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Tras los bastidores de los programas de telerrealidad hay una persona cuyo cargo es el de productor de argumento. Su trabajo consiste en mirar por encima del hombro del editor y convertir incontables horas de gilipolleces cotidianas en algo dramático y...

MÚSICOS

TEXTO Y FOTOS DE JOHN MICHAELS

Tras los bastidores de los programas de telerrealidad hay una persona cuyo cargo es el de productor de argumento. Su trabajo consiste en mirar por encima del hombro del editor y convertir incontables horas de gilipolleces cotidianas en algo dramático y absorbente, y a los don nadie, arrojados a situaciones insólitas, en involuntarios héroes y villanos. Lo que yo he hecho aquí con estas personas no es muy diferente. En todos ellos hay mucho más de lo que puede atisbarse en una interacción de cinco minutos o una descripción de 200 palabras, y por lo que yo sé, no son en absoluto las caricaturas unidimensionales que a juzgar por el texto puedan parecer. De mi primera protagonista, Shannon, nuestra chica de portada, intentaré ofrecer un recuento lo más puro y sin filtrar que me sea posible. Tomé pocas notas, pero nuestro encuentro fue tan extraño, embarazoso y, en última instancia, triste, que apenas he podido olvidarlo. Soy un gilipollas. Soy un puto imbécil a quien no se le debería haber dado una lengua. Os contaré por qué

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Shannon, 29


Inicié mi periplo en la parte norte, allí donde Santa Mónica informalmente se deteriora hasta transformarse en Venice. Tras caminar hacia el sur hasta más allá de las pistas de tenis y pádel, entrevistando y fotografiando a los muchos músicos que encontré por el camino, decidí que ya había ido bastante lejos y me dispuse a hacer el camino inverso, coger mi bicicleta y emprender el largo camino a casa. Estaba cansado tras haber andado más de dos millas y harto de los constantes empujones de la muchedumbre a lo largo de todo el paseo. Empezaba a dejar la mente placenteramente en blanco cuando, apenas un poco más allá de las canchas de baloncesto, el gentío situado a mi izquierda se hizo menos denso en el preciso instante de mirar yo en esa dirección. Me quedé inmóvil, paralizado por una extraña y llamativa presencia. Era Shannon, con sus ropajes regios, utilizando uno de los bancos de cemento como soporte para un teclado que, más que tocar, golpeaba con uno o dos dedos de cada mano, marcando un staccato simultáneo y arrítmico. Era una versión chiflada y atonal del “Vals de los palillos”. Me pareció brillante, un glorioso y desvergonzado “Que os jodan” dedicado a los chismosos transeúntes que se arremolinaban alrededor suyo, moscas en esa mierda serpenteante que es Venice Beach. Cogí mi cámara y le hice unas cuantas fotos. Ella se me quedó mirando, impávida y desafiante, y una sonrisa enorme, maníaca y llena de dientes, apareció en su rostro.

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Junto al banco había una caja de zapatos medio aplastada, y no tuve claro si era suya o parte de la basura desparramada. Me acerqué y cogí la caja. “¿Es para las propinas?”, pregunté. Pareció dudar durante un segundo, luego asintió. “La voy a poner aquí arriba para que la gente sepa que puede echar dinero”. La puse sobre el banco, saqué un dólar y lo deposité en la caja. Y entonces, sin pensar, pronuncié unas palabras estúpidas y desconsideradas. “Estoy haciendo un artículo para una revista y me gustaría hablar sobre ti. Es un número llamado Antimúsica, y esto es perfecto, porque es totalmente antimusical”. De inmediato me di cuenta de lo terriblemente mal que había yo interpretado la situación. Su voz era más grave y gruesa de lo que me esperaba. Su rostro se tensó. Me fijé en las gafas graduadas que llevaba debajo de las gafas de su disfraz. “¿Por qué es antimusical?”, me preguntó con tono entre petulante y cansado. No era la misántropa irónica que yo había imaginado, sino que tocaba como lo hacía de todo corazón, y yo había herido sus sentimientos. Intentando diluir el insulto, añadí, “Bueno, verás, es como una performance, quería decir”. Me inundó una abrumadora sensación de vergüenza y lo que sucedió durante los minutos siguientes se ha borrado de mi memoria. Lo único que garrapateé durante ese interludio fue la frase “sólo tocando música”. No tengo ni idea de lo que significa o a qué se refiere. Recobré la noción de las cosas y volví al guión habitual.

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Tras su nombre y su edad, le pregunté cuánto tiempo llevaba tocando música. “Casi toda mi vida”, contestó. “Nadie me animó a ello. La gente me decía que estaba loca. Dicen que no es realista. Que estás mal de la cabeza”.

“¿Tienes alguna historia favorita sobre la música o sobre lo que la música ha hecho por ti?”

“Todavía no”. Después dijo, “Me gustaría ser imitadora de Michael Jackson todo el tiempo”.

“¿Se te ocurre algo que sea lo que menos te gusta de la música?”

“No me gusta cuando la gente dice que estoy loca, o que no es realista, o que estás mal de la cabeza”.

