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Cultură

Trash-o-Market, segunda edición en Barcelona

Caída y auge de Itziar Zumalakarregui Belausteguigoitia, la euskodiva sobre ruedas.

La infancia y temprana juventud de Itziar Zumalakarregi Belausteguigoitia había transcurrido feliz y despreocupada –si bien “un pelín sosa” como Itziar confesaría tiempo después, siendo ya estrella internacional, al diario Gara–, en el mismo caserío guipuzcoano, bicentenario pero bien conservado, en el que naciera un frío, lluvioso, muy plomizo lunes de noviembre de mil novecientos ochenta… y algo. Los biógrafos no se ponen de acuerdo en la fecha natal exacta de la Itziar, en quien nuestros avispados lectores habrán reconocido ya a Izzy Zuma, rutilante estrella del patinaje en línea extremo e impulsora del zortziko disco-glam, el supersonido que de un plumazo, nunca mejor dicho, borró del mapa juvenil el punk, el rock, el metal, el dance y demás inocuas fruslerías.

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Itziar, de niña, fue feliz en el caserío, sí, a pesar de crecer en el seno de una familia al que el calificativo de disfuncional le quedaba enana. Su padre, Urko –en efecto, el Urko Zumalakarregi que a mediados de los 70 fue campeón regional de dominó tres años consecutivos–, falleció poco después de nacer ella en un accidente trágico, absurdo, evitable a la par que tonto: una aciaga noche, tal vez la más glacial y desapacible de aquel año, Urko emergió de la taberna del pueblo con una cogorza de patxarán de aquí te espero, nada raro en él, y en su embotamiento extravió el camino de vuelta al caserío. En pleno monte, borracho y aterido, las ropas húmedas por el gélido rocío de la madrugada guipuzcoana y sin ligar un pijo de dónde estaba ni cómo había llegado allí, no le cupo otra idea que intentar como fuese hacer entrar en calor sus huevos, pues notaba que con el relente habían perdido sensibilidad; en su severa confusión patxaranera, hasta temía que se gangrenasen. “Madarikatua! Potroietaraino nago!”, se dijo mientras prendía un pequeño montículo de cisco que halló en su tambaleante camino. ¡Craso error!  Alimentado por una subterránea emanación de gas, los humildes carbones estallaron en pavorosas llamas que envolvieron al infortunado Urko, quien apenas tuvo tiempo de exclamar “¡Cagonsós!” antes de convertirse en un chicharrón. Muerto el pater familias, la madre de Itziar vio calva la ocasión de pirárselas a la Argentina con Lautaro, un patagón que trabajaba en Barakaldo como representante de alfajores de dulce de leche y a quien la señora llevaba tiempo cepillándose dos veces por semana a espaldas de su marido Urko, más interesado en el patxarán y el dominó que en cumplir como un hombre con sus deberes conyugales. Tan reconocida, de hecho, era en los alrededores la inapetencia sexual que el malogrado Urko mostrara en vida, que las viejas comadres de la localidad murmuraban por lo bajini que la Itziar, ché, qué melodioooso ‘asento’ tenía, ¿víh-te? Ajena a las habladurías, la fugada pareja, tras establecerse en San Miguel de Tucumán, fundaría una próspera cadena de casas de empeño cuyo lema se haría famoso: “Nada es verdad, todo está permutado”. Ah, pero esa es una historia que otro día contaremos. Concretemos ahora que Itziar Zumalakarregi Belausteguigoitia, sin amatxo ni aita la pobre, quedó a cargo del zumbado de su tío abuelo Patxi, un guasón sexagenario que gustaba de calarse una txapela king size y un tomatín en la cuenca de un ojo y de esta guisa pasearse en porreta picada ante las visitas autocalificándose de “olentzero naturista”, y de su no menos perturbada hermana Araitz, quien a cualquier cosa que le dijeran respondía citando a Javier Clemente. Ya de rapaza daba muestras Itziar de ser el suyo un carácter inquieto, efervescente, volátil; lo que se dice un culo de mal asiento. Puesto que la vigilancia de sus enajenados padrinos sobre ella era prácticamente inexistente, que bastante tenían con lo suyo, la