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El CadÁver

De todos los rumores sobre Bredo Morstoel, este es el más interesante: dispuso las almohadas de su lecho de muerte para transmitir un mensaje secreto a su nieto. Como sucede con todos los mitos sobre Bredo, es difícil demostrar que sea cierto. Y, como...

TEXTO E ILUSTRACIONES DE SAM MCPHEETERS, TRADUCCIÓN DE AINHOA REBOLLEDO

De todos los rumores sobre Bredo Morstoel, este es el más interesante: dispuso las almohadas de su lecho de muerte para transmitir un mensaje secreto a su nieto. Como sucede con todos los mitos sobre Bredo, es difícil demostrar que sea cierto. Y, como ocurre con la mayoría de los famosos, los mitos añaden información a su biografía. Al no estar vivo, Bredo lo tiene más difícil para defenderse de los mitos que cualquier otra persona famosa del mundo.

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Morstoel nació en 1900 en un pueblo cerca de los fiordos occidentales de Noruega. Creció en Bærum, un lugar costero a las afueras de Oslo, se casó en 1928 y tuvo una hija, Aud, en 1930. Bredo dirigió el Departamento de Parques y Ocio de Bærum, donde se ocupaba de diseñar cementerios y áreas de picnic. Sin duda, la de Bredo era una vida con poco interés. Incluso cuando los nazis ocuparon Noruega entre 1940 y 1945, o después de fallecer su mujer en 1978, Bredo permaneció en Bærum, esquiando y pintando hasta muy avanzada edad.

En 1975 Bredo sufrió un paro cardíaco mientras esquiaba y quedó tendido sobre la nieve. Casi muere, pero Aud pudo darle un masaje en el pecho y reanimarlo. Recuperado, Bredo modificó sus hábitos alimentarios. Sin embargo, su corazón seguía débil; rondando los noventa años tuvo varios ataques, más leves. Una vez sus médicos descartaran un transplante, Bredo empezó a llevar una vida más sedentaria, deseando que su suerte durase.

En noviembre de 1989, Aud llamó a su hijo de 31 años, Trygve Bauge. Bredo había muerto. Trygve tomó una decisión audaz: iba a congelar a su abuelo. Años más tarde supo que, cuando su abuelo murió, las almohadas estaban colocadas en forma de T, acaso una señal de que Bredo quería que su nieto cuidara de sus restos.

Trygve vivió en Colorado casi 10 años. Obtuvo un visado temporal en Estados Unidos en 1980 y, en el transcurso de la década, se labró una reputación de excéntrico adorable en el condado de Boulder. El tradicional baño de año nuevo de Boulder empezó con Trygve bañándose él sólo en las aguas congeladas. En 1986 fue arrestado en el aeropuerto de Stapleton (Denver) tras bromear acerca de un secuestro aéreo. Cuando intervino la policía, se acogió a gritos a la Primera Enmienda.

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La forma de pensar de Trygve escapa a toda lógica. En su página web uno se entera de que su objetivo es “la prolongación de la vida, el objetivismo, la libertad empresarial y la supervivencia digna a la guerra nuclear y a otros peligros más pequeños”. También de que “se está especializando en la creación de centros de prolongación de vida a prueba de guerra nuclear, y es además famoso por organizar sesiones de incremento de la salud, baños en hielo y suspensión criónica y por ostentar el récord mundial de permanencia en una bañera llena de hielo: 1 hora, 5 minutos y 51 segundos en agua a 2º de temperatura”.

Sus inquietudes reflejan una espesa mezcla de libertarismo, survivalismo y Ayn Rand-ismo. En una de las numerosas veces que he hablado con él por teléfono o correo electrónico, Trygve lanzó una diatriba contra la reforma sanitaria de Obama, diciéndome que, “en un país libre, es responsabilidad del individuo generar riqueza y la forma en que utiliza sus propios recursos” (más tarde me dijo que culpaba al sistema público de salud noruego de la muerte de su abuelo) . En varias ocasiones expresó su admiración por Ronald Reagan.

Trygve vio la congelación de su padre como un proyecto piloto, algo que permitiría que su madre, y algún día él, pudieran congelarse en condiciones más idóneas. Cuando hablé con él, me di cuenta de que Trygve empleaba el término ‘muerto’ y no el de ‘desanimado’ (“desanimación” es el término preferido de la industria de la criónica, reflejando la creencia de que los cerebros congelados sólo están muertos clínicamente, esperando ser resucitados gracias a una tecnología a desarrollar en el futuro). Tampoco hay mucho en la suspensión de Bredo que un profesional de la criónica hubiese aprobado. Trygve tuvo que convencer a su mamá, y después al hospital, para sacar adelante sus planes. Aunque acordó por teléfono que el cuerpo se trasladaría rápidamente a una morgue refrigerada, se quedó tres o cuatro días en una habitación a sólo -18ºC. Los centros de crionización indican que la temperatura ideal para los pacientes desanimados es de -196ºC (sean cuerpos o sólo cabezas: los médicos tienen la esperanza de poder clonar en el futuro nuevos miembros corporales), pero es necesario un periodo intermedio y un proceso bastante complicado para alcanzar esos -196ºC de forma segura. Los tejidos humanos se descomponen más despacio a -17ºC que a temperatura ambiente, pero aún es una temperatura bastante alta cuando se está tratando con frágiles células cerebrales.

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Unos años antes de la muerte de su abuelo, Trygve había oído hablar de una empresa de criónica en el Área de la Bahía de San Francisco llamada Trans Time, y éste era el nombre que él tenía en mente en 1989. Aunque tenía sus propios planes para un futuro centro de criónica—con un utópico-pastoril diseño de cúpulas y pequeñas colinas—, no eran más que eso, planes, de modo que el cuerpo de Bredo se empaquetó en hielo seco y transladó a San Francisco. Una vez allí lo sumergieron en nitrógeno líquido esperando el día en que la tecnología fuese lo suficientemente avanzada como para reparar su envejecimiento, su corazón, el deterioro celular y su estado de mortalidad crónica. Iban a tener que esperar bastante.

En 1990 escribí a la Fundación Alcor por la Prolongación de la Vida para solicitarles documentación. Necesitaba detalles sobre crionización para un relato de ficción en el que estaba trabajando y Alcor era la empresa de criónica más grande del mundo. Al cabo de unas semanas recibí un abultado sobre conteniendo más de cien descabelladas fotocopias con más aspecto de fanzine amateur que de dossier de prensa. El material incluía LA MUERTE ACCIDENTAL ENTRE LAS POBLACIONES INMORTALES y LA MUERTE DE LA MUERTE EN LA CRIÓNICA. La simpática chapuza de su presentación contrastaba con la jerga incomprensible—médica y técnica—que utilizaba.

