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Vacaciones talibanas

Militancia, miedo y voleibol en el nuevo Pakistán.

Miembros del grupo talibán escindido Tehreek-e-Taliban rezando en una aldea de Mamun Zai, en la región tribal de Orakzai.

El hotel Pearl Continental en Peshawar, Pakistán, fue objeto de bombardeos seis meses antes de mi llegada. Conduciendo hasta allí a principios del pasado diciembre, el lugar me recordó a la Bagdad de la segunda guerra del Golfo: guardas de seguridad armados, perros detectores de bombas, muros anti explosión por doquier, más guardas armados… Y todo esto incluso antes de enfilar el coche el camino de entrada al hotel. Tuvimos que pasar dos controles de seguridad más antes de traspasar las puertas del edificio. Una situación muy diferente a la que vivimos cuando nos alojamos aquí en 2006. Éste era uno de los pocos rincones en Peshawar que podía considerarse divertido, un lugar donde se servía alcohol a los extranjeros y se celebraban fiestas y bodas. El Pearl, para los estándares pakistaníes, tenía “marcha”.

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El hotel, ahora, es un poblado fantasma. Yo era una de las quizá diez personas alojadas allí, y el personal parecía increíblemente contento de verme, o tal vez, simplemente, de tener clientes. Había una familia pakistaní rica y numerosa, dos tipos rotundos y misteriosos con pelo largo y piel pálida que hablaban en algún idioma de Asia Central, y yo. La habitación de los dos orondos era la adyacente a la mía, y podía oírles emborracharse y hablar durante toda la noche. Decidí que eran traficantes de armas o de heroína. Puede que de las dos cosas.

Las áreas tribales administradas federalmente.

Desde mi último viaje la región se había vuelto más violenta. La tasa de ataques suicidas con bomba, un fenómeno que en Pakistán rara vez ocurría, también ha experimentado un desconcertante incremento. Como resultado de este deterioro, mi viaje tardó más de seis meses en materializarse. Mi amigo y anfitrión, Naeem Afridi, es director de protocolo del gobierno provincial, y me había desaconsejado vivamente mi visita. “La situación con los talibán es mala. No vengas. Al menos, no en los próximos meses”, me dijo. Así que esperé. Y seguí esperando.

Cuando volví a hablar con él, su tono se había vuelto perceptiblemente siniestro. Sin inmutarme, le dije que quería entrevistarme con algún miembro talibán y le pregunté si él podía arreglar el encuentro. Me explicó que las cosas en Pakistán, y más concretamente en Peshawar, se habían hundido en un retrete de militancia y fundamentalismo, atentados suicidas y decapitaciones a manos de los talibán. “No te vas a encontrar con los talibán. Son perros. No lo voy a organizar”, respondió con un tono desacostumbradamente airado.

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Entonces, en julio de 2010, llegaron las inundaciones. En cuestión de meses, diluvios de proporciones bíblicas le jodieron la vida a más de 20 millones de personas. Fue el caos. El agua creó una franja a lo largo de todo Pakistán, de norte a sur. Los daños en las infraestructuras hicieron retroceder el país 20 años. Según se ha informado, serían precisos más de mil millones de dólares en ayudas para siquiera empezar a normalizar la situación, pero se estima que hasta la fecha sólo han entrado en el país unos cien millones. El primer ministro Asif Ali Zardari –también conocido como “Mr. 10 por ciento”, un exconvicto de turbia reputación a quien se cree responsable del asesinato de Benazir Bhutto, su esposa y antecesora en el cargo– es famoso por tener las manos largas; no es descabellado asumir que buena parte de los fondos recibidos se han quedado en la capital, Islamabad. Una vez las inundaciones remitieron llamé de nuevo a Naeem, y tras enviarle por cable algo de dinero para reparar los destrozos en su casa, estuvo de acuerdo en que era el momento oportuno de que volara a Pakistán. Me subí al avión.

El autor regresa a los confines de los diezmados mercados de armas Darra, ahora bajo control talibán.

Naeem, nativo de la región, fue en 2006 nuestro guía en el documental que

hicimos sobre los mercados negros de armas de Darra Adamkhel

, en las zonas tribales situadas entre Afganistán y Pakistán. Aquella fue una historia divertida acerca de un lugar muy serio, y Naeem se mostró contento y animado mientras duró la filmación. Era un narrador de historias nato, dispuesto siempre a contarte algo. No dejó de parlotear mientras nos guiaba por aquel primitivo mercado de artillería casera. Hoy, por el contrario, es un hombre serio. Incluso agrio.