chica, llegada su tierna primera adolescencia, abandonó el corretear campo p’arriba campo p’abajo cual Heidi euskalduna tras construirse ella solita, con rodamientos rescatados de un desguace y unos zuecos de madera, unos rudimentarios, pero funcionales patines con los que se sentía viva y dichosa circulando a toda mecha por las laderas aledañas al caserío, sintiendo el fresco aire de las montañas en su rostro, sorteando árboles, estampándose contra alguno, acojonando seriamente a la rica fauna local y yendo a menudo a aterrizar, jodida suerte la suya, justo sobre uno de los numerosos mojones de vaca que jalonaban los terrenos. La que más copiosas defecaciones excretaba era una apacible marela de 400 kilos llamada Dazzler, bautizada así por Itziar en honor de su heroína favorita de la Patrulla X: una discodiva mutante que transformaba el sonido en luz, vestía un ceñido mono que le marcaba hasta el ombligo, se maquillaba que ni los Kiss dando un paseo por el lado sarasa de la vida… ¡e iba en patines a luchar contra los malos! ¡Y a la discoteca! Ah… la discoteca, ese lugar de disipación, antro donde todo pecado es posible y tantas jovencitas han perdido la honra y el norte, y no precisamente el peninsular. Una infausta noche de fin de año, la Itziar, con diecisiete tiernos añitos recién cumplidos, se engalanó tal cualmente a imagen y semejanza de su idolatrada Dazzler (la mutante, no la vaca) y, tras mentirles con un morro inaudito a sus flipados padrinos diciendo que iba a un recital de trikitixa (“¡Una panda de mingafrías!” fue la única respuesta de Araitz), dirigió sus patines, qué otra cosa iba a ser, a un garito de Beasain que hacía esa noche las veces de discoteca, su mano asiendo firmemente un flyer que anunciaba entrada por la feis a las chavalas, txakolí a tutiplén, un disco inferno que no veas hasta las tantas de la madrugada y pase en exclusiva sala adyacente, ¡fíjate tú qué casualidad!, de dos de las películas predilectas de Itziar, Rollerball y Solarbabies. Pero, ¡quiá! Todas aquellas maravillas terrenales eran un subterfugio, pura engañifa, una trola de las más viles urdida por un renombrado cocinero guipuzcoano de fama televisiva entre cuyas aficiones se encontraban el jai alai, las timbas ilegales y la farlanga de qualité. Obcecado con beneficiarse a la Itziar tras verla un día tropezar con un pedrusco, dar dos vueltas en el aire y caer de morros en una boñiga, el cocinero había desatendido su labor ante las cámaras de tal manera que los productores, horrorizados, habían rescindido su contrato de forma inmediata tras un sonado programa, luego récord de visitas en youtube, en el que más enfarlopado que Tony Montana salió amasando empanadillas con la minga. Preso del rencor y más salido que un mico pese al tiempo transcurrido, el cocinero había impreso un flyer, uno y más falso que el alma de Judas, que depositó una noche en el buzón del caserío como anzuelo para la desprevenida Itziar. ¡Y ella había picado! Si bien extrañada por la total ausencia de público, hecho que atribuyó a que estarían viendo las campanadas en ETB1, Itziar no dudó en beberse un zurito en el que el pérfido organizador de la encerrona había previamente vertido unas gotas de burundanga. Anulada su voluntad, convertida en un balbuceante muñeco, a la incauta zagala no tardó el cocinero en zumbársela a base de bien, dejándola después tirada en una cuneta, donde la encontraron al día siguiente unos gañanes que, viniendo de gaupasa, bajaron a la cuneta a mear. Desengañada del género humano, Itziar no se entretuvo en despedirse de Patxi, Araitz y Dazzler, quienes de todos modos ni se habrían dado cuenta, y se coló de polizona en el compartimento portamaletas del primer autocar Alsa que vio, de donde salió solo para asearse un poco en los lavabos de la estación de servicio de Alfajarín. De vuelta al portamaletas, abrió cuanta bolsa pudo, devorando todos los turrones, barquillos y polvorones que encontró, y entrando luego de un sopor profundo