Pasé un fin de semana en los calabozos de Madrid

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Pasé un fin de semana en los calabozos de Madrid

Sin apenas darme cuenta tenía un par de esposas apretando mis muñecas. Aquella noche inocente de un viernes cualquiera se convertiría en todo un fin de semana de excursión por los calabazos de Madrid.

El dolor de espalda interrumpe mi sueño, abro un ojo, veo unos barrotes. Siento frío así que me tapo con la manta sucia y vieja que tengo a mano. Me desperezo y giro sobre mí misma para cambiar de postura. Abro los dos ojos, me pregunto dónde coño estoy y qué hago ahí, dudas no muy extrañas un sábado por la mañana, solo que esta vez era diferente. Mi cama se había convertido en una fina colchoneta verde oscuro, parecida a aquellas que usábamos en el colegio en Educación Física para dar volteretas. Los barrotes seguían ahí. Como un flash recordé todo lo que había pasado la noche anterior.

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Serían las cuatro de la madrugada, sin mediar palabra una mano en mi nuca me agachaba la cabeza y me "invitaba" a entrar a la parte de atrás de un coche de la Policía Nacional. Para los afortunados que no hayan estado en la parte trasera de estos coches, tienen unos asientos de plástico adaptados que "están hechos a prueba de vómitos, meados y otros fluidos" según pude entender por el camino.

"¿A dónde me llevan? Yo no he hecho nada", balbuceé detrás del cristal de protección. "Sí, ya… Eso decís todos", contestó el joven policía que conducía, desvirtuando el principio de presunción de inocencia. La idea de saltar con el coche en marcha se me fue pronto de la cabeza. No estaba en una película, la cosa se ponía seria.

Al llegar a la comisaría más cercana me metieron en una sala que consistía en cuatro paredes amarillas y una puerta con una diminuta apertura horizontal por la que se podía intuir lo estaba pasando fuera. Fuera había un chico colocado gritando obscenidades al que redujeron al poco tiempo. Una vez allí, me hicieron firmar uno de estos contratos de letra pequeña si quería salir esa misma noche. "Venga, confía en mí", me dijo uno de los policías que me había detenido, así pues firmé sin ser consciente de que aún me quedaban por delante dos días más de cautiverio.

Minutos más tarde entró una mujer uniformada. Me cacheó y me obligó a despojarme de todas mis pertenencias, pendientes, piercings o abalorios que llevara en mi cuerpo. También del sujetador y los cordones de las zapatillas. Me pregunté cuán peligroso podría ser un sujetador entre rejas y cómo se asegurarían de que no tenía ningún piercing u objeto inadmitido escondido en las partes más íntimas de mi cuerpo.

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Salimos de la sala y en un ataque de lo que me parecía en ese momento rebeldía me levanté la camiseta dejando mis pechos al aire a lo 'Pussy Riot' al grito de "¡Soy Inocente!". Cuatro uniformados se abalanzaron sobre mí como si nunca hubieran visto nunca nada similar.

De nada sirvió.

Me metieron en una celda unipersonal. En total habría como unas cuatro más en fila, sin contacto visual unas de otras, que se fueron llenando con más penas que gloria a lo largo de la noche del viernes. El ambiente era muy representativo, como un microcosmos, arriba las risas de los policías, abajo los gritos y quejas de los detenidos.

PRIMER DÍA

Ya por la mañana, una vez había asumido que estaba encerrada, se me ocurrió una idea de lo más gilipollas: intentar abrir el cerrojo metiendo el brazo entre las rejas. "Calma, esto no es Prison Break", pensé. Así que ante la imposibilidad de éxito de mi brillante plan empecé a patalear y gritar como una niñata a la que no dejan salir al parque hasta no haber acabado los deberes.

Los gritos alertaron al policía más miserable de toda la comisaría. Era el típico calvo y chulo que me jodería aún más mi estancia en Villa Barrote. Se ganaba el sueldo con frases tipo: "Eres muy guapa, si te pusieras unos tacones, te lavaras y te quitaras esa pinta de perroflauta te invitaría a cenar un buen chuletón".

