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El número del decreto real

Nadando entre caudillos

En carretera por Afganistán tras doce años de guerra.

El señor de la guerra Nabi Gechi lleva al autor y sus compañeros a nadar en el embarrado río Kunduz.

Amediados de octubre de 2001, bajo el manto de una noche sin luna, me encontré cargando centenares de kilos entre equipo de foto y vídeo y suministros en un gigantesco barco pontón en la rivera norte del río Amu Darya. Los pontones se utilizaban normalmente para llevar armas a las tropas de la Alianza del Norte que luchaban contra los talibán al otro lado del río. Con todos los pertrechos y colegas, parecía no quedar en la barcaza espacio libre para la alegoría, pero recuerdo haberme sentido como una de las almas condenadas de La divina comedia de Dante, a punto de cruzar el río Aquerón hacia el infierno. Los ataques aéreos norteamericanos habían dado comienzo y yo me dirigía a Afganistán.

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La cadena NBC News me había enviado sólo una semana después de que la red terrorista de la Al Qaeda de Osama Bin Laden atacara Estados Unidos, estrellando aviones contra el Pentágono y las torres gemelas del World Trade Center. Llegué a Afganistán en octubre para ser testigo de la justa rabia y las represalias de EE.UU. Iba a ser algo rápido e implacable.

Durante mi primer mes sobre el terreno, vi cómo los americanos reducían a la nada las bases de Al Qaeda y, con el apoyo de las fuerzas de la Alianza del Norte –una mezcla compuesta en su mayor parte de afganos de etnia tayika, uzbeka y hazara–, derribaban al gobierno talibán que las había acogido. Pero la guerra, como sabemos, no terminó ahí. Volví a Afganistán, mi quinta visita, en junio, antes de la planeada retirada estadounidense en 2014, para intentar comprender qué le había sucedido al país en los 12 años transcurridos desde que puse el pie por primera vez y qué podría suceder esta vez, después de mi marcha.

Volví a entrar exactamente por el mismo lugar por el que crucé en mi primera visita: el río Amu Darya, desde el sur de Tayikistán hacia el norte de Afganistán. Kokol-Ai Khanoum, el que una vez fuera el ajetreado cruce fronterizo por el que entraban armas, espías, fuerzas especiales estadounidenses y periodistas como yo, era ahora una polvorienta sombra de lo que fue: un remoto, ruinoso puesto de avanzada en desuso por culpa de la existencia de los puentes construidos o renovados por los americanos cerca de los centros habitados más grandes y bulliciosos pensados para ayudar a mejorar el tráfico de mercancías comerciales y materiales de guerra hacia dentro y fuera de Afganistán.

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En el cruce me encontré con los mismos pontones amarrados a las orillas, dejados sin uso dado que muy pocos cargamentos van de un lado al otro estos días. Subí a una vieja y oxidada lancha a motor a la que pocas soldaduras más le faltaban para hundirse e hice por segunda vez los tres minutos que se tardan en cruzar, inseguro, como lo había estado en 2001, de qué o quiénes me encontraría al otro lado.

El imposible de ver “bahmanimóvil”,el Toyota Corolla azul que empleó el autor para viajar por Afganistán.

En aquel primer viaje a Afganistán me sentí como la personificación del intrépido corresponsal en el extranjero: a caballo con mis colegas en dirección a unas trincheras del tipo de la 1ª Guerra Mundial para ver a los combatientes de la Alianza del Norte hablar con radios de mano con sus homólogos, los talibán, provocándose y gastándose bromas mutuamente entre una refriega y otra.

A finales de junio de 2013, una docena de años más tarde, mi pelo y barba estaban encaneciendo, algunos de esos colegas habían sido asesinados, ya no había caballos, las trincheras estaban vacías y yo montaba en un Toyota Corolla azul con la palabra bahmani –“avalancha” en persa– en rojo y blanco sobre el capó y los dos laterales. Le había pedido a mi colega e intérprete afgano, Matin Sarfraz, que nos encontrara un coche que pasara desapercibido, que no llamara la atención de los lugareños o de cualquiera que pudiera preguntarse qué hacíamos rodando a toda velocidad por Afganistán. El resultado fue el bahmani-móvil, cuyo propietario y conductor era Dost Mohammad, primo de Matin.

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Mis contactos me habían dicho qué señores de la guerra, independientes del gobierno, ejercían su influencia. Le pedí a Matin que me llevara a conocer a uno llamado Nabi Gechi, residente en un distrito a las afueras de la provincia de Kunduz, al norte de Afganistán.

Los hombres de Nabi Gechi me parecieron piratas. No piratas somalíes delgaduchos, sino de los que encontrarías en las ilustraciones
de un libro de Howard Pyle o en un barco a mitad del siglo XVII, con turbantes de colores oscuros y miradas duras.

Sus rostros eran un microcosmos de la sociedad afgana: turcomanos, hazaras, uzbekos, tayikos. Eran hombres que habían luchado años con Nabi, algunos incluso habían luchado antes contra él, en un momento u otro. Pero todos eran hombres que se ganaban la vida con sangre. Para liderar a asesinos como éstos tienes que ser el mejor asesino de todos, y ellos deben creer que eres difícil, o imposible, de matar. Si no lo hicieran, al menos uno de ellos intentaría ganar el precio por tu cabeza.

“Hay una recompensa de 500.000 dólares por matar a Nabi”, dijo Mullah Jilani, un ex soldado talibán reconvertido en teniente de milicia. “Los talibán le temen mucho”.

Hace dos años, cuando estaba con los talibán, también Jilani quiso asesinar a Nabi. De hecho, Jilani dice que, poco después de que los ancianos de la aldea contrataran a Nabi para que impusiese seguridad en su distrito natal de Qali Zal, en la provincia de Kunduz, él y más de 200 de sus camaradas talibán se pusieron de acuerdo para matarlo en su propia tierra.

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En vez de eso, lo que pasó fue que Nabi los rodeó. Según Jilani, Nabi ejecutó una maniobra de flanqueo sacada directamente de El arte de la guerra de Sun Tzu. Logró acorralar a la mayoría de sus perseguidores talibán en la zona del mercado local. Entonces, con su arma predilecta –un rifle de 40mm con lanzagranadas, de fabricación rusa– mató al comandante del pelotón.

“Tras eso”, dijo Jilani, “cancelamos el ataque y nos fuimos de la aldea”.

Un tiempo después, cuando Nabi burló un segundo intento de asesinato por parte de los talibán, Jilani concertó un encuentro con el temido señor de la guerra. “Le dije, ‘No quiero seguir luchando contra ti, no es beneficioso para ninguno de los dos’”. Poco después cambió de bando y empezó a luchar a las órdenes de Nabi contra los talibán.