Le di las gracias por su tiempo y le deseé buena suerte. Debería haberle estrechado la mano. Di unos pasos hacia atrás, le hice varias fotos más (¡pero qué gilipollas!) y seguí mi camino. Me sentía incómodo y turbado. Por supuesto, podía tratarse de una broma a mi costa, podía haber sido víctima de un realista gag como los orquestados por Andy Kaufman. O posiblemente había conocido a un ser humano único tambaleándose al borde del enorme precipicio de la indiferencia del resto de la sociedad. También podría tratarse de alguna tercera opción que no atinaba a imaginar. Se tratara de lo que se tratase—genio satírico, sombría candidez, infantilismo o consecuencia de irreprimibles deseos creativos—esta mujer merecía un abrazo, una salva de aplausos y ser algo más que una imagen que pasará como un destello por la sesera de algún modernillo resabiado.

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Winston, 41


Winston no estaba teniendo un día muy bueno. Por alguna razón había tenido la mala suerte de atraer la atención del agente Carl, uno de los varios agentes comunitarios que merodean por Third Street Promenade y, con toda certeza, el más entusiasta. Había estado sus buenos 40 minutos fisgando en los asuntos de Winston. Dulce, sencillo y amable, Winston se había limitado a medio sonreír, emitiendo un aura de paciencia monacal. Todo empezó a las pocas canciones de empezar su actuación. El agente Carl irrumpió en la escena, se plantó delante del altavoz de Winston e hizo una prueba con su medidor de decibelios. No le gustó lo que vio. Ni pizca. Interrumpió a Winston a media canción y le mostró el resultado de su medición, para después llevársele a un lado para hablar sin prisas de lo que marcaba el aparato. Hablaron por espacio de varios minutos y a continuación Carl sacó un bloc y procedió a entregarle a Winston una citación.

Ahí debería haber terminado todo. Un tieso “Gracias por joderme”, un sutil saludo con la cabeza, y Carl seguiría su camino. Pero aquella transacción insufriblemente cortés era sólo el principio. El agente Carl, como los mayores aguafiestas, mostraba una pertinacia fuera de lo común. Un ejemplo de puntillosidad. Winston volvió al micrófono y empezó una canción. Algo increíble, sin duda. Éste era otro aspecto remarcable de Winston: tenía la mejor lista de canciones que yo le haya oído a un músico callejero en no sé cuánto tiempo. Podía tocar un tema de XTC, seguir con uno de Rush, después quizá con algo de Elvis Costello o los Clash, o Lou Reed, Led Zeppelin, Neil Young, los Ramones, Pink Floyd, Smiths, Jethro Tull, Talking Heads y un largo etcétera, todo con su voz y una guitarra de 12 cuerdas. Winston era capaz de interpretar la banda sonora al completo de mis años de adolescencia. Pero no importaba lo que tocara porque, a mitad de la primera estrofa, Carl volvía a inclinarse ante el altavoz, medir el volumen y, por supuesto, algo seguía sin estar del todo bien. Tras otra breve charla, Winston se ponía a tocar cables y manipular los controles de su mesa de mezclas. Esta escena se repitió una y otra vez.

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Al agente Carl se le unió un colega suyo y ambos se quedaron a un lado observando a Winston, determinado una vez más a encontrar la mágica combinación de botones que complaciera por fin a ese hombre. Me dirigí a los agentes y me presenté. Así fue cómo supe el nombre del agente Carl. Su colega era el agente Titus. Estaba claro que Carl era el más diplomático de los dos, el más dispuesto a dialogar. Titus me lanzó una mirada de las de cagarse encima. Conversamos un poco. El agente Carl me dijo que el manual de normas que regulaba las conductas permisibles en el paseo marítimo era “así de grande”, y puso la mano como si estuviera agarrando una hamburguesa cuarto de libra con queso. Después procedió a enumerar las varias normas que yo estaba quebrantando con mi cámara y mis preguntas, pero me tranquilizó con un magnánimo gesto con la mano. Lo pasarían por alto. Un dato extraños que me dio fue el de que todos los músicos callejeros del paseo tenían que cambiar de ubicación cada cierto tiempo, manteniendo una distancia mínima entre ellos. ¿Lo pilláis? Cada dos horas esta gente tenía que empaquetar todo su equipo, transladarse paseo abajo calculando la distancia y volver a montarlo todo otra vez.

Para tratarse únicamente de un tipo que cantaba y tocaba la guitarra, Winston acarreaba un montón de trastos a todas luces excesivo. Yo me gané la vida tocando durante varios años y, a simple vista, no podía figurarme para qué demonios necesitaba Winston tanta mierda. Y encima de todo, literalmente, tenía instalada una bandera anunciando la web Kiva.org. Otro aspecto destacable de Winston. No estaba ahí cantando y tocando para ganarse el pan de cada día. A lo mejor obtenía un dinero extra para gasolina que le ayudara con los gastos de conducir una furgoneta desde el Cleveland National Forest en Orange County hasta Santa Mónica. Pero no, la única razón por la que hacía el viaje era porque el paseo marítimo era un buen lugar para dar a conocer la organización Kiva. Con tanta gente haciendo descarado alarde de sus ingresos, tal vez algunos de ellos se dignarían levantar la cabeza de sus comederos el tiempo suficiente para arrojarle unas migajas a alguna costurera del tercer mundo tratando de salir adelante. Winston, eso sí, amaba la música. Se queda encantado cuando alguien reconoce alguna oscura canción, en especial si es alguien joven. Eso le da esperanza. El agente Carl finalmente se aburrió del juego y permitió a Winston seguir tocando. Faltaban ocho minutos para las 4.

