Varias mujeres hablan de la primera vez que se sintieron poderosas

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Varias mujeres hablan de la primera vez que se sintieron poderosas

Hemos pedido a varias mujeres de entre 16 y 55 años que nos cuenten cómo fue aquella ocasión en la que se sintieron verdaderamente poderosas por primera vez en sus vidas.

La semana pasada, después de la horrible pesadilla de 18 meses que supusieron las elecciones primarias de EUA, Hillary Clinton fue oficialmente elegida candidata a la presidencia por el Partido Demócrata. Independientemente de lo que opines sobre esta fiera / princesa guerrera y sobre el desolador panorama de la política estadounidense, lo que está claro es que el hecho de que una mujer esté a las puertas de gobernar una de las principales potencias mundiales es digno de quedar registrado en los anales de la historia. Si llega a ocupar la presidencia, Clinton se convertirá en un modelo de empoderamiento para millones de mujeres de todo el mundo, sobre todo para aquellas que necesiten una inyección de seguridad en sí mismas: según un estudio reciente, las jóvenes van perdiendo confianza en sí mismas con la edad.

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Ese momento en que te das cuenta de que eres tan buena como cualquiera y de que tú también estás capacitada para cambiar las cosas puede presentarse de muchas maneras. Hemos pedido a varias mujeres de entre 16 y 55 años que nos cuenten cómo fue aquella ocasión en la que se sintieron verdaderamente poderosas por primera vez en sus vidas.

Tania, 16 años, España

Me crié en Jerez y, por buena o mala suerte, tuve que madurar muy rápido porque crecí en un ambiente muy hostil. En mi barrio, las peleas, la droga y la delincuencia eran algo habitual, como las redadas y los juicios, y en mi familia, también. Todo eso deja huella y, muchas veces, de ver la mala vida se pasa a vivirla.

El caso es que por motivos familiares, me tuve que encargar de mi hermana pequeña cuando yo tenía 10 u 11 años: tenía que limpiar la casa, cocinar, cuidarla y demás, lo que obviamente no me dejaba tiempo para estudiar ni hacer otras cosas. El caso es que cuando mi hermana tenía unos 11 o 12 años, había una chica en el barrio, mayor que nosotras, que buscaba siempre hacerle la vida imposible.

Cansada de verla asustada, un día cogí una navaja que guardaba bajo la almohada, bajé de casa y me la encontré junto a dos amigas suyas que también eran del barrio. Ellas se apartaron mientras que la otra empezó a chillarme (ya sabía que había ido a defender a mi hermana). No le hice caso y con una frialdad que ahora veo que era aterradora para una niña de la edad que yo tenía entonces, saqué la navaja y se la puse en el cuello. Solo quería asustarla, pero sentí realmente el poder cuando ella se echó a llorar suplicándome que la dejase marchar. Cuando la solté, me intentó pegar un puñetazo, volví a sorprenderla con la navaja y se marchó corriendo.

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Me sentí muy poderosa al intimidar a una chica abusona y mayor que yo, aunque a día de hoy he salido de todo eso y veo las cosas de otra manera. Solo quiero lo mejor para mi futuro y no estoy orgullosa de las cosas que viví en mi pasado, pero aquello era mi realidad y aquel momento fue el primero en el que me di cuenta de que tenía poder para influir en ella. Ahora me dedico a la música y gracias a ello he podido ver más allá, relacionarme con gente de otros ambientes y dejar una vida que no tenía futuro alguno.

Kathrin, 22 años, Austria

Crecí en el campo y siempre he sido muy insegura. En el colegio yo era el objeto de todas las bromas. A los 16 años me matriculé en un instituto de ciudad, en una clase en la que éramos 29 alumnas y un solo chico. Allí conocí e hice amistad con un montón de chicas con capacidades y talentos muy diversos. La gente de fuera siempre decía que en nuestra clase solo nos enseñaban a ser buenas amas de casa. Nada más lejos de la realidad. En clase había chicas que eran verdaderos genios de las matemáticas y otras a las que se les daba fatal. Había deportistas de mucho talento y otras que no tenían el menor interés. Al ser todas chicas, ninguna se sentía presionada para encajar en un perfil concreto o para comportarse de determinada forma.

