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Cultură

Pasé una semana viviendo en un hostel de guiris de Barcelona

Un hostel es un espacio intermedio entre dormir en la calle y dormir en una casa. Un lugar previsto para ir y venir y luego desaparecer
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La tarde que llegué al albergue, ubicado en primera línea de mar, hacía sol. El aire, no obstante, era fresco. Pero hacía sol y había gente en la playa. Los días anteriores, mientras pensaba que iba a vivir una semana en un hostel, el Equity Point Sea, en el barrio de la Barceloneta, me había montado mi propio Puro vicio. La gente de VICE me había propuesto pasar unos días en un albergue y narrar mi experiencia. Ellos querían saber cómo se vive allí, qué se siente, y yo ya me sentía como Doc Sportello, en Gordita Beach, California, 1970, metido en un buen embrollo, oteando el paisaje para desenredar la madeja que iba a llevarme hasta mi propia Shasta Fay Hepworth. En algunas calles del barrio había banderolas ondeando entre balcones como las que reciben a Sportello cuando, en la película de Paul Thomas Anderson, llega a esa especie de salón de masajes donde le acaban dando un buen tortazo y lo dejan inconsciente.

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Pero ni fui a ningún salón de masajes ni recibí ningún tortazo. Tampoco hice nada para merecérmelo. El sol se ausentó durante buena parte de la semana y no sucedió gran cosa. Os lo puedo contar casi todo.

Aunque en un momento sí que me fui de fiesta

Nada más llegar, después de marear a preguntas reiterativas al recepcionista, entré en la habitación de siete camas donde iba a dormir los siguientes siete días, de miércoles a miércoles. Empecé a hacerme a la idea. Estaba en un albergue. Iba a pasar allí un tiempo. Lo primero en lo que debía pensar era en si confiar o no en la humanidad. Quiero decir, había unos armarios donde podías dejar tus cosas, pero existe esta paranoia habitual del primer mundo según la cual es muy posible que, sea en el lugar que sea, si dejas tus cosas a mano, te las van a robar. En general, diría que es cierto, que mucha gente, si puede, te roba.

Pero al mismo tiempo pensaba que no tenía por qué desconfiar de buenas a primeras de aquellos que iban a vivir conmigo. Terminé decidiendo dos cosas: la primera era que ni de coña iba a ser yo uno de esos tipos recelosos que se gastan cinco euros comprando un candado en recepción para cerrar el armario; la segunda fue que tan solo iba a dejar en el albergue cosas como el pijama, una toalla, el neceser, ropa sucia y demás pequeñeces. Me llevaría mi mochila a todas partes, con los libros, la cámara de fotos y demás.

El baño estaba bastante limpio. Incluso había barras de agarre para gente con minusvalías y una silla plegable, adosada a la pared, bajo la ducha. El agua salía caliente sin tener que maniobrar en exceso. Y ahora dejaré de hablar del baño porque no ocurrió nada allí que valiera la pena. No me masturbé. No encontré ningunas bragas olvidadas. No me costó cagar, no tuve problemas de salud ni de ningún otro tipo.

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El Equity Poiny Sea se me antojaba algo impersonal y desangelado, quizá también porque el espacio era más bien exiguo. Una vez pasas el comedor, que durante el día muta en bar de bocatas, sin rasgo alguno de personalidad, te topas de frente con la recepción. A tu derecha hay un pequeño espacio con un par de ordenadores y adentrándote un poco por el pasillo, a la izquierda, la cocina, muy sencilla.

El comedor en un momento especialmente concurrido

Al segundo piso no llegué a asomarme. No encontré ningún rincón en el que pudiera arrellanarme con un buen libro hasta bien entrada la noche, controlando las entradas y salidas por si aparecía en mi campo de visión alguien cuya indumentaria o cuya mirada alucinada prometiera grandes aventuras. O alguien que llevara a todas partes algún libro tocho, como la Biblia o el 2666 de Bolaño.