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“Cowboy,” 42


Dennis “Cowboy” Morgan me dijo que el golpe más duro que la música le había dado fue la ruptura de su grupo, Content Life. Cuando esa noche volví a casa lo busqué en google. El primer link que seguí mencionaba a dos músicos, ninguno de ellos llamado Cowboy, y describía al resto del grupo como “dos tipos con aspecto de vagabundos, uno de ellos con cadenitas en sus tobillos que tintineaban al pisar con fuerza el suelo, y el otro con una pandereta”. El siguiente link reducía la formación a tres personas e identificaba a Dennis, nuestro Cowboy, como el hombre de la pandereta. También mencionaba que había perdido su casa durante el huracán Katrina.

A unos metros de distancia Cowboy desprendía la misma extraña mezcla entre encanto y amenaza propia de las ferias ambulantes, pero cuando nos pusimos a hablar detecté en él un aire a lo Matthew McConaugh que, dulzarrón hasta la náusea en una comedia romántica, en persona y a corta distancia resultaba desarmante. Con aire cómplice saludaba con la cabeza a los transeúntes y llamaba “cielo” a las mujeres. Me explicó que llevaba cinco años en las calles y que lo hizo por elección propia, porque amaba la música. Éste era un sentir que ya había oído antes y que volvería a oír después, pero cuyo legítimo propietario era Winston; lo era ya antes de escuchar una sola nota de la guitarra de Cowboy. Y ahora sé que la vida que dejó atrás para tocar en las calles era la de un intérprete de pandereta. No es que quiera reducir el papel de la pandereta en la música, o el poder transformador de la música en general, o el sentido de pertenencia y propósito que puede generar el estar en un grupo, pero me dio la impresión de que detrás de esta historia debían haber más cosas que una simple pandereta.

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Tal vez esté haciendo cábalas (de hecho, es probable), pero también yo estaba viviendo en Nueva Orleans cuando golpeó el Katrina. Alteró radicalmente el curso que se suponía que debía seguir mi vida y me dejó una profunda desconfianza hacia la idea de permanencia. He vivido sin echar raíces desde entonces; tras vagar un par de años, también yo “decidí” emprender una carrera que garantizaba una total falta de seguridad y estabilidad y un desarraigo que continuaría en el futuro. Sé de otras personas que tomaron similares “decisiones” tras el desastre, y estoy convencido de que hay muchas más. Cuántos, como Cowboy, se habrán encontrado a sí mismos en los mismísimos confines de la sociedad, ocupando básicamente el lugar que en los 70 y 80 ocuparan los veteranos de Vietnam, heridos y recelosos, a la deriva en una cultura que se mofa de cualquier cosa que tenga significado, que mira con desdén a los débiles y vulnerables. Y cuán superpoblado se está volviendo ese lugar. Por supuesto, quizá todo se reduzca a que tal vez esté atravesando la crisis de la mediana edad y a Cowboy, simplemente, le guste tocar la pandereta.

No estaba seguro del tono que iba a adquirir esta serie de entrevistas y me disculpé ante Cowboy de antemano por cualquier posible rechifla que los editores le impusieran al artículo. Como respuesta, Cowboy dijo solemnemente: “Predigo que si se burlan, será un fracaso por su parte”. Una silenciosa calma nos rodeó entonces, como en una película en la que, en una escena de bullicioso club nocturno, la cámara pasa a enfocar a dos personajes que dialogan con urgentes susurros, de algún modo audibles a pesar de estar ellos a metro y medio el uno del otro mientras los extras a su alrededor bailan con la música incidental, sofocada pero, en el contexto de la película, presumiblemente ensordecedora. Mientras el ruido y la confusión del paseo marítimo parecía desvanecerse, me dijo, “No oses tocar a quien está ungido”. Cuando me vio garabatear sus palabras en mi cuaderno de notas, soltó unas risas y sonrió con aire de timidez, como si se diera cuenta de que aquello sonaría como las palabras de un pobre loco, una ironía, una chorrada, dejándole transparente a la luz del día. Volvió a decirlo, esta vez con una sonrisa, y yo, sonriendo también, le dije, “Es genial. Me encanta”.

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Darius Maxey, 11


El particular “camino de Damasco” de Darius Maxey tuvo a su abuela como gran impulsora. Cantante en el coro de su iglesia local, la mujer se ayudaba de Darius para ensayar las canciones que cantaría el domingo siguiente. Un día, cantando juntos, elevando loas a Jesús y proclamando su insignificancia ante los ojos de Dios (o así lo supongo), su abuela fue bajando gradualmente la voz hasta quedar en silencio. Su nieto siguió cantando, asumiendo el protagonismo. Ese día, el joven Darius, de seis años, imagino que estudiante de primer curso, desapareció, siendo reemplazado por Darius Maxey, niño prodigio del gospel y artista callejero infantil.