A lo largo de esos años, me sorprendí a mí misma en numerosas ocasiones por todas las cosas que era capaz de lograr. Aprendí a dejar de preocuparme de si estaba o no a la altura de las circunstancias y de mi aspecto. En ese instituto, tenías que probarlo todo tú misma para saber quién eras. Aquello, sumado al hecho de que podía expresarme libremente con las chicas, me hacía sentir poderosa. Es una experiencia que incluso hoy me ayuda a diario.

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Elise, 29 años, Países Bajos

A los doce años, ya tenía claro qué quería hacer con mi vida cuando fuera mayor: quería ser periodista. Y tenía un plan. Empezaría colaborando con el periódico del colegio y a los dieciséis trabajaría en el periódico local los fines de semana, con la esperanza de que vieran algo en mí y premiaran mi dedicación dejándome escribir artículos para ellos. Después de acabar el instituto, estudiaría Periodismo, haría prácticas y me buscaría un trabajo. Como siempre he sido muy meticulosa, escribí mi plan en una libreta, pero luego la perdí y me olvidé por completo del tema.

A los diecisiete, volví a encontrar la libreta con el plan que había escrito a los doce. Lo único que había hecho de aquella lista había sido colaborar en el periódico de la escuela, que dejé poco después por diferencias creativas con el resto del equipo. Después de aquello, presenté una solicitud para escribir en una revista en línea muy conocida creada y editada por jóvenes de menos de veinte años. Me contrataron como columnista e incluso me pagaban una pequeña cantidad por cada artículo que hacía. Gracias a aquellas columnas recibí otras ofertas de trabajo.

Después de graduarme había decidido estudiar Literatura, para especializarme en algo que me encanta. Releer aquel plan varios años después fue un momento muy intenso. Las cosas no habían salido según había previsto los 12, sino que habían salido mucho mejor. A los 12 años no podía imaginar lo que era capaz de hacer a los 17, y a los 17 no podía imaginar lo que sería capaz de hacer cinco o diez años después.

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Kasia, 29 años, Polonia

El día del funeral de mi abuelo volví a ver a mi padre después de muchos años. Básicamente éramos unos extraños, ya que ha sido mi madre la que nos ha cuidado a mi hermana y a mí desde pequeñas. Mi padre nunca había tenido muy buena relación con sus propios padres, a diferencia de nosotras. Nuestros abuelos siempre intentaron compensar la ausencia de su hijo en nuestras vidas. Cuando murió mi abuelo, esperaba encontrar a mi padre en el funeral, a pesar de la distancia. Y allí estaba. Nunca olvidaré lo que ocurrió. Casi veinte años después de que nos hubiera abandonado, se acercó a mí y se limitó a decir: "¡Hola!". Durante un instante, me quedé paralizada y sin saber qué decir. "¿Ni siquiera vas a estrecharme la mano, como tu madre?", dijo a continuación.

Eso fue todo. La imagen del padre que había forjado en mi imaginación se desvaneció de inmediato. Mi madre nunca había hablado mal de él, pero de repente lo vi todo muy claro. Cuando uno de tos progenitores te abandona a una edad muy temprana, deja un vacío muy grande en tu corazón. Por mucho que se esfuerce el que se queda contigo, te sigues sintiendo incompleta, inferior, indigna del amor que te profesan. Pero ese agujero dejó de existir cuando conocí a mi padre y vi que era un completo imbécil. Incluso me sentí aliviada de que ese personaje no hubiera formado parte de mi vida. Aquella constatación me empoderó. Tras el funeral, mi hermana y yo nos fuimos al parking a fumar. Allí nos miramos y, de repente, nos pusimos a reír.