Los Alcorianos demostraban asimismo una extraña fe en el progreso de los seres humanos. “Cuando se haya resuelto el problema del envejecimiento”, decía uno de los artículos, “las enfermedades propias de la edad—principalmente el cáncer y los problemas circulatorios—desaparecerán automáticamente”. En más de una ocasión leí que “todo el mundo tiene derecho a una juventud infinita y a gozar de buena salud”. Ponían el envejecimiento al mismo nivel que la guerra nuclear como peligro para la productividad humana. Como cualquier movimiento alternativo importante, político o del tipo que sea, los crionicistas se comparaban con los abolicionistas.

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Toda esta documentación incluía un impresionante despliegue de arte gráfico tirando a críptico: cabezas, ordenadores, copos de nieve, retículas al estilo de Tron. Varios textos que hablaban de los maravillosos horizontes que se abrían ante la Humanidad iban acompañados de ilustraciones al estilo de Patrick Nagel presentando a una especie de impecables pijos del futuro. Con el lema ¡¡¡ALCOR DEATHBUSTERS!!!, una página mostraba a la Parca dentro del logo de los Cazafantasmas. Otras páginas adjuntaban datos técnicos muy detallados sobre la preparación pre-criónica de un cuerpo con granulosas, muy gráficas fotografías de partes de cadáveres. Un artículo titulado LA MEDICINA DEL SIGLO XXIV presentaba un dibujo a toda página de un hombre con un brazo sumergido biomecánicamente en un amasijo de túbulos palpitantes. Todo aquello no es que me inspirara precisamente a contratar cuanto antes los servicios de Alcor, pero me dejó fascinado; la empresa, evidentemente, desconocia la importancia de contar con un buen Relaciones Públicas.

Una vez su abuelo (o el cuerpo de su abuelo, según tu punto de vista) estuvo a salvo en Trans Time, Trygve se centró en crear su propio centro criónico en su ciudad adoptiva de Nederland, Colorado. Al principio se planteó establecerlo en un barco, lejos del control gubernamental, pero la logística requería que empezase a menor escala. En 1992 planteó a una comisión de Nederland la posibilidad de crear unas instalaciones de criónica legales. El pueblo rechazó su propuesta y él empezó a construirlas por su cuenta. Por 8.000 dólares adquirió la primera de una serie de grandes, empinadas parcelas de terreno, subdivididas de forma problemática pero, eso sí, con unas vistas impresionantes. Destinó el dinero de la venta de la cabaña de su abuelo en Noruega a las obras de una combinación entre residencia y centro de criónica que, en un futuro, dispondría de múltiples cápsulas subterráneas de almacenamiento de cuerpos.

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La seguridad era clave en los planes de Trygve. Utilizó hormigón reforzado con acero para crear una estructura principal capaz de resistir terremotos y deslizamientos de tierra, revistiendo las fachadas de concreto lanzado y aislamiento a prueba de incendios. En ningún lugar del edificio habría madera u otro tipo de material combustible. De haber renunciado a poner ventanas, la casa habría estado protegida hasta de una detonación nuclear cuyo punto cero estuviese a 700 metros de distancia (un escenario plausible teniendo al otro lado del pueblo la presa Barker Meadow, cuya hipotética ruptura provocaría un estallido equivalente a un megatón). Quizá no fuese impenetrable pero, a efectos prácticos, la casa era imposible de demoler.

En septiembre de 1993, ya completa la estructura principal, Trygve decidió que había llegado la hora de traer a su abuelo. Trasladó el cuerpo congelado de Bredo en avión desde Trans Time hasta el aeropuerto de Stapleton. A su propiedad en Nederland aún le faltaba mucho para ser el avanzado, tecnológicamente puntero centro de criónica plenamente operativo que Trygve había imaginado, pero concluyó con que en algún momento había que empezar. El féretro de Bredo se instaló, entre ingentes cantidades de hielo seco, en un cobertizo detrás de la casa. Si acaso el cadáver de Morstoel no fuese el primero en recibir cuidados criónicos amateurs, sin duda sí sería el caso de animación criónica realizado con la tecnología más rudimentaria de la historia de la Humanidad. Un hito en secreto.

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El siguiente mes de febrero, un hombre de Chicago llamado Al Campbell (no confundir con el Al Campbell que, a finales de ese mismo año, murió aplastado por un elefante con el que actuaba en Hawaii), falleció como consecuencia de un fallo hepático. Los centros de criónica establecidos no solían aceptar suspensiones de última hora, de modo que Trans Time aconsejó a la pareja de toda la vida de Campbell que se pusiera en contacto con Trygve. Ambos firmaron un contrato de medio año para mantener a Al en la caja con Bredo, con la intención de que sería una parada técnica antes de llevar el cuerpo a unas instalaciones mejores. Con un segundo cliente, Trygve tuvo un arrebato y pensó en comprar un Dewar—así se conocen a las unidades verticales de almacenamiento criónico—y mejorar el sistema pasando del hielo seco al nitrógeno líquido, que produciría in situ mediante energía eólica o solar.

En vez de eso, Trygve fue deportado. Agentes de Inmigración le echaron el guante, metieron a la fuerza en un avión y enviaron a Oslo: había residido en Estados Unidos durante casi 14 años sin visado ni pasaporte. Pese a estar capacitado para recibir una amnistía en 1986 gracias a la Ley de Reforma y Control de Inmigración creada por Reagan, Trygve habia rehusado obtener los papeles por una cuestión de principios. Consideraba que la inmigración era un tema muy relacionado con la preservación criónica y que el rejuvenecimiento y conservación del ser humano se llevarían mejor a cabo en un país en el que no hubiera fronteras para nadie. “La prolongación de la vida y la longevidad van de la mano con la idea de la libertad de Jefferson”, me dijo Trygve en una de las largas conversaciones que mantuvimos.

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Aud estaba angustiada. En una entrevista con un periódico local de Nederland,

Mountain-Ear

, declaró no saber “qué pasaría con los cuerpos”. Horas después la policía descubría la nave; días después la prensa descubría Nederland. Las autoridades verificaron que los cadáveres no eran obra de un asesino en serie y los funcionarios de salud pública del condado de Boulder determinaron que la nave no suponía ningún riesgo para la salud. Sin embargo, dos días después el pueblo emitió una orden de interrupción de actividades. Desde Europa, Trygve protestó diciendo que la orden era inconstitucional ya que, por su vaguedad, incluso podría aplicarse para “prohibir que la gente guardase brécol en sus congeladores”.