Desde entonces, la reputación de Nabi como el más feroz asesino talibán en el norte ha crecido hasta proporciones casi legendarias. A comienzos de julio dirigió un ataque contra una casa llena de talibán. Una vez sus hombres la hubieron rodeado, Nabi, usando de nuevo su querido lanzagranadas, desató personalmente una tormenta de fuego que resultó extrema incluso para el Afganistán devastado por la guerra.

Los milicianos de Nabi esperando órdenes.

Nabi bombardeó la estructura con una docena, 50, o incluso 75 de sus potentes granadas explosivas, diseñadas para trazar un gran arco y alcanzar objetivos situados a cientos de metros. Haji Mohammed, el yerno y guardaespaldas de Nabi, dijo que vio cómo el comandante disparaba 123 granadas como si fueran balas de rifle, directas a su objetivo. Yo había ido al distrito de Qali Zal para conocer al más temido y reverenciado de los señores de la guerra, a sueldo hasta no hace mucho del ejército estadounidense. Nabi no se había hecho un nombre hablando, sino convirtiéndose en uno de los principales protagonistas de la gran materia prima en Afganistán: la guerra. Por eso resultó una sorpresa cuando, en 2009, Nabi abandonó la lucha para abrir un exitoso restaurante de pescado y kebab en Mazar-e-Sharif. Sin embargo, dos años más tarde, los ancianos del lugar le pidieron que regresara a Qali Zal, de nuevo en poder de los talibán, para brindar seguridad. La ciudad estaba asimismo aquejada de un enorme problema de drogas. La mitad de los 30.000 adictos de la provincia procedían de Qali Zal; un castigado grupo de consumidores de opio y hachís entre los que había muchos niños.

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Nabi reclutó a sus leales seguidores hasta constituir una milicia estable de 300 hombres, creó 18 puntos de control general y acabó con las operaciones de los talibán en el distrito.

Malika Gharebyr, jefa de asuntos relativos a la mujer en el distrito, me dijo que los talibán la acosaban cada vez que salía de su casa. “Nabi trajo seguridad”, me dijo cuando la visité en su casa, al día siguiente de dejar la base de Nabi. ”Ahora todo es mucho mejor”. Nabi, a quien también habían pedido que ayudara a atajar el problema con las drogas en Qali Zal, brindó la protección que permitió que el gobierno accediera a la zona y destruyera los campos de adormidera. “Sin Nabi no habríamos podido erradicar los campos”, dijo Abdul Bashir Morshid, jefe del Departamento Antinarcóticos en Kunduz. Según la Comandancia Regional Norte de la OTAN, los militares norteamericanos apoyaron tanto al principio los esfuerzos de Nabi que enviaron soldados de las Fuerzas Especiales para entrenar, armar y pagar a sus hombres como parte de un controvertido programa conocido como Critical Infrastructure Police (CIP). Sus hombres componían una de las varias docenas de unidades no regulares asentadas sobre todo en el norte de Afganistán. Era la perpetuación de una táctica contrainsurgente ya empleada por los americanos en Irak: encontrar un modo de dotar de un emblema de autoridad a un grupo de milicianos (a poder ser del tipo no ideológico), darles armas, dinero y entrenamiento y confiar en que la próxima vez dispararán en la dirección opuesta. Este plan pareció funcionar en casos como el del programa Hijos de Irak,en la provincia de Anbar, mientras el dinero siguió fluyendo. En Afganistán, a los CIP se les dieron brazaletes amarillos pero no uniformes, y se les instruyó para que, al menos a tiempo parcial, combatieran a los talibán. Sin embargo, muchas de estas unidades CIP, aprovechándose de las armas e insignias de su nueva posición, empezaron a actuar de forma clandestina de modos que socavaban su misión: agitando las comunidades locales, extorsionándolas para obtener comida, combustible y cualquier otra cosa que desearan. No pasó mucho tiempo antes de que se señalara a los milicianos de Nabi, a quienes se acusó de cobrar un “impuesto” a cambio de protección a la gente del lugar en forma de pollos y sacos de harina para comer o vender en el mercado, a pesar de que cada miembro de la milicia recibía unos 200 dólares al mes de un fondo discrecional de la OTAN. El programa CIP lo crearon los norteamericanos con ayuda de la OTAN, según se ha informado sin el conocimiento o consentimiento del presidente Hamid Karzai, quien hace un año dio la orden de desmantelarlo citando temores de que fuerzas no regulares, sin conexión oficial o económica con el gobierno nacional, pudieran suponer algún día una amenaza. El flujo económico americano finalmente se secó, junto con el programa CIP. Pero no la milicia de Nabi. Operando en buena medida gracias a un impuesto por seguridad consistente en fardos de comida entregados regularmente en su base y puntos de control del distrito, la milicia ha podido seguir en el negocio. Aunque ha demostrado ser un valioso activo en la lucha con los talibán, Nabi se ha convertido en lo que el presidente Karzai más temía: un señor de la guerra curtido en combate, sin reglas ni adhesión formal al gobierno afgano, un comodín que puede obrar de forma independiente y sin supervisión. En contra de los deseos del gobierno, los militares de EE.UU., en un intento de resolver de tapadillo un problema, ha reforzado sin darse cuenta la más popular de las franquicias afganas: el de los señores de la guerra, una causa perdida en la que gana el que más armas tiene. Los ancianos de Qali Zal, que a mi llegada a la base de Nabi aparecieron por docenas para conocerme, dijeron que necesitaban la protección de Nabi y sus hombres. Me dijeron que el presidente Karzai debería apoyar la milicia como una fuerza policial local a tiempo completo y con respaldo del gobierno, o enviar otra por su propia cuenta. Hasta entonces, dijeron, la comunidad no tenía más opción que aceptar la seguridad que brindaba la milicia de Nabi, aunque tuvieran que pagar por ella; admitieron, no obstante, que en la comunidad no todos estaban contentos con los tributos. “La gente me pidió que viniera y les diera seguridad”, me dijo Nabi. “Me siento feliz de ayudarlos, y si he hecho algo mal, debería estar en un juzgado y dejarlos hablar en mi contra por mis crímenes”. El autor en una peliaguda situación con Nabi, un caudillo del norte de Afganistán que le retó a un combate de lucha libre. Fotografía de Matin Sarfraz

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Después de mi encuentro con los ancianos, Nabi me llevó de visita por algunos de sus baluartes: recintos de altos muros con torres de vigilancia desde donde sus hombres oteaban constantemente posibles talibán aproximándose. Mientras estuvimos con los ancianos, Nabi se comportó como un servidor callado y humilde, dejando que otros hablaran por él. Cuando hablaba, lo hacía con voz tan baja que tenías que inclinarte para oírle. Y aunque su rostro no contradecía nada de todo esto, yo seguía notando -o puede que estuviera proyectando sobre él– una tranquila malevolencia soterrada que él podía dejar salir en cualquier momento. Esto se debía, en parte, a las muchas historias sobre su ferocidad en combate que había oído, pero más tarde volví a sentir esa tensión en el amplio, embarrado río Kunduz, donde nos llevó al atardecer para nadar un rato. Allí, como chavales en vacaciones de verano, Nabi y yo nos sumergimos en el agua de color marrón café. La corriente era tan fuerte que tuvimos que nadar con todas nuestras fuerzas para evitar que nos arrastrara kilómetros abajo.

