Vivo con la mujer que me pone los cuernos

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Vivo con la mujer que me pone los cuernos

Ahora mismo, lo único que nos une son los 90 días de contrato que quedan de alquiler.

Vivimos en un precioso piso de dos habitaciones, meticulosamente decorado con grabados y Polaroids con colores apagados de ambos en actitud acaramelada. Una noche, mientras los dos estábamos al abrigo de la semioscuridad, con la única luz de la pantalla del televisor, me di cuenta de que algo no andaba bien. O mejor dicho, de que algo había dejado de ir bien.

Los dos llevábamos puestos auriculares y estábamos sumidos en nuestra música. No había ruido ambiente. Creo que en ese preciso instante me invadió un profundo sentimiento de depresión, un estado que se prolongaría hasta que nos fuimos a dormir, a medianoche. Bueno, no es cierto, porque la pesadilla continuó incluso después.

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En la cama, cada uno ocupaba un extremo, divididos por la frontera física de un peluche de Totoro con su sonrisa eterna. No hubo intercambio de miradas, ni conversación. No salió ni una palabra de nuestras bocas. Mientras me invadía el sueño, me di cuenta de que casi nunca hablábamos; nuestros intercambios sociales se limitaban a un "buenos días", "baja el volumen" o "friega los platos". ¿Cómo habíamos llegado a esa situación. Intentaré explicarlo, ahora que dispongo de tiempo.

No hace mucho tiempo, al principio, como ocurre con todos los principios, sentía que todo era idílico. Vivía una época en la que todo era te quiero, me quieres, nos queremos. Nuestro amor era inquebrantable y lo anunciábamos a los cuatro vientos con fotos en Facebook, imágenes con las que decíamos a nuestros amigos: "Miradnos, somos felices".

Todo comenzó en una fiesta de estudiantes. Ya la había visto cientos de veces antes, pero nunca lograba reunir valor suficiente para hablar con ella. Pero aquella noche, animado por la situación y envalentonado por el alcohol, me decidí. a continuación, nos enamoramos perdidamente.

Pronto pasábamos cada minuto juntos, en casa de alguno de los dos, sin abandonar la cama, con las cortinas corridas y suficiente comida para permanecer recluidos en nuestro refugio; entre nosotros había una especie de osmosis sexual. Estuvimos así un año, hasta que decidimos vivir bajo el mismo techo para pagar menos alquiler y no tener que hacer viajes continuos de casa de uno a la del otro, además de para poder hacer el amor con más frecuencia.

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Desde ese momento, yo no paraba de repetirme lo claro que estaba que nos queríamos. Nuestros fines de semana se convirtieron en cuadrípticos: sushi-película-té-manta. Pese a que mi pareja está acurrucada junto a mí en nuestro mundo perfecto, lejos de todo, una luz atraviesa la oscuridad e interrumpe nuestro ensimismamiento en la película que estamos viendo. Un pequeño rectángulo de luz blanca parpadeante, acompañado de una vibración en una esquina del salón. La llamada de las redes sociales.

Me dijo que volvería antes de las doce y llegó doce horas después

"Será su hermana, su madre o su mejor amiga", me digo, porque solo una de esas tres personas podría llamarla con tanta urgencia a esas horas de la noche. Al principio no le di importancia, pero poco a poco eso cambió. Soy humano, y vi que mi novia empezaba a consultar el teléfono cada vez con más frecuencia y que los periodos que pasaba mirándolo eran cada vez más largos, como víctima de una adicción.

Descubro que la persona con la que se escribe tiene nombre masculino, lo cual me llama la atención, pero tampoco me preocupa en exceso. "Quizá sea su mejor amigo, o un colega de la universidad", me convenzo, y continúo con lo que estuviera haciendo. Según ella, es un tipo agradable. Genial. No obstante, las conversaciones que tiene con él empiezan a provocarme cierta animosidad. Parecía molestarle que le preguntara sobre él.

Me responde que nunca lo ha conocido. Al parecer, es un tipo "muy reconfortante". Menciono el detalle de que también es bastante atractivo. En Facebook veo que tiene aspecto de ser buen tipo: es músico, tiene el pelo largo, la piel tostada y cierto refinamiento, por lo que deduzco de las fotos y los vídeos de YouTube que cuelga en su perfil.

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Ella interpreta mis observaciones sobre sus constantes conversaciones por teléfono como una señal de celos, celos que considera totalmente "fuera de lugar". ¿Por qué me sentía ofendido sin razón alguna cada vez que vibraba ese dichoso teléfono? ¿Por qué? Pero las cosas están cambiando.

Su relación telefónica gradualmente fue incorporándose a la nuestra. Las noches en las que hacíamos el amor apasionadamente se fueron reduciendo al mínimo. Nuestras charlas sobre cine fueron sustituidas por una dosis diaria de telebasura y, entre tanto, el teléfono siempre vibrando. Mis bromas y opiniones dejaron de hacerla reír. Nuestra relación se me escurría por entre los dedos de las manos sin que pudiera hacer nada.