El pueblo amenazó con asumir la tutela de los dos cuerpos si Aud no firmaba un acuerdo para llevárselos cuanto antes. Aud explotó durante un pleno del concejo municipal, comparando a gritos al alcalde y a los miembros del concejo con Stalin. El pleno aprobó una ley que prohibía el almacenamiento de cadáveres en una propiedad privada. Algunos ciudadanos se ofrecieron a llevarse los cuerpos a sus casas, y un grupo de lugareños formaron el Freeze Tax Waste Committe, una asociación de oposición a la ordenanza. El alcalde Bryan Brown declaró que no iba a permitir que el asunto se convirtiera en un espectáculo circense. Otro miembro del pleno se quejó: “Esto ya se ha convertido en un circo para la prensa”.

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El pleno municipal finalmente declaró a Aud culpable de violar varias leyes de la zona; expulsada, se mudó a un apartamento en Boulder antes de terminar regresando a Oslo al año siguiente. Pero Trygve aún poseía la propiedad, y las autoridades de Nederland concluyeron, a regañadientes, que Bredo había sido convertido en un carámbano (una expresión deliciosa que ya se ha utilizado miles de veces) antes de que se aprobara la ordenanza. La pareja de Campbell, asustada por la cobertura de los medios, se llevó el cuerpo de vuelta a Chicago, donde fue incinerado por la familia.

El pueblo inició una tranquila tregua con su habitante más famoso. Tras considerar las opciones que tenía para preservar el cuerpo de su abuelo desde la lejana Oslo, Trygve descubrió en internet a Bo Shaffer. Bo, un libertario, futurista y ‘ecologista planetario’ del condado de Boulder, mantiene y dirige su propia empresa de consultoría medioambiental. Trygve supo que era uno de los pocos habitantes de la zona que podría hacer ese trabajo y los dos llegaron a un acuerdo económico para que se convirtiera en el cuidador de Bredo.

Durante las navidades de 1995, vientos de casi 130 km/h asolaron Nederland. Muy dañado, el cobertizo de contrachapado donde reposaba Bredo apenas se mantenía en pie tras la ventisca. En febrero, una emisora de radio de Denver respondió a las súplicas de ayuda que Bo había realizado a través de internet y se alió con la compañía Tuff Shed para donar una nave nueva y más resistente a Bredo. Esta nueva nave se pintó con los logos THE FOX, CLASSIC ROCK y KRFX 103.5FM. Dos meses después Bo trajo a unos médiums a la nave para comprobar si Bredo mostraba alguna reacción a la nueva instalación (los resultados no fueron concluyentes).

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En 1998, tres aspirantes a cineasta rodaron

El Abuelo en el Tuff Shed

, un vídeo estrafalario, de baja calidad, pero que permitió que los habitantes de Nederland pudieran dar su opinión; el tono de la mayoría de ellos era de perpleja resignación.

A finales de 1999, Bo se abasteció de hielo seco para preparar la nave ante el cacareado ‘efecto 2000’: nacido en el siglo XIX, Bredo entró en el siglo XXI bajo el ojo atento de un ángel guardián libertario. Había viajado más, como cadáver, que mucha gente a lo largo de su vida. Cuando Bredo falleció, el término ‘huella de carbono’ no era aún muy conocido. Ahora era de los pocos humanos que seguiría teniendo huella de carbono incluso después de muerto, enterrada entre trozos de CO2, rodeado casi literalmente de gases invernadero. La población mundial casi se había cuadruplicado desde el nacimiento de Bredo y, aunque estaba muerto, en su fallecimiento había un asterisco: tal vez muerto para siempre, quizá sólo clínicamente.

También Alcor recorrió un largo camino durante la década de los 90. En 1994, preocupada por los incendios, inundaciones, terremotos y disturbios callejeros, la empresa se trasladó de California del Sur a las afueras de Phoenix. También estaban preocupados, pero menos, por el activismo por los derechos de los animales en la Costa Este. Alcor no había mantenido en secreto que probaba sus técnicas y productos químicos en animales domésticos, y los inicios de la década de los 90, al menos para los que experimentaban con animales, fueron tiempos de laboratorios arrasados y de ataques de furibundos antiviviseccionistas con pasamontañas. Y luego estaba la relación de Alcor con la policía: en 1987, varios directivos de la empresa fueron arrestados temporalmente bajo sospecha de haber aplicado la eutanasia a la madre de un miembro de la junta. El caso implotó cuando la policía, en un torpe movimiento, le echó involuntariamente un cable a Alcor permitiéndoles los servicios de un Relaciones Públicas. Alcor ganó los dos juicios subsiguientes, pero el incidente dejó un regusto a desconfianza.

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La década de los 90 fue asimismo testigo de un cambio de proporciones sísmicas en la opinión pública sobre la criónica. La oveja Dolly se clonó en 1996 y el Proyecto Genoma Humano completó su mapa del ADN humano cinco años después. La manipulación celular y la nanotecnología, tiempo atrás materiales propios de revista de ciencia ficción y fantasía, se cubrieron rápidamente del manto de la respetabilidad. Los Alcorianos llevaban tiempo insistiendo en que su organización estaba en vanguardia de la biotecnología humana. Con el cambio de siglo, esta postura empezaba a desprender el aroma de lo real.

En abril de 2002 arreglé con Alcor una visita a sus instalaciones en Phoenix. Los datos de mi cita se habían perdido, no sé cómo, en las tripas del ordenador de algún directivo, de modo que cuando llegué al anodino parque industrial tuve que dar unas cuantas rápidas explicaciones simplemente para que me dejaran acceder a la sala de recepción. La recepcionista estaba dando los toques finales a una nueva página web. Mirando por encima de su hombro pude ver que la empresa había cambiado su logo corporativo, abandonando su antiguo emblema de un futurista y estrambótico Ave Fénix surgiendo de sus cenizas (un reflejo involuntario del emblema de la ciudad de Phoenix) en favor de una abstracta insignia que podría pertenecer sin problemas a un consorcio europeo de aseguradoras.

Hablando con unos y otros logré por fin acceder al

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inner sanctum

de Alcor. Me llamó la atención lo limpio que estaba el espacio y que mi anfitrión, el Dr. Lemmler, no me mirase a los ojos. Atravesando a buen paso las salas de perfusión y enfriamiento—algo así como Estaciones de la Cruz para los desanimados recientes—pasamos junto a unos folletos relacionados con algo llamado Campo de Entrenamiento de Longevidad y de unos DNA-Saver, kits de análisis personal de ADN con soporte para poner en la pared. Había cámaras de seguridad por todas partes. Conocí a Aido, al parecer el único gato que allí en Alcor no utilizaban para hacer experimentos, y después me condujeron a la sala que albergaba los tanques con los cuerpos. Parecía una mini fábrica de cerveza. Pude oír a alguien al fondo tarareando con voz muy baja y glacial. Alcor tenía entonces 48 clientes; algunos de ellos cuerpos, otros sólo cabezas.

