Carta de amor al centro comercial más decadente de Madrid

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Carta de amor al centro comercial más decadente de Madrid

Volvemos al centro comercial La Ermita muchos, muchos años después.

Todas las fotografías por Davit Ruiz

Ahora el río de Madrid mola mucho. La zona es la hostia, lo más, donde todo el mundo se quiere ir a vivir y solo algunos, los más afortunados, pueden. Pero hace una década, los barrios que estaban pegados al Manzanares estaban como aislados del mundo, aunque no del mundanal ruido precisamente. Porque la gente que dormía allí se levantaba con unas hermosas vistas a la M-30. La carretera más transitada (y asquerosamente ruidosa) de España era su paisaje urbano continuo. Luego vino un alcalde con aires de faraón y sepultó los carriles, devolvió el río a la superficie (soltó también algunos patos) y salpicó la ribera del Manzanares de parques, parterres, alamedas, columpios, mucho hormigón del que alguien trincaría en la concesión y bancos y mobiliario muy modernos en los que uno no sabe muy bien dónde plantar el culo.

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El futuro ya estaba aquí. Pero si uno husmea cerca del río, por la zona de Puerta del Ángel pueden descubrir todavía algunos vestigios de aquellos años del glorioso siglo pasado. Son bares, restaurantes asturianos, el parque Caramuel y, sobre todo, el Centro Comercial La Ermita. Una joya arquitectónica que por fuera parece una mezcla imposible entre unas galerías comerciales de Puerto Banús y una primera línea de playa en Miami Beach (aunque, claro, en ambos casos hay que sustituir el mar por un trocito de río). Y que por dentro conserva todos los detalles art-decò que lo hicieron famoso en su momento y que lo convirtieron en la perla del barrio, en la envidia de la ciudad, en… bueno, en un centro comercial que ya parece que nació viejo, como de los 70, y que lo sigue siendo, a pesar de que le han dado una buena mano de pintura.

Por sus galerías han desfilado todo tipo de actividades de ocio y de esparcimiento que dejaban con la boca abierta a la sociedad madrileña de la época. Hubo en los noventa ungigantesco parque acuáticopor el que desfilaban y ponía su culo a remojo 500.000 personas al año. "Con jacuzzis, twisters y rayos UVA", como rezaban las informaciones de la época. Esto podría llegar a explicar ese aire marinero (como de ribera azul mediterránea, con palmeras y todo). Pero ya no quedan rastros de aquél jolgorio acuático, ni se oyen los chapoteos de las olas artificiales. Ahora hay un negocio de karts y un gimnasio muy moderno. Pero es distinto, eso está claro.

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Y si por algo fue célebre este centro comercial fue por albergar en sus tripas uno de los templos de la música madrileña, Aqualung. Sala de conciertos de tarde y discoteca. "Sala de fiestas", como nos dice uno de los abuelos que nos encontramos paseando una mañana por La Ermita. Se inauguró en 1992 con Jethro Tull (no pudieron estar más acertados) y se cerró 14 años después con The Magic Numbers (la clausura no estuvo a la altura). Casi todo el mundo de Madrid, y muchos visitantes ocasionales de la capital, guardan en su memoria musical algún recuerdo de ese entrañable local, con una pista que era como un fosito, y ese escenario que entonces nos parecía gigantesco, pero que no lo debía ser tanto.

Nosotros, por ejemplo, vimos allí a Belle & Sebastian la noche antes del 11M del 2004 y luego los de Glasgow volvieron a repetir el día de los atentados (se montó bastante follón) con un minuto de silencio por las víctimas. Y preguntando salen nombres como Millencollin, Fermin Murguruza, La Buena Vida, Bowie o PJ Harvey. Así de variadita era la programación de este lugar. Doce años después del cierre, y aunque ahora hay un teatro con auditorio allí, el aspecto de La Ermita está muy lejos de parecerse a aquellas tardes de sábado en las que pillabas unas birras en una de las tiendas de comestibles de dentro (que, por supuesto, ya no están) y hacías un calentamiento intenso y prolongado al fresco, en las escaleras de las columnas, para evitar las lesiones durante el concierto de turno. Un entrenamiento que se prolongaba hasta que comenzaba a atronar la música desde el interior de la sala. Era como el pitido del árbitro.

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Poco queda de aquel entrañable centro comercial de entonces. La realidad, ahora, es un poco distinta. Sigue habiendo una bolera -que era donde iba la muchachada a pasarlo bien hace veinte años-, pero la han remodelado. Y ahora es moderna. Ya no hay tiendas entrañables, a cambio nos podemos encontrar una gran oferta de todo tipo de restaurantes y cadenas de comida que uno se pueda imaginar. Y locales vacíos (esto pasa en muchos) y oficinas… Y por la mañana, una buena pandilla de jubilados que reconoce que el centro comercial les viene muy bien para refugiarse de un día jodido de frío como éste de marzo en el que hemos decidido, después de muchos años, volver aquí.

Es decadente, aunque luzca imagen moderna y se haya pegado un buen lavado de cara, pero sigue siendo irresistiblemente encantador. Mucho mejor que cualquiera de los edificios sin alma y sin pasado que se encuentran en alguna de las autopistas que salen de Madrid hacia otros lugares de la Península y que se autodenominan, sin derecho, Centro Comercial. Un centro comercial era esto, joder.