En la ribera, cuando salimos del agua, Nabi me dio una fuerte palmada en un hombro y puso la pierna delante de la mía, como si fuera a hacerme caer al suelo. Me sorprendió su agresividad y me pregunté si había hecho algo que le cabreara o si sólo se estaba divirtiendo. Miré a los hombres de Nabi. Se estaban riendo a carcajadas. No soy mal luchador, pero no lograba ver cómo librarme de su presa. Si hacía algún intento real que, aunque fuese por casualidad, le hiciera perder crédito ante sus hombres, tendría problemas, sobre todo teniendo en cuenta que planeaba quedarme en la base de Nabi esa noche. Por otra parte, si él me derribaba de forma legítima, o yo le dejara, era probable que me perdiera algo de respeto, y todavía tenía muchas preguntas que le quería hacer y que quizá le costara más responder dependiendo del resultado de ese combate improvisado. Mi instinto me aconsejó adoptar un punto muerto típicamente afgano. Durante un rato le mantuve a raya, sonriendo e intentando conservar el equilibrio, haciendo lo posible por no provocarle más. Al cabo de unos minutos se aburrió de mí y aflojó su presa. Yo, aliviado, respiré profundamente. Esa noche, de vuelta en su base, Nabi se mostró como un amable anfitrión, sirviéndonos unos entrantes de sandía fresca, nueces, pasas y té para después obsequiarnos con una gran cena consistente en pilau (un plato afgano con carne y arroz), pan sin levadura, yogur y Mountain Dew. Matin, Dost y yo éramos los únicos invitados descartando a sus dos tenientes, y Chati charló con nosotros con candidez entre llamadas telefónicas, que no dejó de recibir una tras otra durante horas. Algo más tarde, el criado de Nabi conectó una cámara de vídeo a un televisor que había en la sala. Lo puso en marcha y vimos imágenes grabadas después de la más reciente victoria de los suyos sobre los talibán. Los cadáveres estaban ennegrecidos, cubiertos de metralla y rígidos por el rigor mortis. Había primeros planos de los puntos de entrada y salida de sus heridas y de distintas partes corporales arrancadas de sus antiguos cuerpos por las granadas de Nabi. Hacia el final del vídeo eran apilados en la parte trasera de una camioneta como si fueran troncos y entregados como regalo a la policía nacional afgana en su cuartel general en Kabul. Los hombres de Nabi también grabaron la posterior conferencia de prensa, en la que el jefe de policía declaró que Nabi era un héroe. Miré de reojo a Nabi para ver su reacción ante sus celebrados logros, pero se había quedado dormido y roncaba, estirado sobre el suelo como una alfombra de piel de oso. Al día siguiente nos despertamos al amanecer, pero Nabi dijo que quería enseñarnos algo antes de nuestra partida. Nos condujo escaleras abajo hasta un oscuro recinto debajo de su casa.

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El reducido espacio lo llenaba un sonido de aguas en movimiento, de ronroneo de motores y rumor de engranajes. Adosado a un muro en el exterior de la base, dando vueltas en la corriente de una vía fluvial artificial que se desviaba del río Kunduz, había una gran rueda hidráulica de paletas. Nabi dijo que había construido esta pequeña planta hidroeléctrica con objeto de generar un suministro eléctrico constante para él y para muchas de las casas vecinas y locales. Este imperturbable y notorio asesino con un lanzagranadas había creado algo utilizando bellos conocimientos de mecánica, increíblemente práctico y, potencialmente, muy provechoso. Dijo que si pudiera hacer esto a mayor escala y tuviera permiso del gobierno para redirigir un mayor caudal de agua desde el río, podría en teoría generar electricidad suficiente para todo el distrito.

Nabi era una espectacular herramienta de guerra, sin duda, pero me di cuenta de que también era efectivo creando herramientas de paz en caso de surgirle la oportunidad. Hizo que me preguntara qué sería capaz de crear si pudiera abandonar su lanzagranadas y dedicar todas sus energías a proyectos como el que tenía en el sótano. Pero lo cierto es que, en mi opinión, Nabi estará muerto en el plazo aproximado de un año. Aunque difícil de matar, sigue siendo un objetivo muy tentador. Los señores de la guerra tienen una esperanza de vida muy corta en Afganistán. Antaño aliadas contra los talibán, las etnias tayika y uzbeka luchaban una contra otra en las calles de Taloqan el pasado junio.