Ese mismo año, 2002, la Cámara de Comercio de Nederland se devanó los sesos buscando un tema para el festival de primavera. Marzo era, tradicionalmente, un mes flojo para los comerciantes. Un festival con el lema “Locura de marzo” no iba a llamar la atención de los residentes y parecía improbable que una horda de clientes viniera desde Boulder, menos aún con la carretera cubierta de nieve. En fin, ¿qué tenía Nederland que no tuvieran otros pueblos?

En una reunión de la Cámara alguien mencionó a Mike, el Pollo sin Cabeza. En Fruita, un pueblo a 4 horas en coche por la Interestatal 70, estaban planeando la cuarta edición de su anual Día de Mike, el Pollo sin Cabeza, una bulliciosa fiesta de homenaje a un pollo que había sobrevivido 18 meses después de ser decapitado (el hacha no cortó el tallo encefálico; su dueño alimentaba al pollo por el muñón del cuello con un cuentagotas). En términos de pura curiosidad morbosa, Bredo Morstoel estaba por encima del pollo Mike. Por tanto, ¿por qué no dar la vuelta a su truculenta historia en beneficio de Nederland?

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La primera edición del festival Frozen Dead Guy Days [“Días del Fiambre Congelado”] se celebró el primer fin de semana de ese mes de marzo. Fue un exitazo: 50.000 dólares en ganancias. Los turistas bebieron, compraron y se involucraron en todos los sentidos con toda fiesta que, por poco que fuese, estuviera relacionada con la criónica. Los visitantes pudieron echar un vistazo a la nave donde descansaba Bredo. Los tipos raros pudieron vestir como chiflados con toda impunidad. Combinando elementos del Burning Man, el Mardi Gras, el Oktoberfest y el Mummers Parade de Filadelfia, el festival FGD convirtió la particularidad más embarazosa de Nederland en su máximo atractivo de la noche a la mañana.

También en el resto del mundo iba a darse un vuelco en la opinión sobre la criónica. Ted Williams, laureado ex jugador de los Red Sox, fallecía en julio de un ataque cardíaco. Williams dejó escrito que deseaba que a su muerte su cuerpo fuese incinerado; en lugar de eso, tras firmar dos de sus tres hijos un acuerdo con Alcor, el cadáver fue transportado a Phoenix, decapitado y puesto en hielo (más adelante se hicieron acusaciones de que Alcor amputó la cabeza por error y que tanto ésta como el cuerpo fueron congeladas por separado).

Uno de los hijos, John Henry, se convirtió en objeto de furibundos ataques, incluyendo una demanda interpuesta por la hija mayor. Era una historia complicada. Que los contratos fueran de dudosa validez decía más de la familia y de Alcor que de la criónica. Y, por supuesto, estaba el asunto de las motivaciones del hijo: la suspensión de William, realizada a toda prisa y sin acuerdo previo, requería un fuerte pago por adelantado. ¿Por qué querría alguien desprenderse de una cantidad de seis cifras de su herencia? Los simplistas medios de comunicación unieron rápidamente en una sola cosa acusaciones de que lo que pretendía era vender el ADN de su padre con la cuestión, que en sí misma no tenía nada que ver, de la congelación.

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En 2004, Alan Kunzman publicó

Mothermelters: The Inside Story of Cryonics and the Dora Kent Homicide

[Mothermelters: la historia de la criónica y el homicidio de Dora Kent]. Kunzman había sido segundo investigador en la Oficina Forense del Condado en Riverside, California, y fue estando él allí cuando miembros de Alcor fueron arrestados por breve tiempo en 1987. La investigación de una posible muerte inducida y posterior decapitación de una paciente anciana afectada de Alzheimer se disolvió como un azucarillo a causa de una serie de conflictos entre departamentos y de la incompetencia de los agentes de la ley. El relato de Kunzman es un refrito de la batalla que Alcor ganara 17 años antes tanto en términos legales como de imagen (“Ganaron sólo porque nosotros fuimos más tontos que ellos”.) El público potencial del libro se limita probablemente a quienes, como yo, llevan dos décadas siguiendo a la compañía.

Como exposición de unos hechos,

Mothermelters

hace un trabajo mejor volviendo a despertar viejas sospechas de prejuicios por parte de la policía de Riverside. “¿Qué demonios podría estar haciendo esa gente con una incubadora?”, se pregunta Kunzman tras inspeccionar las instalaciones. “Era simple especulación, pero cuanto más averiguaba más me preguntaba si no estarían investigando con bebés. No tenía pruebas, pero me pasó por la cabeza”. Más adelante, Kunzman carga contra lo que él llama “anemia moral”.

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Al año siguiente de mi visita a Phoenix, Alcor contrató a un antiguo paramédico llamado Larry Johnson como nuevo director clínico. En siete meses ascendió a jefe de operaciones. Resultó ser un topo, un informante desde dentro que hacía copias de documentos y grababa conversaciones con un micrófono adherido al cuerpo. En otoño entregó la documentación compilada a un periodista de Sports Illustrated y después se ocultó en paradero desconocido, según él por miedo a las amenazas de partidarios de la criónica.

Johnson estuvo en el exilio hasta la publicación en 2009 de

Frozen: My Journey Into the World of Cryonics, Deception and Murder

[Frozen: Mi viaje al mundo de la criónica, el engaño y el asesinato]. En su libro acusa a Alcor de nepotismo, ínfimas condiciones de higiene e hipocondría colectiva, y más tarde de conexiones con el crimen organizado, tráfico de drogas y posible vivisección. En cierto punto compara a los mandamases de Alcor con los nazis. Su relato peca de dispersión (se centra un buen rato en la autocastración de uno de los ejecutivos, Mike Perry, y más tarde declara “desagradable” que Alcor se fije en los fans de la ciencia ficción como clientes potenciales). No obstante, en su calidad de informador infiltrado, Johnson descubrió un filón de pruebas de abusos y negligencia corporativa.

A pesar de que los dos hombres documentan los trapos sucios de Alcor de manera plausible, en ambos esa plausibilidad cayó más tarde hecha añicos; Kurzman, por intentar vender la historia a Hollywood, y Johnson por crear una web para vender gráficas fotos privadas de los clientes de Alcor.

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Mothermelters

fue un fiasco, pero

Frozen

supuso un impacto directo en Alcor, dinamita en los cimientos de la compañía en cuanto a confianza del público. Depende de cada uno decidir si el escándalo puede haber afectado al número de inscripciones, pero de lo que no cabe duda es de que el relato del grave mal trato que sufrió la indefensa cabeza de Ted Williams (descongelamientos, golpes…) ha dado más credibilidad a la causa de los escépticos anti-crionización que décadas de chistes malos de Jay Leno.