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La diferencia es importante. Cuando vinimos por vez primera el director creativo de

Vice

, Eddy Moretti, y yo, los campos de entrenamiento de Al-Qaeda y los talibán habían sido temporalmente erradicados de Afganistán gracias a la campaña americana vamos-a-bombardear-hasta-en-el culo-a-los-afganos post 9/11. Muchos de los restantes combatientes talibán y miembros de Al-Qaeda se deslizaron como cucarachas a través de las porosas fronteras con Pakistán, en el extremo sur de las montañosas áreas tribales. Aquí es donde los talibán empezaron a tramar su regreso golpeando al mismo tiempo al ejército pakistaní, el cual se desesperó intentando contener y eliminar esta oscura nueva presencia en Pakistán. A pesar de los informes de los medios llamando a la precaución, las batallas se desarrollaban mucho más hacia el sur de donde nosotros estábamos; la situación, por tanto, era peligrosa, pero no tanto como para que nos cagáramos en los pantalones.

Además, Naeem se las había arreglado para conseguir que una milicia tribal nos hiciera de escolta, algo que nunca viene mal. La visita se saldó con Eddy y yo probando ametralladoras y comiendo cordero con la gente del lugar en un área que ningún periodista occidental había visitado en largo, muy largo tiempo. A grandes rasgos, fue divertido.

Así ha sido la vida en el área pakistaní de Kuroona tras las inundaciones de 2010.

Eso fue entonces. Hoy, los talibán se han abierto camino hacia el norte hasta la parte superior de las áreas tribales, justo en el perímetro de Peshawar y los centros urbanos. Y los mercados de armas de Darra Adamkhel se han convertido en uno de sus feudos. Ahora es siniestro, muy diferente de como era en 2006. El enemigo tiene exactamente el mismo aspecto que los nativos del lugar; resulta imposible para cualquiera percatarse de quién es quién y qué es qué. La sensación generalizada es de “no confíes en nadie”.

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Tras aposentarme en mi vacío hotel, concerté un encuentro con el jefe del gabinete del Daily Times en Peshawar, Iqbal Khattak, para que me pusiera al tanto de cómo estaban las cosas. Me dijo que las ayudas gubernamentales no estaban llegando a las víctimas de las inundaciones, y explicó que la falta de habilidad de los legisladores para solventar disputas internas había creado un vacío de poder. Se da, me dijo, una nueva oportunidad para los talibán de dar un paso al frente y ganarse a la gente ayudándoles en la reconstrucción y con la resolución de disputas territoriales en aquellos casos en que las aguas han hecho desaparecer los muros de barro utilizados para demarcar los lindes entre los terrenos propiedad de una u otra persona.

Es un movimiento gangsteril clásico. Organizaciones criminales de todo tipo lo han llevado a cabo en todo el mundo durante siglos.

Un día los talibán, con sus más de 30 grupos militares escindidos, siembran el caos, llevando sangre y fuego a todas partes, de Karachi a Lahore y a Peshawar, y al siguiente se desviven por ayudar a los oprimidos y a los desfavorecidos. Miedo, asesinatos, abrazos, dinero, miedo, asesinatos, abrazos, dinero y vuelta a empezar.

Miembros de los talibán protestan y gritan consignas anti América tras un ataque con drone a una madrassa en una aldea de Damadola.

Cuando le pregunté a Khattak si los talibán asentados en Pakistán eran tan despiadados como sus predecesores en Afganistán, me habló del baño de sangre perpetrado en el pakistaní Valle de Swat. “Decapitaron a la gente. A todo el mundo, incluyendo bailarines, cantantes y mujeres. También se dedicaron a abrir tumbas y sacar los cuerpos, deshonrando los cadáveres. Tras la muerte llega la humillación”.

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Khattak se reunió en 2008 con el comandante talibán Bailtullah Mehsud, quien le explicó, en parte, los efectos de los ataques americanos con drones. “Puedo hacer campaña durante tres meses para ganarme los corazones y las mentes de la población local y, quizá, atraer a 50 ó 60 personas a mi lado”, le dijo Mehsud a Khattak. “Pero un sólo ataque con drone pone de mi lado a la aldea entera”.

Cuando Estados Unidos empezó a utilizar aviones drone Predator para bombardear a los militantes en suelo pakistaní, no fueron sólo Al-Qaeda y los talibán quienes se cabrearon: todo el mundo, desde el gobierno a la población civil, montó en cólera por lo que constituía una flagrante violación de la soberanía de la nación. Por no mencionar las incontables veces en que un drone ha errado su objetivo y arrasado a los asistentes a una boda en vez de a extremistas.

Irónicamente, Bailtullah murió en uno de esos ataques con drone, que a veces sí alcanzan sus objetivos. No obstante, el análisis de Khattak es que son los americanos los que están radicalizando el área. “Si un ciudadano normal siente que es un objetivo y que en cualquier momento puede sufrir un ataque, se unirá a los talibán”, explicó. “Los ataques con drone en Pakistán tal vez están dando a los americanos una ganancia a corto plazo, pero lo que perderán a largo plazo es mucho, mucho mayor”. La tecnología drone es totalmente contraproducente, y cuanto antes nos libremos de ella antes seremos capaces de asegurar nuestro futuro. En caso contrario hundiremos en esta crisis a la población al completo”.

