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Terror de extrema derecha en Hungría

Una historia de gitanos y vigilantes neo-nazis.

Después de una crisis política en la que tropas privadas de seguridad aterrorizaron a los gitanos y controlaron las calles durante semanas, el pequeño pueblo de Gyöngyöspata, a una hora de Budapest, se ha convertido en símbolo de la creciente influencia de la extrema derecha en Hungría y de su incapacidad para tratar con la minoría romaní. La última noticia es que quieren ponerlos en “campos de protección del orden público”, de los que no se podrían marchar sin autorización. De no doblegarse, se arriesgarían a quedarse encerrados de por vida. Es un ejemplo que pone los pelos de punta de lo que puede pasar cuando el fanatismo de extrema derecha, que se extiende como una manta húmeda por toda Europa, empieza a sedimentar.

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Con su población de 2.700 personas viviendo en barracas, Gyöngyöspata no parecía ser tan diferente de los otros pueblos que cruzamos en nuestro recorrido por la Hungría rural. Sin embargo, en marzo, grupos de vigilantes de extrema derecha—hombres con camisas negras y skinheads jóvenes con camisetas de calaveras y gafas de sol—empezaron a patrullar las calles de Gyöngyöspata. Vinieron en autobuses desde distintas partes de Hungría para ayudar a los ciudadanos a solventar el “problema de la delincuencia gitana”, y encontraron fuerte apoyo. Hoy, sin embargo, ninguno de los habitantes admite haber tomado parte en la decisión ni haberles dado la bienvenida.

No hay un odio fundamental, ni un racismo por motivos ideológicos fuertemente enraizado en Gyöngyöspata. Fueron cosas pequeñas las que envenenaron al pueblo. La población romaní de Gyöngyöspata casi se ha duplicado en los últimos años, y como suele pasar cuando mucha gente pobre tiene que convivir en una comunidad pequeña, los robos y delitos menores en el pueblo han ido aumentando. De vez en cuando desaparecían cosas de alguna granja, y la fuerza policial local, tres hombres y un solo coche, no podía o no quería hacer mucho para poner remedio a la situación. La ira de los ciudadanos fue aumentando poco a poco.

Hungría ha dado un dramático giro a la derecha, algo que se puede ver en el éxito del partido de extrema derecha Jobbik, cuyo principal tema de campaña es “erradicar la delincuencia gitana”, y cuyos líderes políticos han aconsejado a los “sionistas liberales bolcheviques”que empiecen a pensar en dónde huir. El año pasado, el partido Jobbik, en coalición con Fidesz, obtuvo dos tercios de la mayoría en el parlamento, un resultado que no favorece a los 700.000 gitanos que representan la principal minoría étnica en Hungría.

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Los grupos vigilantes que vinieron a Gyöngyöspata eran principalmente ex-miembros de Magyar Garda (Guardia húngara), un brazo militar de Jobbik ahora prohibido, cofundado por el líder de Jobbik, Gábor Vona, con la misión de “llevar a cabo un completo cambio de régimen y rescatar a los húngaros”. Sus miembros supuestamente hicieron juramento vestidos con uniformes parecidos a los de los nazis. En marzo, el líder de Jobbik se dirigió a centenares de estos vigilantes en el mercado de Gyöngyöspata. Dijo que, puesto que los agentes de policía no podían defender a los inocentes de una manera adecuada, los Jobbiks empezarían a organizar divisiones a escala nacional que sí podrían.

Los problemas con los grupos de vigilantes en Gyöngyöspata fueron aumentando durante abril y culminaron en Pascua. Janos Farkas, el presidente del consejo local de romanís, nos invitó a tomar café con él y nos explicó el infierno que había vivido su gente. Los skins no fueron el peor de los problemas: lo peor era un grupo nuevo de hombres de la organización Védérö (que más o menos se traduce como “fuerza militar”). Vestidos con uniformes de camuflaje y boinas rojas, llevaban armas y se dirigían unos a otros con los códigos de la vieja guardia fascista de Hungría.  Tras comprar una casa en Gyöngyöspata, su líder, Tamas Eszes, un instructor de karate de 47 años, trajo consio a sus paramilitares, a los que temían incluso los que apoyaban a Jobbik.

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Sólo la ladera de una colina separa las casas de Eszes y Farkas, y se pueden ver el uno al otro por las ventanas de sus salas de estar. Un día, los védérös bajaron con hachas y palos por la ladera hacia el asentamiento gitano e hirieron a cuatro personas, entre ellas un niño de 14 años que quedó inconsciente de un golpe. Farkas me contó que los romanís jóvenes defendieron sus casas e hirieron a algunos de los combatientes védérös. El Védérö anunció que por Pascua enviaría a 2.000 de sus hombres a un campo de entrenamiento de tres días que se haría en Gyöngyöspata. Aquella fue la gota que colmó el vaso para los romanís, que huyeron del pueblo en autobuses de la Cruz Roja.

Un portavoz del gobierno intentó desestimar la importancia de la situación, calificando la huída de los romanís de “una excursión de Pascua”, pero la Unión Europea ya se había enterado. El día de Viernes Santo, 150 policías extranjeros aparecieron en Gyöngyöspata, cogiendo al Védérö desprevenido en su campo de entrenamiento y deteniendo a Eszes y a varios de sus partidarios. El ministerio del interior, Sandor Pinter, acudió al pueblo y dejó que los medios de comunicación le hicieran fotos en la cocina de Farkas. Durante los siguientes días, la policía impidió que entraran forasteros en el pueblo.

A pesar de su detención, en julio Eszes presentó su candidatura a a la alcaldía. No obtuvo la mayoría de votos—un candidato Jobbik ganó las elecciones—pero todo indica de que el nuevo alcalde adoptará una política dura para con los romanís. Intentamos entrevistarle, pero se negó a hablar con nosotros. Farkas nos dijo que aún no ha visitado su poblado.

Los romanís regresaron a Gyöngyöspata cuando la situación se calmó. Hoy ya no hay hombres paseándose por las calles con uniformes. El nuevo alcalde ha declarado que el pueblo por fin tendrá una comisaría, pero la situación está muy lejos de haberse arreglado—la gente del lugar aún habla mal de sus vecinos gitanos, y Farkas y los suyos aún temen a Eszes. El año pasado, el partido Jobbik declaró que la integración de la minoría romaní había sido un fracaso y propuso ubicarlos obligatoriamente en campamentos. Las cosas no pintan bien.