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Matin me dijo que sabía por unos amigos que los problemas estaban creciendo en Taloqan, una región no muy lejos de la base de Nabi, así que nos apiñamos en el bahmanimóvil y nos dirigimos al oeste, conduciendo en paralelo al río Amu Darya hasta llegar a la entrada a la ciudad. Pronto estuvimos en el centro de Taloqan, que en esos momentos parecía una versión afgana de Occupy Wall Street. Policías por todas partes. Al menos 400 de ellos. Algunos iban equipados con material antidisturbios, e incluso había un camión de bomberos rojo cereza con un cañón de agua para el control de multitudes. El camión era un regalo del contingente alemán de la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (FIAS), que había ayudado a entrenar a las fuerzas de policía locales. Las calles estaban bloqueadas con Humvees, aparcados en esquinas estratégicas y con torretas de ametralladora. Había aún más policías protegiendo el perímetro de la ciudad en los coches oficiales de la policía afgana: unas camionetas Ford verdes que también habían sido “obsequio” de la FIAS. El motivo de la situación era una protesta pacífica que varias personas de etnia uzbeka llevaban una semana realizando en respuesta a lo que consideraban una falta de uzbekos en los gobiernos tanto provincial como nacional. Las cosas subieron de tono cuando el jefe de policía de la provincia de Takhar, un uzbeko, fue despedido por el ministro del interior afgano y reemplazado por uno de sus compinches, el coronel Abdul Hanan Qataghani, un tayiko de la provincia de Logar. Estábamos sentados en el despacho del coronel Qataghani cuando uno de sus subalternos trajo a cuatro hombres esposados unos con otros. El agente dijo que los uzbekos estaban intentando entrar rifles AK-47 a escondidas en el lugar de la protesta. El coronel asintió y se llevaron a los hombres. Le pregunté cómo habían descubierto las armas sus agentes. “Tenemos espías en las manifestaciones que nos alertan de lo que está sucediendo”, me dijo. “Protestar es su derecho, pero hemos movilizado a nuestras fuerzas y esperaremos órdenes del ministerio del interior para emprender nuevas acciones”. Una buena señal, pensé, que el gobierno tolerara el concepto de manifestación pacífica mientras al mismo tiempo controlaba en sus extremos posibles chispas de violencia. Era una táctica descaradamente occidental que me hizo pensar que los siete mil millones de dólares que los EE.UU. habían dedicado a adiestrar a la policía afgana estaban empezando a dar resultados. Estaba claro que la policía afgana del norte estaba a punto de afrontar su primera prueba real a su entrenamiento con un reto mucho más mundano que un tiroteo con los talibán. El riesgo, sin embargo, era también alto: si eran incapaces de asegurar un área acordonada llena de manifestantes pacíficos, la población seguiría perdiendo confianza en ellos, algo que los talibán aprovecharían aún más tras la retirada de las fuerzas internacionales. Considerando su historia y reputación, el éxito de la policía distaba de ser seguro. Muchos expertos la ven como una de las instituciones más corruptas del país. Y dado que para muchos afganos es el rostro “de facto” del gobierno nacional, es un hecho desafortunado que un 53 por ciento la considere corrupta, según un sondeo realizado en 2011. La mayoría de los aproximadamente 157.000 efectivos con los que cuenta la policía afgana son analfabetos –menos de un 10 por ciento sabe leer o escribir– y se calcula que cuatro de cada diez darían positivo en un control de drogas. Con sólo seis semanas asignadas para entrenar a nuevos reclutas, algunos críticos afirman que su posición de autoridad simplemente los hace más eficientes extorsionando a aquellos que se supone que tienen que proteger. Pero es más fácil entender su participación en esta clase de actividades extracurriculares si se tiene en cuenta que su trabajo es de los más peligrosos del país. A finales de julio, el ministro del interior anunció que en los cuatro meses anteriores habían sido asesinados nada menos que 2.700 policías. Según un informe del Instituto por la Paz de EE.UU., se matan tres veces más agentes de policía que soldados del ejército. Pese a todo, el coronel Qataghani afirmaba categórico que las cosas estaban bajo control. “Esta es una operación totalmente afgana”, me dijo. “Podemos ocuparnos de la seguridad nosotros mismos”. Dejamos el despacho del coronel y caminamos calle abajo para encontrarnos con Haji Jamshed, uno de los líderes de la protesta uzbeka y miembro del consejo provincial de Takhar. “Haremos todo lo posible por no ser violentos”, dijo. “Pero si el gobierno emplea la violencia, responderemos… Con palos y piedras, no con balas”. Uzbekos reclamando en Taloqan una mayor representación en los gobiernos provincial y nacional.

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Hablé con él en el interior de un pequeño edificio de cristal en una rotonda en el centro de la ciudad que la policía utiliza para monitorizar a los motoristas. Los uzbekos habían ocupado el edificio hacía una semana y lo estaban usando como sede donde organizar las protestas.

Le pregunté a Haji si, como miembro del consejo provincial, le preocupaba la capacidad de la policía para mantener el orden. Si fallaban, ¿se confirmarían las dudas de la comunidad internacional sobre la capacidad de Afganistán para encargarse de su propia seguridad o, aún peor, envalentonaría a los talibán para sacar provecho de la situación? “No depende de nosotros decidir eso”, dijo. “Lo único que queremos son nuestros derechos”. Sonó su teléfono móvil. Respondió, escuchando atentamente antes de colgar y compartir conmigo la información. “Parece que el gobierno está organizando una contraprotesta”. “¿Cómo sabe eso?”, pregunté. “Tenemos informadores dentro”, dijo con una sonrisa. Aunque uzbekos y tayikos tradicionalmente han desconfiado entre sí, en ocasiones han tenido que dejar sus diferencias al margen y unirse para luchar contra enemigos mayores. La primera vez fue durante la invasión soviética en los años 80, y más recientemente contra los talibán. Pero aunque tienen el objetivo común de expulsar a los extremistas de su país, más de 12 años de constante batalla han profundizado las antiguas brechas entre las dos facciones. Para que en el gobierno haya una representación étnica equilibrada, el país cuenta con dos viceministros, uno de cada etnia. Horas más tarde vi como sus desavenencias derivaban en violencia en el centro de Taloqan. 500 hombres se alineaban en la calle profiriendo burlas. Los tayikos permanecían a un lado, con la mayor parte de las fuerzas policiales detrás de ellos en lo que parecía una muestra de apoyo. Parados en el otro lado de la calle, a unos 30 metros, estaban los uzbekos. Un miembro de cada grupo portaba una gran bandera afgana, pero los tayikos también cargaban con una fotografía de Marshal Fahim, el más destacado tayiko en el gobierno nacional y más poderoso “primer” vicepresidente. Al principio sólo se dedicaron insultos, pero la atmósfera no tardó en preñarse de amenaza cuando hombres jóvenes se pusieron a reunir piedras. Un bando gritaba cosas como “matar a todos los uzbekos”, y el otro respondía con declaraciones del tipo, “Esta zona es para uzbekos, no para tayikos”. Pronto voló la primera piedra –no vi desde qué lado– y ambos bandos se lanzaron a un intercambio de pedruscos y cascotes. Mientras yo, con la cabeza gacha, trataba de registrarlo todo en fotografía y vídeo, Matin me dijo que tuviera cuidado. Había oído a unos hombres detrás de él diciendo, “Mira, un extranjero, alcánzale con unas piedras y pensarán que vinieron del otro lado”. Por suerte, nadie siguió la sugerencia. No pasó mucho hasta que algunos de entre la multitud se sacaran las bandas de la cabeza y las usaran como improvisadas hondas. Se creó un ritmo violento, con los tayikos avanzando con su bandera como si fueran a tomar la Bastilla. Fueron momentáneamente repelidos cuando los uzbekos cargaron del mismo modo, deteniéndose justo antes de traspasar una línea divisoria invisible pero comprendida de forma innata. La batalla se desencadenó finalmente cuando los uzbekos agarraron a un tayiko y le propinaron golpes. Los tayikos respondieron precipitándose hacia el segundo piso de un edificio cercano, donde un pequeño grupo de uzbekos observaba la pelea. En lugar de emplear el cañón de agua del nuevo camión de bomberos u otros métodos tácticos para dispersar a la cada vez más agitada multitud, la mayoría de los policías se quedó mirando la trifulca desde detrás de la línea de los tayikos sin hacer nada para evitar su escalada. En los momentos muertos de la pelea, una docena de agentes se acercaba a la turba e intentaba sin resultado separar a los grupos con una regañina, como si estuvieran tratando con un par de escolares peleándose en el patio de recreo. Vi cómo la debacle se desarrollaba durante varias horas hasta que el sol se empezó a poner. Parecía que las cosas se estaban apaciguando, así que me marché. Sin embargo, unas horas más tarde supe que no había sido así: poco después de mi marcha, los manifestantes habían sacado las pistolas y habían empezado a dispararse unos a otros. Para cuando se logró dispersar a la multitud, tres personas habían muerto y 52 resultado heridas. Lo que empezó como una protesta pacífica había degenerado en una batalla a tiros que la policía había fracasado en abortar. Aún más deprimente, el incidente era una prueba más de que los miles de millones invertidos en reclutamiento, entrenamiento táctico y uso de armas no letales parecían, a la vista de los hechos, un desperdicio. Contemplando el fracaso, me pregunté si la situación no sería más enrevesada de lo que aparentaba: ¿apuntaba a algo siniestro la llamada que recibió el líder uzbeko Haji Jamshed? Había mencionado que el gobierno organizaba una contraprotesta. Hizo que me preguntara si la policía afgana se había olvidado de su entrenamiento a propósito, e incluso si no serían responsables de instigar la violencia. La policía negó las acusaciones de complicidad, pero su inacción, en especial cuando las cosas se pusieron violentas, podría considerarse en sí misma criminal. Sugirió una pregunta clave a la que la comunidad internacional lleva años tratando de hallar respuesta: ¿serían las fuerzas de seguridad afganas capaces de hacer el trabajo por sí solas cuando ya no hubieran tropas norteamericanas o de la OTAN para darles apoyo? Si los resultados de la confrontación entre uzbekos y tayikos sirven de indicativo, la respuesta, al menos en la provincia de Takhar, es claramente no. Cientos de drogadictos se apiñan bajo el puente de Puli-sokhta, al oeste de Kabul, para inyectarse, fumar, comprar y vender.