El comedor en un momento especialmente desolado

¿El mejor momento del día? Salir de mi habitación tan campante, pertrechado con mi gorra y mi mochila de colegial, recoger del mostrador de recepción La Vanguardia, el único periódico disponible, y ponerme a desayunar. Un periódico que era sólo para mí, ya que, al menos durante mi estancia, fui el único que lo leía por la mañana.

Yo, mi desayuno y mi periódico

La mayoría de la gente hablaba otros idiomas. Allí, en el comedor, fue donde los primeros días traté de socializar. La primera mañana le pregunté al tándem de chicas espigadas y adustas que compartían habitación conmigo si habían dormido bien. Me dijeron que sí, y ahí se terminó la conversación. La segunda mañana me senté en una mesa donde tres chicas hablaban español y tuve la osadía de preguntarles de dónde eran. Una de ellas, muy bajito, como si la hubiera ofendido, me dijo que francesa. Las otras dos se quedaron calladas durante unos segundos y prosiguieron la conversación, como si yo no existiera. No insistí.

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Durante el fin de semana, pese al mal tiempo, el comedor estaba lleno por las mañanas. Abatido tras los intentos frustrados, me limité a encontrar un asiento y entregarme al desayuno, consistente en un capuccino de máquina, un par de tostadas de pan Bimbo con mermelada o Nocilla o queso de untar y una fruta, que solía llevarme en la mochila para comérmela luego o no comérmela nunca.

Mi desayuno más habitual

Había una máquina de zumos, pero el producto no me convenció. También había cereales, pero me daba pereza comer cereales. No era un desayuno nada lujoso, pero estaba bien e iba incluido en el precio. Dado que no soy precisamente un gran cocinero, y que a mediodía no solía encontrarme en la Barceloneta, tampoco al anochecer, el resto de comidas de la jornada las tomaba o bien en casa de familiares o amigos o bien, más a menudo, en la calle, practicando alternativamente las dietas de la porción de pizza y del bocadillo de tortilla francesa. No llegué a usar la cocina del albergue, y nunca vi a nadie usándola, aunque, como digo, no solía estar a las horas a las que se come.

"(…) Practicando alternativamente las dietas de la porción de pizza y del bocadillo de tortilla francesa". Aquí la segunda opción

Personalmente, una de las cosas que me atrae de pernoctar de vez en cuando en albergues es la sensación de anonimato, de ser un transeúnte, alguien que un día está en un lugar y al siguiente puede estar en otro país. Y la posibilidad de encontrarte con otras personas como tú, que buscan aventuras, persiguen a sus propias amantes desaparecidas o, poniéndonos más cotidianos, se pasan el día echando currículums o yendo a visitar pisos para empezar una nueva vida en esa ciudad.

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También pienso que, si vas a vivir en una habitación con siete o más personas, los inconvenientes que pueden derivarse de eso se llevan mejor si vas con otra persona o con un grupo. Si duermes fatal, quizá tu colega haya dormido peor. Si te roban la gorra y andas como loco por la habitación mirando mal a todo el mundo, quizá tu colega esté ahí para decirte que no, que la llevas puesta y que deberías darte una ducha o dormir un rato más porque estás muy borracho. Pero me atrevería a decir que si estás solo y lo que necesitas es simplemente un lugar donde dormir unos días, a través de servicios como Airbnb puedes encontrar habitaciones confortables, quizá un poco más caras, pero tampoco mucho. El ambiente suele ser agradable, además. Y si no quieres gastar dinero, puedes probar la experiencia del Couchsurfing.