Resulta revelador que Amazon.com empareje

Frozen

, a través del link Comprados Juntos Frecuentemente, con

Arguing With Idiots: How To Stop Small Minds and Big Government

[Discutiendo con idiotas: cómo detener a las mentes pequeñas y el Gran Gobierno], de Glenn Beck. La vertiente “Sentido Común” del actual conservadurismo populista—toda una filosofía política cuyo conjunto nítidamente engloba Beck en una exasperada sonrisa sardónica—es, en realidad, una forma remozada de anti-intelectualismo al viejo estilo. En

Mothermelters

, Kunzman vuelve una y otra vez al tema central de que los directivos de Alcor eran una panda de elitistas intelectuales esnobs. El forense, ya desde las primeras páginas, arremete contra los representantes de Alcor, quienes, a su parecer, se recrearon demostrando su superioridad mental sobre él. Kunzman registra cada mirada de suficiencia, cada risa a su costa, cada gesto de “arrogancia” y “auto-importancia”. Tras confiscar y leer el diario de Mike Perry, declara a Perry “un sabihondo” y procede a divulgar los contenidos de su diario a sus lectores.

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Antes de Ted Williams, la criónica se paseaba por la periferia de la consciencia colectiva a través de alguna ocasional historia de interés humano narrada con tono sarcástico. Después de lo de Williams, la cuestión adquirió tintes siniestros. “¡Esto es macabro!”, soltó una nerviosa Connie Chung durante una entrevista con Johnson para la CNN en 2002. En el artículo que apareció en Sports Illustrated, al tema central de los abusos a Williams se añadieron los escandalosos detalles de que la cabeza se había “agrietado accidentalmente” y que descansaba dentro de algo que parecía un tanque para langostas.

Aunque el “agrietamiento” sea algo de relativa poca importancia en el mundo de la criónica y que la compañía lo considere un efecto secundario, encaja bien con los argumentos sobre dignidad de la vertiente Sentido Común del conservadurismo populista. Cuando Larry Johnson habló con Howard Stern el año pasado, éste condujo la atención a la acusación de que Alcor utilizaba latas de atún como pedestales de las cabezas congeladas, un detalle repetido de forma fetichista por la mayoría de los medios. “Eso se puede considerar maltrato”, añadió el copresentador Robin Quivers con toda la fuerza del Sentido Común glennbeckiano.

En

Frozen

Johnson se desvive por no desacreditar la criónica en sí, y sin embargo en las entrevistas no deja de parlotear sobre el particular. El año pasado, en la CBS, habló con tono solemne sobre “la decapitación de cadáveres”. Seis años antes, en la ABC, empleó la palabra “profanación” para describir la congelación de Williams.

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Ése ángulo, el de la profanación, es una poderosa arma para los detractores de la criónica. En una entrevista, la hija de Ted Williams, Bobby-Jo Ferrell, temblando de ira, dijo, “Mi padre está en un tubo metálico, tan helado que el calor de mis dedos haría que se rompiera si le tocase. Es malsano”. Los reportajes aparecidos tras

Frozen

suelen mencionar que Alcor almacena cuerpos y cabezas hacia abajo (en prevención de que, en caso de corte de energía o pérdida de hielo de los tanques, el cerebro fuese lo último en deshelarse). En un belicoso debate celebrado en julio de 2002 en el programa Crossfire de la CNN, Paul Begala mandó callar a gritos a un representante de Alcor y después comentó que Williams habría preferido que su dinero se hubiese destinado a la investigación del cáncer.

Existe un curioso doble rasero en los argumentos de los detractores: las personas deben poder decidir de manera autónoma sus últimos deseos, pero sólo si se ajustan al patrón de moralidad vigente. De todas las célebres desviaciones de la norma—en 1987, la petición de Lord Avebury de que sus restos alimentaran a los perros; en 2005, las cenizas de Hunter Thompson siendo disparadas por un cañón…—ninguna ha provocado tanta indignación como la congelación de Williams.

También existe cierta sombra de coacción tras la idea de que Alcor, teniendo un interés de tipo financiero en la muerte de alguien, sea más sospechosa que una funeraria al uso, pero lo cierto es que la criónica es una forma relativamente barata de irse de este mundo. En ocasiones se ha hecho público el considerable gasto de una suspensión—de 80.000 a 150.000 dólares—, pero el dispendio puede tratarse como la contratación de un seguro de vida. Los pagos mensuales a Alcor ascienden a 600 dólares, de los cuales 450 pueden deducirse de los impuestos; por tanto, se tardarían 30 años en desembolsar el equivalente al coste de un funeral medio en Estados Unidos (unos 6.000 dólares, según la Federal Trade Commission). En los alrededores de Los Angeles, chillones anuncios de la franquicia de cementerios Forest Lawn instan al lector: NO TENGA UN FUNERAL COMO EL DE LOS DEMÁS. Esta campaña publicitaria me parece más repelente y manipuladora que la más espeluznante literatura de Alcor que yo pudiera leer en 1990.

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Y luego está el ángulo de la viabilidad. Johnson retomó veces el argumento de “las fresas”, un punto de vista propio del Sentido Común glennbeckiano según el cual las fresas, una vez descongeladas, se convierten en insípida pulpa. Los humoristas Penn y Teller le arrearon a la criónica la bofetada sarcástica definitiva en

Bullshit!

, un gag perteneciente a un episodio de su serie en el canal Showtime. En cierto momento, el redactor jefe de algo llamado Revista Científica de Medicina Alternativa dice, “Están sacando pasta a costa de alguien que en un futuro lejano pueda resolver el problema”. Una risita exasperada y una sonrisa sardónica y continúa, “Deshielo. Lo único que queda tras el deshielo es una papilla viscosa”. Un comentario en YouTube debajo de este episodio dice, “El daño que se causa con la congelación se debe a los cristales de hielo. Los cristales rajan las paredes celulares. Todo esto es pseudociencia, una chorrada”.

Este punto en concreto ha sido expuesto hasta la saciedad por Alcor y por cualquier otra organización de criónica, puesto que es, de hecho, la auténtica piedra angular de la industria. La idea básica es que la nanotecnología, en algún momento, dará con los avances necesarios para poder reparar las células una por una. Los cristales de hielo, así se cree, no supondrán problema alguno para los millones o billones de diminutos nanobots ciliares que se moverán por los tejidos reparando las células dañadas. Es una idea de fantasía, pero no más que de lo que en 1910 podría serlo la máquina corazón-pulmón.

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Un poco de perspectiva. En 1969, cuando yo nací, la computadora que guió el módulo lunar Apolo 11 podía almacenar 50 kilobytes de datos y pesaba 23 kilos. Mi iPhone tiene 16 gigabytes de capacidad y pesa 135 gramos; es decir, una reducción de 150 veces el peso con un incremento de capacidad superior a 320.000. Siguiendo esta línea matemática, en 2049—estadísticamente, el año en que me tocaría fallecer de muerte natural—, un aparato de sólo 0,21 miligramos sería capaz de almacenar hasta 5,1 petabytes. Eso equivale a 100 millones de archivadores en la cuarta parte de lo que pesa el cerebro de una abeja. Si descartamos una catástrofe (o los límites que impone la Ley de Moore), estos avances son inevitables. Negar esto en base a la filosofía Sentido Común parece, de algún modo, antiamericano.