“En ese momento”, me contó Darius, “arrancó mi carrera como artista. Nunca pensé que la música llegaría a ser tan importante en mi vida”. Su tono era el de un hombre que ya lo hubiera visto todo y se estuviera confesando con alguien en la atmósfera llena de humo de algún bar de copas a altas horas de la madrugada, y no sentado en un bordillo de la tercera calle del paseo marítimo de Santa Mónica, acompañado de su madre, Dedra.

Su tono desencantado bien podría ser resultado de un encuentro que yo acababa de presenciar y que Darius me dijo que había sido la peor experiencia que hasta la fecha había tenido en el mundo de la música. “Esa mujer es una maleducada, maleducada, maleducada. Lo repito: ¡maleducada!” La mujer en cuestión, la de la fotografía de la derecha, es otra intérprete callejera, con la que Darius se había enzarzado en una disputa territorial por espacio de una hora. Instalados a poca distancia el uno de la otra, habían estado cantando a la vez, solapándose, hasta que Darius, quizá superado, decidió que ya había tenido bastante y, tras hablarlo con su madre, anunció a las tres o cuatro personas que podría decirse que le estaban siguiendo (dicho sin intención de menospreciarle: el chaval realmente sabe cantar), “Lo siento. Yo soy un artista respetuoso, pero aquí se nos está tratando con una gran falta de respeto”. Y dejó de actuar.

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No obtuve la versión de la historia de la presunta némesis de Darius, de modo que me abstendré de dar nada por supuesto. La chica no era mala intérprete, y estoy seguro de que sus canciones de amores perdidos, sabidurías adquiridas y llamadas a maravillarse universalmente por la grandeza de los profundos misterios de la vida tocarán algún día más de un corazón en edad prepubescente, pero mientras eso llega le estaba haciendo un claro menosprecio a un chaval de once años. No a un onceañero cualquiera, sino a uno en quien su madre tiene tanta fe que le ha comprado una especie de máquina de karaoke y unas gafas de sol y llevado en coche hasta Santa Mónica en su día libre del trabajo. Y no había ningún otro Darius ese día en el paseo, mientras que sí había, como mínimo, cuatro cantautoras monas pero insípidas, de veintipico años y largo pelo castaño, tocando todas en una extensión de terreno equivalente a dos bloques de pisos. Encontré la misma distribución de este tipo de artista en todas las localizaciones que visité a excepción de Venice Beach. Parece que evitan Venice, pero tiempo al tiempo. Si dentro de 20 años un futuro reportero hace otra investigación sobre músicos marginales, es bastante probable que sólo encuentre cantautoras de pelo castaño y desaliñado, una detrás de otra, compitiendo con los timadores y los ladronzuelos por la atención de los turistas.

Mark Anthony, 55


Una amiga me dijo que sabía de unos grandes almacenes en los que un tipo tocaba el piano en la sección de ropa interior femenina, de modo que allí fui a conocer al pulsateclas residente, Mark Anthony. Se me descubrió como un hombre ligeramente hastiado y de aire cómplice, como si hubiera descubierto que la vida es algo tan placenteramente absurdo como ver una película de Sandra Bullock en un vuelo transoceánico atravesando turbulencias. Le expliqué la clase de artículo que estaba haciendo y encontré su franqueza y su disposición a colaborar casi conspiratorias. Cuando le dije que me preocupaba que la seguridad de los grandes almacenes pusieran problemas a que sacara fotos dentro del local, él contestó que no pasaría nada, que diría que las fotos eran para él. Mark era como ese vecino extraño pero amable que tenías a los 20 años, con quien intercambiabas los buenos días esperando el ascensor, y una noche te lo encontraste en un bar y entre cervezas te contó que había sido cantante en un grupo en el que también tocaba Yanni cuando Yanni era más new wave que new age.

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Fotografié a Mark un par de veces pero de pasada, sin haber podido aún entrevistarle. Me dio su tarjeta, sin embargo, y el día antes de la fecha límite de entrega del artículo decidí que quería averiguar más sobre él. Así que le llamé. ¿Adivináis con quién estuvo en un grupo?

Chameleon fueron un grupo de cierto éxito a finales de los 70 y principios de los 80. Procedían de Minneapolis y su sonido era una urgente mezcla entre Tommy Tutone, Styx y Vangelis. Además de Yanni (quien ya mostraba signos de megalomanía y cuyas gaseosas excursiones, creo yo, fueron lo único que les impidió llegar al Top 40), contaban a la batería con Charlie Adams, el tipo que tuvo la idea de una batería giratoria que más adelante robaría Tommy Lee. La voz de Mark tenía una energía nerviosa y propulsiva muy acorde con el ambiente de icárico bajón de cocaína que los baby-boomers vivían en aquellos tiempos. Por desgracia el grupo no tuvo fortuna con las compañías discográficas y, para empeorarlo todo, Yanni se empeñó en llevar las cosas en otra dirección.

