MÚSICOS
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Shannon, 29
Inicié mi periplo en la parte norte, allí donde Santa Mónica informalmente se deteriora hasta transformarse en Venice. Tras caminar hacia el sur hasta más allá de las pistas de tenis y pádel, entrevistando y fotografiando a los muchos músicos que encontré por el camino, decidí que ya había ido bastante lejos y me dispuse a hacer el camino inverso, coger mi bicicleta y emprender el largo camino a casa. Estaba cansado tras haber andado más de dos millas y harto de los constantes empujones de la muchedumbre a lo largo de todo el paseo. Empezaba a dejar la mente placenteramente en blanco cuando, apenas un poco más allá de las canchas de baloncesto, el gentío situado a mi izquierda se hizo menos denso en el preciso instante de mirar yo en esa dirección. Me quedé inmóvil, paralizado por una extraña y llamativa presencia. Era Shannon, con sus ropajes regios, utilizando uno de los bancos de cemento como soporte para un teclado que, más que tocar, golpeaba con uno o dos dedos de cada mano, marcando un staccato simultáneo y arrítmico. Era una versión chiflada y atonal del “Vals de los palillos”. Me pareció brillante, un glorioso y desvergonzado “Que os jodan” dedicado a los chismosos transeúntes que se arremolinaban alrededor suyo, moscas en esa mierda serpenteante que es Venice Beach. Cogí mi cámara y le hice unas cuantas fotos. Ella se me quedó mirando, impávida y desafiante, y una sonrisa enorme, maníaca y llena de dientes, apareció en su rostro.
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Winston, 41
Winston no estaba teniendo un día muy bueno. Por alguna razón había tenido la mala suerte de atraer la atención del agente Carl, uno de los varios agentes comunitarios que merodean por Third Street Promenade y, con toda certeza, el más entusiasta. Había estado sus buenos 40 minutos fisgando en los asuntos de Winston. Dulce, sencillo y amable, Winston se había limitado a medio sonreír, emitiendo un aura de paciencia monacal. Todo empezó a las pocas canciones de empezar su actuación. El agente Carl irrumpió en la escena, se plantó delante del altavoz de Winston e hizo una prueba con su medidor de decibelios. No le gustó lo que vio. Ni pizca. Interrumpió a Winston a media canción y le mostró el resultado de su medición, para después llevársele a un lado para hablar sin prisas de lo que marcaba el aparato. Hablaron por espacio de varios minutos y a continuación Carl sacó un bloc y procedió a entregarle a Winston una citación.Ahí debería haber terminado todo. Un tieso “Gracias por joderme”, un sutil saludo con la cabeza, y Carl seguiría su camino. Pero aquella transacción insufriblemente cortés era sólo el principio. El agente Carl, como los mayores aguafiestas, mostraba una pertinacia fuera de lo común. Un ejemplo de puntillosidad. Winston volvió al micrófono y empezó una canción. Algo increíble, sin duda. Éste era otro aspecto remarcable de Winston: tenía la mejor lista de canciones que yo le haya oído a un músico callejero en no sé cuánto tiempo. Podía tocar un tema de XTC, seguir con uno de Rush, después quizá con algo de Elvis Costello o los Clash, o Lou Reed, Led Zeppelin, Neil Young, los Ramones, Pink Floyd, Smiths, Jethro Tull, Talking Heads y un largo etcétera, todo con su voz y una guitarra de 12 cuerdas. Winston era capaz de interpretar la banda sonora al completo de mis años de adolescencia. Pero no importaba lo que tocara porque, a mitad de la primera estrofa, Carl volvía a inclinarse ante el altavoz, medir el volumen y, por supuesto, algo seguía sin estar del todo bien. Tras otra breve charla, Winston se ponía a tocar cables y manipular los controles de su mesa de mezclas. Esta escena se repitió una y otra vez.
