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Cultură

Historias de gente que creía que iba a morir en un avión

Gente que nos explica sus peores experiencias dentro de un avión, esas que te hacen creer que vas a MORIR.
Imagen vía Flickr bedworth

Llegan las vacaciones y con ellas las ganas de viajar y conocer otros países. Muchas veces el método de locomoción ideal para transportar nuestros cuerpos hacia esos sitios nuevos y maravillosos es el avión. Joder, los aviones, esos viejos cabrones.

No sabemos muy bien cómo coño funcionan pero los tipos cada día siguen elevándose como si nada, como si el milagro de volar —perseguido durante siglos por el hombre— fuera algo puramente rutinario (lo es).

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Un avión pasándolas canutas. Imagen vía Flickr lorenterey

Pero dentro de esos tubos de metal uno no tiene ningún tipo de control, realmente estamos haciendo un acto de fe porque cuando las cosas se ponen jodidas —turbulencias infernales, caídas en picado, fuego en el motor— solamente podemos ESPERAR, no podemos ayudar ni hacer absolutamente nada, solo abrazar la muerte, mandar algún mensaje de WhatsApp a las personas que más queremos y desear con todas nuestras fuerzas que salga el maldito double-check.

Los aviones son maravillas tecnológicas y la mayoría de sustos terminan en esto, en anécdotas de terror. Es justamente su naturaleza fugaz lo que hace que estas situaciones sean interesantes, esos momentos en los que crees que todo se va a terminar pero al final no. En fin, cuando se trata de turismo metafísico.

Rosa, en el mar, no en un avión

Rosa, 39 años

El avión volvía de Grecia y yo viajaba sola porque volvía un día antes que mis compañeros de viaje, me apunté tarde, pero entonces no me daba miedo volar.

A mitad del vuelo, el avión hizo dos descensos bruscos y se iluminaron los testigos de abrocharse el cinturón. Las azafatas corrieron por el pasillo para asegurar el carrito de las bebidas, aunque no parecía tarea fácil controlarlo. Desde ahí, saltos y más descensos bruscos. Volábamos con la selección griega de algún deporte, y era estremecedor ver a tíos altos como castillos llorando como niñas. Mi primer pensamiento fue "tengo que salir de aquí", pero sonreí ante mi estupidez. Me apreté más el cinturón y pensé "no quiero morir". Al darme cuenta de que no estaba en mis manos, me relajé, cosa que aun hoy me sorprende. Dejé de tener miedo.

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Mi compañera de asiento me preguntó si le podía dar la mano, ya que su marido estaba vomitando y no estaba por la labor. El resto de pasajeros lloraba, gritaba ocasionalmente o vomitaba sin parar, y se oía una cantinela como si alguien rezara en griego. Cuando aterrizamos en Barcelona, al salir del avión, el piloto salía de la cabina cuando yo pasaba por delante y le dije "gracias por traernos" y contestó, resoplando "no ha sido fácil".

Ya en casa vi en las noticias que había habido pequeños huracanes veraniegos y mangas de mar en el mediterráneo, sin importancia, a no ser que vayas en avión, claro. En aquel vuelo dejé de tener miedo, pero desde entonces tengo que obligarme a subir a los aviones, aunque en aquel momento me prometí que no volvería a subirme a uno.

Mario, 39 años

En los once años que pasé como auxiliar de vuelo, he vivido unos cuantos episodios de turbulencias. La mayoría de las veces todo quedaba en una simple anécdota o en alguna caída de culo en medio del pasillo, para satisfacción de los pasajeros. Pero sí recuerdo un vuelo en que las turbulencias fueron especialmente intensas. Tanto que creo que todos los que íbamos en el avión aquel día, yo incluido, pensábamos que no podríamos contarlo.

Hay aeropuertos que son famosos por el desafío que presentan a los pilotos a la hora de aterrizar en ellos. Algunos tiene la pista de aterrizaje muy corta, o están en una zona en la que suelen instalarse bancos de niebla que dificultan la maniobra o en la que soplan fuertes vientos. El aeropuerto de Arrecife, en Lanzarote, es uno de ellos y era el destino al que volábamos ese día.

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El comandante ya me había advertido de que el vuelo sería movidito. Esto es un poco como pasa con los médicos: muchas veces prefieren darte el peor pronóstico para curarse en salud, pero luego resulta que no era tan exagerado. Así que pensé que esta sería una de esas veces. Joder, qué equivocado estaba. Las turbulencias nos acompañaron durante todo el santo vuelo, y parecía que estábamos yendo a Lanzarote por un camino de cabras en lugar de volando a 11 km de altura. Muchos pasajeros empezaron a sentirse mal y las bolsas de mareo corrían por la cabina como la pólvora. Cuando faltaban más o menos 45 minutos para aterrizar, el comandante me llamó y me dijo algo muy tranquilizador:

"Vale, sentaos YA, porque esto va a ser muy fuerte". Así que lo recogimos todo, dimos un anuncio a los pasajeros para recordarles que se abrocharan el cinturón y los tripulantes nos sentamos también. A partir de ahí, empezó el infierno. Yo iba sentado en la parte de delante del avión y mirando a todo el pasaje, y el espectáculo era increíble. Por encima del rugir de los motores se oía el ruido de varias, muchas personas vomitando como si no hubiera un mañana. Otros gritaban, los niños berreaban y empezaron a caer las cosas sueltas que había por la cabina. Yo empecé a asustarme también, porque veía que estábamos cerca del suelo y el avión no dejaba de dar bandazos de izquierda a derecha. Los gritos en la cabina se intensificaron y vi que los pasajeros que tenía más cerca me miraban con lágrimas en los ojos y los nudillos totalmente blancos de la fuerza con la que se agarraban a los reposabrazos.