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Caitlyn, 19, Nueva Zelanda

Antes jugaba a críquet y era la única mujer del equipo. Cuando tenía 10 años, en mi último año de primaria, jugamos un partido de copa. Nos disputábamos el título con otra escuela privada y fue el partido más importante del año. Momentos antes del juego, nuestro entrenador nos dijo, delante de todo el equipo, que me había elegido como capitana. Era una gran responsabilidad. De repente estaba a cargo de todos aquellos chicos. Era muy joven, pero me sentí muy poderosa.

En secundaria, jugué en el equipo de las chicas, pero también me pidieron jugar en el primer equipo XI de los chicos. Al principio me sentí un poco abrumada, ya que eran casi unos hombres. Pero solo me hizo falta un segundo para darme cuenta de por qué me lo habían pedido: estaba a su nivel y tenía que demostrarlo. En el críquet he sido objeto de muchas críticas. Los de los otros equipos me intentaban amedrentar, pero siempre he tratado de no dejar que eso afecte a mi rendimiento, por muy mal que me sintiera.

Actualmente trabajo en una fábrica en la que hay muchos hombres, y no precisamente de los más sutiles. Todos los días tengo que aguantar comentarios sexistas: se quejan de sus esposas, novias y de otras compañeras de trabajo. La situación va a peor en la sala de fumadores pero yo siempre meto baza. La forma en que esos entrenadores de críquet me trataron me dio el poder y la confianza para no dejar pasar ni una.

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Ruxandra, 16 años, Rumanía

Conocí a mi novio en un juego de la búsqueda del tesoro por San Valentín. Los dos estábamos en el mismo equipo, él tenía 17 años y yo estaba a punto de cumplir los 15. Me fijé en él porque era un poco rarito, en el buen sentido. Después de aquello, hablamos por teléfono a diario y, al cabo de una semana, salimos a comer juntos. Luego salimos a dar un paseo cogidos de la mano y en un determinado momento, me dio un beso sin que me lo esperara. Así empezó todo. Era el primer chico que me gustaba de verdad, aunque no parábamos de discutir por tonterías y nunca podíamos tener una conversación normal. Si, por ejemplo, estábamos jugando a la consola y le ganaba, se enfadaba conmigo. Como íbamos a colegios distintos, solo nos veíamos los fines de semana. Al cabo de seis meses, me dejó y los dos lloramos.

La semana siguiente no fui capaz de comer nada y la pasé llorando. Una noche le pedí a mi madre que durmiera conmigo. No paraba de llorar y mi madre no sabía qué hacer. Yo fingía estar bien en el colegio, pero en casa me derrumbaba. Cuando una amiga se enteró de lo que me pasaba, me dio un buen sermón. Me dijo que tenía que superarlo, que debía verlo como un recuerdo bonito y desagradable a la vez. Me costó mucho tiempo, pero un buen día, de repente, me di cuenta de que estaba bien, que lo había superado. Me sentí muy poderosa en ese momento. De inmediato cambié el apodo cariñoso con el que lo tenía registrado en el teléfono por su nombre normal, cambié los nombres de las listas de canciones que tenía sobre él y borré los primeros mensajes de texto que me había enviado. Me sentí muy bien después de eso.

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Catalina, 33 años, Colombia

Cuando era muy pequeña, mi bisabuela Carlota me llevó a votar durante las elecciones presidenciales de 1986. Habló con el supervisor para que me dejara entrar con ella a marcar el tarjetón y para que me dejaran hundir el dedo en la tinta también. No sé exactamente por qué, pero recuerdo sentirme muy orgullosa en ese momento. Quizá fue por ver la cara de emoción de mi bisabuela, que para entonces tendría 86 años.

Mi bisabuela nació en 1900 y siempre tuvo ideas políticas muy apasionadas. Aprendió a leer de manera autodidacta a los 15 años, y desde entonces siguió con devoción todos los debates de la opinión pública. Militó brevemente con las sufragistas, pero no pudo votar hasta que tuvo 57 años. Ella quería que yo supiera lo importante que era ese derecho de participación política. Sabía, quizás, que mi generación lo daría por sentado, olvidando a veces el arduo trabajo de tantas mujeres antes que nosotras para que pudiéramos votar.