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“Cowboy,” 42
Dennis “Cowboy” Morgan me dijo que el golpe más duro que la música le había dado fue la ruptura de su grupo, Content Life. Cuando esa noche volví a casa lo busqué en google. El primer link que seguí mencionaba a dos músicos, ninguno de ellos llamado Cowboy, y describía al resto del grupo como “dos tipos con aspecto de vagabundos, uno de ellos con cadenitas en sus tobillos que tintineaban al pisar con fuerza el suelo, y el otro con una pandereta”. El siguiente link reducía la formación a tres personas e identificaba a Dennis, nuestro Cowboy, como el hombre de la pandereta. También mencionaba que había perdido su casa durante el huracán Katrina.A unos metros de distancia Cowboy desprendía la misma extraña mezcla entre encanto y amenaza propia de las ferias ambulantes, pero cuando nos pusimos a hablar detecté en él un aire a lo Matthew McConaugh que, dulzarrón hasta la náusea en una comedia romántica, en persona y a corta distancia resultaba desarmante. Con aire cómplice saludaba con la cabeza a los transeúntes y llamaba “cielo” a las mujeres. Me explicó que llevaba cinco años en las calles y que lo hizo por elección propia, porque amaba la música. Éste era un sentir que ya había oído antes y que volvería a oír después, pero cuyo legítimo propietario era Winston; lo era ya antes de escuchar una sola nota de la guitarra de Cowboy. Y ahora sé que la vida que dejó atrás para tocar en las calles era la de un intérprete de pandereta. No es que quiera reducir el papel de la pandereta en la música, o el poder transformador de la música en general, o el sentido de pertenencia y propósito que puede generar el estar en un grupo, pero me dio la impresión de que detrás de esta historia debían haber más cosas que una simple pandereta.
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Darius Maxey, 11
El particular “camino de Damasco” de Darius Maxey tuvo a su abuela como gran impulsora. Cantante en el coro de su iglesia local, la mujer se ayudaba de Darius para ensayar las canciones que cantaría el domingo siguiente. Un día, cantando juntos, elevando loas a Jesús y proclamando su insignificancia ante los ojos de Dios (o así lo supongo), su abuela fue bajando gradualmente la voz hasta quedar en silencio. Su nieto siguió cantando, asumiendo el protagonismo. Ese día, el joven Darius, de seis años, imagino que estudiante de primer curso, desapareció, siendo reemplazado por Darius Maxey, niño prodigio del gospel y artista callejero infantil.“En ese momento”, me contó Darius, “arrancó mi carrera como artista. Nunca pensé que la música llegaría a ser tan importante en mi vida”. Su tono era el de un hombre que ya lo hubiera visto todo y se estuviera confesando con alguien en la atmósfera llena de humo de algún bar de copas a altas horas de la madrugada, y no sentado en un bordillo de la tercera calle del paseo marítimo de Santa Mónica, acompañado de su madre, Dedra.Su tono desencantado bien podría ser resultado de un encuentro que yo acababa de presenciar y que Darius me dijo que había sido la peor experiencia que hasta la fecha había tenido en el mundo de la música. “Esa mujer es una maleducada, maleducada, maleducada. Lo repito: ¡maleducada!” La mujer en cuestión, la de la fotografía de la derecha, es otra intérprete callejera, con la que Darius se había enzarzado en una disputa territorial por espacio de una hora. Instalados a poca distancia el uno de la otra, habían estado cantando a la vez, solapándose, hasta que Darius, quizá superado, decidió que ya había tenido bastante y, tras hablarlo con su madre, anunció a las tres o cuatro personas que podría decirse que le estaban siguiendo (dicho sin intención de menospreciarle: el chaval realmente sabe cantar), “Lo siento. Yo soy un artista respetuoso, pero aquí se nos está tratando con una gran falta de respeto”. Y dejó de actuar.
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Mark Anthony, 55
Una amiga me dijo que sabía de unos grandes almacenes en los que un tipo tocaba el piano en la sección de ropa interior femenina, de modo que allí fui a conocer al pulsateclas residente, Mark Anthony. Se me descubrió como un hombre ligeramente hastiado y de aire cómplice, como si hubiera descubierto que la vida es algo tan placenteramente absurdo como ver una película de Sandra Bullock en un vuelo transoceánico atravesando turbulencias. Le expliqué la clase de artículo que estaba haciendo y encontré su franqueza y su disposición a colaborar casi conspiratorias. Cuando le dije que me preocupaba que la seguridad de los grandes almacenes pusieran problemas a que sacara fotos dentro del local, él contestó que no pasaría nada, que diría que las fotos eran para él. Mark era como ese vecino extraño pero amable que tenías a los 20 años, con quien intercambiabas los buenos días esperando el ascensor, y una noche te lo encontraste en un bar y entre cervezas te contó que había sido cantante en un grupo en el que también tocaba Yanni cuando Yanni era más new wave que new age.
