FYI.

This story is over 5 years old.

Especial Moda 2012

Una quinta parte de la piel es de animales salvajes, y la suministran cazadores y tramperos.

Pieles de animales que tuvieron, espero, magníficas vidas en libertad antes de convertirse en prendas de lujo

Fotos de Dustin Fenstermacher

Cara a cara— bueno, cara a músculo de la pierna —con un zorro a medio desollar. El que se ríe al fondo es Larry.

Hace años trabajé para un diseñador de moda muy aficionado a las pieles teñidas de colores atrevidos, del verde ácido al ciruela. La mayoría de esas pieles eran para caras chaquetas que parecían hechas de piel de teleñeco. Sólo la piel de zorro—en concreto la de zorro rojo americano—se dejaba en su estado natural. Era espléndida por sí sola. Y aunque admito que soy algo vanidosa—me gusta la moda y soportaré ropas incómodas si la ocasión lo requiere—con las pieles mi incomodidad entra en un nivel más profundo. La idea de animales criados en granjas siendo electrocutados por vía anal es difícil de eliminar una vez se te ha metido en la cabeza. Tiene que haber alternativas, eso seguro.

Publicidad

Una quinta parte de la piel es de animales salvajes, y la suministran cazadores y tramperos: pieles de animales que tuvieron, espero, magníficas vidas en libertad antes de convertirse en prendas de lujo. En las subastas, los precios de las pieles de animales criados en granja alcanzaron recientemente precios récord, haciendo de la piel silvestre—mucho más barata pero no tan suave— una alternativa viable y atractiva. Abrigos de coyote y mapache se ven ahora en los estantes de Neiman Marcus y Barneys. Pero, mientras los activistas siguen con su cruzada contra el renacer de la piel como artículo de moda, muchos diseñadores parecen ignorar—o desconocer—la piel silvestre americana, que en manos de un empresario con visión de futuro tiene potencial para ser el equivalente de la industria de la moda de la carne de granja, sostenible y lista para poner en la mesa.

Mis intentos de rastrear algo de texto sobre esta zona gris ética no arrojaron resultados, de modo que decidí salir yo misma de caza y comprobar en persona cuán difícil resulta convertir la piel de un animal muerto en alta confección. Una tarea macabra pero, con la asistencia de un experto, factible.

Lo primero era resolver el apartado logístico y encontrar a alguien que quisiera asesorarme acerca de los pasos a seguir tras la

caza y el desollado. No tardé en localizar a Dimitri, un fabricante de pieles dispuesto a ayudar. Al igual que el resto de personas

Publicidad

a las que entrevisté para esta historia, le puse al corriente de que mi intención era escribir un artículo sobre mi experiencia. He decidido omitir los apellidos para evitar que cualquier día entren en sus lugares de trabajo y encuentren que activistas de los

derechos de los animales los han cubierto de sangre.

La primera persona a la que llamó Dimitri fue Marc, un costurero que también limpia y suaviza pieles. Marc llamó a Harry, distribuidor mayorista de pieles; Harry llamó a Larry, que compra y desolla las piezas que capturan los cazadores y tramperos; Larry llamó a Barry, su mejor trampero, y la última llamada también la hizo Larry, esta vez a Eric, su socio en los negocios (y sí, todos estos nombres son reales).

Poco tiempo después me encontraba en Pennsylvania Turnpike, enfrente de una casa amarilla con un cartel en el exterior informando de que allí se compraban pieles crudas. Hice lo que pude por ignorar el cuerpo desollado—posiblemente de un zorro—que había en una tina de plástico a un lado del camino y, al aproximarme, se abrió la trampilla del sótano, emergiendo un hombre con camisa de cuadros con el aspecto de un Jeff Bridges más mayor y orondo. Tenía que ser Larry.

Señaló a mis pies. “¿Tienes botas?” En nuestra primera conversación telefónica me había aconsejado que, para ir de caza, me comprara un par de botas de goma de las que llegan a las caderas, y mirándole a la cara me alivió poder decirle que sí, que las tenía.