No estaba para tonterías. Entre rejas las horas pasaban muy lentas y lo que más me preocupaba es que mi familia debía estar buscándome. La noche anterior no quise llamar para no alarmarles. Perdí la única oportunidad de avisar a nadie.

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Esta larga desidia se vio interrumpida nuevamente por la presencia de un agente de mediana edad, apariencia afable y con cara de llamarse Tío Pepe. "¿Pero que hace una chica como tú en un sitio como este?", me preguntó al pasar por mi celda. "Pues eso mismo digo yo", contesté y tanteé si sería mucho pedir un tranquilizante o algo que me ayudara a dormir. "¿Tú fumas?", susurró, le dije que sí, así que abrió la celda e hizo un gesto para que le acompañara. Me llevó al baño, que no era más que un retrete que había en la esquina del pasillo, se encendió un cigarro y me lo pasó. Aproveché para hacer pis y darle unos tiros al cigarrillo mientras él asomaba la cabeza por encima de la puerta. Todo muy bizarro.

La calada me calmó un poco, aunque de vez en cuando bajaba el Poli-calvo-chulo para jugar conmigo. Parece que le daba placer engañarme con el tiempo, las horas que me quedaban ahí o con el poder que le había sido otorgado para negarse a darme un maldito vaso de agua. Una de las veces bajó con unos guantes de boxeo que "no dejaban marca" para disuadir "a los que se portaban mal". Se pensaba que intimidaba pero empecé a notar que mi hambre rugía más que mi rabia.

Me sacaron nuevamente de la celda y me subieron en el ascensor hasta llegar a una de las oficinas que hay para declarar. No declaré. La vida y el cine te enseñan que no debes declarar nada sin presencia de un buen abogado. En lugar de eso aproveché para preguntarle al policía qué era lo que había de comer. "Pollo al curry con arroz", contestó como si él también estuviera esperando la hora del almuerzo y acabara de consultar el menú. La comida no llegaría hasta horas después en forma de cuatro galletas empaquetadas y un zumito de piña. Al menos ese es mi sabor preferido.

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Aún se avecinaba lo mejor. Lejos quedaba el ideal de dormir en mi cama por lo que al caer la noche nos fuimos de excursión. Compartí esposas y asiento trasero junto al chico que gritaba obscenidades el primer día. Debía tener un par de años más que yo y parecía acostumbrado a estar detenido. Creo que aún seguía colocado. Durante el camino me enseñó con total naturalidad una bolsita de marihuana que llevaba escondida en los pantalones.

CONVIVENCIA CON OTROS PRESOS

Desde el coche pude ver que entrábamos a un enorme edificio gris. Esto sí parecía una cárcel en toda regla. Estaba cruzando las puertas de uno de los más famosos calabozos de la ciudad. Calculé que sería de madrugada. Después de otro cacheo me metieron, por llamarlo de alguna manera, en una especie de sala de espera común.

Lo primero que me sorprendió fue la cantidad de gente que había allí metida, hombres y mujeres sin casi espacio para estar. Me pregunté si dormiríamos todos allí mezclados. "Abriré mucho los ojos para parecer que estoy loca", pensé y fui directa a sentarme en la esquina de una bancada de piedra que salía de la pared. Había ánimos para todos los gustos, supongo que tendría que ver con el nivel de veteranía en ese mundo y el follón en el que se habían metido. No importaba cuál hubiera sido el delito, ahí estábamos todos juntos como en una macedonia. Unos bromeaban como si estuvieran en el salón de su casa y otros se mantenían hieráticos, callados y con el rostro perdido. Las mujeres, está raro que yo lo diga, eran las más tranquilas.

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Era mi primera vez pero allí dentro había muchos reincidentes. Tuve la oportunidad de acercarme a algunas de sus historias. La alineación de las estrellas quiso que coincidiera en ese lugar con unos viejos conocidos. Era una pareja de yonkis que intentó meses antes robarme el teléfono móvil después de compartir unas latas de cervezas típicas de la escena nocturna madrileña. Según pude escuchar estaban ahí por una fuerte discusión entre ellos. Reconocí a la mujer que se acercaba a mí y mi corazón dio un saltito. "Mierda ¿Me habrá reconocido?" No. Quería un cigarro y ni siquiera se acordaba de mí. Quedó nuevamente en evidencia los escasos controles de seguridad, la gente entraba y salía como Pedro por su casa con tabaco y drogas. Mi único bien más preciado era la goma que sujetaba mi pelo que, por cierto, me permitieron estar con ella después de consultar que no tenía antecedentes judiciales.