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J.B. Willit, 54
“Es ‘w-i-l-l-i-t’, como si dijeras ‘will it’, especificó James Bartholomew “J.B.” Willit, recién llegado de Varsovia. Tras vivir cinco años en la Europa del Este, ahora vagaba tocando por Estados Unidos con la esperanza de reunir dinero para traer a su esposa desde Lituania. Sin abandonar en ningún momento su cara de póker, la postura de J.B. era de desafío, de rebeldía, y podía notar que detrás de sus gafas de sol sus ojos me miraban con recelo. Tuve la sensación de que, para él, una amplia franja de la humanidad podía irse perfectamente al carajo. Y quizá con razón.Mascullando con voz cavernosa, me contó una historia que contenía tanto su punto más bajo como su recuerdo musical más querido. El estilo anti-folk de J.B., su blues con inflexiones punk, más ladrado que cantado, tiene raíz en su pasado hippie. Estuvo relacionado con la Rainbow Family, un despreocupado grupo nómada-ecoanarquista cuyo número supera a veces las decenas de miles y vive a salto de mata, instalándose durante semanas en parques estatales y nacionales, dejando estupefactos a turistas y gente del lugar, y marchándose después a otro sitio. Yo mismo me encontré con esta Familia cuando, de adolescente, viajé haciendo autoestop y de polizón en trenes de mercancías; durante unos meses, es probable que también yo fuese uno de sus miembros. De hecho, J.B. y yo coincidimos en conocer a varias de aquellas personas. Eso, sin embargo, no hizo que dejara de mirarme con sospecha: J.B. se había desentendido de ellos años atrás, calificándoles de vendidos. Una noche, en 1989, J.B. acababa de dejar Irvine Meadows, al sur de Orange County, donde había estado viendo a Grateful Dead. Iba caminando por el arcén de la autopista del Pacífico cuando la policía se detuvo a su lado para registrarle. Arrestado en base a unas draconianas leyes en materia de drogas propias de una era diferente, a J.B. se le envió a San Luis Obispo, a un lugar con un nombre tan delirante, tan de cápsula del tiempo, que parece sacado de las páginas de la novela
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Harry Perry, 59
Este es Harry Perry. Lleva tocando la guitarra sobre patines de ruedas en Venice desde 1974. Es de Detroit, donde formó su primer grupo a los 13 años. Vivió con los MC5, alternó con gente como Ted Nugent y durante un tiempo le llevó los asuntos Punch Andrews, el manager de Bob Seger. Su primer disco fue una versión de una canción de Seger, “Heavy Music”, y salió publicado en el legendario sello Hideout. El mismo Harry es una leyenda, en internet se pueden encontrar muchos chismes y comentarios sobre él. También puedes, simplemente, ir a buscarle al paseo marítimo. Hasta las leyendas tienen facturas que pagar.
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Roger Hinz, 40
Tras hacerle esta foto le pregunté cuánto tiempo llevaba tocando.“Toda mi vida”, respondió.“¿Treinta años?”“Cuarenta”.“¿Cuál es tu recuerdo favorito?”“Fue justo anoche” (incluso el hijo de 12 años de una amiga que iba conmigo encontró esto hilarante). “Estaba en Beverly Hills y se me acercó Stefanie Powers”. Estuve un poco lento intentando reconocer el nombre. “La dama deHart y Hart”, aclaró.Asentí con la cabeza. “¿Y qué aspecto tenía?”“Todavía estupendo”.“¿Cómo se llamaba el actor…?“Robert Wagner”.“Ajá. ¿Y tu peor recuerdo?”“Oh, ninguno, tío. Mi música es demasiado positiva”.Este hombre tenía más de Lyle Waggoner que de Robert Wagner. Más tarde encontré un montón de estimulantes sorpresas en summerlandcd.com. Parece que hay alguien que toca la guitarra “flamingo”.
Al, 50
Esta es la expresión de vaga decepción que Al mantuvo sin ninguna variación durante los cuatro minutos y 27 segundos que estuvimos hablando. De hecho, hubo un punto en el que le dije, “Vaya expresión la de tu cara, Al”, y él respondió, “Ya”. No es que no fuera amistoso, en absoluto. En cierto momento hasta estuvo a punto de soltar la risita que, me parece a mí, tuvo todo el rato soterrada bajo su aire circunspecto. Y, hablando, su expresión adquiría una cualidad que no era tanto la de alguien dolido como la de alguien a quien se le ha escapado un pedo. Pero tampoco nos conocíamos tanto como para comentarlo.