Desde entonces todo han sido cruceros por el mar y grandes almacenes, pero Mark no se muestra amargo. De todas las personas con las que hablé, tal vez sea Mark quien más pueda presumir de glorias pasadas. Fue compañero de habitación de Nicolette Larson, ¡por los clavos de Cristo! Que hoy en día apenas sea un poquitín sardónico habla a las claras de su buen carácter.

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Mark, que también es actor, recibió hace unos años una llamada de un representante del Gremio de Actores, quien le dijo que había un cantante, un chico latino bastante pujante, que estaba intentando labrarse una carrera en el mundo del cine y, dados los parecidos fonéticos entre sus nombres, si estaría dispuesto Mark a renunciar al suyo en su favor. Bueno, no sé cómo la superestrella Marc Anthony deletreaba su nombre antes de ingresar en el gremio, pero sí sé cómo lo deletrea ahora. Desde luego, no con una “k”.

J.B. Willit, 54


“Es ‘w-i-l-l-i-t’, como si dijeras ‘will it’, especificó James Bartholomew “J.B.” Willit, recién llegado de Varsovia. Tras vivir cinco años en la Europa del Este, ahora vagaba tocando por Estados Unidos con la esperanza de reunir dinero para traer a su esposa desde Lituania. Sin abandonar en ningún momento su cara de póker, la postura de J.B. era de desafío, de rebeldía, y podía notar que detrás de sus gafas de sol sus ojos me miraban con recelo. Tuve la sensación de que, para él, una amplia franja de la humanidad podía irse perfectamente al carajo. Y quizá con razón.

Mascullando con voz cavernosa, me contó una historia que contenía tanto su punto más bajo como su recuerdo musical más querido. El estilo anti-folk de J.B., su blues con inflexiones punk, más ladrado que cantado, tiene raíz en su pasado hippie. Estuvo relacionado con la Rainbow Family, un despreocupado grupo nómada-ecoanarquista cuyo número supera a veces las decenas de miles y vive a salto de mata, instalándose durante semanas en parques estatales y nacionales, dejando estupefactos a turistas y gente del lugar, y marchándose después a otro sitio. Yo mismo me encontré con esta Familia cuando, de adolescente, viajé haciendo autoestop y de polizón en trenes de mercancías; durante unos meses, es probable que también yo fuese uno de sus miembros. De hecho, J.B. y yo coincidimos en conocer a varias de aquellas personas. Eso, sin embargo, no hizo que dejara de mirarme con sospecha: J.B. se había desentendido de ellos años atrás, calificándoles de vendidos. Una noche, en 1989, J.B. acababa de dejar Irvine Meadows, al sur de Orange County, donde había estado viendo a Grateful Dead. Iba caminando por el arcén de la autopista del Pacífico cuando la policía se detuvo a su lado para registrarle. Arrestado en base a unas draconianas leyes en materia de drogas propias de una era diferente, a J.B. se le envió a San Luis Obispo, a un lugar con un nombre tan delirante, tan de cápsula del tiempo, que parece sacado de las páginas de la novela

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Papillon

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La Colonia Penal para Hombres de California presenta un ilustre historial de residentes. Timothy Leary estuvo encarcelado allí, y Suge Knight. Charles “Tex” Watson y Bobby Beausoleil, ex miembros de la familia Manson, cumplieron allí largas condenas. También Charles Keating Jr, uno de los responsables del fraude financiero S&L; el jugador de streetball Demetrius “Hook” Mitchell, y Christian Brando. Sin embargo, fue el recluso #E4678, cuya estancia en el penal coincidió con la de J.B., quien da sentido a esta, en apariencia, ociosa digresión. Ike Turner era un hombre de muchos demonios, de eso no cabe duda. Digamos que era un hombre complicado. Y antes de que esos demonios suyos finalmente acabaran con él, le hicieron merecedor de un tiempo en la Penitenciaría. Nadie puede negar que Ike Turner fue un músico irrepetible, uno de esos contados artistas capaces de redefinir un género musical, y por espacio de cinco meses, tres o cuatro días a la semana, J.B. Willit, fumeta y Deadhead, tocó la guitarra con él, sentados los dos en los escalones de la biblioteca de la Colonia Penal. J.B. nunca volvió a ser el mismo. Casi hizo que ingresar en prisión mereciera la pena.

Harry Perry, 59


Este es Harry Perry. Lleva tocando la guitarra sobre patines de ruedas en Venice desde 1974. Es de Detroit, donde formó su primer grupo a los 13 años. Vivió con los MC5, alternó con gente como Ted Nugent y durante un tiempo le llevó los asuntos Punch Andrews, el manager de Bob Seger. Su primer disco fue una versión de una canción de Seger, “Heavy Music”, y salió publicado en el legendario sello Hideout. El mismo Harry es una leyenda, en internet se pueden encontrar muchos chismes y comentarios sobre él. También puedes, simplemente, ir a buscarle al paseo marítimo. Hasta las leyendas tienen facturas que pagar.