Llegó el momento de la clasificación. Después de un par de horas nos fueron llamando en grupo para meternos en una habitación que parecía un laboratorio de medicina forense. Todo fluía de forma automática. Funcionarios vestidos con bata blanca te tomaban la huella dactilar, después te pasaban a una especie de decorado fotográfico con una sábana, también blanca, y te preguntaban las medidas, el peso y si llevabas algún tatuaje o tara en el cuerpo que te hiciera reconocible y peculiar. Un hombre era el encargado de levantarte la barbilla para que quedaras guapo y otro de inmortalizar tu desgracia en las típicas fotografías de presos que tienen casi todos los famosos rebeldes o asesinos en serie. Una de frente y otra de cada perfil. Ya estaba fichada. Me sentía como una quinqui de los 80.

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Al volver a la sala común, Dacyl, una mujer transgénero, se acercó a mí. Creo que le inspiré confianza. Me dijo que durante el cacheo los agentes se habían burlado de ella por ser transexual. Normalmente a las mujeres les cachean mujeres pero por su DNI a ella le tocó ser cacheada por los machos. Su mayor preocupación era compartir celda con los hombres, quería estar con las chicas porque así se sentía más cómoda. Me contó que la habían arrestado porque iba a ir a ver a su novio fuera del país y no tenía pasaporte.

Cuando nos acabaron de fichar a todos, nos pusieron en fila y nos fueron dividiendo como sexadores de pollitos entre hombres y mujeres. Dacyl les comentó su problema y ellos accedieron a que se quedara con nosotras. "Las que quieran ir al baño que entren ya", gritó un agente que debía de ser el jefazo. Podíamos pasar de una en una mientras un policía custodiaba la puerta. Cabe mencionar que hacer tus necesidades era todo un privilegio, así que aproveché la oportunidad.

La "habitación" era más amplia que la anterior, al menos estábamos unas 10 o 15 mujeres cada una en su colchoneta de Educación Física. La celda de los hombres estaba justo al lado y se escuchaba perfectamente la parranda que tenían allí montada. Parecía una despedida de soltero. Entre risitas tímidas y alguna que otra queja tipo "hombres, que te vas a esperar" las chicas intentamos conciliar el sueño. A mi lado se tumbó una mujer de unos 50 años que se pasó toda la noche maldiciendo a su hija. A pesar de todo he de reconocer que no dormí del todo mal. Soy un animal de costumbres, tanto que compis de cautiverio me confesaron al día siguiente que no habían dormido muy bien por mis ronquidos. Roncando en prisión. Bonito título para una canción.

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LAS CATATUMBAS DE LOS JUZGADOS

Un nuevo amanecer, un nuevo traslado. Esta vez a los juzgados y en un furgón policial, más vulgarmente conocido como lechera. Nos fueron poniendo las esposas por parejas y nos repartieron en grupos de 10, chicos y chicas con los que compartiría viaje. A mí me apresaron a una ladronzuela rubia que debía ser del este, se llamaba Amalia. Se jactaba de que no era ni la primera ni sería la última vez que la detienen, "Aquí en España si robas menos de 300-400 euros te dejan libre, así que cuando me suelten lo volveré a hacer". Una monotonía, vamos.

Desde el interior de la lechera fui más consciente que nunca de lo insignificante que era, el mundo libre fluía apacible sin mí como un día cualquiera. Con las batallitas de mis compañeros detenidos de fondo volví a pensar en mi familia.

Atravesamos un garaje y nos adentramos en uno de los mayores complejos judiciales de España. Por lo que pude imaginar estábamos a la espera de hablar con el juez. Nos bajaron a las catatumbas y nos metieron a las chicas en un habitáculo gris de no más de 30 metros cuadrados. En la esquina del fondo había un retrete por si tenías ganas de mear a la vista de todos. La intimidad es una de las cosas que se pierden cuando estás detenido.