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Me empezó a entrar el pánico y miré por primera vez a mi compañera, sentada justo a mi lado. Ella también estaba llorando. Buscó mi mano, la apretó fuerte y me dijo, "Tengo mucho miedo, Mario". No supe qué decirle.

Las alas del avión siguieron oscilando violentamente hasta segundos antes de tomar tierra. Aterrizamos muy a lo bestia, pero sanos y salvos, aunque, eso sí, con las tripas del revés.

Raúl es el de la camiseta de Suede

Raúl Muniente, 32 años

Mi amiga me esperaba ya en Dublín.

Yo había parado a tener un romance en el Santander Weekend Festival y salía desde Cantabria. Estaba tan de buen humor por la buena marcha del finde (incluyendo una divertida paella con una parejita de viejos amigos del pueblo en el restaurante pesquero del padre de Iván de La Peña) que ya llegando a Dublín, por primera vez en mi vida, se me ocurrió pedir un café a bordo. Era de esos de dos litros de Starbucks. Apenas me lo había servido la azafata irish de turno, cuando se apagaron las luces y empezamos a caer en picado como si de las prácticas de un caza ruso Sukhoi se trataran. En ese momento, crucial como siempre es la memoria, recordé que la selección española, tras haber sido eliminada días antes en el Mundial de Brasil, había pasado por lo mismo cruzando el Atlántico. Por lo visto muchas veces les pegan rayos a los aviones y estos caen en picado unos interminables segundos hasta que se estabilizan.

El caso es que ya divisábamos Dublín, y no sé cuántos metros caeríamos, pero el agua no parecía muy lejana. La gente, claro está, gritaba como posesa. La muchacha de al lado, que estaba como un queso, y era una asturiana obsesionada con salvar perros y querer perros, hasta se agarró a mí. Yo miraba a todo el mundo poniendo cara de "tranquilidad chicos, esto le pasó a la selección la semana pasada y no fue nada" pero absolutamente seguro de que ahí la diñaba. Nada de pasárseme mi vida por delante, solo pensaba en sembrar la tranquilidad en el pasaje; con un éxito lamentable. El café, como no, mi primer y último café en vuelo, voló hasta el techo y me cayó encima para dejarme empapado.

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Milagrosamente salimos vivos y la asturiana amante de los perros le pidió a su novio, un DJ irlandés que la estaba esperando en el aeropuerto, que me llevara a la casa en la que me quedaba, para cabreo mayúsculo del DJ, dado que mi casa estaba en la otra punta. Pero me lo merecía, no hice ningún chiste sobre la carne de perro ni similares y llovía a cántaros

Este es Martín con los pelos de su novia, cortesía de una de esas aplicaciones divertidas para móviles.

Martín Gutiérrez, 34 años

Recuerdo que en esa ocasión mis padres me dejaron el coche para venir hasta Barcelona por primera vez.

Terminaba de pasar el verano echándoles una mano en su bar y mis testículos ardían inflamados de tantas frases repetidas una y otra vez. Sesenta días, diez horas al día cagándome en la puta, bajando la cabeza y pensando en todo lo cojonudo que estaba por llegar.

Empezaba septiembre y con mis colegas de la universidad grabábamos nuestro primer disco como banda de rock en Sant Feliu. Si todo iba como parecía (sacar disco y tocar por todas partes) a partir de ahora iba a ponerme fino de comer latas de atún en parterres de gasolineras, conducir una media de diez horas a las semana y oler los mismos pedos farloperos cada buen domingo de furgoneta.

Pero antes de esta maravilla, justo al terminar la grabación y la mezcla, tenía que salir zumbando al aeropuerto de Barcelona porque tenía un billete para irme a estudiar unos meses a Cuba. Otro planazo. Era feliz.

Y aquí, amigos, empieza la historia de mi viaje a la muerte.

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Salgo pitando de Sant Feliu, paso por casa, hago la maleta y hago un recuento exhaustivo de todas las cosas que necesito. Exhaustivo. Chequeo el mail y salgo para el aeropuerto de El Prat.

Cola infernal a primera hora. Llego tarde por culpa de esos hijos de puta que han decidido llegar puntuales a su trabajo. Saco los hígados al intentar aparcar y cerrar un buen precio para los tres meses que tiene que dormir mi querido coche en semejante sitio de mierda.