No muy lejos de los límites de Nederland y de su enorme pancarta de vinilo anunciando la novena edición anual del FROZEN DEAD GUY DAYS, la Iglesia Católica de Santa Rita anunciaba, de forma más sobria, que la misa dominical daría comienzo a las 9:30 de la mañana. Estábamos en domingo y eran casi las 9:30, de manera que entré. Rita es la santa matrona de las causas perdidas o imposibles, y se me ocurrió que el servicio podría, tal vez, ligar lo que el nombre de la matrona sugiere con los acontecimientos en el pueblo durante el fin de semana. Tras unas himnos y saludos a los feligreses, un hombre que se identificó como el diácono David llevó a cabo la homilía. Con voz agradable, habló de los fariseos y de la parábola de la higuera estéril, pero no hubo mención a Lázaro, a la Resurrección o a la vida eterna, ni a ningún otro de la media docena de temas que habría podido perfectamente enlazar con los dilemas de Bredo.

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Más tarde pregunté al diácono si había ignorado intencionadamente temas que se pudieran relacionar con el festival. Me dijo que, en efecto, así había sido, y que iba a lanzar una diatriba sobre la política de la doctrina católica en cuanto a la dignidad y cuidado de los fallecidos, pero que al final se abstuvo de hacerlo. Añadió, algo irritado, que el tema que se trata en cada homilía no es “materia que decida la política de cada iglesia”, si no “decisión del homilista”. Eludir en un servicio religioso temas con los que no se está de acuerdo es algo que carece de sentido para mí; los clérigos, sin importar la fe que profesen, nunca han evitado hablar de algo en lo que estuvieran en contra. Pero no quise insistir. “La novedad ya ha dejado de serlo”, dijo con voz cansada. “Incluso para la gente de Nederland”.

Mientras me dirigía hacia el pueblo me pregunté si sería cierto. Las calles, a media mañana, estaban vacías. Unas láminas con lemas pintados a espray indicando PÁRKING DEL FESTIVAL me condujeron hasta un aparcamiento desierto. Me había estado preocupando la idea de haberme equivocado de día, pero desde que supe que no era así, toda la ciudad empezó a parecerme un decorado sacado de un episodio de La Dimensión Desconocida. Aparqué mi coche y caminé hasta la zona de tiendas del centro de la ciudad.

Finalmente encontré a una mujer joven en el, por lo demás, desierto cuartel general del festival. Me explicó que el maravilloso clima del sábado atrajo a más de 10.000 visitantes, un récord, y que el diminuto pueblo se había convertido en un enorme párking. El sábado fue “un día estupendo” y la gente todavía se estaba recuperando. A lo largo del día oí exactamente lo mismo, por lo general de boca de tenderos refunfuñones, un montón de veces.

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Nederland se encuentra a sólo 27 kilómetros al sudeste de Boulder, pero para llegar hay que subir un kilómetro de montaña y, una vez allí, el ambiente es el de un lugar mucho más remoto. El nombre significa “tierras bajas”—un apodo que le pusieron mineros del siglo XIX que trabajaban en la localidad de Caribou, aún más elevada—, y los habitantes de Boulder suelen referirse a Nederland como “Ned”. Tras un siglo de altibajos en la extracción de plata y tungsteno, Ned se convirtió en una especie de refugio en las montañas para hippies, libertarios y gente demasiado rara para ser admitida en Boulder.

En el carrusel del centro del pueblo, un cartel me informó de que el lugar estaba en fase de renovación a cargo de la compañía Positive Energy Electrical. No muy lejos los habitantes pueden comprar en Mountain People Co-op, Grateful Meds o Nedicate; Nederland es, quizá, el único pueblo de 1.300 habitantes en toda Norteamérica con cuatro dispensarios de plantas medicinales y una tienda de “suministros para jardinería de interior”.

Anteriores atracciones del Frozen Dead Guy incluyeron natación en agua helada, carreras de féretros, concursos de camisetas heladas, partidas de bolos con un pavo congelado, danzas interpretativas de la muerte y concursos de imitadores del Fiambre Congelado. Me había perdido el desfile de coches fúnebres, algunos de ellos modificados al estilo de Mad Max, y una estridente charanga en la que participaba un equipo que, con la virus porcina como inspiración, se disfrazaban de cerdos y se revolcaban en el barro entre risas.

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Entre las bebidas preferidas, y en Ned se bebe mucho durante el FDGD, están la microcerveza Dead Guy, traída de Oregón; un combinado a base de vodka llamado Grandpa’s Spirit y, por supuesto, bourbon Old Grand-Dad con hielo. La cafetería Buffalo Bill’s Coffee & Confections servía Crispy Grandpa Treats [delicias crujientes del abuelo], un dulce a base de arroz tostado con una capa de malvavisco y decorado con un caramelo de goma con forma de soldado. De alguna manera Nederland se las ha ingeniado para destilar las peores acusaciones contra Alcor (falta de respeto por los restos humanos) y contra Larry Johnson (sensacionalismo y especulación) y mezclado las dos en un próspero festival para toda la familia.

A medida que avanzaba la tarde el pueblo empezó a llenarse de juerguistas. Era un día cálido para la época del año y los canales de conducción al alcantarillado brillaban con una mezcla de barro y nieve derretida. No faltaban montañeses, ni barbas, ni montañeses con barbas llamando a sus perros, que iban sueltos y por alguna razón tenían todos nombres que empezaban con la letra zeta.

Tras echar una ojeada a la carpa de cervezas Congelador de Cerebros—que era el típico bar al aire libre—, me dirigí a la Carpa de Reanimación, una zona de hierba reservada para las actividades infantiles. Aunque había leído que se celebraban carreras de ataúdes para niños, las actividades del día consistían en pintarse la cara y talleres de manualidades. Oí a alguien que decía, “La idea es que te parezcas a un muerto al que han congelado”. Por todo Nederland pude escuchar, una y otra vez, gente explicando esto a otras personas, como en el juego del Teléfono pero a gran escala.

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En la calle mayor, cerca de una cristalería que parecía una parodia de una cristalería, entré en una tienda en la que, entre otras hierbas, vendían cáñamo, y encontré una buena colección de camisetas alusivas al festival: NEDSTERDAM, EL ABUELO TIENE UNA

POSSE

, EL ABUELO ESTÁ EN EL FUMADERO. Las camisetas llevaban el logo oficial del FDGD, un icónico abuelete –que no era Bredo- con lúgubres ojos entrecerrados y una larga barba a lo Rasputín. Se parecía más a Trygve que al abuelo de Trygve.