Publicidad

Larry era de los que gustan de ir al grano, y en cuestión de minutos ya me estaba poniendo las botas y siendo presentada a Barry, quien además de ser un prolífico trampero es también técnico veterinario. Con su suéter azul pálido y gafas a lo John Denver, Barry parecía más un apacible profesor universitario de matemáticas que un feroz hombre de los bosques.

Revisando trampas con Larry.

Ya era media tarde y estábamos perdiendo valiosas horas de luz. Barry, con celeridad, me condujo camino abajo, atravesando una colina arbolada, hasta un arroyo cuyas aguas me llegaban por encima de la rodilla. Me contó que la mayoría de animales que atrapaba eran nocturnos, y que solían ser zorros, visones y mapaches. Los mapaches, me dijo, buscan comida en los rincones y recovecos a lo largo del cauce del agua. Para atraparlos, lo mejor era construir un seductor y pequeño decorado que hiciera de cebo. Cavé un hoyo, alisé el lodo de alrededor y lo camuflé con un montón de hierba. En cuanto terminé, Barry extrajo un tarro de jalea de uva   me dijo que, con ayuda de un palo, untara con ella la hierba que ocultaba el hoyo. Después me tendió un botellín con la etiqueta mapache#1, de cuyo contenido diligentemente vertí unas gotas alrededor del decorado. Olía a tocino. El toque final fueron un puñado de mini-malvaviscos alrededor, como atractivo visual.

Barry utiliza trampas con resorte diseñadas para sujetar la pata de un animal hasta que este es “despachado” (es decir, sacrificado) a la mañana siguiente. Me tendió una: era un círculo, un poco más pequeño que un CD, de un metal negro y con dos fauces lisas. intenté visualizar el ángulo desde el que un mapache curioso entraría en el decorado. Cogí la trampa por la base, debajo de las dos fauces, y la hundí en el lecho de hierba. Eso era todo; mi primera trampa estaba lista.

Publicidad

El sol se ponía mientras nosotros íbamos chapoteando arroyo abajo, colocando más trampas en el lodo, cavando hoyos y diseminando malvaviscos. Intenté imaginar cómo debía ser hacer esto a diario, y le pregunté a Barry qué era lo que más le gustaba de ser trampero. “Medir tu ingenio con el del animal”, respondió. “Y tener éxito capturándolo”.

También le pregunté a Barry cuál era su índice de éxito. Supe que, en una noche normal, coloca unas 50 trampas; se considera una caza excelente si cinco de ellas capturan a un mapache. Hasta el momento sólo habíamos colocado 15.

Cuando regresamos a donde Larry, ya era de noche, que era cuando estaba abierto para el comercio, suministrando equipo a cazadores y tramperos y comprando sus capturas. Le seguí hasta el sótano, que hacía las veces de taller.

En su abarrotado interior, la muerte estaba por todas partes. Cartones cubiertos de manchurrones de color granate cubrían el suelo, y sobre cada superficie se alzaban altas pilas de pertrechos: cargadores para linternas de caza, cuchillos para desollar, toallas con manchas oscuras, tarros de cristal con lo que parecían órganos. De las vigas bajas del techo colgaban los relucientes ganchos y tenazas donde los cuerpos eran colgados para ser desollados. Un cuchillo de doble filo descansaba sobre el borde de una caja de madera, alta hasta mi pecho, conteniendo restos de pellejo y pelo descartado. Larry me explicó que aquello era una estación de raspado donde él separaba el pellejo de la grasa. Y, por supuesto, estaban las pieles: centenares de ellas puestas a secar, tirantes sobre unas formas metálicas en forma de U. A otras se las había vuelto del revés, el pelaje por fuera, sus longitudes oscilando entre apenas unos pocos centímetros y más de un metro. Los cuerpos de tres comadrejas, cuyo aspecto me hizo pensar en arpías, reposaban en el suelo junto al de un mapache. Estaban congelados. Larry me explicó que cuando los cazadores saben que tardarán unos días antes de vender un cuerpo, lo ponen en hielo. Los que había en el suelo estaban simplemente deshelándose.