En la pantalla digital del mostrador de la compañía aparece la magnífica frase last call sobre nuestras cabezas. Me hago el tranquilo y sonrío porque llego justo a tiempo. La señora, muy simpática, mira mi pasaporte y me pide el visado especial necesario. La miro como si fuera una broma y se pone muy seria. Al parecer es un visado que muchas veces viene facturado con el mismo vuelo. En esta ocasión yo no lo había pagado y tenía como unos cinco minutos para encontrar la oficina y hacerlo.

Corro por el aeropuerto como un loco hasta que consigo hacerlo y montarme en el avión con el corazón en la garganta y un chorro de sudor que desciende desde mi nuca hasta los pelos de mi culo.

Me siento. Y me embriaga una felicidad increíble. Estoy montado en un avión que me llevará a mí y a otros cien campeones hasta Madrid. Es una avión de enlace y está lleno de gente que viaja a diferentes países del Caribe: Jamaica, Haití, Cuba. Cuando la gente de España decidimos viajar allí es porque queremos vivir la vida a tope. Soy de pueblo y poco viajado, voy solo y estoy muy lejos de mi zona de confort, no puedo evitar la emoción y me siento el puto amo del universo.

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Despegamos. Todo normal. Me bajan las pulsaciones y decido dormir. Cubanas con abanico vienen a mi mente.

Me despierta un ruido fuerte y un movimiento brusco. El avión empieza a descender a bastante velocidad.

Todos nos miramos con sorpresa pero con buen rollo. Como si fuera una de las primeras atracciones que viene con una de esas pulseras all in.

El avión sigue descendiendo a buen ritmo cuando por megafonía entra en escena "el Gran Capitán". Nos dice que ha habido un fallo muy importante en uno de los motores del avión y que tenemos que regresar con urgencia al El Prat. La cosa se complica, no tanto por la información que nos acaba de transmitir el capitán sino por el miedo evidente que le está paralizando la mandíbula y le hace hablar como si fuéramos todos a morir y él fuera el responsable.

Empieza el silencio.

Vuelve el capitán. Nos dice que no nos preocupemos, que todo saldrá bien. De nuevo su nerviosismo hace que sus palabras salgan por su boca como si fueran onomatopeyas. El señor capitán está muy asustado y evidentemente esto hace que el pasaje se asuste de verdad.

A estas alturas el señor que tengo a mi izquierda se presenta. Es ingeniero naval y tiene tres hijos. Va a Jamaica y al parecer no le viene nada bien tener un accidente ahora.

Curiosamente, mantengo el tipo y le hago una de mis bromas que tan poca gracia hacen habitualmente pero que en el aquel momento funciona por lo arriesgado. Le caigo bien.

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Otra vez el capitán con uno de sus mensajes. Controla el tembleque maxilofacial para soltarnos que coloquemos nuestra cabeza entre las rodillas y los antebrazos sobre nuestra cabezas en posición de seguridad. ¿Vamos a tener un aterrizaje forzoso? Antes de poder responderme, el avión empieza a descender a toda hostia.

No me jodas, es de los mejores momentos de mi vida. La paradoja de morir en el momento en el que más vivo te sientes. Paradoja, oxímoron. Soy una figura literaria y no me hace ni puta gracia.

Me concentro y pienso en que el tipo que balbucea va a saber aterrizar el cacharro que nos acerca al hormigón.

"Noooooo, ¡no quiero morir, vamos a morir!". No son mis pensamientos, es una señora que grita siete filas más allá.

Ahora sí, se desata un mal rollo y una desesperación generalizadas que te cagas. Llantos, gritos, abrazos entre gente cercana. Mal rollo, vamos a morir.

Vuelve el silencio y esta vez se hace verdaderamente eterno. Durante el último minuto, sinceramente, pienso que muero. Los aviones están hechos de materiales muy frágiles y a semejante velocidad no vamos a salir con vida aterrizando sobre el duro suelo de El Prat. Pienso en mi gente.

El tipo que viaja a Jamaica me agarra con toda su fuerza de la muñeca, muy nervioso y repite la frase "¡vamos a morir!".

Aterrizamos.

Durante unos segundos el frenazo es más fuerte de los normal y nuestras cabezas se hacen un poco de daño contra los respaldos de los asientos. Es un dolor que sabe a gloria.

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Nos hubieran podido meter un kilo de gambas de Palamós por el culo y lo hubiéramos vivido con verdadera felicidad. Un dolor placentero. Un auténtico fin que justifica los medios.

Levantamos la cabeza y vemos a los bomberos y a la Guardia Civil esperando nuestra llegada. Todo muy oficial.

En unos pocos segundos, aquella certeza casi pura que todos sentíamos, desaparece. Nos acostumbramos a otra nueva.

Empezamos a mirarnos como después de una atracción de feria. Ahora solo nos tocamos como si fuéramos familia lejana.

Nos bajan a todos del avión y le quitan hierro al asunto. Nos dan comida, bebida y algunas personas se dan la vuelta por ahí por si alguien se ha pasado de rosca.

La espera en un sitio seguro y la ilusión por llegar finalmente a cada destino nos devuelven a nuestros puntos de partida.

Media hora después ya nadie se saluda.

Sigue al autor en Twitter en @rodellaroficial