La relación de Trygve con el festival se fue deteriorando. En 2005 invitaron a su madre. Trygve, tras insistirle a dos congresistas de Colorado, obtuvo para Aud un visado de tres meses. Una vez en Nederland, la mujer se fue paulatinamente disgustando porque el éxito del festival no trajera beneficios a su familia. Tras uno o más enfrentamientos con una comerciante local, Teresa Warren (el no del todo fiable diario

Boulder Daily Camera

informó de que Aud, en estado de embriaguez, agredió a Warren acusándola de deberle 60.000 dólares), Aud fue arrestada y acusada de acoso.

El festival siguió adelante. Desde aquella edición las relaciones han mejorado. Sin embargo, cuando le pregunté por teléfono acerca de la disputa, Trygve se mostró cauteloso. Dijo no poner objeciones a la comercialización de su abuelo (en su página web lista hasta 51 marcas registradas, entre ellas “Boulder Polar Bear Club”™, “Rocky Mountain Cryonic’s [sic] Facility?™, “Frozen Grandpas?™ y casi cualquier posible variación de su nombre y el de su abuelo). Y dijo no importarle ver sólo una tercera parte de los ingresos por las visitas a la nave -este último año 600 dólares, menos de lo que cuesta el hielo carbónico de un mes. Quizá su cambio de actitud tuviera que ver con alguna indirecta lanzada desde la alcaldía del pueblo.

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Fui en coche hasta el Sundance, un parador a un kilómetro y medio de pueblo, para ver el Lanzamiento del Salmón Congelado, que consiste como su nombre indica en arrojar salmones congelados lo más lejos posible; cada lanzamiento cuesta 5 dólares y el vencedor se embolsa 100. Observé al pez volar por los aires una y otra vez y aterrizar entre la sucia maleza enfrente del porche del establecimiento. Cada vez que el salmón caía al suelo—los enormes ojos abiertos, las escamas saltando—, un festivo árbitro medía la distancia; luego otro árbitro deslizaba el pez por un mugriento tobogán pintado con los colores del arco iris hasta la línea de lanzamiento.

Se me ocurrió que este ritual podría ser una costumbre local sin ninguna relación con la criónica (pese a que existiera algún tipo de analogía con la exasperada diatriba del diácono sobre lo del respeto por los muertos). Delante de mí, dos chavales contemplaban con rostro demudado el que debía ser para ellos un incomprensible ritual adulto que algún día volvería a sus cerebros en forma de recuerdo desconcertante. Quizá absorbiendo por ósmosis los componentes más fantacientíficos del día, el chico más mayor se giró al otro y, con voz de robot, dijo, “Lo-siento-señor-pero-mis-circuitos-indican-que-es-usted-tonto”. A poca distancia, un salmón daba contra el suelo entre una pequeña explosión de escamas y fragmentos de hielo. “¡Vamos, Tony! ¡Enséñale quién manda aquí!”, gritó alguien.

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‘Criónica’ es una palabra clave y secreta. ‘Criogenia’ es la ciencia de las bajas temperaturas. ‘Criónica’, la de congelar personas y animales. Casi todos los reportajes emplean la palabra equivocada.

New York Times

aparte, aún no he visto fuente de noticias que utilice la correcta. El

Daily Camera

de Boulder llamó al proceso ‘criogénesis’, y un presentador del Canal 4 lo llamó ‘cri-ro-génica’. Incluso el póster del FDGD ha puesto mal la palabra, lo mismo que la web de Bo Shaffer. Esta sería una cruz pequeña con la que cargar si no denotara cierta parcialidad: la mayoría de periodistas ni siquiera respetan el tema como para molestarse en averiguar qué es una cosa y qué la otra. La criónica es la Rodney Dangerfield de la medicina especulativa.

Esa tarde, alrededor de las tres, esperé en frente de la cafetería Buffalo Bill para pagar los 25 dólares que costaba la visita a la nave de Bredo. Éramos cerca de doce personas. Divididos en tres coches, se nos condujo por calles estrechas y empinadas. El conductor de mi vehículo llevaba en la cabeza una chistera de brillantes colores arcoiris e iba maquillado de cadáver congelado; parecía un fan de

The Rocky Horror Picture Show

. Las dos mujeres en el asiento trasero me dijeron que habían venido desde Fort Collins, hora y media en coche. Cuando respondí que yo venía de California, una de ellas dijo, entre risas, “¡No todos los de Colorado somos así de raros!”,

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La casa abandonada de Trygve apareció en lo alto del camino, y era la residencia privada más fea que yo jamás haya visto. Grises bloques de cemento formaban una especie de fuerte en forma de caja, con imitaciones de almenas dentadas en la parte superior; el aspecto era el de uno de esos castillos decorativos que se ponen en las peceras. Trygve me aseguró más tarde por teléfono que las rendijas paralelas que podían verse cada pocos metros en los muros se habían hecho como futuro soporte de vigas en forma de I, y no para proveer una zona cubierta desde la que disparar en caso de enfrentamiento armado con la policía, como se había publicado por ahí. Así y todo, la construcción parecía una fortaleza.

Un animado hombre con bigote nos recibió. Tras presentarse como Bo Shaffer, nos guió por el lugar. Nos contó que el banco de Trygve había demostrado gran flexibilidad con los pagos de la hipoteca; que no tenían ningunas ganas de ejecutarla tratándose de una propiedad imposible de demoler y que hacía de contenedor legal de un cadáver.

Horas antes, viendo

El Abuelo en el Tuff Shed

en un videoclub local, me percaté de que los turistas reían a carcajadas y ponían sonrisas sarcásticas y se miraban para comprobar si todos estaban de acuerdo en lo divertido que era aquello. Lo encontré un extraño eco de las risas del público asistente al programa

Crossfire

, hinchadas y, me pareció a mí, de naturaleza defensiva. Aquí, en la casa, noté la misma tendencia a exagerar el jolgorio, como si todos tuvieran la necesidad de reír a gran volumen para reafirmar su descreimiento. A veces era difícil decidir qué era lo que provocaba el pitorreo. ¿Quizá la vida de Trygve? ¿O la muerte de Bredo? ¿La criónica en sí? Cuando Bo nos enseñó la pared de cemento que marcaba la entrada al túnel que conduciría a la sala subterráneaque Trygve pretendía que albergara las cápsulas de crionización, el grupo en pleno se rió por lo bajo y esbozó idéntica sonrisa sardónica, casi como un reflejo. Aparentemente aquel era un muro hilarante.

El tour nos llevó a continuación al sótano en el que una vez vivió Aud. Las fotos que había visto mostraban un espacio habitable, cómodo hasta cierto punto, con alfombras aquí y allá, tumbonas y una estufa de leña. Ahora era un simple espacio vacío abandonado. Había una escalera de mano que en su día sólo utilizaba Trygve, explicó Shaffer, ya que Aud, por su avanzada edad, no estaba en condiciones de acceder a las plantas superiores de la casa. No había cocina ni cañerías. Una fotocopiadora que había sido de Trygve estaba arrinconada en una esquina, polvorienta bajo una pila de libros y papeles.