Una de las cosas que me atrae de pernoctar de vez en cuando en albergues es la sensación de anonimato, de ser un transeúnte, alguien que un día está en un lugar y al siguiente puede estar en otro país

Si nos atenemos a los datos empíricos, incluso, no es que vivir en un hostel salga barato. Si la semana me salió por 150 euros, más o menos, un mes podría haberme salido por 600. Nunca he pagado más de 350 euros por un alquiler mensual, e incluso existieron unos buenos viejos tiempos en los que llegué a pagar 150 (sic). Seiscientos euros al mes por vivir en un lugar donde compartes las horas de sueño con un número indeterminado de personas y con un número indeterminado de inconvenientes o incomodidades. No sale a cuenta como un lugar para vivir.

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Hubo un par de días en los que, cuando llegué al albergue, me encontré a los demás inquilinos de mi habitación metidos en sus camas con una luz encendida, una luz que venía del cuarto de al lado y que no generaba una atmósfera de dormir como Dios manda. La primera vez que ocurrió eso hice como ellos y esperé a que alguien apagara esa luz. La segunda vez salí de la habitación y le pedí al tipo de la recepción que lo solucionara, cosa que hizo. Algún que otro día, durante la noche, hubo trajín de gente que entraba y salía. Que tampoco es que molestaran mucho, pero es una experiencia bastante distinta a la de tener tu propia habitación.

La última noche, al llegar al albergue, encontré en la litera de al lado a una chica leyendo un libro, con la luz de pared que hay junto a cada cama. Sentí cierta envidia y decidí que yo también leería un rato. Embutido en mi pijama y con la poesía completa de Dorothy Parker ya en mi regazo, pulsé el interruptor y comprobé que mi luz no funcionaba. Y ya era demasiado tarde para pedir que la arreglaran. Así que me eché a dormir. Es una lata, bien pensado, tener que depender de lo que hacen los otros si llegas a la una de la madrugada y te apetece leer un poco para coger el sueño.

A la mañana siguiente, me encontré a la chica con su compañero en el comedor. Les pregunté si habían dormido bien y si me habían oído hablar por la noche. Yo a veces hablo mientras duermo. Me dijeron que solo había hablado un poco, pero que no me preocupara. Les dije que de todas formas ya me iba. Les pregunté qué hacían allí y me dijeron que el viernes cogían un barco para Canadá. Un trayecto que duraría cinco meses. Les pregunté qué harían allí, si iban a trabajar. Vaya preguntas. Me dijeron que quizá trabajarían. Volví a mi habitación, lo metí todo en la mochila excepto un champú que dejé de regalo, devolví la llave y me largué. Al pasar junto a la puerta, me despedí de mis nuevos y fugaces amigos, que empezaban a desayunar. Me devolvieron el saludo, deseándome un buen día.

Un hostel es un lugar previsto para ir y venir y luego desaparecer, como van desapareciendo, periódicamente, los bares y las tiendas que nos gustan

Caminé hacia la parada del autobús, con la incierta sensación de no haber dormido en ningún lugar en concreto las siete noches anteriores, como si el albergue fuera un aeropuerto previo al auténtico aeropuerto, un lugar en el que duermes o te sientas a esperar que llegue la hora de marcharte a otro lugar, y no sé si como simulacro de detective californiano fracasé y no acerté a encontrar el corazón secreto de todo aquello; quizá lo guardaban en un frasco con la etiqueta medio rasgada en la nevera de la cocina del hostel, que no abrí, o quizá ocupaba toda una habitación del piso de arriba, como los primeros ordenadores, que necesitaban mucho espacio. No puedo decir que llegara a sentirme como en casa. Tampoco me sentí como si estuviera durmiendo en la calle. Era más bien un espacio intermedio, inconcreto, quizá no tan lejano del apartamento en el que vive Sportello, en el que tan pronto se te puede aparecer fantasmalmente tu antigua novia como reventarte la puerta de una patada un poli loco que quiere ser amigo tuyo. Un lugar previsto para ir y venir y luego desaparecer, como van desapareciendo, periódicamente, los bares y las tiendas que nos gustan.

Toni Junyent ha publicado este año su nuevo fanzine "Aventurarse". Hablamos de él aquí