Publicidad

Me acostumbré a este paisaje en poco tiempo, probablemente porque, cada vez que giraba la cabeza, mi cola de caballo se rozaba con una piel de comadreja o una cola de mapache. Un cuerpo en concreto captó mi atención: el de un pequeño zorro rojo tumbado de lado en el suelo. Salvo por las salpicaduras de sangre y los dientes al descubierto, se parecía a cualquier zorro de dibujos animados al que yo adorara siendo niña. Su diminuta caja torácica tenía volumen y parecía como si sus patas estuvieran corriendo. Sentí cómo se me hundía el pecho, y no tardé en despedirme de Larry. Esa noche me fui a la cama preguntándome si habría un mapache aullando bajo la luz de la luna, con una pata atrapada en una de mis trampas.

A la mañana siguiente volví al local de Larry y juntos nos dirigimos a donde habíamos puesto las trampas. No habíamos atrapado nada; el nivel del agua había bajado más de lo que esperábamos, dejando las trampas expuestas de forma bastante torpe. No habían tocado ni los malvaviscos.

“Lo que pasa es que estos animales disponen del mundo entero para caminar”, dijo Larry. “Y nosotros tenemos que lograr que pasen por un círculo de diez o doce centímetros”.

Que las trampas estuvieran vacías no era, sin embargo, motivo suficiente para dejar a Larry. Quedaba trabajo por hacer. El pequeño zorro rojo en el suelo ya debería haberse deshelado durante la noche y estar listo para ser desollado. Comprendí que aquella era probablemente mi última oportunidad de desollar una piel, y temblando dije que lo haría.

Publicidad

De zorro a pellejo y a piel en cuatro sencillos pasos.

Larry me trajo un mandil de goma y unos guantes de látex, y con esto completó su labor. El socio de Larry, Eric, que poco antes había terminado su turno de mañana como sargento en la prisión de Lebanon County, es quien se encarga de casi toda la desolladura. Mientras Eric me guiaba a través del proceso, Larry sacó una silla. Yo estaba concentrada pero no podía evitar sentir náuseas. Eric alzó la mano por encima de su cabeza y asió una percha metálica que colgaba de una soga, sus dos extremos suspendidos al techo con cadenas, y lo bajó hasta la altura de los ojos. Después levantó al zorro y atravesó una de sus patas traseras con el gancho. Había llegado mi turno. Siempre me han gustado las pezuñas de los perros, con esa especie de almohadillas, y las huellas que dejan atrás. La de este zorro no era muy diferente. Mientras Eric aseguraba el cuerpo, cogí la otra fría y huesuda pata con mis dedos recubiertos de látex y presioné la pezuña contra el gancho, pero no quiso atravesarlo. Eric me dijo que tenía que apretar más. Lo hice y sentí cómo el gancho atravesaba los huesos hasta salir por el otro lado. Lentamente, Eric le dio la vuelta al zorro, ahora colgando de sus cuartos traseros; bajo su morro había un cubo de plástico azul en el que ya habían caído algunas gotas de sangre. Eric me tendió un cepillo de cerdas metálicas, que pasé por el enmarañado pelaje cobrizo del zorro mientras con la otra mano sujetaba su fría barriga para evitar que el cuerpo girara mientras cepillaba del pelo hierbas y espinas.