Mis compañeras y yo tuvimos muchas más horas para conversar allí dentro, y casi que tuve la sensación de estar haciendo verdaderas amigas. De vez en cuando hasta bromeábamos. Todos sabemos que en estos casos la unión y el humor hacen la fuerza. Además esta vez los funcionarios de prisiones, que son los que parecen encargarse de todo allí, se portaron. Nos dieron una bolsa con dos bocadillos, un zumo y algo de fruta para cada una. Todo un manjar en esas circunstancias.

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Llegó la hora de hablar con el juez. Un guardia me llamó por mi nombre, leyó mis derechos y me presentó a la que sería mi abogada de oficio, una mujer con pintas de armas tomar que engullía rápidamente lo que debía ser mi atestado policial. Le comenté lo que había pasado, que era inocente y… "Niega todo", me interrumpió con decisión. Entramos al despacho del magistrado. En una habitación de unos 25 metros cuadrados nos agolpamos juez, fiscal, defensa, y unos cuantos funcionarios y guardias. Bajo la atenta mirada de un cuadro del rey de España, que por entonces aún seguía siendo Juan Carlos, me sometí a las preguntas de la acusación. Estaba tranquila porque no tenía nada que ocultar y así lo hice notar. "Está bien, pronto le notificaremos el veredicto", concluyeron unos labios escondidos en las espesas y canosas barbas del juez.

Vuelta a la sala gris noté a mis compañeras más excitadas de lo normal, resulta que se estaban comunicando con el exterior por unos ventanucos con barrotes que había arriba del W.C. Me comentaron que alguien había estado llamándome desde fuera. Subí al váter y reconocí la voz de una de las amigas que estuvo conmigo la famosa noche de la detención. Después de todo lo que había pasado fue en ese preciso instante cuando no pude contener las lágrimas. Me hice añicos y rompí a llorar.

Lo cierto es que las últimas horas fueron las más tensas, los funcionarios nos iban llamando una por una para comunicar el fallo del juez después del "juicio exprés". Con todo el agotamiento acumulado, su decisión significaba la diferencia entre la vida o la muerte, o lo que es lo mismo, salir de allí o entrar directamente en prisión. Durante la espera, nos tranquilizábamos unas a otras y celebrábamos con aplausos los veredictos positivos. "Todas somos inocentes aquí. ¿No lo sabíais?", encontré una buena ocasión para parafrasear a Red en 'Cadena Perpetua' y hacerlas reír.

Llegó mi turno, "libre a espera de juicio". No me creía que hubiera llegado el momento. Me despedí una a una del resto de mis compañeras y les desee suerte. Estaba ansiosa por irme lejos de aquel lugar tan poco hospitalario así que admito que no les dediqué mucho tiempo. Antes de salir por la puerta, Dacyl me sorprendió con un abrazo. "Nos veremos fuera", aseguró.

Me devolvieron el bolso y los objetos personales dentro de una bolsa de plástico adornada con las siglas de la Policía Nacional. Había escrito a bolígrafo lo que contenía: MP3 con cascos, monedero de cuero marrón, unas llaves, dos pulseras, tres piercings, dos anillos, un mechero, tabaco de liar. ¡Sujetador y cordones! En serio, esto era mejor que terminar el último examen de verano de la carrera y salir al campus a beberte la primera cerveza con tus compañeros.

Con los cordones en una mano y el sujetador en otra, subí fugaz las escaleras, salí por la parte de atrás del edificio y sentí el cálido sol de verano como una inyección de pura adrenalina. Vi de lejos a mis amigos y a mi hermana esperando nerviosos en un banco, corrí hacia ellos y nos fundimos en un abrazo con aroma a libertad. Perdonad si me pongo tonta, pero fue una emoción que solo una persona libre puede sentir.

Al cabo del tiempo y varios pleitos se demostró que mi único fallo fue estar en el lugar y en el momento equivocado. Después de dos años de espera, papeleos e innumerables visitas a los juzgados y comisarías de la capital, conseguí borrar los antecedentes policiales que nunca tuve que tener. Está probado que la justicia no es igual para todos, ni todos somos iguales ante la justicia. Ahora también que soy inocente, por supuesto, aunque eso sea lo que digan todos.

Un saludo a mis compañeras de celda.