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Cuando me lo encontré estaba intentando venderle unas camisetas a dos turistas. Le conté lo que estaba haciendo y me regaló un CD. Pero, mientras hablábamos, Harry parecía distraído. De repente miró hacia algún punto detrás mío, sus ojos buscando algo, y gritó un nombre. Un tipo blanco de aspecto anodino se materializó de entre la multitud acarreando una bolsa de lona en un carrito portaequipaje. Harry le dijo, “Dame diez camisetas y un puñado de CD’s”. El hombre se inclinó sobre la bolsa, le pasó a Harry lo que le había pedido y, tan rápido como había aparecido, volvió a disolverse entre el gentío. Era como un agente del Mossad. Tras verle desmaterializarse sin dejar ninguna impresión reconocible en mi cerebro, me giré hacia Harry, que de alguna manera había ocultado ya la carga fresca de mercancía en algún lugar de su persona. Esto era maquinaria de precisión. Harry Perry es una industria.

Se giró hacia mí con el aire de quien está convencido de que decir “sí” nunca puede ser un error, y gesticuló durante unos momentos mientras tocaba con florituras unos acordes. Parecía inquieto. Tal vez se había fumado poco antes un canuto con unos crusties que había más allá con un gato atado con correa. Se contoneó unos pasos hacia atrás y a continuación hacia delante, un suelto y fácil bailoteo, radiando el movimiento directamente de lo más profundo de su pelvis. Viéndole uno tenía la sensación de que debía haberse estado follando divorciadas desde los 17 años. Era como un Camaro un poquitín tocadete. Acarició el mástil de su guitarra con movimientos nerviosos, tamborileando de vez en cuando en el clavijero.

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Roger Hinz, 40


Tras hacerle esta foto le pregunté cuánto tiempo llevaba tocando.

“Toda mi vida”, respondió.

“¿Treinta años?”

“Cuarenta”.

“¿Cuál es tu recuerdo favorito?”

“Fue justo anoche” (incluso el hijo de 12 años de una amiga que iba conmigo encontró esto hilarante). “Estaba en Beverly Hills y se me acercó Stefanie Powers”. Estuve un poco lento intentando reconocer el nombre. “La dama de

Hart y Har

t”, aclaró.

Asentí con la cabeza. “¿Y qué aspecto tenía?”

“Todavía estupendo”.

“¿Cómo se llamaba el actor…?

“Robert Wagner”.

“Ajá. ¿Y tu peor recuerdo?”

“Oh, ninguno, tío. Mi música es demasiado positiva”.

Este hombre tenía más de Lyle Waggoner que de Robert Wagner. Más tarde encontré un montón de estimulantes sorpresas en summerlandcd.com. Parece que hay alguien que toca la guitarra “flamingo”.

Al, 50


Esta es la expresión de vaga decepción que Al mantuvo sin ninguna variación durante los cuatro minutos y 27 segundos que estuvimos hablando. De hecho, hubo un punto en el que le dije, “Vaya expresión la de tu cara, Al”, y él respondió, “Ya”. No es que no fuera amistoso, en absoluto. En cierto momento hasta estuvo a punto de soltar la risita que, me parece a mí, tuvo todo el rato soterrada bajo su aire circunspecto. Y, hablando, su expresión adquiría una cualidad que no era tanto la de alguien dolido como la de alguien a quien se le ha escapado un pedo. Pero tampoco nos conocíamos tanto como para comentarlo.

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Al ha sido músico desde su niñez. En su casa, de pequeño, había un piano que nadie tocaba, un día se puso a juguetear con él y la música le atrapó. También toca la trompeta, aunque el día en que le conocí había estado tocando la guitarra con un grupo funk de cuatro miembros. La música es su segunda naturaleza, y me dijo que de joven se había mantenido alejado de problemas gracias a ella. Parecía casi como si, para él, la música fuese una especie de benevolente guía, como un hermano mayor que ya hubiera cometido todos los errores para que él no tuviera que cometerlos. Esa es la razón de que no tenga paciencia con los cretinos que ni siquiera consiguen colgarse su instrumento.

“Esos que van a la cárcel o van tan ciegos que ni pueden salir del hotel. Lo que sea menos la música. Yo soy al revés. Haría cualquier cosa por la música”. Todo y así, me parece a mí que mantener firme a su gente debe costarle. Después de todo, si la cagas, ¿qué iba a hacer él? ¿Ponerte esa cara?

David Waller, 62


David Waller tiene pedigrí. Al menos él cree que hay una posibilidad de que sea pariente lejano de Fats Waller. Su abuela y sus tías tenían fotos suyas por todas partes, y fue su amor y admiración por Fats lo que en primer lugar impulsó a David a dedicarse a la música. Empezó con el corno barítono. Creciendo en los ghettos de Detroit, su mejor amigo fue Marvin Marshall, cuya madre tenía un salón de belleza justo entre las dos sedes de Motown, y allí era donde iban sus estrellas a arreglarse el pelo. David y Marvin solían dejarse caer por ahí por las tardes, lloviera o helara. Para entonces David se había pasado al bajo eléctrico, y me dijo que todos los músicos jóvenes estaban prácticamente obligados a aprenderse el estilo, el “sonido Motown”, nota por nota. “Odio decirlo, pero nota por puta nota”. Finalmente logró relacionarse con la gente adecuada y pudo hacer su entrada en aquel mundo de propicio esplendor, Hitsville, USA, donde se mezcló con gente como Marvin Gaye, Gladys Knight y los Jackson 5. Durante 14 años tocó con todos los artistas de Motown salvo Stevie Wonder y las Supremes.