Un agujero en el techo ofrecía un atisbo de la segunda planta. Mirando justo desde debajo alcancé a ver varias cajas y más pilas de papeles, suficientes como para llenar dos módulos industriales de almacenaje. Algunos papeles asomaban por el borde del agujero. Bo hizo una broma acerca de los efectos de una manada de ratas, y tardé unos segundos en comprender que no era una metáfora sino que se refería a ratas de verdad, que habían hecho su nido entre las cajas. Shaffer nos enseñó unos cuantos de los miles y miles de bocetos, esquemas, dibujos, planos arquitectónicos, documentos y peticiones que Trygve había dejado atrás. También mostró varios libros relevantes sobre criónica, nos ofreció comprar planchas de aluminio de la nave original al precio de quince dólares cada una y educadamente pidió donativos para el “fondo para evitar que Bredo se derrita”.

Salimos de la casa-fuerte y Bon nos condujo a la parte de atrás, a la nave de Bredo. El rótulo de la KRFX había sido repintado después de que un comité de husos horarios dictaminara que el anuncio constituía un caso de señalización en propiedad privada. Un pequeño rótulo que decía LIBERTARIO colgaba del tejado, aunque no tuve claro si se refería a Bo o a Trygve. La puerta se abrió con un ominoso chirrido (Bo no engrasaba las bisagras por motivos de seguridad; el chirrido le avisaría de la entrada de un intruso).

La mayor parte de la nave estaba ocupada por una cámara de contrachapado del tamaño de un jacuzzi. Bo, trabajosamente, retiró la pesada envoltura y abrió la tapa superior, descubriendo una especie de sarcófago revestido de 30 centímetros de láminas de espuma de poliestireno y lleno de bloques de cinco kilos de humeante hielo seco. Un féretro de aluminio descansaba debajo, envuelto en una cadena que parecía surgida de una película de terror (para facilitar un futuro transporte, caso de suceder). Una vez se cambia la carga de hielo seco, explicó Bo, el revestimiento aislante se vuelve cuidadosamente a colocar, con el objetivo de que el sellado esté todo lo ceñido que sea posible. Varias banderolas de la KRFX estaban colocadas a modo de tope entre las láminas de poliestireno aislante. Encima de los bloques de hielo seco, Bo había depositado una tarrina de mantequilla de pacana, otra de helado de vainilla, y un tupperware con lo que quedaba del pastel del centésimo séptimo cumpleaños de Bredo. Al abuelo le habían permitido más dignidad que a Mike, el Pollo sin Cabeza, y que al Salmón Congelado, pero menos de la que he podido ver en la mayoría de funerales y velatorios.

Bo nunca ha visto a Bredo ni se ha encontrado jamás con Trygve cara a cara. Los pagos mensuales cubren el hielo, el sueldo de dos ayudantes y un vehículo capaz de cargar 700 kilos montaña arriba en traicioneras condiciones climatológicas. Algunos inviernos la nieve alcanza los dos metros de altura y Bo tiene que aparcar más allá del camino de entrada, arrastrando los bloques de hielo con la ayuda de una rampa. Esos días la tarea puede ocupar seis horas. Es mucho trabajo para tan poco dinero. Se me ocurrió que lo que Alcor querría es un ejército de Bo Shaffers, trabajadores incansables dedicados a la causa (o quizá no: uno de los libros de los que habló con nuestro grupo de visita fue

Frozen

). Según Bo, Mike Perry—el ejecutivo que, según parece, se castró a sí mismo—se ha pasado en más de una ocasión por el festival FDGD camuflado con una barba que, más que de espía, le daba aspecto de componente de ZZ Top.

Esta dedicación pone de manifiesto la precariedad en el mundo de la criónica. ¿Quién sustituirá a Bo algún día? ¿Quién pagará a quien le sustituya? Como la física nuclear, la criónica es un campo en el que los planes son a largo plazo. El colapso financiero de 2008 arrojó la sombra de una depresión a escala global, una amenaza existencial a los cliente de la criónica mucho más acuciante que los altercados y problemas a los que Alcor tuvo que enfrentarse en Riverside. En las 350 páginas de su libro, la más potente acusación que Larry Johnson pudo hacerle a Alcor fue la de haber administrado mal las finanzas.

Trygve me dijo que aún le quedaban años por delante para resolver la cuestión financiera. Algún día puede que lleve a su abuelo de vuelta a Noruega o a otras instalaciones. Expresó su esperanza de que Nederland termine derogando la ordenanza de 1994 y vuelva a permitir el almacenamiento criónico en su territorio. Tal vez Nederland deje algún día de exprimir a su helada gallina de los huevos de oro. O tal vez no. New Hampshire, después de todo, sigue todavía hoy rindiendo honores a su Hombre Viejo de la Montaña, la efigie de un anciano en un acantilado, siete años después de haberse éste desmoronado. Es una extraña ironía, la del Frozen Dead Guy Days: Nederland no necesita a Bredo para conmemorar a Bredo.

Pese a la dedicación que demuestra, Bo me pareció agnóstico acerca de la viabilidad de la criónica. Aun así, fue una de las personas más optimistas al respecto que me encontré ese día. En el documental

El Abuelo en el Tuff Shed

, un periodista de Boulder, Clay Evans, dice que el cerebro de Bredo es a estas alturas una masa de papilla e imita los gemidos de Peter Boyle en

El Jovencito Frankenstein

. No está claro si Evans dice esto porque el tratamiento postmortem de Bredo no se ajustó a las normas o porque le parezca que la criónica, en sí, es una farsa. Puede que crea, al igual que otras personas, que ni siquiera un cerebro reconstruido célula por célula puede conservar sus recuerdos. En este aspecto se impone algo de escepticismo respecto al escepticismo: nadie sabe con exactitud qué sucedería con la conciencia de una mente deshelada y reconstruida. El cerebro humano puede sobrevivir a daños terribles, incluso a la pérdida de lóbulos enteros; su capacidad para autorepararse es increíble.

Miembros de la comunidad de la criónica han sacado a menudo a colación términos como ‘inmortal’ y ‘eterno’. El padre de la criónica, el autor Robert Ettinger, marcó la pauta en 1962 con un libro de título risible,

La Posibilidad de la Inmortalidad

, pero ni siquiera los más convencidos crionófilos pueden interpretar estas palabras al pie de la letra. Algún día el sol explotará. Tarde o temprano el universo se contraerá o desintegrará. Todo lo que está vivo termina por morir, sin importar cuánto y de qué manera haya alargado su vid