Mi bisabuela murió cuando yo tenía 17 años, un año antes de que cumpliera la mayoría de edad. Cada vez que fue a votar me llevó con ella. Entré con ella hasta el cubículo en las elecciones de 1994, cuando ganó Samper. Esta vez, le puso a los supervisores la excusa de que no veía bien y que yo le ayudaría a leer. Hoy a mí me hace sentir poderosa saber que gracias al trabajo de tantas mujeres yo tengo derechos que eran impensables para las mujeres de unas generaciones atrás. Eso quiere decir que los derechos son conquistables, y que los movimientos de mujeres son poderosos.

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La lucha por la equidad de género ha sido la revolución social más eficiente y permanente de los últimos siglos, y se construyó con las manos de muchas mujeres, que como mi bisabuela, pusieron su granito de arena, aunque solo fuera enseñándole a una nieta el orgullo de votar.

Anna, 51 años, Canadá

El hermano mayor de mi padre tenía cuatro hijos y siempre se burlaba de mi padre porque solo tenía hijas. Mi padre solía decirle: "Cualquier cosa que tus niños hagan, mis niñas lo pueden hacer mejor". Se convirtió en una especie de competición, y mi padre siempre estaba orgulloso de que pudiéramos hacer cualquier cosa que nuestros primos hicieran, desde trabajos escolares hasta labores manuales: Cuando mi padre estaba construyendo nuestra casa, mi hermana y yo cargamos bloques y ladrillos; trabajábamos en su tienda los fines de semana, y a los 17 años conduje un camión.

Mis padres son muy fuertes. Mi madre llegó a Canadá en un barco desde Italia cuando tenía solo 14 años. Cruzó sola el océano en una travesía de diez días. El hecho de que mi madre fuera una mujer tan fuerte y que mi padre nunca se dejara intimidar por ella realmente me hace sentir poderosa. Pero también dificulta las cosas. La gente me dice: "Anna, no has encontrado a un hombre porque eres demasiado fuerte. No muchos hombres son capaces de estar con una mujer así". No creo esa afirmación, pero en cierto modo, entiendo que ser una mujer poderosa puede intimidar a otros.

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Mary, 54 años, Grecia

Me casé cuando era joven y mi marido tenía dos trabajos, así que me quedé en casa para criar a nuestros hijos. Luego compró un taxi y podía trabajar cuando quería. Cuando estábamos de vacaciones ponía a trabajar en el taxi a uno de nuestros dos hijos. Todos los aspectos de mi vida y de la vida de mis hijos dependían de mi marido: de su dinero, su apoyo, sus capacidad para resolver problemas.

Hace seis años, los médicos nos dijeron que mi marido tenía cáncer. Tenía que cuidarlo, encargarme de la casa y de nuestros hijos y estar con él cuando la quimioterapia lo hacía sentir mal. El tratamiento fue caro, así que tuve que hacerme cargo del taxi. Como no sabía conducir, tomé clases y me saqué la licencia de conducir para llevar el taxi. Al principio tenía miedo de perderme mientras llevaba a alguien porque no conocía muy bien las calles de Atenas. Cuando no tenía clientes era el único momento del día en que me permitía llorar.

Un año más tarde murió mi marido. Pero en ese momento me sentí poderosa. Ese año me enseñó que podía hacer cualquier cosa: trabajar, cuidarlo, animarlo, cocinar y dar apoyo emocional a mis hijos. Nunca en mi vida me había sentido más fuerte. Podía hacer cualquier cosa, excepto evitar que falleciera mi marido.

