Lo peor de ser prostituta fue contárselo a mi padre

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Lo peor de ser prostituta fue contárselo a mi padre

A los 17 años, empecé a acostarme con hombres en habitaciones de hotel por dinero. Mucho dinero.

A los 17 años, empecé a acostarme con hombres en habitaciones de hotel por dinero. Mucho dinero.

Fue fácil. Lo único que hacía falta además de querer hacerlo era un coche y acceso a internet. Quizá no mediaron ni 48 horas entre la publicación de mi primer anuncio y el momento en que se presentó en la habitación un hombre de cincuenta y tantos años que podría ser uno de mis profesores. Después de aquella primera cita, me enganché a ese trabajo y pasé la mayor parte de mi etapa en el instituto viéndome con clientes regularmente. Tuve la última cita el día de Acción de Gracias, durante mi primer año de universidad.

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Era arrogante, curiosa y astuta, y me ponía la idea de ganar dinero follando con hombres maduros que supuestamente sabían más de sexo que los chavales de mi edad

Lo dejé por iniciativa propia. En el instituto era buena estudiante; incluso me habían elegido presidenta del grupo de debate. Mis padres me daban una paga generosa y yo no consumía drogas de ningún tipo. De hecho, la primera vez que fumé un porro de maría fue durante el último año de carrera, cinco después de haber hecho mi primer servicio. Soy hija única y mis padres me apuntaban a todo lo que una chica de mi edad podría desear: deporte, danza, teatro, campamentos de verano… He esquiado por toda Europa. Mi vida era fantástica. Era arrogante, curiosa y astuta, y me ponía la idea de ganar dinero follando con hombres maduros que supuestamente sabían más de sexo que los chavales de mi edad.

Diez años después, decidí explicar mi historia. La conté a todo el mundo: a la gente que encontraba en los bares y en los aviones, o a los chicos con los que salía. Escribí un artículo al respecto; incluso grabé varios podcasts. No podía dejar de hablar del tema. No hubo repercusiones negativas. La masa enfurecida que se me aparecía tan nítidamente en mis pesadillas nunca llegó a materializarse.

Mi padre es un Boina Verde. Sirvió en la República Dominicana, estuvo destinado dos veces en Vietnam y en la operación Escudo del desierto / Tormenta del desierto, en la Guerra del Golfo

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Las únicas personas a las que no se lo conté fueron mis padres, porque no sabía cómo hacerlo, exactamente. Sabía que mi madre no querría entender mi decisión pero que la aceptaría en última instancia, pero estaba convencida de que mi padre no soportaría mi revelación. Sin embargo, al final se enteraron… gracias a internet, cómo no.

Mi padre es un Boina Verde. Sirvió en la República Dominicana, estuvo destinado dos veces en Vietnam y en la operación Escudo del desierto / Tormenta del desierto, en la Guerra del Golfo. Ha vivido muchos conflictos y se considera una persona independiente, pese a que se cree a pies juntillas casi todo lo que ve en las noticias. Es un hombre de principios dispuesto a hacer siempre lo correcto, aunque no sea lo más conveniente o le granjee cierta impopularidad. Y yo también. En ese sentido, tenemos valores similares, aunque originados a partir de experiencias radicalmente distintas. Ambos rechazamos oportunidades por no estar dispuestos a comprometer nuestra integridad.

Me daba la sensación de que le habría resultado más fácil aceptar que su hija era una asesina

Los dos nos saltamos el semáforo en rojo si no hay tráfico, porque "Solo faltaría que dejáramos que una bombilla nos dijera cómo tenemos que vivir la vida". Mi padre me ha visto luchar con decisión por lo correcto frente a profesores, directores y administradores, y aunque no siempre estaba de acuerdo conmigo, siempre me apoyaba. Incluso seguía reconociéndose en mí tiempo después, cuando nos cruzábamos retahílas de insultos.

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Temía hablarle de mi pasado porque había sido un gran padre y no quería que pensara que él había tenido algo que ver en mi decisión. No quería cargarle con el peso de mi secreto egoísta y autocomplaciente porque me partía el corazón que la idea de que su hija era prostituta lograra lo que los horrores de la guerra no habían conseguido: quebrar su voluntad.

Allí estaba, frente a la puerta de su casa. Tenía llaves, pero llamé al timbre de todos modos. Abrió mi padre.

"Supongo que quieres que hablemos", dijo.

Su tono era lacónico y tenía los puños apretados con fuerza. En ese momento se estaba librando una violenta batalla en su interior. Me preguntó si quería tomar algo. Eran las dos de la tarde. Le dije que sí. Ambos bebimos. Me daba la sensación de que le habría resultado más fácil aceptar que su hija era una asesina. No sabía muy bien qué esperar de aquel encuentro. Mi padre se pasó 20 años sin hablar con su madre ni sus hermanas a raíz de una pelea de la que todavía hoy no sé demasiado, con lo que no era del todo descabellado que me dispensara el mismo trato.

Mi padre ha vivido tres guerras; ha quitado vidas con sus propias manos. Yo he practicado sexo a cambio de dinero. Ambos tenemos secretos de los que no queremos conocer los detalles

Estuvimos hablando durante varias horas sin abordar el asunto de la prostitución de forma directa. La bebida le había ablandado un poco el carácter y por un momento volvió a ser el entrañable cuentacuentos que solía ser en las fiestas. Me habló de la "guerra" que tenía declarada a las "malditas ardillas", charlamos sobre parientes a los que no conocemos y recordamos las pullas políticas en las que nos solíamos enzarzar. Intercaladas en estos temas, mi padre dijo unas cuantas cosas que me parece importante mencionar: que estaba orgulloso de mí y que las puertas de esa casa siempre estarían abiertas para mí. "Pase lo que pase".

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No percibí enfado en él. Simplemente estaba preocupado por mí, como siempre lo había estado. "Siento que seas como yo. La vida es dura para los cabezotas como nosotros".

Mi padre ha vivido tres guerras; ha quitado vidas con sus propias manos. Yo he practicado sexo a cambio de dinero. Ambos tenemos secretos de los que no queremos conocer los detalles, pero sabemos que fueron experiencias intensas.

Poco después, celebré el día de Acción de Gracias con toda la familia. Estuve todo el tiempo conteniendo la respiración, pero nadie hizo preguntas. La vida continúa, y las decisiones que tomé hace diez años simplemente han dejado de tener la importancia que tuvieron. Había nuevas oportunidades laborales, planes de boda y viajes de caza de los que ocuparse. Respiré aliviada.

Hace poco, mi padre me escribió esto: "Has hecho cosas que desearía que no hubieras hecho. Has hecho cosas de las que estoy tremendamente orgulloso. Y lo cierto es que así es como debe ser y como ha sido siempre. Cuando una adolescente alcanza la madurez, se convierte en una persona por derecho propio, capaz de tomar sus propias decisiones y de cosechar las recompensas o sufrir las consecuencias de sus actos. Nunca se me ocurriría decirte cómo tienes que vivir tu vida. No tengo ningún derecho a hacerlo. Solo espero haberte criado para sopesar tus opciones y tomar decisiones con sensatez".

Y lo has hecho, papá.

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Traducción por Mario Abad