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Un hombre, bajo órdenes del líder local del grupo talibán escindido Lashker-e-Islam, ejecuta a dos “criminales” en Spinqamer, Pakistán.

Rahimullah Yusufzai, la última persona que entrevistó a Osama bin Laden y uno de los periodistas más respetados de Pakistán, desmenuzó para mí a los talibán. Me explicó que los seguidores de Al-Qaeda en Pakistán son prácticamente indistinguibles, y que sus miembros siguen los mandatos de los talibán afganos. Sin embargo, de lo que yo más quería saber era de los “suicidistas”, como mi encargado de cámara, Inam, gustaba de llamarles.

Los talibán despejando el lugar de la ejecución.

“Los talibán tienen entre veinte y treinta y tantos años, incluso los mandos de mayor graduación”, me contó Yusufzai. “Disponen de una cantidad inagotable de hombres bomba. Pueden permitirse enviar suicidas a objetivos insignificantes—pueden enviar una ola de ellos a atacar un objetivo concreto… 10, incluso 20 hombres bomba para arrasar un lugar. Todos están deseando morir”. Cuando le pregunté sobre sus métodos de persuasión, añadió: “Sus métodos de lavado de cerebro son muy efectivos. Recibí una llamada del jefe talibán de los suicidas. Me dijo, ‘Puedo convertir a un hombre joven en un hombre bomba en media hora, incluso en 20 minutos. Es muy sencillo. Hay mucha rabia entre nuestra gente, entre los musulmanes, contra América”.

La guerra contra el terror de los americanos se ha convertido en un berenjenal de dimensiones colosales. La batalla en Afganistán envía a Pakistán un flujo constante de armas, refugiados, militantes y heroína. Actualmente la heroína es, en ciudades como Lahore, más barata que el hachís, y la cultura del Kalashnikov, cuyos cimientos los puso la CIA hace 30 años cuando financió a los muyahidin, lo absorbe todo. Se ha cobrado un devastador número de víctimas en Pakistán y, al mismo tiempo, creado la próxima generación de militantes. Bravo, USA. Lo has hecho muy bien.

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“Hay mucha rabia contra los aliados de los países occidentales, como el estado y el ejército de Pakistán”, dijo Yusufzai. “La gente ha sufrido y arde en deseos de cobrarse venganza. Todos los pueblos han sido atacados, mujeres y niños han sido asesinados. Para los talibán resulta muy fácil motivar a esas familias y reclutar suicidas”. Yusufzai añadió otra cosa que le dijo el reclutador jefe de hombres bomba: “Me dijo, ‘Usted es un hombre ya mayor, pero si se sentase conmigo media hora, también a usted podría convertirle en un suicida’. Tenía una confianza enorme en lo que hacía”.

Miembros del Tehreek-e-Taliban se relajan jugando al voleibol en Mamun Zai.

La población pakistaní se cuece en un caldo de reactividad, venganza y represalia. Cuanto más hablaba con la gente de la región, más lo oía. “En la sociedad pastún, cobrarse venganza es algo muy importante”, siguió diciendo Yusufzai. “Hay un dicho en lengua Pashto: ‘Aunque te vengues 100 años después, no es demasiado tarde’. Muchos de los ataques que se producen son actos de represalia, creo yo. Los atentados suicidas y el uso de artefactos explosivos improvisados son los dos medios más efectivos que los militantes pueden emplear en esta parte del mundo”.

En los bastiones talibán situados en los límites de las áreas tribales pude ver comisarías de policía reducidas a escombros por los suicidas. Los soldados que las reconstruían, cargando armas similares a bazucas fabricadas en la Unión Soviética a mediados de los 80,

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odiaban

a los talibán. Armados con artillería primitiva, trabajan en entornos peligrosos hasta lo indecible y sin apenas percibir salario porque desean restaurar la paz. “Tal como lo veo, nos consideran enemigos e infieles”, me dijo uno de los soldados. “Hemos perdido muchos hombres luchando contra ellos”. Le pregunté qué contribuiría a mejorar la situación. “Estamos aquí esperando y muriendo por el país por un salario mínimo. Estaría bien que el gobierno nos ayudara un poco”, respondió.

Otro soldado me explicó: “Tenemos que dispararles porque son nuestros enemigos. Al-Qaeda y los talibán trabajan juntos y están arruinando nuestro país. Son forasteros venidos de Afganistán, Uzbekistán, Kazajistán, y árabes”.