Jaime, 38 años, EUA

El momento en que me sentí poderosa por primera vez fue a los 18 años, cuando acababa de entrar en la universidad de Texas. Antes dar aquel paso, había tenido una infancia protegida. Nunca había encontrado ninguna oposición por parte de nadie, excepto mi padre, respecto a mis gustos para vestirme. Pero cuando me mudé a Austin, fui más allá. Me corté el pelo y me lo teñí de lila, pues quería un look a lo Annie Lennox. A algunas personas de Texas no les gustó esto. Se burlaban y me insultaban en voz baja. Yo las ignoraba y fingía que no oía nada.

Pero una vez, mientras caminaba por el campus, tres hombres grandotes pasaron y me gritaron "¡Machorra!". Y digo "gritaron", pero más bien lo "cantaron". Alargaron la palabra: "¡¡¡Machooooorraaaaa!!!" Aquella vez —aún no sé qué me pasó— me di la vuelta y les grité: "¡Ignorantes hijos de puta!". Se les cortó la risa de golpe y se alejaron avergonzados.

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Me sentí genial. Recuerdo el momento como si hubiera ocurrido ayer: cómo sus rostros y su lenguaje corporal cambiaron casi de inmediato porque me negué a ser pisoteada. Recuerdo lo que llevaba puesto: pantalones de poliéster a cuadros y una camisa de bolos de poliéster. Ese momento está grabado en mi memoria y recuerdo que pensé que a partir de entonces siempre me defendería.

Jane, 52, Reino Unido

Mi momento decisivo llegó en la Navidad de 2001. Tenía 37 años y no hacía mucho que me había apartado de un marido violento. Mi hijo tenía seis años y mi hija solo uno. Mis padres iban a visitarme para una comida navideña, mi hijo estaba fuera jugando con sus amigos y sus nuevos juguetes y mi hija estaba en la cama echando su siesta matutina. Estaba preparando la comida y la casa estaba preciosa con toda la decoración. Todo estaba en orden mientras esperaba a que llegaran mis padres. Tuve tiempo para sentarme y disfrutar de una copa de champán. Recuerdo sentir una increíble sensación de calma y un incontenible sentimiento de amor por mis hijos. Fue en ese momento cuando me di cuenta de lo fuerte y capaz que era. No necesitaba a mi exmarido.

En aquel momento no sabía que iba a tener que sufrir su acoso durante cerca de 12 años. Pero lo superé sin mayores complicaciones, con dos niños felices y saludables, que ahora tiene 22 y 16 años. En algún momento, un amigo mío que había tenido varias citas en línea sugirió que escribiera un libro sobre el tema. Así que entrevisté a cerca de 40 personas sobre sus experiencias con las citas por internet y recopilé 50 pequeñas anécdotas. Fue publicado como un libro electrónicoen 2013. Ese fue otro momento decisivo: me sentí poderosa como persona, no solo como madre.

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Ana, 33, México

Cuando tenía 18 años quería comerme el mundo. Estaba emocionada por haber acabado el bachillerato y dispuesta a largarme adonde fuera. Sin embargo, no podía hacerlo sin ayuda de mis padres. Como era extrovertida, fiestera y muy independiente, mi padre temió que mis ganas de irme a Londres se convirtieran en un viaje sin retorno y una barrera para continuar con mis estudios, y no me dejó cruzar el Atlántico.

A los 23 años, un semestre antes de graduarme de la universidad, después de vivir tres años sola en otra ciudad y habiendo demostrado que ya no era una postadolescente impulsiva, me preparé para el viaje que tanto había deseado. Iba a conocer Londres, París, Berlín, nuevas personas, nuevos lugares… lo que pudiera.

Llené una gran maleta y me colgué una mochila, compré una guía de viaje y me subí al avión. Solo tenía un par de contactos en Londres, pensando que al llegar ya me las arreglaría.