No hace tanto tiempo, podíamos pasarnos la noche en vela hablando y riendo. Ahora discutíamos. Nuestras disputas tenían siempre la misma estructura: empezaban cuando le decía algo como, "¿No puedes hablar luego con él?", a lo que ella replicaba, "Hablaré con él cuando quiera, porque me hace bien. Al menos él no se pone celoso". "Hablas de él como si fuera tu futuro novio", aducía yo. "Solo es un amigo", se defendía. Al final, yo saltaba: "¡Tienes que ser la persona más idiota del mundo para no darte cuenta de que está ligando contigo!". Fin de la discusión.

Con el tiempo, el apartamento se me antojaba cada vez más como una especie de cueva. Frío. Yo con la consola por un lado, ella por el suyo, con la expresión rígida y la cara iluminada por la pantalla del ordenador con un tono pálido que le confería el aspecto de un cadáver. De hecho, eso era en lo que se estaba convirtiendo para mí: en un cadáver. Cualquier pregunta que le hacía sobre cómo le había ido el día era interpretada como una interrupción de su conversación con él a través de la pantalla.

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Finalmente, ocurrió lo inevitable. Después de varios meses, llegamos al punto de no retorno en nuestra relación. Ella empezó a ignorarme por completo, mezclaba mi vida con la de su pretendiente. Desde aquel momento, la relación se convirtió en un infierno en vida.

Sigo creyendo en lo nuestro. Mis acusaciones eran cada vez más directas y francas, y ella me presentaba excusas cada vez menos creíbles. "Me voy a un concierto, pero no tengo ni idea de si él estará"; o un increíble "Quizá es gay". Obviamente, no lo era. Lo pudo comprobar después de ese concierto al que "probablemente" él no iba a asistir. Aquella fue la noche más larga de mi vida. Me dijo que volvería antes de las doce y llegó doce horas después. La suerte estaba echada.

"No ha pasado nada", me juró, pero el cambio irreparable que vi en ella me decía lo contrario. El tipo no era nadie especial, aseguraba. Entonces, ¿por qué se le ponía una sonrisa en la cara cada vez que vibraba el móvil? ¿Por qué me vi obligado a espiarlos a ambos para cerciorarme de que no me estaba engañando?

Aquello trastornó mi espíritu de hombre moderno y bastante tolerante. Desarrollé una profunda animadversión hacia todo, en especial hacia todos los objetos con los que ella se "conectaba". Grité, anduve nervioso de un lado a otro, traté de entender. "Déjale espacio", me recomendó su mejor amiga. Pasaron las semanas y cada vez hablábamos menos. Estaba furioso pero no podía decírselo. Trabajábamos en el mismo sitio, por lo que estábamos obligados a vernos cada día a las ocho de la tarde y a medianoche en casa. Ya no era mi novia, sino más bien una especie de compañera de habitación malhumorada.

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Había noches en que no volvía a casa. Siempre estaba en el concierto de algún grupo del que yo nunca había oído hablar. Eso le hacía gracia. "Le viene bien", "Él es tímido y nunca se atrevería a intentar hacer nada con ella", me decía su mejor amiga cuando le hablaba del fin inminente de nuestra relación. Dos semanas más tarde, cuando le propuse ver una película "por hablar de algo", se negó a venir. En cambio, su misterioso interlocutor le recomendaba montones de películas y ella las veía todas esa misma noche, acurrucada en su manta en el otro extremo del sofá.

¿Tendría ese tipo mejor gusto que yo? Posiblemente. ¿Sabía cómo dirigirse a ella? Quizás. Lo curioso es que yo una vez, hacía tan solo un año, yo también fui ese hombre. Había sido sustituido de forma definitiva. De forma lenta pero segura, había pasado a ser parte de su pasado, su ex.

Al poco tiempo tiré la toalla. Creo que fue el día en que se negó a hacerlo conmigo. Obviamente, habíamos dejado de practicar sexo, pero además se tapaba con recato casi religioso cada vez que salía de la ducha. La imagen de su cuerpo era ahora un privilegio exclusivo del Otro. Pero ella se había fijado en mi mente como una vieja y desvaída foto perdida hace mucho tiempo, y aquello agudizaba mi dolor. Las noches se convirtieron en una competición por ver quién llegaba a casa más tarde, y los días eran un concurso para ser el más desagradable. Fue en este torbellino cuando firmamos el preaviso para dejar el piso: teníamos 90 días para irnos. Y ese momento está a punto de llegar.

Hoy, mientras inspecciono el salón, reparo en que las marcas de lo que una vez fue nuestro amor siguen pegadas a la pared. Un absoluto silencio reina en el piso, solo interrumpido ligeramente por el sonido de nuestros teclados. Dos rostros, cada uno fijo ante una pantalla, con un ojo puesto en el reloj, esperando la hora de dormir, lo más alejado una del otro en lo que una vez fue una sola cama. Vacíos, despojados de las obligaciones sociales inherentes a la vida de una pareja, los dos esperamos la llegada del fin del contrato. Pronto seremos libres.

Traducción por Mario Abad.