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A pesar de su éxito, David tiene sentimientos encontrados respecto al caprichoso dedo de la fortuna. “Si no eres astuto, inteligente, si no estás en la camarilla correcta, no lo consigues. Yo tuve suerte. Conozco a diez o quince tíos que nunca salieron de su garaje o de algún club nocturno en Detroit. Yo agoté diez pasaportes”. La cima de su éxito fue cuando, tocando con The Temptations, el grupo fue invitado a tocar para la reina de Inglaterra en el Royal Albert Hall. “Podía verla sentada en su palco”, dijo David señalando con el dedo hacia los tejados más allá del paseo. Después hizo una pausa de reconocimiento a una monarca imaginaria. “Les dimos bien”, dijo. E incluso reconociendo que todo aquello pertenecía ya a un pasado distante, desplegó los brazos, como si quisiera abarcar la pequeña parcela de frente marítimo que ese día él y sus amigos habían ocupado para tocar un rato y quizá ganarse algún dinero, y dijo, “Me siento bendecido”.

Tal vez deba mencionar que no pude encontrar en internet ningún dato que confirmara nada de lo que dijo David. Puede que se tratara de falta de habilidad por parte mía al hacer las búsquedas, o del escaso tiempo del que dispuse para hacerlas. O de desidia por parte de los cronistas de Motown. Motown, como la mayoría de fábricas de hits de la época, tenía fama de relegar al anonimato a los músicos de sesión. Pero, por la expresión de su rostro al revivir todos aquellos recuerdos, me inclino a creer que cada palabra que aquel hombre tan dulce me dijo era cierta. Y, como el mismo Fats Waller diría, “Uno nunca sabe, ¿o sí?”

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Marla Garvin, 55


Marla Garvin nació en Davenport, Iowa. Empezó a tocar el violín en la escuela, en segundo curso, pero, una de ocho hermanos, su familia no podía comprarle uno, de modo que se pasó a la voz. A los veintipocos años cantó al frente de un grupo heavy metal de versiones llamado Lillian Storm, pero deseosa de escapar del aislamiento cultural del Medio Oeste y de escribir sus propias canciones, en 1984 se mudó a Nueva York para perseguir su sueño de iniciar una carrera como cantante en solitario. Encontrando problemas de adaptación, no permaneció allí mucho tiempo. De vuelta a Davenport, Marla era semifamosa: la entrevistaron en un programa de radio local simplemente por haber sobrevivido en Nueva York.

Le dio una nueva oportunidad a su sueño dos años más tarde, esta vez en Atlanta. Reinventándose como artista de performance, hacía un número que ella calificó de “poesía rock’n’roll heavy metal a-cappella”. Vivía en el camerino de un club llamado Metroplex, donde dijo haber conocido a un montón de “estrellas alternativas”. Aquello no funcionó como esperaba y lo dejó al cabo de un año.

Fuera lo que fuese que hiciera a lo largo de la década de los 90, la dejó inquieta y con ganas de hacer cosas, porque en otoño de 2001 volvió a mudarse, esta vez a California. La primera noche en Venice conoció a Sonny, un músico vagabundo de enorme, magnética personalidad. La primera cosa que Marla me contó de ella fue que era “la ilegítima viuda por poderes de King Sonny Zorro, nacido en 1942 y fallecido en 2003”. Para algunos, Sonny era como una versión Costa Oeste de Moondog, el gigante ciego del jazz que durante 30 años merodeó por Nueva York vestido de vikingo y tocó con Steve Reich y Philip Glass. Circula la leyenda de que Sonny compuso “Purple Haze” en un café de San Francisco como homenaje a Jimi Hendrix, la transcribió en una servilleta ante las insistentes peticiones de Janis Joplin y después se la dio para que ella a su vez se la entregara a Jimi. Parece que Sonny fue un tipo interesante, seguro que me habría gustado hablar con él.

Marla Garvin era animosa y agradable, aunque presa de la tristeza y la falta de confianza; siete años después sigue relegándose a sí misma a la seguridad del espacio negativo definido por la ausencia del otro. Quizá está simplemente intentando hacerse a la idea. Tras años viviendo sin techo, a su juicio un precio justo por poder hacer música, finalmente había conseguido una habitación donde dormir por 20 dólares la noche. Hace pocos años, sentada en un muro de contención de cemento, estaba cantando canciones de The Doors con Guitar Eddy cuando un borracho la empujó, cayendo ella de cabeza desde una altura de dos metros. Marla dice que a consecuencia del golpe padece tartamudez, y que por eso ya no puede cantar (durante nuestra conversación no tartamudeó). Por tanto ahora se dedicaba a tocar la guitarra, con la esperanza de que en Navidades apareciera un disco suyo,

Venice, Anyone?!

, conteniendo parte de la música escrita por ella durante la última década. Confiemos en que suene a melancolía de cerveza caliente y cigarrillos medio consumidos y no aparezca por ningún lado el grupo de tambores tan típico de esta franja de tierra.

