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Cultură

Cómo aprendí a no tocar la ouija que alguien ha dejado en tu puerta

«No os preocupéis, os estoy sacando del mundo de los espíritus», decía, mientras nosotros no dejábamos de llorar. «¡A la mierda con los espíritus!».

De la columna 'Florida Stories'

Foto vía usuaria de Flickr Ann Larie Valentine

Todavía no tengo muy claro cómo aquella tabla de ouija llegó hasta mí, pero recuerdo haberla visto por el rabillo del ojo mientras estaba sentada en el porche, con los pies descalzos y disfrutando de un cigarrillo. Era uno de aquellos días aburridos de principios de otoño, en los que desearías que, de repente, ocurriera algo sobrenatural; una de esas tardes tan apacibles y soleadas que invitan a imaginar que hay un asesino en serie acechando, oculto entre los robles o rondando las calles con su camioneta.

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Después de terminar la universidad, pasé el verano en una casa que mi madre llamaba «el vestuario». Dos de mis compañeros de piso eran unos gemelos católicos que se habían criado en una granja ecuestre de Ocala. Sean era corredor y acababa de empezar su posgrado en Planificación Urbana; Dylan era un grandullón que había perdido uno de los incisivos delanteros al caerse del porche desde el que estaba meando, borracho; nunca se molestó en buscar el diente. Estaba totalmente obsesionado con el canal de deportes ESPN, que tenía puesto día y noche. Tanto era así que, cuando su televisor se estropeó, entró en mi habitación para robar el mío, asegurándome que no era capaz de dormir sin él. Dylan era, básicamente, un troll que guardaba la entrada a la cocina. A veces habría jurado que llevaba semanas sin moverse de su trono, en el salón, en el que se quedaba dormido con frecuencia, roncando sonoramente.

Pese a sus diferencias, los dos chicos habían sido educados para temer a Dios y estaban cargados de supersticiones. Yo creía que las únicas deidades que reconocían eran los Gators de la Universidad de Florida, pero a lo largo de los años habían desarrollado una creencia inquebrantable en las maldiciones y las posesiones diabólicas, tal como supe cuando mencioné que había encontrado una tabla de ouija en el porche.

Su primera reacción fue de pánico, y luego declararon una moratoria sobre el momento de tocar la tabla. Aquella misma noche, el propio Dylan rompió la prórroga, escapándose al porche mientras Sean, yo y Michael, nuestro otro compañero de piso, lo observábamos.

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Dylan jugueteaba con el tablero ante la mirada de Sean, que parecía al borde de una crisis nerviosa. «¡Vuelve adentro, joder!», gimoteaba de vez en cuando.

Después de lo que nos pareció una eternidad, finalmente Dylan entró en casa, se sentó en su desgastada butaca, se bebió tres chupitos de whisky y empezó a llorar.

Quizá nunca hayas visto sollozar desconsoladamente a un tipo del tamaño de un armario, borracho, invadido por un sentimiento de culpa y terror ante su Dios iracundo. Pues no es una visión nada agradable. Entre tanto, Sean se había ido a un rincón y no dejaba de mecerse hacia delante y hacia atrás mientras repetía, «Esto no está bien, esto no está bien» una y otra vez.

«¿QUÉ TE HA DICHO LA TABLA DE OUIJA?», le pregunté finalmente, a voz en grito.

Dylan se sirvió otro chupito, se secó las lágrimas con la manga de su camiseta de los Gators y se bebió el contenido de un solo trago.

«Sesenta y nueve diablos», contestó.

«Ay, Dios mío», gritó Sean antes de dejarse caer al suelo.

No creo en las maldiciones, o eso me digo a mí mismo, pero cuando pienso en lo que ocurrió aquella noche y en lo que hicimos, parece imposible justificar nuestro comportamiento sin recurrir a lo sobrenatural.

En ese momento intervino Michael, seguramente pensando que alguien tenía que ser la voz de la razón.

«Venga tíos, se lo está inventando todo», nos dijo a Sean y a mí. «Además, ¿qué significa eso de "sesenta y nueve diablos"? ¿Hay diablos? ¿Sesenta y nueve de ellos? ¿O son dos haciendo cochinadas sexuales?».

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Incapaz de calmar los ánimos con sus bromas, Michael cogió una de las hachas que había por la casa (sí, era ESE tipo de casas) y se llevó la tabla al jardín delantero, donde la redujo a astillas.

«No os preocupéis, os estoy sacando del mundo de los espíritus», decía, mientras nosotros no dejábamos de llorar. «¡A la mierda con los espíritus!».

