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En defensa del segurata que placó al niño en la final del Mundial de Rugby

¿Vale la pena la sonrisa de un niño si esto supone la lapidación pública de un hombre adulto?

Cada día muere un héroe; un héroe anónimo que nadie vitorea y que nadie conoce. Cientos de profesionales que han dedicado su vida entera a cumplir con sus obligaciones. Gente eficiente que no necesita ovaciones para seguir trabajando con total profesionalidad y efectividad. Caras anónimas que no aparecen nunca en televisión. Nombres que jamás serán impresos en camisetas. Biografías que nunca serán publicadas. Héroes ignorados e incluso, a veces, maltratados. Pero héroes al fin y al cabo.

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El pasado sábado, durante la vuelta de honor del equipo vencedor de la final del Mundial de Rugby, pasó algo fuera de lo normal; un chaval logró despistar a los seguratas, saltar al campo y dirigirse hacia los jugadores de los "All Blacks" de Nueva Zelanda. Gracias a Cristo Rey, un vigilante de seguridad logró interceptarlo antes de que llegara a las estrellas del equipo de rugby.Lo que pasó luego se escapa de cualquier sistema de razonamiento lógico: sin ningún tipo de respeto, los ganadores de la final apartaron al profesional de seguridad y convirtieron este momento de épica costumbrista y trabajo bien hecho en una triste y barata celebración moralista.

Sonny Bill Williams —uno de los jugadores— vio en ese pequeño criminal una buena oportunidad para engrandecer su ya de por sí hinchado ego. Tal fue el despropósito que incluso terminó regalándole al chaval la medalla de oro que acababa de recibir por sus méritos deportivos. Sin duda, un gesto terriblemente exagerado; la búsqueda de la lágrima fácil, la emotividad de saldo, un cuento moral de minuto y medio.

Ya puestos —y siguiendo la misma ruta narrativa por la que estaban yendo las cosas— podría haberse arrancado la piel y haberle regalado uno de sus tatuajes de mierda para que se lo colgara en su habitación a modo de póster. Incluso podría haberle dado un morreo, un acto que, descontextualizado de cualquier atisbo de sexualidad, habría sido aplaudido por los allí presentes. La emoción cegando la razón. Cada acción, cada gesto, cada detalle, cada sonrisa no iban destinados al niño, eran solamente una medida para alimentar el propio éxito del jugador. Ese niño era la medalla ideal que estaba buscando, un trofeo de carne, sangre y lágrimas. El placaje inmoral fue el gesto del jugador y no la intervención del guardia.

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Por lo contrario, los gestos del segurata fueron sinceros, eximidos de cualquier tipo de interés personal. Es más, actuó sin que las posibles consecuencias negativas de su acto ofuscaran sus convicciones. El tipo no esperaba nada a cambio, solamente estaba haciendo bien su trabajo por lo que el ovacionado debería haber sido él, otro santificado más en el eterno devenir de los grandes hombres.

En los momentos posteriores al incidente vemos al vigilante claramente destrozado —no sabe ni qué coño hacer con sus putas manos—, hundiéndose cada vez más en cada paso hacia atrás que da —alejándose del sol como un planeta perdido que solamente busca enfriarse poco a poco y morir. El tipo ya ve claramente la que se le viene encima. Porque lo que ese detalle humanista del jugador generó no fue la sonrisa de un preadolescente sino un cúmulo de odio extremo por parte de todos los allí presentes —jugadores, fans, técnicos…

Pese a haber cumplido como profesional, decepcionó como persona a todo el mundo: el vídeo de mierda se hizo viral y no solamente generó odio entre los asistentes sino que todo internet emanaba odio hacia ese pobre individuo. Detrás de la felicidad de un niño siempre se encuentra un hombre adulto solo y destrozado –como cuando tienes que renunciar a unos buenos cubatas para poder comprarle alguna mierda a tu hijo por Navidad.

Joder, es que si lo pensamos bien, el tío lo tenía todo perdido. Si detenía al chaval la justicia popular le destrozaría —como pasó— pero si lo dejaba correr sus superiores se lo recriminarían e incluso los jugadores podrían haberse sentido ofendidos por la escasa competencia del equipo de seguridad del estadio. Puede que las formas fueran un poco excesivas —al fin y al cabo estamos hablando de placar a un niño— pero, ¿y si ese chaval hubiera sido un asesino precoz? ¿No habría valido la pena esta muestra de violencia? ¿Nuestro amigo hubiera recibido el mismo trato por parte de todo el mundo si hubiera salvado a los jugadores de un tiro en la nuca? Preguntas que quedarán olvidadas en el tiempo como "¿Tú también, Brutus?" o "Kenneth, ¿cuál es la frecuencia?".

El deportista declaró que prefería que la medalla quedara colgada alrededor del cuello del niño antes que del suyo. Pues bien amigo Sonny, lo que realmente conseguirás es que del cuello del segurata cuelgue una preciosa y reluciente soga. Otro héroe anónimo placado por una masa enfurecida que no quiere pensar, solamente emocionarse con una vil y detestable muestra de espectáculo estéril y populista.