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Una semana después de cruzar la frontera al norte de Afganistán nos dirigimos hacia la capital del país, Kabul. Aunque es un viaje de unos 320 kilómetros, en 2001 me ocupó cinco días, incluyendo el tiempo que pasé perdido en un campo minado y el que me hizo perder un camión volcado en la helada pendiente al otro extremo del túnel de Salang.

Hoy en día, la mejora de las carreteras y la seguridad han acortado el trayecto hasta las 5 ó 6 horas, pero problemas con el bahmani-móvil duplicaron ese tiempo. No llegamos hasta después de la medianoche.

En Kabul, Matin y Dost me dejaron con uno de mis mejores y más antiguos amigos afganos, un hombre de gran inteligencia llamado Haroon Khadim, que trabajó como mi intérprete en 2001 y en casi todos mis viajes a la región desde entonces. Una vez nos pusimos al día, le dije que quería ver el antro de drogas más famoso de Kabul, el área que se encuentra por debajo del puente Puli-Sokhta. La mañana de nuestra visita, centenares de adictos se habían reunido en la perpetua oscuridad y suciedad para inyectarse, fumar, comprar, vender o dormirse tras usar heroína. En un vistazo vimos a un grupo de hombres, jeringuillas en mano, inyectarse unos a otros; la versión yonqui de un círculo de masturbación. No muy lejos había un chico joven envuelto en una banda de tela tirado en el suelo al lado de la orilla, con las piernas cruzadas y las manos en los bolsillos, inmerso en un estupor narcótico que parecería casi pacífico si no fuera por el río de mierda, meados y lodos tóxicos que fluía junto a él. Afganistán es el mayor productor mundial de opio, el material del que se produce la heroína. Un hecho menos conocido, sin embargo, es que los afganos se han convertido en los principales consumidores de su propio producto, con un número estimado de un millón de adictos. Según un estudio de las Naciones Unidas, un 8 por ciento de la población total. Bajé por un escarpado camino de tierra cercano al puente y, con precaución, caminé alrededor de su infernal perímetro, preocupado por pisar alguna jeringa cuya aguja atravesara la suela de mi bota. Me detuve cuando encontré un buen sitio donde hacer unas fotografías. En eso estaba cuando uno de los adictos se puso a correr hacia mí, gritando, “¿Qué está haciendo aquí? ¿Por qué está sacando fotos?” Haroon trató de interceptarle, pero el hombre siguió avanzando hacia mí mientras yo trepaba camino arriba. Cuando llegué a la cima logró agarrarme del brazo, tratando de arrebatarme la cámara. La atraje hacia mí, le rechacé de un empujón y levanté el puño, amenazando con sacudirle si persistía. Justo entonces otro hombre, Hasibullah, de 23 años, le dio al tipo unas palmadas en el hombro, diciéndole que se calmara y que estábamos allí como “invitados”. “Si son invitados, ¿por qué levanta las manos de esa manera?”, preguntó el hombre, confuso. Hasibullah respondió enviándole de nuevo camino abajo, hacia el puente, y después nos acompañó hasta la calle. Yo seguía queriendo hablar con algunos de los adictos, de modo que Haroon invitó a Hasibullah a sentarse con nosotros en el coche para charlar. Nos explicó las realidades de la vida debajo del puente, negando con tozudez que él mismo fuera un adicto. “Ahí abajo es el infierno. Dormimos sobre suciedad y mierda”, dijo. “Todo el mundo está siempre peleándose, pero en cuanto se inyectan se quedan dormidos, caen al suelo y se olvidan de dónde están. Cuando alguien muere, el gobierno viene y se lleva el cuerpo hasta que la familia lo reclama. Hay médicos auxiliares ahí abajo, graduados universitarios, soldados. Tienen problemas familiares, económicos, perdieron gente en la guerra o [tenían] mucho dinero, empezaron a divertirse y ahora no pueden parar”. Mientras hablaba con Hasibullah, un hombre con una sucia chaqueta roja de motorista por encima de su manchado shalwar kameez tradicional se asomó por la ventanilla del conductor. Se presentó como Shir Shaw y dijo que quería hablar de la vida bajo el puente, pero despedía un hedor tan espantoso que decidimos no dejarle entrar y hablar con él por la ventanilla abierta. Aunque estaba en sus veintitantos años, su rostro ya mostraba las permanentes señales de un interminable problema con las drogas, sus ojos inyectados en sangre y las pupilas del tamaño de un alfiler. Dijo que había empezado a consumir heroína, al principio mezclándola con hachís, durante el tiempo que pasó en el ejército afgano. Robó, mendigó y ganó algo de dinero ocupando asientos vacíos en taxis, comprando con lo obtenido unas pocas ampollas de heroína. Pasaba sus días inyectándose y las noches buscando dinero. El producto que ansían usuarios como Shir Shaw ha asegurado que la gente que lo cultiva y vende no va a desaparecer en breve. La adormidera puede crecer hasta en el más pobre de los suelos, y los cultivadores afganos pueden ganar hasta diez mil dólares al año por hectárea de opio en bruto, un agudo contraste con los 120 dólares por hectárea de trigo. Afganistán exporta anualmente casi 900 toneladas de opio y 375 toneladas de heroína, según la Organización de las Naciones Unidas para la Droga y el Delito (ONUDD). A pesar de los 541 millones de dólares que la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) destinó entre 2009 y 2012 a ayudar a los cultivadores afganos a encontrar alternativas económicamente viables al cultivo de adormidera, los beneficios que produce este tipo de cultivo deben enganchar más que la misma droga. Y los miles de millones dedicados a erradicarla e interceptarla (EE.UU. gastó en esto 782 millones sólo en 2005) apenas han tenido impacto. El cultivo de opio también contribuye a que la guerra en Afganistán jamás parezca llegar a su fin. La ONUDD calcula que el cultivo de adormidera podría haber generado sólo en 2011 hasta 700 millones de dólares para los talibán, y a pesar de los miles de millones invertidos por la comunidad internacional en programas antidrogas, la corrupción generalizada en el seno del gobierno afgano ha perjudicado gravemente los esfuerzos para reducir su cultivo y tráfico. Esto no pudo resultarme más evidente durante mis conversaciones con Shir Shaw y Hasibullah. Cuando acabamos de hablar, nos
pidieron dinero. En vez de eso les dimos unas bolsas de ciruelas rojas. Nada que ver con lo que ellos querían, eso seguro, pero
mucho más tranquilizador para mi conciencia. Les observé mientras se alejaban, decepcionados, camino abajo hacia el puente. Este ex soldado afgano, que dijo llamarse Shir Shaw, vive bajo el puente de Puli-sokhta en Kabul, inyectándose de día y buscando dinero por las noches.