Ansiosa por entrar, hice la cola de migración y pensé: "Ojalá que no me toqué con ese agente". Pues me tocó y en un inglés torpe y nervioso traté de explicarle que iba como turista y que me quedaría ahí tres meses. No se cuál fue la primera impresión que causé, pero me separaron del resto de los pasajeros y me metieron en uno de esos " cuartitos del horror". Otro agente —muy duro— me interrogó sobre mi edad, mi origen, mis intenciones en su país, y hasta lo que llevaba en mi maleta (botellas de salsa Valentina y latas de chile jalapeño). "¿Qué hace una mujer tan joven sola en un país tan lejano al suyo?"; "¿Por qué no viajas acompañada?"; ¿Cómo es que tus padres te han dejado hacerlo?"; "Si de verdad estudias Relaciones Internacionales, dime, ¿cuál es la Teoría Clásica?"; "¿Por qué no dejas de sonreír?"

Me entrevistaron cuatro personas distintas y cada una me hizo casi las mismas preguntas, me hicieron escribir las respuestas con mi puño y letra y firmar una declaración. Nunca tuve una traductora, pero —aunque nerviosa— no dejé de confiar en que entraría porque estaba diciendo la verdad: viajaba sola y al terminar el verano volvería a México a graduarme de la universidad.

Finalmente me sellaron el pasaporte y me dieron permiso de entrada en el Reino Unido por un periodo de seis meses. Los siguientes cinco días fueron duros, cargando dos maletas en el metro de Londres y buscando donde establecerme, pero me enseñaron que mientras fuera sincera las cosas funcionarían, que una sonrisa siempre ayuda y que no por ser una mujer sola debía sentir miedo, siempre habría quien pudiera ayudarme, aun a miles de kilómetros de casa. ¡Fue un gran verano!

Mette, 28, Dinamarca

Acababa de empezar a trabajar en el departamento de comunicaciones de un bufete de abogados y me di cuenta de que mi sueldo era menos de lo que habíamos pactado cuando me hicieron la oferta. Obviamente estaba indignada, pero mi jefa me dijo que no había nada que negociar, que mi salario era fijo. Normalmente tienes la oportunidad de negociar tu sueldo una vez al año, pero mi jefa también añadió que tenía que esperar un año y medio hasta la próxima charla. Le pedí que me dejara hablar con su jefa, que cambió esa decisión, por lo que solo tuve que esperar seis meses hasta mi próxima negociación salarial.

Pero resultó que había otro detalle problemático en el contrato: al parecer había que esperar cuatro meses para que entrara en vigor. Exigí que el contrato entrara en vigor al mes siguiente y, una vez más, mi jefa me dijo que no había opción. Así que de nuevo la pasé por alto y hablé con su superior. Mi contrato se hizo efectivo a partir del mes siguiente. Toda la experiencia me hizo darme cuenta de que tengo que ser firme y asertiva en lo que creo que merezco y que no obtendré nada a menos que lo pida. También me enseñó a leer los contratos con más cuidado.

Edita, 31, Suiza

Llevo años sufriendo fuertes migrañas. Ningún tratamiento había funcionado hasta que en 2012 probé un nuevo medicamento. Los dolores de cabeza desaparecieron, pero los efectos secundarios eran bastante intensos. Siempre estaba cansada, perdí peso y mi salud mental se deterioró también. Luché para hacer frente a la universidad y al trabajo, hacer la cena se me hacía cuesta arriba difícil y me daba pánico tener que salir de mi casa. Me sentía como un fracaso.

Después de meses de vivir así, mi compañero de piso me puso el álbum Kapitulation, de la banda alemana Tocotronic. Sus letras decían cosas como "conspira en tu contra" o "cancélalo todo". Aquellos temas despertaron algo en mí. Poco después me dijeron que no era apta para trabajar y pasé un par de semanas en el mar. Seguí escuchando el álbum, dejé de tomar las pastillas, leí decenas de libros, dormía hasta el mediodía, hacía viajes pequeños y me alimentaba bien. Los dolores de cabeza nunca volvieron. Claramente eran producto del estrés. Me gradué, conseguí un empleo, y ahora estoy en una relación y tengo un hijo adorable. Tomarme tiempo para superar mis problemas es lo más difícil que he tenido que hacer y lo que me ha hecho sentir más poderosa también.