que no se despejó hasta que la portezuela, al abrirse, hizo que se percatara de que el autocar había llegado a su destino. ¡Y menudo destino, amigos! Nada menos que la ciudad de los prodigios, la perla del mediterráneo, la millor botiga del món, el lugar donde a los perros se les ata con longanizas y todo político es un amigo cercano: ¡Barcelona! Poco se supo de la Itziar en los meses posteriores, siendo abundantes los rumores de todas las calañas y las murmuraciones de la peor estofa: que si se ganó la vida con un número en el Bagdad en el que levantaba una campana de 50 kilos con unos ganchos clavados en los labios vaginales; que si se entortilló con una conocida presentadora de TV3 para que le consiguiera un papelito en Vicky Cristina Barcelona; que si se especializó en numeritos bondage privados para altos cargos de la Generalitat y ex directivos del Palau de la Música; que si por las noches rondaba por las calles del Mercat de la Boqueria descuidándoles la cartera a los turistas de chancla… Meras cavilaciones, invenciones, bulos infundados, fabulaciones mentes ociosas: lo único irrefutable, y de ello da fe un amarillento recorte de La Vanguardia que obra en nuestro poder, es que la primera intervención en público de Itziar fue como cantante de Jordi, un ínfimo grupejo catalán de imitadores de los finlandeses Lordi –muy en boga entonces tras su triunfal paso por Eurovisión–, que ensayaba en unos locales de Ciutat Meridiana y salía a actuar con la jeta pintada de betún kanfor negro y complementos de plástico afanados en un bazar chino. Crónicas y entrevistas de la época muestran que nuestra Itziar Zumalakarregi Belausteguigoitia no era ya aquella pánfila rural que llegara a la Ciutat Comtal en un maletero, cubierta de migas de polvorones y con unos patines artesanales como única pertenencia; transmutada como por arte de magia en la elástica y felina Izzy Zuma, la Jane Fonda del aurresku sobre ruedas, en pocos meses la zagala había puesto las pilas a los menesterosos y derivativos Jordi, haciendo de ellos una bien engrasada máquina de fabricar hits bailables en un novedoso estilo que una noble pluma de la ciudad, en un entusiástico artículo aparecido en Mondo Sonoro, dio en llamar “zortziko disco-glam”. En sus propias, ya famosas palabras: “La combinación del txistu eléctrico y el tamboril octogonal Simmons es irresistible, e Izzy posee un punto de sofisticación bastorra que intimida y la vez pone palote”. Imposible encontrar definición más bella y ajustada. El resto ya lo sabéis, amables lectores. Izzy y sus renovados Jordi triunfaron por todo lo alto en el South by Southwest, el Sonisphere y el festival internacional de Cantonigròs, se mudaron a Los Ángeles, el grupo en pleno falleció al caer encima de su furgoneta de gira un Boeing 747 e inmediatamente después el Hispasat, e Itziar, Izzy, lejos de sentirse apenada (otra mujer, ya digo) ingresó por la puerta grande en la meca del cine, dándose bofetadas por ella directores del calibre de Michael Bay, Wolfgang Petersen, Fred Olen Ray e incluso Kenneth Anger, quien delante de Izzy se desmomifica y el tío hasta saca pecho, como en la mili. Anger: “(Izzy) es una mezcla perfecta entre Anita Pallenberg, Bobby Beausoleil y… eh… ¿Cómo se llamaba? Esto… Joder… Lo tengo en la punta de la lengua…” Gone but not fogotten: este domingo, 27 de mayo, se celebra en el Casal de Joves La Fontana del barrio barcelonés de Gràcia la segunda muestra Trash-o-Market, la cita que los colgaos de La Oscura Ceremonia dedican a lo trash, lo psicotrónico, lo kitsch y lo cutre, y en esta ocasión aprovechan para rendir un merecido homenaje a Itziar Zumalakarregi Belausteguigoitia con otras dos de las películas que en mayor estima tenía la diva venida del norte: Thrashin’, con un imberbe Josh Brolin, y una de monjas en patín, Roller Blade. Si estás este domingo en la ciudad que legó al mundo a Copito de Nieve y Félix Millet, no dejes de pasarte, aunque solo sea para gritar bien alto “¡Cagonsós!”