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Pese a que mi nueva visita a Afganistán coincidía con el mes sagrado musulmán, Ramadán, cuando el Qu’ran requiere que Haroon, como todos los musulmanes adultos, ayune desde el atardecer hasta que amanece, tuvo la amabilidad de acceder a llevarme a Jalalabad, a 160 kilómetros al este de Kabul. Hicimos las dos horas de viaje en una camioneta azul, propiedad del hermano Haroon y aún más decorada que el bahamani-móvil de Dost. El seco calor del mediodía había alcanzado casi 40ºC para cuando llegamos, empapados en sudor y deshidratados. Jalalabad era otro lugar en el que pasé bastante tiempo durante mi primera visita al país. Volví porque quería ver si la seguridad
había mejorado en esta volátil región en los años transcurridos desde la caída de los talibán. En 2001, Tora Bora, justo al sur de Jalalabad, era el último bastión de Al Qaeda y los talibán durante su tortuosa retirada hacia la relativa seguridad de Pakistán. Fue allí, en el interior de las Montañas Blancas, donde los medios de comunicación occidentales informaron de que Osama Bin Laden había construido una fortaleza subterránea de varias capas lo bastante grande como para dar cobijo a miles de combatientes, con un elaborado sistema de ventilación, depósito de municiones, un hospital, caminos e incluso una planta hidroeléctrica para suministrar electricidad a todo el complejo. Hacia diciembre de ese año, tres meses después del 11-M, EE.UU. había bombardeado Tora Bora de forma tan implacable que las fuerzas afganas y norteamericanas pudieron infiltrarse y hacerse con el control del área. Una búsqueda exhaustiva demostró que el complejo escondite de Bin Laden del que se había hablado nunca existió. Tan sólo había grupos de pequeñas cuevas de formación natural donde no podrían haberse escondido más de unos pocos centenares de hombres. En esa época viajé de Kabul a Jalalabad, y después a Tora Bora. Allí vi bombarderos B-52 y B-1B americanos descargar casi siete toneladas de explosivos sobre los combatientes de Al Qaeda y talibán, que se aferraban a la vida escondidos en las grietas de las montañas. En este viaje, yo quería volver a Tora Bora para determinar si la que una vez fuera inicua puerta de Pakistán a Afganistán para los combatientes talibán había sido, o no, reabierta y puesta de nuevo en servicio en algún momento de los últimos doce años. Corrían rumores de que en la carretera a Tora Bora abundaban ahora los bandidos, los talibán y las bombas ocultas. A nuestra llegada al cuartel de la policía afgana en la provincia de Nangarhar descubrimos que esta creencia no distaba mucho de la realidad cuando el jefe adjunto de la policía provincial, Mohammad Masum Khan Hashimi, nos dijo que la semana anterior había estallado una bomba colocada al lado de la carretera. Mohammad nos preguntó hasta qué punto era importante nuestro reportaje, y si he de ser sincero, debo admitir que exageré: dejé entrever que aquello de lo que quería informar desde Tora Bora podría, potencialmente, comprometer el Tratado de Seguridad Bilateral entre EE.UU. y Afganistán, el plan que detalla el alcance y extensión del apoyo estadounidense tras la planeada retirada de las fuerzas americanas en 2014. El plan aún no ha terminado de trazarse, pero una mayoría abrumadora dentro de las Fuerzas de Seguridad Nacional afganas se muestra de acuerdo en que será necesario algún tipo de apoyo por parte de EE.UU. y sus aliados para mantener la estabilidad de la región tras su retirada. Lo que aún no se ha acordado es qué clase de apoyo exactamente implicará ese tratado: fuerza aérea, combustible, más armas, suministros, piezas de recambio, e incluso una presencia estable de unos cuantos miles de soldados en el país, siguen estando en pleno debate. Resignado, Hashimi nos dijo que haría lo que pudiera, pero nos pidió que volviéramos al día siguiente para darnos más información. Al día siguiente volvimos al cuartel y Hashimi nos dijo que la forma más segura de llegar a Tora Bora era con un helicóptero. La mala noticia es que la policía provincial carecía de uno. Le pregunté si conducir nosotros mismos hacia las montañas era algo razonable. “Podríais llegar allí”, dijo Hashimi, “pero lo que podría suceder después, no lo sé”. “¿Por qué?”, pregunté. “Porque los talibán controlan Tora Bora”. Y ahí estaba mi respuesta. La puerta giratoria de entrada a Afganistán de los talibán volvía definitivamente a estar en servicio, y es probable que lo estuviera desde hacía tiempo. Con o sin la mítica fortaleza de Bin Laden, Tora Bora, un agujero en la seguridad que se resiste a dejarse tapar, era todavía un importante dolor de cabeza para el gobierno afgano. Decidimos desistir. Resultó que fue probablemente una sabia decisión. Unas semanas más tarde, supe por mis contactos en la zona que la policía local había entablado una batalla de dos días con los talibán cerca de Jalalabad. En los tiroteos murieron veintidós agentes y setenta y seis talibán. Al contrario de lo que yo había visto en la protesta en Taloqan, había elementos en las fuerzas afganas que seguían deseosos de luchar. Soldados estadounidenses del 6º Escuadrón del 8º Regimiento de Caballería usan una fila de árboles para cubrirse durante una patrulla cerca de la aldea de Baraki Barak, en la provincia de Logar, al este de Afganistán.