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David Waller, 62
David Waller tiene pedigrí. Al menos él cree que hay una posibilidad de que sea pariente lejano de Fats Waller. Su abuela y sus tías tenían fotos suyas por todas partes, y fue su amor y admiración por Fats lo que en primer lugar impulsó a David a dedicarse a la música. Empezó con el corno barítono. Creciendo en los ghettos de Detroit, su mejor amigo fue Marvin Marshall, cuya madre tenía un salón de belleza justo entre las dos sedes de Motown, y allí era donde iban sus estrellas a arreglarse el pelo. David y Marvin solían dejarse caer por ahí por las tardes, lloviera o helara. Para entonces David se había pasado al bajo eléctrico, y me dijo que todos los músicos jóvenes estaban prácticamente obligados a aprenderse el estilo, el “sonido Motown”, nota por nota. “Odio decirlo, pero nota por puta nota”. Finalmente logró relacionarse con la gente adecuada y pudo hacer su entrada en aquel mundo de propicio esplendor, Hitsville, USA, donde se mezcló con gente como Marvin Gaye, Gladys Knight y los Jackson 5. Durante 14 años tocó con todos los artistas de Motown salvo Stevie Wonder y las Supremes.
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Marla Garvin, 55
Marla Garvin nació en Davenport, Iowa. Empezó a tocar el violín en la escuela, en segundo curso, pero, una de ocho hermanos, su familia no podía comprarle uno, de modo que se pasó a la voz. A los veintipocos años cantó al frente de un grupo heavy metal de versiones llamado Lillian Storm, pero deseosa de escapar del aislamiento cultural del Medio Oeste y de escribir sus propias canciones, en 1984 se mudó a Nueva York para perseguir su sueño de iniciar una carrera como cantante en solitario. Encontrando problemas de adaptación, no permaneció allí mucho tiempo. De vuelta a Davenport, Marla era semifamosa: la entrevistaron en un programa de radio local simplemente por haber sobrevivido en Nueva York.Le dio una nueva oportunidad a su sueño dos años más tarde, esta vez en Atlanta. Reinventándose como artista de performance, hacía un número que ella calificó de “poesía rock’n’roll heavy metal a-cappella”. Vivía en el camerino de un club llamado Metroplex, donde dijo haber conocido a un montón de “estrellas alternativas”. Aquello no funcionó como esperaba y lo dejó al cabo de un año.Fuera lo que fuese que hiciera a lo largo de la década de los 90, la dejó inquieta y con ganas de hacer cosas, porque en otoño de 2001 volvió a mudarse, esta vez a California. La primera noche en Venice conoció a Sonny, un músico vagabundo de enorme, magnética personalidad. La primera cosa que Marla me contó de ella fue que era “la ilegítima viuda por poderes de King Sonny Zorro, nacido en 1942 y fallecido en 2003”. Para algunos, Sonny era como una versión Costa Oeste de Moondog, el gigante ciego del jazz que durante 30 años merodeó por Nueva York vestido de vikingo y tocó con Steve Reich y Philip Glass. Circula la leyenda de que Sonny compuso “Purple Haze” en un café de San Francisco como homenaje a Jimi Hendrix, la transcribió en una servilleta ante las insistentes peticiones de Janis Joplin y después se la dio para que ella a su vez se la entregara a Jimi. Parece que Sonny fue un tipo interesante, seguro que me habría gustado hablar con él.Marla Garvin era animosa y agradable, aunque presa de la tristeza y la falta de confianza; siete años después sigue relegándose a sí misma a la seguridad del espacio negativo definido por la ausencia del otro. Quizá está simplemente intentando hacerse a la idea. Tras años viviendo sin techo, a su juicio un precio justo por poder hacer música, finalmente había conseguido una habitación donde dormir por 20 dólares la noche. Hace pocos años, sentada en un muro de contención de cemento, estaba cantando canciones de The Doors con Guitar Eddy cuando un borracho la empujó, cayendo ella de cabeza desde una altura de dos metros. Marla dice que a consecuencia del golpe padece tartamudez, y que por eso ya no puede cantar (durante nuestra conversación no tartamudeó). Por tanto ahora se dedicaba a tocar la guitarra, con la esperanza de que en Navidades apareciera un disco suyo,Venice, Anyone?!, conteniendo parte de la música escrita por ella durante la última década. Confiemos en que suene a melancolía de cerveza caliente y cigarrillos medio consumidos y no aparezca por ningún lado el grupo de tambores tan típico de esta franja de tierra.