Cuanta más gente entrevistaba, más claro lo tenía: los talibán y Al-Qaeda en Pakistán han abandonado su sagrado objetivo de imponer una estricta ley islámica en la región; eso, a estas alturas, son sólo paparruchas y eslóganes. Al menos hasta que la actual batalla en múltiples frentes finalice, lo cual no parece que vaya a suceder en largo tiempo. Ahora, por el momento, son sólo jóvenes cabreados y vengativos más allá de lo imaginable.

Están reaccionando a una política extranjera de operaciones intervencionistas no muy encubiertas que data de la época de las administraciones Carter y Reagan. Es una irónica nota a pie de página que los misiles Stinger que los norteamericanos entregaron a los muyahidin para ayudar a derrotar a los soviéticos en los años 80 sigan todavía en uso y ahora en manos de los talibán. No hace tanto tiempo, apenas unas décadas, Reagan veía a los talibán bajo un ideales totalmente diferentes: “Estos caballeros son los equivalentes morales de los padres fundadores de América”. Dios, me encanta esa cita.

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Hakeem Ullah Mehsud, el posiblemente fallecido líder del Tehreek-e-Taliban, sonriendo en una conferencia de prensa poco tiempo antes de, tal vez, fallecer en un ataque drone estadounidense.

Peshawar es la ciudad natal de Al-Qaeda, el lugar donde Osama bin Laden creó su estructura antes de convertirse en el hombre más buscado del planeta. El Jamaat-i-Islami es un movimiento islámico que cuenta con millones de integrantes y está considerado unánimemente como afín a Al-Qaeda. Antes de marcharme intenté localizar al secretario provincial del Jamaat-i-Islami, Shabir Ahmed Khan.

Nada más sentarme pude advertir que estaba muy cabreado. “Tengo un mensaje que dar”, dijo. “Los problemas que nos rodean no los provocan los talibán ni Al-Qaeda. Son las políticas de occidente. Si los occidentales nos van a matar y asesinar a todos, tendremos que responderles. Hasta que empiecen a tratarnos con respeto y respeten nuestra religión y nuestras costumbres, no creo que los problemas se resuelvan”.

Decidí no interrumpirle. Prosiguió: “Hay un dicho: ‘el enemigo de mi enemigo es mi amigo’. América hace el papel de enemigo y Al-Qaeda es la reacción. La gente tiene que darse cuenta de esto. Nadie tiene derecho a imponer sus dictámenes a una nación libre. Nos obligan a aceptar sus reglas políticas y sociales, y no tienen derecho”. Resultaba difícil no estar de acuerdo.

“Tienen derecho a ser amigos nuestros”, exclamó. “Nosotros hemos luchado por nuestros derechos. América ha derramado sangre en Afganistán durante nueve años y no ha logrado nada con ello. Lucharemos. No 10, ni 20, lucharemos 50 años si es necesario. Queremos mostrar la cara cruel de América. Están cometiendo un crimen enorme. Nos están matando. Han matado o convertido en huérfanos a nuestros hijos. Nosotros no somos los criminales. Lo son ellos”.

De vuelta en el Pearl Continental hice las maletas, cogí algo de comida y me preparé para dejar la ciudad. Una de mis últimas misiones era encontrar algunos vídeos de entrenamientos de los talibán y Al-Qaeda con el propósito de incluir imágenes en el acompañamiento fílmico para VBS.TV de este artículo, pero cuando fuimos al mercado clandestino, todo lo que pude encontrar fueron películas de Bollywood y pornografía. Inam tanteó el terreno y obtuvo respuesta. Me dijo, “Volveré en 15 minutos”.

A su regreso me tendió un lápiz de memoria. “Vídeos”, dijo. Conecté la memoria a mi ordenador y me quedé espeluznado al encontrar terribles vídeos de ejecuciones y ataques de hombres bomba. De la clase que hace que te quedes pálido y vomites. Cuando le pregunté quién se lo había dado, hizo gestos que sugerían que había sido un hombre con una gran barba. Dijo que era un obsequio de uno de los grupos escindidos de los que tanto había oído hablar. “Quieren que se publique”, añadió.

Me vino a la cabeza que los militantes sabían ahora dónde me alojaba. Con imágenes de decapitaciones bailando en mi cerebro, monté en mi coche, conduje hasta Islamabad y entré en los lujosos y seguros confines del hotel Marriott para matar el tiempo antes de coger mi vuelo de regreso. Un grupo de chicas estaba celebrando un cumpleaños y unos diplomáticos comían sushi. Sí, sushi, en Pakistán. Cancelé mi vuelo a casa, pedí una habitación y dormí 14 horas seguidas.

En breve podréis ver el periplo de Suroosh por los feudos talibán y manejando artillería fabricada en Rusia. En VBS.TV.