Soldados del ejército nacional afgano en un campo de tréboles durante una patrulla conjunta con tropas americanas en la provincia de Wardak.

Con tanto tiempo y dinero invertido en equipar y entrenar a los militares afganos, yo quería asegurarme de verlos en acción antes de que acabara mi viaje, considerando especialmente lo mucho que dependía todo de su capacidad para brindar seguridad a su propia nación una vez se marcharan las fuerzas internacionales. Los afganos saben luchar, la historia lo demuestra, pero, ¿podrían luchar como un ejército nacional antes que como un montón de milicias a las órdenes de caudillos regionales? Para averiguarlo, dejé Kabul y me desplacé hasta la provincia de Logar, donde me incrusté en una operación conjunta entre tropas americanas del Sexto Escuadrón del Regimiento Octavo de Caballería y soldados del ejército nacional afgano. El viaje en helicóptero hasta el puesto de combate de Baraki Barat es de menos de 50 kilómetros, pero está a un mundo de distancia en lo que se refiere a los corazones y almas de sus respectivas poblaciones, y el terreno circundante. Logar es una región conservadora llena de simpatizantes de los talibán, recelosos por naturaleza de las intenciones de los foráneos, y su geografía es igual de complicada y poco hospitalaria. Desde el helicóptero eché un vistazo a los cientos de canales de irrigación que dividen las ricas parcelas de tierra, rebosantes de tréboles, trigo candeal y sandía. Aunque hermosas desde el aire, para los soldados que tenían que patrullar a ras de tierra eran con casi total seguridad un infierno, ya que podían ocultar al enemigo en cualquier dirección. Ya en terrenos del puesto de combate conocí a un intérprete afgano al que los soldados americanos llamaban 007. No sabían su verdadero nombre, ni el de ninguno de los otros intérpretes. Todos habían recibido apodos como Dragón o Jefe. Era más seguro para ellos. Aun así, resultaba extraño oír gritar a los soldados, “¿Dónde está 007? Trae a 007”. 007 llevaba cinco años trabajando como intérprete para los militares americanos. En ese tiempo había perdido a un buen número de amigos, y el hecho de que siguiera vivo atestiguaba su suerte y su cautela. Algunos americanos hacían bromas acerca de lo rápido que se ponía a cubierto cuando recibían disparos del enemigo. Él se encogía de hombros. Ellos iban a estar en Afganistán nueve meses más, pero él no se iba a poder mover de allí. Más tarde, yendo de patrulla, 007 y yo caminamos junto al río que irrigaba los campos de tréboles y trigo candeal al lado de Baraki Barak, en la provincia de Logar. Me dijo que quería conseguir un visado y marcharse a Estados Unidos. Un visado especial que se expide a los intérpretes militares y gubernamentales en Afganistán es la razón de que muchos elijan este peligroso trabajo. “Si todos los afganos con formación se marchan a América, ¿quién se quedará para dirigir el país?”, le pregunté. “¿Sólo los caudillos?” Él no tenía una respuesta. Mientras hablábamos, 007 se mantenía atento a las comunicaciones por radio entre efectivos del ejército afgano y la policía local que seguían a este desgastado, cansado pelotón del 68 de Caballería. El “paso atrás”, la retirada de las fuerzas norteamericanas de Afganistán, implica que los soldados que mueren, resultan heridos o terminan su período de despliegue, no son reemplazados. Esta unidad, como la mayoría de las que quedan en el país, esta sintiendo los efectos de esta medida. Pelotones, escuadras y equipos de ataque funcionan actualmente a la mitad de su capacidad inicial. Había una frase grabada en el techo de contrachapado de uno de los edificios del puesto de combate: NO HAY RAZÓN PARA ESCONDER CÓMO NOS SENTIMOS. Cuando la leí, no pude evitar pensar en los recursos humanos perdidos a causa del “paso atrás” y en cómo éste iba a hacer aún más peligrosos los repliegues de las últimas tropas que quedarán en el país. Pero si la desilusión era generalizada, la única prueba que vi fue esa frase grabada en el techo; todo el mundo mantenía la boca cerrada acerca de su situación actual. Las tropas de EE.UU. realizaban cada día sus patrullas a pie con diligencia –los vehículos son inútiles en un terreno atravesado con canales de irrigación– y reforzaban la moral a base de refrescos energéticos, chapuzones y el conocimiento de que, en poco más de cuatro meses, su rotación estaría aquí casi a mitad de trayecto. Pero su misión –entrenar y auxiliar a las fuerzas locales de seguridad afganas– parecía lejos de estar completa. Aunque durante mis reportajes en Afganistán yo había estado muchas veces empotrado en las fuerzas americanas, esta última fue probablemente la más reveladora. Necesitaba ver qué clase de legado iba EE.UU. a dejar atrás. No cabía duda de que había sangre: más de 2.100 efectivos del ejército americano han muerto en combate en Afganistán y miles han sufrido heridas. ¿Han ayudado a crear un ejército nacional sostenible y capaz de repeler a los talibán? Y más importante, ¿están convencidos de haber ganado en los últimos doce años algo por lo que haya merecido la pena luchar? En ese momento no daba esa impresión. 007 me habló de las comunicaciones por radio del ejército. Soldados y policías afganos apresan a un hombre sospechoso, según dijeron, de ayudar a un posible terrorista suicida en la provincia de Logar. “Están diciendo que están cansados y que tienen hambre”, dijo, riéndose. Era un diálogo nada profesional para tener por radio, pero, ¿quién podía culparles? Por supuesto que estaban cansados y hambrientos. Era Ramadán y la mayoría de musulmanes ayunaba. Y estábamos en pleno verano, a mediodía, con un calor de casi 35ºC. A mí me resultaba difícil no vaciar mi cantimplora de un trago delante de ellos. Más tarde, 007 y yo caminamos junto a unos pequeños ríos sin nombre que rodeaban la base, vadeándolo en ocasiones, lo que hacía el terreno parecer casi tropical y me traía a la cabeza antiguas imágenes de las tropas americanas en las junglas de Vietnam. Las tropas afganas, por su parte, circunvalaban las aguas tomando atajos o atravesando los campos, haciendo casi todo lo posible para evitar que se les mojaran las botas. No acerté a decidir si estaban siendo haraganes o listos. Una hora después dejamos atrás el río y nos dirigimos al norte, cubiertos por una estrecha línea de árboles que transcurría en paralelo a la carretera. Oímos un disparo detrás de nosotros al que siguieron tres ráfagas. Todos nos lanzamos al suelo. Los afganos gritaban a diestro y siniestro, creando más confusión. El teniente Michael Hourihan, líder del pelotón americano, llamó a Dragón y 007 para que tradujeran mientras hablaba a gritos con el ejército afgano por radio. En apenas unos minutos, un grupo de tropas y policías afganos condujeron a un hombre afgano de algo menos de 30 años, barba
y corta estatura, camino arriba, acercandole hacia donde estaban los americanos. Llevaba las manos atadas a la espalda con una
banda de tela, que probablemente empezó siendo suya. Ejército y policía dijeron que el hombre era el conductor de una motocicleta
cuyo pasajero huyó al empezar a recibir disparos. El operador de radio dijo que habían empezado a disparar porque habían creído oír, a través del aparato, conversaciones entre los talibán, en las que decían que el conductor llevaba un chaleco explosivo. “Disparé en su dirección para poder capturarlos”, dijo un líder de escuadra llamado Zabiaullah, “pero había cerca una mujer y no quería acertarla”. Los hombres de la moto no habían disparado primero ni parecían llevar arma alguna, pero Zabiaullah no se los creyó. Sugirió que el que había logrado escapar podría haber llevado algo escondido debajo de sus ropas. El operador de radio dijo que una vez hubieron capturado al conductor, oyeron a los talibán decir que la operación había sido anulada. El prisionero negó estas acusaciones y dijo a los soldados afganos que, al contrario, él simplemente se había ofrecido a llevar al otro hombre en el moto. Ni siquiera sabía quién era, dijo. Esto casi parecía un episodio de ‘COPS’; obviamente, las tropas afganas no se lo creyeron y escoltaron al conductor de regreso a su base. De repente, al teniente Hourihan se le ocurrió que la motocicleta podría estar cargada de explosivos. Y que los afganos querian hacerla estallar en el lugar donde estaba aparcada. “No, no”, dijo uno de los afganos. Hizo señas al teniente con la mano para que se alejara mientras otro soldado se montaba en la moto y se preparaba para ponerla en marcha. “No piensas en arrancar esa moto”, ordenó el teniente con firmeza. Ellos le miraron de forma desafiante, hicieron retroceder la moto manualmente unos cuantos metros, pusieron en marcha el motor y se alejaron montados en ella. El teniente Hourihan meneó la cabeza. Cuando una hora más tarde volvimos a la base vimos a los dos afganos, aseados y sin uniforme, alejándose de la base
montados en la moto requisada. 007 me miró e hizo rodar los ojos. “Vaya tipos”, dijo. Los americanos y los afganos de patrulla no parecían trabajar bien juntos, con bastantes sospechas y puede que algo de desprecio por ambas partes. Pero tal vez, pensé, esto era algo que ya ni siquiera importaba. Su sociedad sobre el terreno estaba en proceso de disolución, y la mayoría de expertos militares están de acuerdo en que los afganos no tienen necesariamente que combatir al nivel o con las tácticas de los ejércitos occidentales para ganar esta guerra: sólo han de luchar mejor que los talibán. Aunque activos estadounidenses como fuerza aérea, armas de alta tecnología y apoyo logístico concedían sin duda una ventaja, esa ventaja tenía el tiempo contado. Shadows of soldiers from US Third Battalion, bbbbSeventh Infantry Regiment on an early-morning patrol in eastern Afghanistan.