Publicidad

Eric me pasó una pinza roja, con la que sujeté el coxis. Agarré con la mano la parte superior, el hueso entre mis dedos índice y medio, y tiré tan fuerte como pude del espeso matojo de pelo de la cola, apoyando la otra mano en la fría grupa del zorro. El plástico se me clavó en los dedos, pero nada pareció moverse. La piel empezó entonces a resbalar y emití una risita nerviosa. “¡Eso es!”, dijo Eric. “¡Tira, tira!¡Sigue tirando!” Toda la parte trasera del zorro colgaba ahora pelada y desnuda, roja y violeta, con las marcas blancas del cuchillo a lo largo de su musculatura. Con la guía de Eric seguí adelante hasta que la piel, de un pálido gris rosáceo y ya de considerable longitud, colgó sólo de la parte trasera de las patas de delante del zorro. Eric me alcanzó una toalla granate para que enrollara con ella la piel, y de nuevo me dijo que tirara. Lo hice y, lentamente, empezó a salir con cada tirón, cada vez

más abajo hasta llegar a la parte más ancha del torso. Eric agarró entonces al zorro e introdujo su mano entre el cuerpo y la piel, moviéndola en circulo como si fuera una manivela. Anatómicamente no tenía sentido, pero entonces pensé en la ropa. Era como cuando nos sacamos una manga. “Lo has pillado”, dijo mientras yo arrancaba las últimas tiras de piel. Eric recortó la carne restante por encima de las garras, dejando al zorro con dos peludas pezuñas delanteras. El siguiente paso requería trabajar cerca del suelo, así que me puse el mandil entre las piernas, coloqué la piel del zorro con la toalla enrollada entre mis muslos y me eché hacia atrás, tirando de ella de forma casi paralela al suelo. Mientras tiraba, corté con el cuchillo a lo largo del cuello, separando la piel del cuerpo con delicadeza. Cuando llegué a la cabeza, Eric se adelantó para cortar unos 5 centímetros alrededor de una de las orejas. Después me tendió el cuchillo y yo hice lo mismo con la otra; requirió un gran esfuerzo, pero finalmente se abrió.

Publicidad

Cuando me abría camino hacia la frente descubrí una diminuta bola plateada; era el cráneo, parcialmente a la vista debajo de la capa carmesí. Me entristeció por un momento, pero Eric me distrajo rápidamente dándome instrucciones de que metiera un dedo en el oído del zorro y tirara. Con el dedo en el oído me eché hacia atrás, haciendo palanca con el cuerpo. La idea, me explicó Eric, era mantener la piel tirante para tener unos centímetros despejados más mientras trabajábamos en los ojos. “Hay que sacar el párpado”, dijo. Incrustó el pulgar en el otro oído, pelando la piel hasta uno de sus ojos azul grisáceo. Allí hizo un corte y extrajo el párpado.

“Dejaré que tú lo hagas con el otro”.

“Oh, genial”, dije yo, cogiendo el cuchillo.

Casi había olvidado que casi toda la piel del zorro estaba entre mis piernas; me distrajo la instrucción que me había hecho Eric de cortar hacia el hueso, poco a poco.

“No tengas miedo”, dijo Larry.

Pronto expuse el otro globo ocular y tirado hasta que sólo el morro del animal estaba todavía dentro de la piel. Eric trabajó en la parte de los labios y mejillas, dejando al aire una mandíbula de afilados dientes. El rostro despellejado del zorro me miraba con sus gigantescos globos oculares. Parecía un alienígena. Lo único que quedaba por cortar era la punta de la nariz, alrededor de la cual Eric me aconsejó serrar y tirar Instantes más tarde sostenía la piel entera, vuelta del revés, en mis brazos. El proceso había durado unos 40 minutos. “Coge esa piel”, dijo Larry, “vuelve hacia fuera la parte con pelo y mira qué clase de buen trabajo has hecho”. Esto requería que introdujera mi brazo dentro de la fría y resbaladiza piel, que era, básicamente, como un calcetín de carne. Encontré el extremo y tiré. “¿Ves cómo todo está ahí?”, dijo Eric. “Los bigotes, la nariz, las orejas. Todo bien”. Pasé los dedos por su pequeña nariz negra y sus bigotes, la curva de su mandíbula descansando en la palma de mi mano. Me embargó una desconocida mezcla de gratitud y remordimientos. Algo dentro de mí quería apretarlo contra mi pecho, como un bebé o un osito de peluche. Sentí que se me fruncía la barbilla e intenté recomponerme, temiendo que Larry y Eric ese preguntaran si no sería yo una activista encubierta.