Los!, 48


Los! es un veterano de la escena hair-band de Sunset Strip. Llegó a Hollywood en el 86 y se quedó a vivir con un grupete poco conocido llamado Guns n’ Roses.

No tardó en ver a muchos de sus amigos alcanzar el estrellato. Se sentía orgulloso de pertenecer a aquella hermandad musical. Todavía se siente así. “Puedo abordar a cualquiera de ellos. Puedo abordar a las estrellas. A los mejores y a los peores. David Lee Roth. Nikki Sixx. Slash era mi mejor amigo”. El aroma del éxito flotaba en el ambiente y él estaba deseoso de paladearlo, pero eso no iba a suceder. Al menos, todavía no.

Llevaba tocando la guitarra desde los once años. “Mi madre me dijo que la cagué tan pronto oí a Kiss por primera vez”. Cuando cumplió 20 años, la mujer que le había criado le informó entre lágrimas de que era hijo adoptado. Localizó a su madre natural en la Bay Area. Durante los años 50 había tocado la guitarra en distintos cafés del área de San Francisco. Su momento cumbre era cuando provocaba un completo silencio entre el público. Para los beatniks, según parece, guardar silencio era el equivalente enrollado de ponerse en pie y gritar “¡Bravo, bravo!” La madre de Los! lograba dejar a los beatniks tan asombrados que sus silencios duraban hasta cuatro minutos y medio de extraña, desconcertante alabanza.

Y, por lo visto, John Denver le afinaba las guitarras. Con estos antecedentes, Los! parecía destinado a alcanzar la grandeza. Estaba en su sangre.

Los! y su novia tuvieron durante 14 años un grupo llamado Mama Fights Back. Aunque él era el principal compositor y no descuidaba la cuestión del registro legal de sus canciones, algunas de ellas estaban coescritas con su novia. Con lógica no especialmente romántica, su novia creyó que deberían casarse para poder seguir tocando sus canciones en caso de que él muriera. El padre de ella no estuvo de acuerdo: quemado él mismo por un mal matrimonio, sintió que aquella era la forma más rápida de acabar con la relación. Dos meses más tarde el padre murió, dejándole a su hija propiedades por valor de varios millones de dólares. Y dos semanas después, ella pidió el divorcio. Se quedó con el dinero y con las canciones. Pero lo peor fue lo que le hizo al perro de Los! “Fue mi mejor amigo durante doce años y medio”, me explicó. Cuando se separaron la mujer se llevó al perro, sólo para informar a Los! al poco tiempo que había tenido que sacrificarlo. Cuando él preguntó por qué, ella dijo que los perros de su raza tenían una esperanza de vida de entre 12 y 15 años, y que por tanto ya le tocaba. Como una versión canina de

La fuga de Logan

.

Pero Los! aún tiene esperanzas. ¡Cristo, tiene una reserva de una tonelada de esperanza! Me dijo que su nuevo grupo, Vampire Toothfairies, pinta estar a punto de pegar fuerte. “Pero el éxito me está tardando mucho en llegar. Soy el único al que no le ha sonreído la fortuna. Esta vez es mi turno”. Esto hizo que me preguntara qué constituye éxito exactamente para un hard-rocker de 48 años de edad. En una época en la que éste no se mide por las chicas que te beneficias sino por el número de clics y descargas, ¿qué medida empleará Los! para calibrar su éxito? ¿Y en qué momento sabrá que, por fin, lo ha conseguido?

Suele decirse que uno no sabe que está atrapado en un agujero negro hasta que es demasiado tarde. Navegando por el espacio inexplorado, el horizonte eventual te pasaría desapercibido y no quedaría ya para ti otra cosa que dejarte arrastrar hacia el único destino posible: el olvido. Y ni siquiera serías más sabio en el momento en que la gravedad empezara a convertirte en spaghetti. También los sueños son así. No los sueños nocturnos en fase REM, sino los del tipo una-posibilidad-entre-un-millón. Sueños que tal vez nazcan viendo a Gene Simmons escupiendo jarabe de maíz con colorante rojo y después abrigue un carismático sin techo que te dice que eres alguien. Aunque racionalices la remota posibilidad de obtener una recompensa que además se hace más exigua día a día, nunca terminas de darte cuenta de que lo has apostado todo hasta que ese desmedido, insaciable ansia de grandeza se ha reducido finalmente a un deseo primario de que alguien, algún día, te diga que no fue una completa pérdida de tiempo.

Conocí a Marla y Los! justo a uno después del otro. Ambos eran cálidos y acogedores y estaban desesperados porque alguien les escuchara, y aunque probablemente no tenían otra cosa en común que sus circunstancias, en mi mente, de alguna manera, los tengo vinculados. Si el universo es infinito y hay un número infinito de planetas Tierra desperdigados por el cosmos, cada uno de ellos una expresión de alguna pequeña faceta de discreta posibilidad, entonces en uno de ellos Los! y Marla se han encontrado y pasan sus noches juntos en una habitación de 20 dólares creando hermosa música sin pensar en sueños locos. Y respiran nubes de caramelo, hablan en un lenguaje que suena como el crujido del gozne de una puerta y tienen largos y delgados brazos como los de los monos araña.