Volví a mi casa una semana después de mi visita al puesto de combate en Baraki Narak sin poder quitarme de la cabeza esta pregunta: ¿habían las fuerzas afganas evitado de verdad un ataque a las tropas americanas deteniendo a un supuesto terrorista suicida que iba de pasajero en una moto, o había sido simplemente una forma de robar una moto para que unos pocos no tuvieran que volver a su base andando? No tenía manera de saberlo, y esa respuesta desconocida hablaba a las claras de los efectos que la década larga de presencia estadounidense en Afganistán había tenido en aquellos que ahora eran responsables de la seguridad en el país. Sentir incertidumbre es extraño después de doce años de guerra, seiscientos mil millones de dólares gastados e incontables vidas perdidas, entre ellas las de 2.100 norteamericanos. Cualquier empresa capitalista esperaría algo mejor de semejante inversión. Pero, ¿a quién culpar? ¿Al gobierno afgano? La corrupción es tan aguda que incluso se ha impuesto una tasa a los vehículos militares americanos que se retiran del país. ¿O es culpa del gobierno de EE.UU. por dispersar la ayuda militar y humanitaria como si estuviera apagando un fuego con una manguera, sin investigar de forma responsable a quién se la daban o llevando un recuento una vez entregada? Otra pregunta cuya respuesta quizá nunca sepamos. Los americanos no vinieron aquí en 2001 para salvar a los afganos, por supuesto. Entraron como un elefante en una cacharrería con una misión de venganza y seguridad nacional para aplastar a Al Qaeda y derribar a los talibán. Bajo las estrechas miras de aquellos tempranos objetivos, la misión está “cumplida”. Pero en lo que se refiere a construir una nación o crear un Afganistán seguro y estable, es evidente que se han quedado cortos. Me acordé de lo que un hombre afgano me había dicho cuando viajaba hacia el norte. “Los americanos han cambiado aquí las vidas de todos, incluidos los talibán”. Afganistán ha hecho lo mismo con nosotros, pensé. Los americanos han sido cambiados para siempre por este Estado, una vez fallido y quizá fallido de nuevo en el futuro, en el que tanto se ha apostado en los últimos doce años. Sabía que a mí me había cambiado, definiendo mi existencia a lo largo de una quinta parte de mi vida. Durante años me he visto entremezclado con su mito y su magia. He perdido amigos y colegas y, con certeza, mi propia inocencia. Afganistán era y es un lugar hermoso y brutal. Incongruente hasta exasperar, es un país donde la mayor hospitalidad que se pueda hallar en el mundo coexiste con los asesinatos de honor, una sociedad que envuelve a las mujeres en burkas pero viste a sus chicos jóvenes como bailarinas, un pueblo lo bastante fuerte como para derrotar a invasores extranjeros pero incapaz de dejar de luchar entre ellos mismos. Era, y es, un reflejo casi perfecto del bien y el mal que hay en todos nosotros.

Texto y fotos de Kevin Sites.

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