Publicidad

“A veces, cuando estamos cansados y con ganas de hacer el tonto”, dijo Larry desde su silla, “jugamos a las marionetas. Un tío se cubre una mano con un zorro, otro con un mapache, nos sentamos aquí y hacemos como que hablan entre ellos”. Todos nos reímos. Larry, instintivamente, se encargó del paso final, dándole a la piel la vuelta de dentro a fuera y extendiéndola sobre un bastidor para raspar la grasa restante. Eric cortó los órganos del cuerpo, que seguía colgado de los ganchos, y los introdujo en jarras para su futuro uso como cebo. Toda vez que ya había probado mi convicción, Eric y Larry dijeron que con una sola piel no iba a llegar muy lejos y me ofrecieron comprar cinco de sus más hermosas pieles. Larry desenganchó la barra inferior de una pesada percha de acero de la que colgaban varias pieles, las ató entre sí pasando un lazo por las aberturas de los ojos y las introdujo en una bolsa negra de las de llevar prendas de talla grande. Después me hizo un recibo por un total de 150 dólares. Un robo.

Dándoles los últimos toques al chaleco.

Admirando el nuevo y confortable chaleco.

A unque no todas las pieles se han creado—ni todos los animales han muerto—de la misma manera, PETA no distingue entre las variedades salvajes y de granja. “Es una industria violenta y sangrienta, no importa cómo se presente”, me dijo su directora de  campañas, Lindsay Wright.

Buscando algún tipo de matiz moral, una opinión menos monolítica, llamé a Steven Wise, autor de una cáustica condena de las granjas porcinas titulada An American Trilogy y responsable de cursos sobre los derechos de los animales en la Escuela de Leyes de Harvard. Wise cree que la peletería debería ser ilegal, pero concede que hay espacio para unos cuantos grados de distinción ética. “Obtener pieles en granjas es probablemente peor que matar animales salvajes por su piel”, dijo. “Hasta el momento de su muerte, el

Publicidad

animal salvaje lleva una vida normal en plena naturaleza. Un animal criado por su piel tiene una vida terrible y una muerte terrible”. Le pregunté si creía que cazar al animal y procesar su piel una misma para crear una prenda cambiaba algo. “No”, respondió. “Sólo hace que te preguntes si acaso no es una locura”. Pues llamadme loca si queréis, pero no logró convencerme.

Llegó el fin de semana. No podía llevarle las pieles a Marc, el costurero, antes de tres días. La bolsa se quedó colgada en mi cuarto de baño. Al principio era como tener un vestido nuevo; me estremecía de excitación cada vez que pensaba en las pieles. Entonces empezaron a oler: un hedor entre tabla de carnicero, marroquinería y un tazón de Cheetos. La bolsa empezaba a parecerme una bolsa de cadáveres. El pelaje seguía siendo hermoso, pero la piel había adquirido un asombroso color magenta. Nunca he vuelto a ver el prosciutto igual que antes. Para cuando llegué al edificio de ladrillo en New Jersey donde Marc tiene su taller, era mi piel la que me picaba. “¿Desollaste un zorro rojo?”, dijo Marc cuando le conté la historia. “¿Estás de broma? Yo soy un chico del norte de Jersey”. Marc entró en el negocio de las pieles conduciendo un camión cuando tenía 19 años y era un marginado aspirante a músico. Me sorprendió que se mostrara tan aprensivo, sobre todo teniendo en cuenta que es dueño de uno de los talleres de confección en piel más grandes de Norteamérica. El olor provocó que hiciera una mueca cuando abrí la bolsa, pero dijo, “Creo que con esto se podrá hacer algo bonito”. Para demostrármelo, me enseñó unas pieles en remojo en unas bañeras llenas de jabón, productos químicos y sal, preparándose antes de eliminar de ellas la carne sobrante, hidratarlas y ponerlas en barriles de madera. “Yo convierto la

Publicidad

piel en cuero”, me dijo.