Una vez hubo hecho añicos la tabla, se puso a orinar sobre los restos. Todos hicimos lo mismo, como si se tratara de un ritual. No recuerdo por qué, pero en ese momento nos pareció lo más razonable.

Me sentí mejor inmediatamente.

Sean, sin embargo, no estaba del todo satisfecho. Tenía una mirada extraña y, para acabar de rematar la faena, vació casi una botella de alcohol de quemar sobre la madera y le prendió fuego, lo cual resultó ser una muy mala idea. Las llamas se acercaron peligrosamente a la casa, hasta que logramos apagarlas echando tierra y agua. Esta vez, los cuatro estábamos llorando, por el miedo a que se incendiara la casa, por el pánico ante lo sobrenatural, por el humo que flotaba en el aire o quizá por todo a la vez.

Cuando logramos apagar el fuego, entramos de nuevo en casa con una tremenda sensación de inquietud. Nadie dijo una palabra; Dylan se encontraba prácticamente en estado catatónico. Decidimos que lo mejor sería irnos a la cama y olvidar todo aquel asunto.

Años después me vino a la memoria el episodio de los «69 diablos» y le pregunté a Dylan qué cojones le pasó aquel día en el porche y si nos había estado tomando el pelo. Me respondió que fue una broma.

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«Pensé que os daríais cuenta con lo del 69, pero todos estabais más centrados en los diablos», me explicó.

No sé si es cierto, porque la forma en que lloraba resultaba muy convincente. Quizá se asustó realmente y fingir que fue una broma era una forma de quitarle hierro al asunto. Sea como fuere, fue una noche muy intensa que nos agotó física y emocionalmente. Michael se llevó la peor parte, debido a una extraña coincidencia que casi termina en asesinato.

«Me quedé mirando al techo fijamente porque tenía la sensación intensa y extraña de que había algo junto a mi cama»

Retrocedamos: cuando me desperté, a la mañana siguiente, había una persona dormida en el porche –algo que ocurría con bastante frecuencia por aquel entonces- y Michael tenía aspecto de haber pasado la peor noche de su vida.

Al parecer, mientras todos dormíamos, Michael despertó, presa del pánico. «Me quedé mirando al techo fijamente porque tenía la sensación intensa y extraña de que había algo junto a mi cama», nos confesó hace poco. «Me dije a mi mismo, "No pasa nada, estás bien. Solo has tenido un mal día porque tus amigos han tenido un comportamiento extraño, pero no hay ningún espíritu hostil a tu lado"».

Se negó a mirar, por no alimentar ni un ápice la idea de que pudiera haber algún tipo de mal en la habitación. Su plan era mirar al techo, contar atrás desde diez y, al llegar a cero, cerrar los ojos. Pero cuando iba por el dos, notó que lo que fuera que estaba a su lado se había movido.

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«No tenía ni idea de lo que pasaba, así que salté de la cama y me abalancé sobre aquello», me dijo.

«Lo siento, agente», dijo el ente mientras Michael cogía el hacha, que se había llevado a la habitación tras el incidente de la tabla. «Le juro que no voy borracho».

Según él, un estudiante con una borrachera tremenda se había colado en nuestra casa mientras nosotros estábamos ocupados apagando el pequeño incendio y logró llegar hasta la habitación de Michael, donde estuvo a punto de acabar muerto de un hachazo.

No creo en las maldiciones, o eso me digo a mí mismo, pero cuando pienso en lo que ocurrió aquella noche y en lo que hicimos, parece imposible justificar nuestro comportamiento sin recurrir a lo sobrenatural. ¿Qué habría pasado si Michael hubiera matado a hachazos a aquel chaval borracho y hubiéramos tenido que explicarlo todo a la policía y los medios? ¿Qué habríamos contestado si nos hubieran preguntado por qué nos había parecido buena idea prender fuego al jardín? («¿Para dejar a los espíritus bien muertos, señor policía?»). ¿Por qué el primer instinto de Michael al enfrentarse a lo desconocido había sido darle un hachazo? Y, sobre todo, ¿por qué estaba la casa llena de hachas? Aunque se tratara de una broma, ¿había algo siniestro en la frase «69 diablos» que nos enloqueció a todos?

No conozco las respuestas a esas preguntas. Lo único que sé es que nadie ha quemado su casa jugando al Cluedo o al Monopoly. Mejor seguid jugando a juegos de mesa terrenales, chicos.

Traducción por Mario Abad.