Los!, 48
Los! es un veterano de la escena hair-band de Sunset Strip. Llegó a Hollywood en el 86 y se quedó a vivir con un grupete poco conocido llamado Guns n’ Roses.No tardó en ver a muchos de sus amigos alcanzar el estrellato. Se sentía orgulloso de pertenecer a aquella hermandad musical. Todavía se siente así. “Puedo abordar a cualquiera de ellos. Puedo abordar a las estrellas. A los mejores y a los peores. David Lee Roth. Nikki Sixx. Slash era mi mejor amigo”. El aroma del éxito flotaba en el ambiente y él estaba deseoso de paladearlo, pero eso no iba a suceder. Al menos, todavía no.Llevaba tocando la guitarra desde los once años. “Mi madre me dijo que la cagué tan pronto oí a Kiss por primera vez”. Cuando cumplió 20 años, la mujer que le había criado le informó entre lágrimas de que era hijo adoptado. Localizó a su madre natural en la Bay Area. Durante los años 50 había tocado la guitarra en distintos cafés del área de San Francisco. Su momento cumbre era cuando provocaba un completo silencio entre el público. Para los beatniks, según parece, guardar silencio era el equivalente enrollado de ponerse en pie y gritar “¡Bravo, bravo!” La madre de Los! lograba dejar a los beatniks tan asombrados que sus silencios duraban hasta cuatro minutos y medio de extraña, desconcertante alabanza.Y, por lo visto, John Denver le afinaba las guitarras. Con estos antecedentes, Los! parecía destinado a alcanzar la grandeza. Estaba en su sangre.Los! y su novia tuvieron durante 14 años un grupo llamado Mama Fights Back. Aunque él era el principal compositor y no descuidaba la cuestión del registro legal de sus canciones, algunas de ellas estaban coescritas con su novia. Con lógica no especialmente romántica, su novia creyó que deberían casarse para poder seguir tocando sus canciones en caso de que él muriera. El padre de ella no estuvo de acuerdo: quemado él mismo por un mal matrimonio, sintió que aquella era la forma más rápida de acabar con la relación. Dos meses más tarde el padre murió, dejándole a su hija propiedades por valor de varios millones de dólares. Y dos semanas después, ella pidió el divorcio. Se quedó con el dinero y con las canciones. Pero lo peor fue lo que le hizo al perro de Los! “Fue mi mejor amigo durante doce años y medio”, me explicó. Cuando se separaron la mujer se llevó al perro, sólo para informar a Los! al poco tiempo que había tenido que sacrificarlo. Cuando él preguntó por qué, ella dijo que los perros de su raza tenían una esperanza de vida de entre 12 y 15 años, y que por tanto ya le tocaba. Como una versión canina deLa fuga de Logan.Pero Los! aún tiene esperanzas. ¡Cristo, tiene una reserva de una tonelada de esperanza! Me dijo que su nuevo grupo, Vampire Toothfairies, pinta estar a punto de pegar fuerte. “Pero el éxito me está tardando mucho en llegar. Soy el único al que no le ha sonreído la fortuna. Esta vez es mi turno”. Esto hizo que me preguntara qué constituye éxito exactamente para un hard-rocker de 48 años de edad. En una época en la que éste no se mide por las chicas que te beneficias sino por el número de clics y descargas, ¿qué medida empleará Los! para calibrar su éxito? ¿Y en qué momento sabrá que, por fin, lo ha conseguido?Suele decirse que uno no sabe que está atrapado en un agujero negro hasta que es demasiado tarde. Navegando por el espacio inexplorado, el horizonte eventual te pasaría desapercibido y no quedaría ya para ti otra cosa que dejarte arrastrar hacia el único destino posible: el olvido. Y ni siquiera serías más sabio en el momento en que la gravedad empezara a convertirte en spaghetti. También los sueños son así. No los sueños nocturnos en fase REM, sino los del tipo una-posibilidad-entre-un-millón. Sueños que tal vez nazcan viendo a Gene Simmons escupiendo jarabe de maíz con colorante rojo y después abrigue un carismático sin techo que te dice que eres alguien. Aunque racionalices la remota posibilidad de obtener una recompensa que además se hace más exigua día a día, nunca terminas de darte cuenta de que lo has apostado todo hasta que ese desmedido, insaciable ansia de grandeza se ha reducido finalmente a un deseo primario de que alguien, algún día, te diga que no fue una completa pérdida de tiempo.Conocí a Marla y Los! justo a uno después del otro. Ambos eran cálidos y acogedores y estaban desesperados porque alguien les escuchara, y aunque probablemente no tenían otra cosa en común que sus circunstancias, en mi mente, de alguna manera, los tengo vinculados. Si el universo es infinito y hay un número infinito de planetas Tierra desperdigados por el cosmos, cada uno de ellos una expresión de alguna pequeña faceta de discreta posibilidad, entonces en uno de ellos Los! y Marla se han encontrado y pasan sus noches juntos en una habitación de 20 dólares creando hermosa música sin pensar en sueños locos. Y respiran nubes de caramelo, hablan en un lenguaje que suena como el crujido del gozne de una puerta y tienen largos y delgados brazos como los de los monos araña.