se mordió los labios, pero poco a poco su expresión volvió a suavizarse.
—Bueno, si tú lo dices… te lo creeré. Aunque hace un par de noches me pareció ver una mancha roja en tus labios. Era carmín, ¿no es eso?
—Sí, tal vez —replicó Julio, furioso.
—¿Y no ha ocurrido lo mismo hoy? —preguntó Débora al tiempo que con un movimiento brusco le levantaba la cara. Entonces se inclinó sobre él y mantuvo el rostro a unos centímetros del de Julio. Su aliento fétido le entró al joven por la nariz, y Julio hizo un brusco movimiento.
—Tía, tengo sueño, déjame ir —clamó, suplicante. Ella volvió a sonreír.
—Eres un ingrato —dijo. —Sabes que paso las horas esperando tu regreso y tú me escatimas unos minutos de tu compañía… ¡Vete si quieres! —dijo al fin soltándole la cabeza violentamente.

Pero Julio no se movió. Había recordado que la fiesta de esa noche había agotado sus recursos. Necesitaba dinero para el día siguiente. Y aquello Débora lo cobraba con muchas horas, con muchos minutos de tortura.

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Ahora todo su cuerpo estaba empapado de sudor y por la espalda le corrían largos hilos líquidos.

—Hoy ha venido a verme el médico —comentó la mujer con voz grave. —¿Sabes?, no tengo remedio… él no ha dicho una palabra, pero yo se lo veo en los ojos.
—No, no puede ser así —comentó Julio por decir algo. Débora le obligó entonces a verla de nuevo.
—Tú sabes que cuando yo leo algo en los ojos de los hombres no me engaño. Lo sabes, ¿verdad?

Julio cerró los párpados para evitar seguirse contemplando en el fondo de aquellas pupilas cargadas de odio. Débora continuó ahora suavemente:

—Por eso yo conocía bien a Estela, ¡pobrecilla! Trataba de ocultarme las cosas, pero yo lo adivinaba todo; sin moverme de aquí, sabía cuánto había hecho, sabía con quién había pasado la noche… ¡Todo, todo!— La voz de la mujer se ahogó como un suspiro y hubo una larga pausa. Julio le estrujó las manos hasta hacerla palidecer. Luego el relato se reanudo:
—Debes querer mucho a tu madre, Julio. Ella era buena. Aunque un poco atolondrada. Sólo pensaba en su comodidad, necesitaba dinero y lo buscaba como fuera. ¡Era muy joven! Siempre se lo censuré; no me ha gustado nunca cómo las gentes persiguen las monedas… desprecio a los hombres, a quienes el dinero convierte en mendigos, en esclavos, en algo sucio e innoble.

El sueño empezaba a huir de los ojos de Julio, y una cólera impotente se estremecía en su interior. Sabía que aquel párrafo estaba dedicado a él, pero ya nada le importaba. Esperaría. Esperaría siempre aunque la vieja fuera a vivir mil años.

—Sí, tía, sí —comentó en voz baja.
—¡Tía! —repitió la mujer —con cierta amargura en la voz. Es triste pensar que a pesar de todo cuanto te he querido, no he sido para ti más que eso. Lo menos que podía esperar era que me quisieras un poco, yo he velado por ti como si fueras mi propio hijo.
—He cuidado de ti como una verdadera madre, ¿no es verdad?
—Sí, tía, sí, lo sé… —murmuró Julio.
—Entonces —chilló la vieja —llámame así… ¿lo harás verdad?

Hubo una larga pausa. Julio había palidecido y los labios le temblaban ligeramente. Sintió que el pelo se erizaba en su cabeza.

—Lo harás, ¿verdad? —chilló la vieja con desesperación.
—Sí —respondió Julio mansamente. —Lo haré… Cuando Débora le obligó de nuevo a mirarle de frente, encontró los ojos de Julio humedecidos por el llanto. Entonces sonrió triunfalmente.
—Eres un buen niño —dijo. —Estás conmovido… —Y le besó largamente, mientras el cuerpo de Julio se sacudía en convulsiones de cólera.
—¡Dilo! ¡Dilo! ¡Quiero oírlo! —siguió la mujer cada vez mas excitada. Y pegó entonces su oreja a los labios de Julio. El hombre cerró los ojos; comprendió que había llegado el momento definitivo, que no podía caer nunca más bajo, y mientras pasaba por su mente el recuerdo de Estela murmuró quedo, muy quedo:
—Madrecita… madrecita.

Débora estalló en una risa histérica, feroz, entrecortada. Tomó la cabeza de Julio y la apretujó contra su pecho a tiempo que los senos marchitos le ofrecían la repulsiva blandura de su proximidad. Julio quedó luego, ahí recargado contra la silla de ruedas, con los ojos muy abiertos como si así quisiera ahuyentar la pesadilla que estaba viviendo. La mano de la mujer volvió a acariciarle la cabeza con indescriptible suavidad una y otra vez.

Las manecillas del reloj se desplazaron lentas, muy lentas. Al fin, la vieja pareció cansada de su posición.

—Vete a dormir —dijo palmeándole las mejillas, debe ser muy tarde.

Julio se levantó mecánicamente. Ya no sentía calor aunque su cuerpo estaba empapado. Dejó con repugnancia un beso en la frente de la mujer y trató de alejarse, pero ella le tomó por las solapas y le besó en los ojos.

El primer paso que dio rumbo a la puerta le costó un trabajo infinito. Los miembros le dolían de un modo terrible, resultado de su larga estancia sobre la alfombra.

—Julio —llamó entonces Débora, —¿adónde vas? Te has olvidado de algo importante… ¡Eres un chiquillo! ¿Cómo quieres vivir sin pensar en el dinero? Apuesto a que no tienes un solo centavo. El hombre negó con la cabeza mientras permanecía balanceándose como un péndulo a mitad de la habitación.
—Anda toma el que quieras, hay algunos billetes es ese cajón.

Julio llegó hasta la cómoda y extrajo de una de sus gavetas un puñado de billetes; cuando pasó de nuevo al lado de Débora ésta le sujetó por el abrigo.

—Ven aquí —dijo de nuevo atrayéndole hacia ella. Julio cedió a la presión y pronto estuvo de rodillas ante la enferma.
—No tendrás felices sueños si no te santiguo—. Y empezó a persignarle, mientras Julio, con los brazos sobre el pecho, oprimía fuertemente los billetes.
—Que Dios te bendiga —dijo ella mientras hacía la señal de la cruz sobre su frente, y sus dedos temblaban de ira y de desprecio.

Julio se levantó de nuevo; marchó hacia la puerta y desde ahí se volvió. La comedia de aquella noche llegaba a su fin.

—Buenas noches —murmuró. Hizo una pausa y después, casi sobrecogido de espanto, asqueado de sí mismo, agregó: —Buenas noches… ¡Madrecita!
—Buenas noches, hijo —repitió la anciana. Y clavó la vista en el hueco de la puerta por donde Julio había desaparecido. Luego le escuchó andar por el pasillo y entrar finalmente en su habitación. Unos ruidos leves le denunciaron que Julio se desvestía. Luego la casa quedó sumida en un silencio profundo, en una dulce quietud, en una serena tranquilidad.

Cristian Cueva es escritor y documentalista. Trabaja en Mórbido Film Fest y actualmente está realizando un documental sobre Carlos Enrique Taboada.