Marc me contó que, hasta hace pocos años, sólo una quinta parte del negocio se nutría de animales salvajes. A medida que el precio de las pieles de granja ha tocado techo, Marc calcula que la proporción ha subido hasta el 50 por ciento. Él atribuye el cambio a la demanda de pieles desde China y Rusia. Mis pieles de Pennsylvania no me habían parecido especialmente lanosas hasta que Marc me mostró unas de zorro finlandés de granja: esponjosas a más no poder, tres veces el tamaño de las mías, y con colores que iban del “platino” al “azul cobalto”. Los zorros rojos americanos solo tienen un color, pero seguían pareciéndome más bonitos que esas bolas de peluche finlandesas. Me moría de ganas de ver lo que la artesanía de Marc iba a dar de sí.

Dos semanas después fui al taller de Dimitri. En 1985, era uno de los más de 500 peleteros que había en la ciudad. Hoy quedan alrededor de 40. Bolsas, cajas y pilas de pieles cubrían hasta el último rincón, a excepción de una gruesa mesa de madera en medio de la habitación.

Desplegamos mis pieles sobre la mesa. Eran suaves y flexibles, de color caramelo por detrás, gris por abajo y gris plateado en los costados y cuellos. La piel que antes era del color del prosciutto ahora se aproximaba al blanco crudo del cuero. Aún tenían las orejas, narices y bigotes, pero era como si hubieran sido exorcizadas de sus espíritus animales.

Seleccionamos dos de las pieles de un color más brillante y las pusimos una al lado de la otra. Con un cuchillo de mango dorado, Dimitris recortó los bordes interiores, más pálidos, y después cosió juntas las dos pieles, creando un piel de zorro mutante de dos cabezas y espalda de doble tamaño. “¿Lo ves?”, dijo. “Como la cirugía plástica”. A continuación, sin ninguna ceremonia, se puso a trabajar en la parte superior de los cuellos. Mis zorros, en ese momento, no eran ya sino tejidos.

Fui la aprendiz de Dimitri durante cuatro días, cortando alrededor de los agujeros de bala y raspaduras en las barrigas, dando puntadas a las pieles y estirándolas para que adquirieran el tamaño adecuado. Hicimos un patrón de cartón para el chaleco y marcamos su contorno en los laterales de cuatro de las pieles, dejando la quinta para otro proyecto. Cortamos las líneas, cosimos juntas las formas y expusimos la piel a chorros de vapor. Cuando llegó el momento de cerrar el cuello, Dimitri dejó que me sentara ante la máquina.

A lo largo de cuatro días había observado a Dimitri coser el cuero, remetiendo la piel con los pulgares a medida que avanzaba.  Sin embargo, cuando fue mi turno de poner yo el pie en el pedal de la máquina de coser, sentí el mismo miedo y concentración que cuando tenía un cuchillo en la mano en el taller de Larry. Finalmente apreté, haciendo girar las ruedas de acero de la máquina mientras la aguja se movía hacia delante y hacia atrás a lo largo del cuello del chaleco.

Una vez el chaleco estuvo ensamblado, fui en busca de un forro. No podía decidirme entre dos tipos de franela: una verde cazador que me recordaba a los bosques de Pennsylvania y otra gris con motas de color caramelo que me recordaba a la capa interior de la piel del zorro. Escogí la gris y se la llevé a María, la costurera que daría el acabado definitivo. Trazó el contorno y lo cosió a mano. El chaleco estaba acabado, salvo por un toque final a la antigua usanza.

Llevé el chaleco a un local de monogramas en la calle 30 para que me bordaran mi nombre en la parte interior. A decir verdad, tendría que haber pedido que bordaran unos cuantos más: María, Dimitris, Barry, Eric y Larry. Y los de cuatro zorros

que me están manteniendo muy, muy cálida este invierno.

Y los quiero a todos por ello.